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Zona Peligrosa – James Grippando

—No hay duda de que esta muñequita tiene tu mismo pelo —comentó Keith, el marido de Isabelle Bornelli. Ella le miró e intercambiaron una sonrisa llena de cansancio; habían partido de Hong Kong con destino a Miami y llevaban veintidós horas de vuelo. En un Boeing 777, y la distribución de los asientos de primera clase es 1-2-1, así que la pareja estaba separada por un pasillo y ella tenía sentada a su izquierda a Melany, la hija de cinco años de ambos, que estaba profundamente dormida con la cabeza apoyada en el regazo de su madre y el rostro oculto bajo una ondulante y sedosa cabellera castaña. —Es un gen fuerte —afirmó Isa. Era una morena despampanante que no guardaba un grato recuerdo de los concursos de belleza en los que había participado de niña, pero el hecho de que una de las más prestigiosas academias de belleza de Caracas la seleccionara a los seis años había alimentado el ansia de su madre por alcanzar a través de ella los codiciados títulos de reina de la belleza. En un país sin rival en cuanto al número de ganadoras de Miss Universo y donde eso era motivo de orgullo nacional, los concursos de belleza eran mucho más que el billete de salida del barrio para una muchacha pobre: eran una oportunidad para que la familia entera tuviera una vida mejor. Pero ese no había sido el caso de los Bornelli. El padre de Isa detestaba los concursos de belleza y apoyaba el punto de vista revolucionario (un punto de vista sostenido por Hugo Chávez, el presidente en aquel entonces), que sostenía que la cirugía estética era «monstruosa». Al final fue el leal servicio de Felipe Bornelli al régimen de Chávez lo que hizo ascender a la familia y la sacó del ruinoso pisito situado en los marginales cerros del oeste de Caracas en el que vivían. Isa tenía once años cuando su padre consiguió un puesto diplomático en el Consulado General de la República Bolivariana de Venezuela en Miami, y recibió una educación de primera en la escuela internacional de enseñanza secundaria más prestigiosa de la ciudad. Pero lo mejor de todo fue que se salvó de que le pusieran implantes de trasero a los doce años, de que le redujeran quirúrgicamente los intestinos a los dieciséis, de que le cosieran en la lengua una malla que habría hecho que comer fuera una tortura para ella, y de otras medidas extremas que las «fábricas de reinas de la belleza» alentaban a las chicas a tomar en pos de una definición de «perfección» que había sido establecida por otros. Isa apartó un mechón de pelo que había caído sobre el rostro de Melany, y un deje de tristeza tiñó su maternal sonrisa. Aquel hermoso cabello ocultaba también el aparato de última generación que permitía que la niña oyera. —Hora de despertarse, cielo. Melany apenas se había movido desde la breve y única escala que habían hecho en San Francisco, así que Isa no había tenido a nadie con quien conversar. Keith era el director de gestión de patrimonios en Hong Kong del International Bank of Switzerland y se había pasado el vuelo entero trabajando en su portátil. Tan solo había parado para comer o echarse una siesta; Isa, por su parte, no había dormido nada de nada, ya que aquello no era un viaje de vacaciones familiares. Melany no había nacido con problemas de audición. Cuando el IBS le ofreció a Keith el puesto en Hong Kong, Melany era como la mayoría de las niñas de veintidós meses de Zúrich, es decir, no había completado aún la secuencia completa de vacunaciones contra la Haemophilus influenzae tipo b. Pero el «Hib» no estaba incluido en el plan de vacunación infantil de Hong Kong, y dos meses antes de su tercer cumpleaños Melany contrajo meningitis bacteriana provocada por dicha bacteria. Los médicos le dieron un noventa por ciento de probabilidades de sobrevivir, lo que sonaba bien en teoría hasta que Isa pensó en las últimas diez personas a las que había saludado y se imaginó a una de ellas muerta. Semanas más tarde, cuando la niña empezó a mejorar, los médicos les advirtieron de que había un veinte por ciento de probabilidades de que padeciera secuelas a largo plazo, secuelas que podían abarcar desde daños cerebrales a enfermedades renales, pérdida auditiva o amputación de extremidades. Para cuando llegó su cuarto cumpleaños, se había confirmado que Melany había ido a parar al extremo más desfavorable de ese amplio espectro de posibilidades: la infección había destruido las diminutas células ciliadas de la cóclea y le había causado una profunda sordera en ambos oídos. Ni siquiera podía oír sonidos superiores a los noventa y cinco decibelios (un cortacésped, un taladro… Ni siquiera un martillo neumático). Los audífonos eran inútiles en su caso, la única esperanza que les quedaba era un implante coclear bilateral (un pequeño aparato mecánico que, básicamente, cumplía la función de las destrozadas células ciliadas que estimulaban el nervio auditivo).


