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Yo Tambien Paso De Ti – Ariadna Baker

Me asomé al escaparate y efectivamente, ese era el vestido que usaría para la fiesta del día siguiente. Sin duda, amor a primera vista. Entré a la tienda sonriente. Conocía a las dependientas, ya que era una clienta fiel de esa firma de ropas. —Hola, Mikaela —se acercó sonriente la encargada. —Hola, Brenda —la besé. —¿Alguna idea de lo que buscas? —Totalmente. El vestido color cereza que hay en el escaparate. —Buena elección, ahora mismo te lo saco —me hizo un guiño. Le eché una visual a todo lo que había allí. Unos zapatos llamaron mi atención. Para el vestido debía ir perfecto. —Aquí tienes el vestido y esos zapatos le irán genial. —Sí, eso estaba viendo. Me voy a probar las dos cosas. —¿Qué tal llevas la fiesta? —Pues bien. Ya está todo preparado, ya sabes cómo es mi padre —volteé los ojos. —Celebra cada uno de tus cumpleaños como si te casaras — sonrió. —Efectivamente y cualquiera se opone —resoplé riendo. —Lo hace con mucho cariño. Sabes que eres la niña de sus ojos. —La única que tiene —reí y me metí en el probador. Me probé el vestido y me quedaba genial: mangas muy cortas, escote ligeramente pronunciado. Quedaba ajustado y desde la cintura hasta la rodilla en plan princesa. Además, llevaba en la cintura una especie de lazo de brillo que lo hacía de lo más cuqui.


Abrí la puerta para que me viera Brenda. —Espectacular —se puso las manos en la boca —Impresionante, está hecho para ti. —Pues sí, me encantó, este es el mío —aplaudí emocionada. Me volví a cambiar y le entregué los zapatos y el vestido. —Te lo pongo en uno de estos sacos tan cuquis que me acaban de llegar. —Gracias, Brenda —le di un beso y salí de allí. Me fui paseando hacia el centro de la ciudad. Adoraba Florencia. No podía conocer más fortuna que la de haber nacido en un lugar así. Aparte, vivía en una buena casa con jardín. Mi padre era uno de los actores de novela más famoso del país. A sus cincuenta años, tenía enamorado a todas las féminas. Mi historia era un poco triste, pero me sentía afortunada. Cuando yo nací, mis padres tenían veintitrés años. Mi madre también era actriz, pero dos años después perdió la cabeza por un actor de Hollywood y nos abandonó sin pensarlo. Al lado de él solo viviría dos años más, ya que murió a causa de una sobredosis. No tomó buen camino junto a ese hombre y nueva vida. Mi padre se dedicó a su carrera y a mí. A los casi veintisiete años, que cumpliría al día siguiente, solo tenía muchos recuerdos bonitos a su lado y vi cómo se esforzó por estar presente en todo momento en mis estudios, en mis eventos importantes, en mi día a día. Eso sí, por su trabajo tuvo que contar con la ayuda de Emma, mi yaya, la mujer que se encargó de estar pendiente de mí las veinticuatro horas del día. Hoy seguía también seguía en casa y atenta a mis cosas como si tuviera cinco años, pero yo la adoraba, era como mi madre. Yo había estudiado la carrera de Filología, pero tuve la suerte de escribir una novela romántica que fue todo un best seller y desde entonces mi carrera se ciñó a escribir una tras otra obra. Crucé el Ponte Vecchio y me dirigí a la Piazza della Signoria. Allí me iba a tomar un café con Georgina, mi amiga de toda la vida, un poco loca, pero adorable. En realidad, íbamos en la misma línea, así que nos llevábamos genial y siempre andábamos juntas.

—Un poco más y me dejas tirada —soltó al verme. —¿Han pasado dos minutos y treinta segundos? —resoplé mientras me agachaba a besarla. —Ya nos traen el café. —Poca paciencia me tienes —resoplé. —Hija es que no conoces la puntualidad —puso cara de resignación. —No digas eso ni de broma. Soy puntual solo me paso uno o dos minutos ¿Qué es eso? —Pues impuntualidad —se encogió de hombros. —Gracias —dijimos de forma sincronizada cuando nos pusieron el café. —Ya me compré el traje para mañana. —Cuenta, cuenta —se frotó las manos. —Por supuesto que no. Lo vas a tener que ver con tus propios ojos —sonreí de forma chulesca. —Desde luego, para lo que he quedado —negó resoplando. —Hombre, es mi secreto mejor guardado —le saqué la lengua. Georgina era como esa hermana que nunca tuve, pero que no necesité pues ella supo ocupar ese espacio a la perfección. Además, desde muy pequeña muchos fines de semana dormíamos juntas en su casa o en la mía, así que hasta las broncas nos las ganábamos a partes iguales en los dos lados. —Por cierto, te he comprado un regalo que espero que te guste. Mis padres te compraron también otra cosa que sé que te encantará. Están deseando ir a la fiesta mañana. —Lo sé, me llamó tu madre esta mañana de los nervios, poniéndome más nerviosa aún —reí. —No sabes la que me dio, parece que eres más hija de ella que yo —volteó los ojos. —No empieces con los celos —reí. —No son celos, es la realidad —me sacó la lengua. —Tu realidad paralela —me encogí de hombro. —¿Van los mismos que todos los años? —Imagino.

Ya sabes cómo es mi padre, siempre sorprende con alguien nuevo. —Tiene muchos compromisos. —Es mi cumpleaños, que los tenga en los suyos —reí. —Sabes que está muy orgulloso de ti. —¿Y? —Nada, cuando te pones tonta, no se puede contigo —reía. Paseamos un rato después del café. Aproveché para comprar algo de maquillaje. Después nos fuimos a comer a un restaurante que nos encantaba y que solíamos frecuentar por lo menos una vez en semana. —Ole las mujeres bonitas —dijo Marco, el propietario del restaurante al vernos entrar. —Marco, aquí el único guapo eres tú, lástima que estés casado —soltó Georgina con el descaro que le caracterizaba. —¿Yo casado? Bah, eso son habladurías de la gente. —Entonces esa que viene por ahí tiene que ser tu hermana — señaló hacia la calle donde venía Corintia, su mujer. —Es verdad, estoy casado —nos causó una carcajada —Venid por aquí que os pongo la mejor mesa. —Más te vale —advertí risueña. Estuvimos tomando un Lambrusco de la casa que estaba de vicio, nos encantaba, además de una espectacular pizza al horno que era la más deliciosa de toda la Toscana. Tras la comida nos despedimos quedando en vernos al día siguiente en mi casa. La fiesta era de día, en el jardín. Además, era junio, caía en un mes espectacular para ese tipo de eventos. Llegué a casa feliz con mi vestido. Emma no tardó en llegar a mi lado. —¿Ese es el vestido para mañana, mi niña? —Ni más, ni menos, yaya. —¿Te queda perfecto o hay que hacerle algún arreglillo? Sabes que me pongo a ello en un periquete —me dio un cariñoso beso. —Está mal que yo lo diga, pero me sienta como un guante — sonreí, mientras le devolvía el beso. —No tengo ninguna duda. Estoy deseando verlo.