La intervención quirúrgica había sido todo un éxito… por un tiempo. Melany llevaba seis meses de rehabilitación auditiva cuando había surgido un problema en el oído derecho y, aunque el médico de Hong Kong les había asegurado que podía solucionarlo, Isa no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Un segundo fallo provocaría que la cóclea se osificara aún más, con lo que a Melany le quedaría una sordera permanente en un oído porque ya no podría ser candidata para recibir un implante. De modo que en marzo la llevó a Miami para que la examinara el cirujano que había sido el pionero en implantes cocleares en el Jackson Memorial Hospital, y este deshizo la primera cirugía y las mandó de vuelta a casa para que la niña pudiera recuperarse. En abril, una vez pasado el riesgo de infección, volvían para que se realizara la segunda intervención quirúrgica. —Falta poco para aterrizar —les advirtió la auxiliar de vuelo—. Tiene que ponerle el cinturón de seguridad a su hija. Isa ajustó el procesador de sonido de la niña. Esta no solía dormir con el aparato, pero no pasaba nada si lo hacía. Las únicas partes externas eran el micrófono y el procesador del habla (que se sujetaba en la parte posterior de la oreja, igual que un audífono), y un transmisor que llevaba en la cabeza, justo detrás de la oreja. —Despierta, cielo. Al ver que los ojos de Melany parpadeaban y se abrían, descargó con una exhalación la tensión que la atenazaba. Desde que las cosas se habían torcido con el implante del oído derecho, experimentaba una sensación de alivio palpable cada vez que algo le confirmaba que el izquierdo seguía funcionando, que el cerebro de Melany daba muestras de poder percibir el sonido de la voz de su madre, aunque en realidad no estuviera «oyéndolo» en el sentido tradicional de la palabra. Melany se incorporó en el asiento y, adormilada aún, se abrazó a su cuello y apoyó la cabeza en su hombro. Isa miró de nuevo a su marido y vio que estaba tecleando en su smartphone. —¿Qué haces? —le preguntó. —Avisar a Jack de que llegamos según lo previsto —contestó él. Jack Swyteck era el mejor amigo de Keith de su época de instituto e iba a ir a recogerlos al aeropuerto. —No puedes mandar mensajes de texto desde un avión. —Sí que puedo, tengo una rayita. —Me refiero a que no está permitido. El suelo vibró bajo sus pies y entonces se oyó el chirrido hidráulico del tren de aterrizaje. La auxiliar de vuelo regresó en ese momento. —Cinturones de seguridad, por favor. Y nada de mensajes de texto, señor.

—Perdón —contestó Keith. —Por el amor de Dios, ¡vas a hacer que nos arresten! —le dijo Isa, mientras alzaba a Melany y la acomodaba en el asiento correspondiente. Él guardó el móvil antes de extender el brazo y tomarla de la mano. —Estás muy estresada, cariño. Todo va a salir bien, te lo prometo. —¿Qué es lo que va a salir bien? La pregunta la hizo Melany, que se había perdido la primera parte de la conversación de sus padres (la que había ido a parar principalmente a su oído derecho, el que había que operar). Keith capturó un dulce beso en su propio puño y se lo pasó desde el otro lado del pasillo a Isa. Esta lo depositó a su vez en la frente de la niña, que esbozó una sonrisa. —Todo, cielito mío —le aseguró Keith—. Todo va a salir de maravilla, absolutamente todo. Maniobrando como buenamente podía, Jack Swyteck iba abriéndose paso con la silla de paseo de tres ruedas por una abarrotada terminal del Aeropuerto Internacional de Miami. Su mujer se esforzaba por seguirle el paso mientras Riley, de dos añitos, chillaba entusiasmada conforme la silla zigzagueaba entre los pasajeros cual coche de pruebas sorteando conos. —¡Eh, tú, Jeff Gordon![1] Podrías aminorar el paso, ¿por favor? —le pidió Andie. —¡Vamos tarde! —contestó él. Siempre iban tarde. La cantidad de trastos que un papá sherpa se llevaba de casa era inversamente proporcional al tamaño y el peso del retoño; era un axioma inmutable de la paternidad. Y, de igual forma, estaba fehacientemente demostrado que, por muy bien planeado que estuviera un trayecto, era imposible llegar al lugar de destino sin tener que regresar al coche a por un peluche, una mantita, una taza o cualquier otra cosa que, por supuestísimo, resultaba ser el objeto en particular sin el que Riley no podía vivir en ese momento determinado. Un agente de la TSA los detuvo en el control de seguridad situado al fondo de la terminal internacional. No podían avanzar más allá, habían llegado a la versión de aeropuerto de un cordón de terciopelo: una cinta de balizamiento de nailon unida mediante postes. Jack encontró un punto desde donde se veían bien las puertas de salida de la aduana y esperaron allí. —¿Crees que podrás reconocerlo? —le preguntó Andie. Jack no había visto a Keith Ingraham en más de una década, y ambos estaban a punto de conocer a la mujer y a la hija del otro. —Sí, pero solo porque busqué su foto en la página web del IBS. —¿Está muy cambiado? —Está igual, salvo por el pelo rapado. —Ese es un cambio demasiado grande.