—Pues voy para mi cuarto y allí te espero. Entre en él y me senté en la cama para descalzarme y ponerme los zapatos nuevos que había comprado. Eché una visual y sonreí pensando que mi dormitorio era de ensueño. No había habido nada en mi vida que hubiera deseado y que mi padre no hubiera hecho lo posible y lo imposible porque tuviera. Era tan grande que, de pequeñas, Georgina siempre me decía que en él podían correr caballos. Estaba dominado por los colores claros, neutros y crudos para el mobiliario, mientras que los detalles florales o estampados los había dejado para los textiles y el resto de la decoración. Todo en él rezumaba armonía, como en el resto de la casa, aunque tenía que reconocer que para mí era como mi propio santuario, el reducto más íntimo en el que había pasado momentos sensacionales de mi vida y en el que me había sentido yo misma. Cuando alcancé la adolescencia, le pedí a mi padre un gran vestidor y, en menos de lo que canta un gallo, vinieron dos obreros que estuvieron varios días acondicionando un cuarto de invitados que teníamos al lado para convertirlo en mi sueño, que conjugamos a la perfección con la línea del dormitorio. Entré en el vestidor y ya estaba mi yaya detrás de mí. —¡Qué susto! —me puse pálida. —¿Tan fea soy, hija mía? —rio ella. —¡Tú que vas a ser fea! ¡Eres lo más bonito que ha parido madre! —le di un abrazo que casi la cojo en peso. —Seguramente, estoy yo ya… —Estás en edad de merecer —hice un gesto de un corazón con la mano que provocó una risilla. —¡Eres una loquilla, Mikaela! Eso sí, la loquilla más guapa del mundo. Ponte el vestido que yo lo vea… Lo saqué del delicado saco en el que me lo habían dado y me lo coloqué. —Bonita, no, lo siguiente —su mirada era de ternura y emoción infinitas. —Normal que tú me lo digas. Si es que me quieres mucho…—le saqué la lengua. —Más que a mi vida, mi niña. Eso sí, ya sabes cómo soy. Si no fueras una preciosidad, no lo diría. Nunca miento. —¿Ni siquiera dirías una mentirijilla piadosa por tu niña? —me encantaba picarla. —Ni siquiera eso. No te diría que eras fea, pero tampoco lo contrario.

Y de eso estaba yo segura. Jamás había conocido a una mujer de moral más recta, aunque a la vez más cariñosa. Además, ella no conocía la maldad, ni le interesaba. Para mí era la figura maternal de la que siempre gocé desde pequeña. —Entonces, ¿me lo puedo quitar ya? —Sí, hija. Es verdad que parece que te lo han hecho a medida. Lo único que necesita es una planchita por si se ha arrugado algo por el camino. De eso ya me encargo yo. —Gracias, yaya. ¡No sé qué haría sin ti! —Más zalamera imposible —sonrió. Me puse cómoda y le dije de bajar a tomar un chocolatito con ella al jardín. —Ya mismo lo estoy haciendo —era la eficiencia en persona aquella mujer. En realidad, mi yaya era la tía de mi padre, hermana de mi abuela paterna, que había fallecido hacía muchos años, igual que mi abuelo. Yo apenas tenía recuerdos de ellos. Por suerte, ella siempre había permanecido a nuestro lado y muchos de los mejores recuerdos de mi infancia los vivimos juntas. Además, pese a sus años, era un culillo de mal asiento y no podía estar quieta, por lo que se encargaba de todo lo relativo a la organización de la casa. El gran caballo de batalla entre ella y mi padre fue el hecho de que querría haberlo hecho gratis, pero mi padre no lo consintió. Le pagaba un buen sueldo. —Aquí lo tienes, muy dulce, como a ti te gusta —puso la bandeja con los dos chocolates en la mesa de una de las zonas del jardín que estaban acondicionadas para tomar algo. —¡Ummmmm! Pero ¿cómo puede salirte tan bueno? —¿Está bueno? No tiene nada de especial. Ya sabes que el único secreto es que está hecho… —Con mucho cariño —interrumpí para decir la frase que miles de veces había escuchado decir a mi yaya en relación con todo lo que salía de sus manos en la cocina, provocando que me hiciera un gracioso gesto con la mano a modo de riña. —¡Mira que está bonito el jardín en esta época del año! — exclamó entusiasmada. —No te falta razón yaya, ¡y mira que te gusta a ti! Cualquier día te veo como una exploradora durmiendo aquí al aire libre —le di una de mis locas ideas. —Sí, hija, ¡en eso estaba yo pensando! Tengo la espalda como una alcayata, ¡solo me faltaba dormir aquí al raso! Si el paisaje de la Toscana era bonito a rabiar en verano, el jardín de mi casa lo reproducía a la perfección. Y es que tenía un encanto particular.