—No te creas, ya empezaba a tener bastantes entradas en el último año de instituto. Supongo que al final terminó por tirar la toalla. Pero le queda bien, parece un Bruce Willis más joven. Riley emitió un sonido raro desde la sillita. Estaba imitando a la pareja entrada en años que tenía al lado, que estaba hablando en chino, y Andie se disculpó en mandarín (había aprendido unas nociones básicas en una de sus misiones encubiertas) antes de continuar. —¿Por qué perdisteis el contacto? —Por lo típico, supongo. Keith se quedó aquí y estudió Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Miami, yo me fui para estudiar Derecho. Para cuando volví, él estaba trabajando en Wall Street para Sherman & McKenzie. —Así que mientras tú vivías con una mensualidad precaria y defendías en el Freedom Institute a presos condenados a muerte, tu viejo colega Keith estaba ganando dinero a manos llenas con S y M.—Se les llama «SherMac» para abreviar, no «S y M». —Pues mira tú por donde, resulta que cuando me pasaba setenta horas a la semana investigando fraudes hipotecarios en plena Gran Recesión, en el FBI casi todos los llamábamos «S y M», tanto a ellos como a sus balances generales. «Superturbios y Manipuladores». Esa era una de las muchas cosas interesantes que tenía ser un abogado criminalista casado con una agente del FBI: uno se llevaba una sorpresa tras otra al darse cuenta de la cantidad de amigos que, muy posiblemente, habían estado a punto de salir chamuscados por cortesía de Andie Henning y el largo brazo de la ley, pero que, a diferencia de Ícaro, habían logrado escapar volando de las llamas. —Keith ahora trabaja para el IBS. —Ah, el S y M de S. «Superturbio y Manipulador de Suiza». —Qué cínica eres —comentó él, sonriente. Un flujo constante de pasajeros de aspecto cansado iba pasando por la aduana. Amigos y familiares esperaban expectantes e iban recibiendo a sus seres queridos con abrazos, sonrisas y lágrimas de alegría cuando estos procedían a pasar al otro lado del cordón de seguridad. Jack siguió pendiente de la puerta de salida hasta que, finalmente, a pesar de verlo al fondo del largo pasillo, lo reconoció al instante. —¡Ahí están! —le dijo a Andie antes de saludar con la mano a Keith. Su amigo le devolvió el saludo mientras se acercaba acompañado de su familia. Empujaba un carrito de equipajes lleno hasta los topes, y su esposa y su hija caminaban junto a él tomadas de la mano. —¡Madre mía! —exclamó Andie—. Si esa es la pinta que tiene su mujer después de sobrevolar medio mundo, está claro que tu viejo amigo se casó con un bellezón.

Andie no era celosa, pero Jack seguía sin comprender esa costumbre de las mujeres de fijarse unas en otras (aunque, en ese caso, él mismo estaba pensando lo mismo que ella, la verdad). El gran momento consistió en un reencuentro típicamente masculino: palmadas en la espalda y una especie de abrazo a medias; Jack insistiendo en ayudar con el equipaje en un tira y afloja que, como era de esperar, terminó con Keith apilando las maletas más pequeñas en un carrito que ya estaba a rebosar de por sí y afirmando que lo tenía controlado. Los adultos estaban en medio de las presentaciones cuando Riley se bajó de su sillita para saludar, estaba claro que quería convertirse al instante en la mejor amiga de Melany; esta, sin embargo, se mostró más reservada, aunque puede que tan solo fuera por el cansancio del viaje. Jack volvió a sentar a Riley en la sillita y ya se disponían a dirigirse hacia la salida cuando vio que se acercaban dos policías, dos agentes del Departamento de Policía de Miami-Dade. —¿Isabelle Bornelli? —preguntó el más alto de los dos. La caravana se detuvo antes siquiera de haber podido iniciar la marcha. Las sonrisas se desvanecieron y un súbito nerviosismo se adueñó del grupo. —Sí —respondió ella. —Está usted arrestada. El otro agente se acercó a ella y le esposó rápidamente las manos a la espalda. Isa no opuso resistencia. —¡Un momento! —exclamó Keith—, ¿qué está pasando aquí? —siguió hablando mientras el agente que estaba realizando el arresto procedía con la consabida tarea de leerle sus derechos a un detenido—. ¡Esto es una locura! Miren, si es por el mensaje de texto que he mandado desde el avión, no he… —No digas ni una sola palabra más, Keith —le ordenó Jack con firmeza, asumiendo al instante su papel de abogado defensor. —¡Tengo que saber de qué va todo esto! —Keith, hazme caso. Su viejo amigo hizo caso omiso a la advertencia y siguió insistiendo. —¿Por qué está siendo arrestada mi mujer? —Por asesinato —afirmó el agente con semblante pétreo. —¡¿Qué?! —Está siendo arrestada por el asesinato de Gabriel Sosa —añadió el agente. Keith lo miró atónito y las palabras brotaron atropelladamente de sus labios. —¿Qué…? ¿Cómo…? Pero… ¡No conocemos a ningún…! —¡Cállate, Keith, te lo digo muy en serio! —le advirtió Jack—. Isa, no respondas a ninguna pregunta ni hables sobre esto con la policía. Limítate a decir que quieres hablar con tu abogado, ¿entendido? Ella asintió, aunque la expresión de su rostro revelaba lo aterrada que estaba. —¿A dónde vas, mami? —preguntó Melany con voz teñida de preocupación. —Concédanle treinta segundos con su hija. Los agentes accedieron a la petición de Jack. Isa hincó una rodilla en el suelo e intentó explicarle a Melany lo que ocurría.

Un grupito de curiosos se había congregado en el lado público del cordón de seguridad formando un tosco semicírculo a su alrededor, así que Jack dio medio pasito hacia uno de los agentes y, moderando el tono de voz para que solo le oyera quien tenía que oírle, se aseguró de dejar clara la situación ante las autoridades. —Soy abogado. —¿Es usted el abogado de la señora? —le preguntó el agente. —Ahora sí —afirmó Keith. —Querría ver la orden de arresto. El agente le entregó una copia. Consistía en una única hoja donde, tal y como solía ocurrir, tan solo se enumeraban las cláusulas aplicables del código penal y se exponía que el juez, en base a la declaración jurada de un inspector de la policía de Miami-Dade, había llegado a la conclusión de que existían causas probables para creer que Isa Bornelli había cometido el delito en cuestión. Los datos concretos debían de estar en dicha declaración y Jack tendría que obtenerla a través del juzgado o del fiscal. —Vamos, señora Bornelli —dijo el agente. Isa intentó abrazar a su hija de forma instintiva, pero las esposas se lo impidieron. Luchó por reprimir las lágrimas al besar a Melany en la mejilla, y las rodillas le flaquearon al incorporarse. Jack le dio a Keith una tarjeta de visita y le indicó que se la metiera a Isa en el bolsillo de la chaqueta; esperó a que lo hiciera, y entonces le dijo a ella: —Ahí está mi número de teléfono, vamos a seguirte hasta… —Se interrumpió porque no quería decir «centro penitenciario» delante de las niñas— el sitio al que vas. Pero llámame si tienes que hablar antes de que lleguemos. Ella no contestó, se la veía aturdida. Keith hizo ademán de ir a darle un último abrazo, pero al ver que Melany rompía a llorar se centró en ella y la alzó en brazos. —No pasa nada, cielo. Mami va a ir a charlar un rato con estos policías tan agradables, eso es todo —lo dijo en un tono de voz que no habría engañado a Riley, y mucho menos a una niña de cinco años. Los agentes se llevaron a Isa, pero no la condujeron hacia la salida principal de la terminal. La llevaron de vuelta al otro lado del cordón de seguridad y un agente de la Administración de Seguridad en el Transporte los escoltó a través del control de seguridad, con lo que ni su abogado ni su mismísimo marido pudieron acompañarla. —¡Te queremos! —le gritó Keith, hablando también por Melany. Isa se volvió a mirar por encima del hombro mientras los agentes la alejaban más y más de su familia. Jack observó con atención la expresión de su rostro. Después, miró por un instante a Keith antes de dirigir de nuevo la mirada hacia ella; aunque la atención de Isa estaba centrada en Keith, logró establecer contacto visual con ella por un segundo antes de que ella apartara la mirada. Guardó silencio y no le dijo nada a su viejo amigo, pero, como espectador privilegiado, tenía claro lo que aquella mujer estaba diciéndole sin palabras a su marido: ella sí que conocía a Gabriel Sosa. Isa sabía perfectamente bien de qué iba todo aquello.

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