De hecho, nuestro jardín había sido portada de una revista de decoración hacía años. Era un lugar exuberante que exhibía el tecnicolor de los verdes con las flores salpicadas y el cielo azul del verano. Había áreas que, en aquella época, quedaban ocultas bajo un manto de flores. Luego teníamos distintas zonas dispuestas por todo el jardín para disfrutar de distintos momentos: un merendero con barbacoa, una zona con sofás bajos y cojines multicolores que invitaban al relax de la sobremesa y un par de lugares más con bonitas mesas y sillas de forja, estratégicamente distribuidos. También contábamos con una preciosa piscina que había hecho mis delicias desde niña. En ella habíamos celebrado los finales de curso con mis amigas y amigos y largas tardes estivales de asueto que permanecían como tesoros en mi memoria. —Yaya, voy un ratito a mi cuarto que tengo que echar un vistacillo a mi último libro. —¿Vas a trabajar ahora? —No lo llamaría yo trabajar, pero sí echar un ojo a algunos datos y demás que quiero comprobar. En mi cuarto tenía un precioso secreter que era el que había utilizado desde niña para estudiar y en el que trabaja de mayor. Era amplio y cómodo y una auténtica obra de arte que mi padre había mandado pintar a mano a juego con el entorno. Era en ese lugar donde me recogía cuando tenía que trabajar y en el que me inspiraba. Él había insistido muchas veces en que me ponía un despacho con todas las comodidades, pero yo defendía lo mágico de mi rincón. A media tarde, mi padre llegó y se acercó caer por mi cuarto. —¡Hola, Mikaela! ¿Qué estás haciendo? —me dio un beso. —Poniendo en orden las ideas para ver la línea argumental que tengo que seguir en el nuevo libro, papá. —¿Sí? ¿Trabajando esta tarde? Yo te hacía de compras y con los preparativos de tu cumpleaños. —No, está todo controlado. He estado de compras esta mañana y, respecto al resto, la yaya lo tiene todo a raya. —¡No sé lo que haríamos sin ella! —rio. —¡Copión! Ya se lo he dicho yo antes… —Bueno, cielo. Voy a darme una ducha y a ponerme cómodo. ¿Te veo para cenar? —Sí, sí, claro. Ceno en casa. No tengo hoy planes. O, mejor dicho, sí los tengo, pero con mi galán favorito —le guiñé el ojo.

Seguí trabajando un rato más. Lo mejor de tener una casa de dos plantas era que abajo hacíamos vida social y arriba nadie ni nada te molestaba lo más mínimo, pues era donde estaban los dormitorios, cuatro en total. El mío y el de mi padre contaban con vestidores y todos ellos, los cuatro, tenían incorporado su propio cuarto de baño. El tercero lo ocupaba la yaya y el cuarto era el de invitados. Abajo, teníamos un amplísimo salón con una zona contigua con ventanales correderos que, tan pronto podía sumarse también al salón, como convertirse en una sala independiente. También teníamos un amplio cuarto de baño y una cocina impresionante, con una isla central, que me encantaba. —Se nos hace mayor —le comentaba la yaya a mi padre durante la cena, en referencia a mi cumpleaños. —¿Has visto? —le respondió él. Ayer era un ratonceja y hoy toda una escritora reconocida. —Esto de qué va, ¿de sacarme los colores o algo? —reí. La velada fue de lo más amena y un rato después, con un vaso de leche tibia en la mano, me fui a la cama. El día siguiente prometía ser movidito y tocaba descansar.

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