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Yo, Quien Os Habla – Primo Levi

Una conversación inédita con el autor de la Trilogía de Auschwitz. La familia, la infancia, los años de formación durante el fascismo en Italia, los amigos de adolescencia, las lecturas, la timidez, la pasión por la montaña. Luego la guerra, el regreso a casa y una vida dedicada a su oficio de químico. Tras casi treinta años enterrada, sale a la luz esta emocionante conversación que Primo Levi sostuvo con Giovanni Tesio en 1987, con el objetivo de realizar, con su resultado, una biografía autorizada. Las preguntas de Tesio, a las que Levi responde con una disponibilidad prudente, pero en ocasiones también muy explícita, dejan transpirar el ser más íntimo de Levi. Y nos regalan un diálogo intenso que corre sobre el filo de la memoria, cargado de vida y de historia; un diálogo que se interrumpe justo antes de llegar a la deportación a Auschwitz por la muerte de Levi en abril de ese mismo año.


 

«¿Qué, tienes ya un plan de batalla en la cabeza?» La pregunta me fue dirigida en una habitación destinada a despacho en el tercer piso de corso Re Umberto 75 —una de las más elegantes avenidas de Turín— la tarde del 12 de enero de 1987. Quien me la dirigía, uno de los escritores más apacibles que han cruzado el escenario de nuestro siglo XX, y no solo en clave literaria, uno de los testigos más fiables de Auschwitz, un hombre de indudable probidad, pero no menos indudablemente herido en su espíritu y en su carne: un maestro de la laicidad y de la razón, de la duda y del cuestionamiento, pero también de la claridad y de la resistencia, de la resolución y de la acción. En ese despacho de sobria amplitud, en esa casa parecida a «muchas otras casas casi señoriales de principios del siglo XX» (como escribió en un artículo recogido más tarde en El oficio ajeno), Primo Levi me hizo la más previsible de las preguntas, que, sin embargo, me dejó perplejo. En todo caso, sea para motivar tanto la previsibilidad de la pregunta como mi estupor al escucharla, me veo obligado a ciertas explicaciones preliminares. Conocí a Primo Levi leyendo Si esto es un hombre en un volumen de la colección I Coralli de la editorial Einaudi en 1967. Y diez años después lo conocí en persona, puesto que hojeando una antología escolar dedicada a escritores piamonteses,[1] descubrí que la página seleccionada por el antólogo no se correspondía en absoluto con el recuerdo que había quedado en mi memoria del texto de Si esto es un hombre en la edición que yo había leído. Hechas las debidas comparaciones, pude descubrir que había una versión del texto anterior a la edición de Einaudi, y que ese texto había sido publicado en 1947 por la editorial De Silva que Franco Antonicelli, una de las figuras más relevantes del antifascismo turinés, había fundado en 1942 y que echó el cierre más tarde, en 1949. Al comparar el texto de De Silva con la primera edición de Einaudi de 1958, que se mantuvo inalterada en sus posteriores reimpresiones, descubrí por lo tanto que las variantes no eran pocas ni de poca cuenta. Así que me armé de valor (en piamontés hay un buen dicho a este propósito: echarle bon bèch, literalmente «buen pico») y telefoneé al autor, que, sin titubeo alguno, me invitó a su casa y puso a mi disposición un cuaderno: un grueso cuaderno escolar de tapas verde oliva, en el que pude verificar el texto de las partes añadidas. De modo que escribí un ensayo,[2] a decir verdad algo híbrido y lejos de la perfección desde luego (no tuve en cuenta los capítulos ya publicados gracias a Silvio Ortona en el periódico comunista de Vercelli L’Amico del Popolo), pero que, a pesar de todo, gozó de cierta resonancia. No tardé en volver a interrogar a Levi sobre cuestiones de variantes textuales. Y fue él quien puso en mis manos tanto el cuaderno autógrafo en el que escribió casi todos los capítulos de La tregua, como lo que en ese momento era el texto mecanografiado de La llave estrella preparado para la impresión, que es precisamente de 1978. Hasta el extremo de que estuve completamente seguro de que se refería a mí cuando, con la llegada de los ordenadores, escribió para el periódico La Stampa un artículo, «El escriba» (recogido más tarde en El oficio ajeno), en el que habla de un «amigo literato» que se lamenta de la pérdida de la «noble alegría del filólogo absorto en reconstruir, a través de las sucesivas tachaduras y correcciones, el itinerario que conduce a la perfección del Infinito». Después de ese primer trabajo, llegaron otros. Ante todo un «retrato crítico», publicado por la revista Belfagor dos años después. Y más tarde no pocas reseñas y entrevistas. Tanto era así que, cuando pensó en publicar los poemas de A una hora incierta, quiso mi consejo —era el momento más agudo de la crisis de la editorial Einaudi, que provocó la diáspora de otros escritores: por ejemplo de Lalla Romano, que publicó Nei mari estremi con Mondadori— para identificar otro posible y digno editor, y yo le sugerí que valorara la posibilidad de publicarla con Garzanti, como efectivamente acabó sucediendo. Levi era parco, sobrio, discreto, muy amable. Y yo estaba fascinado no solo por la precisión expresiva de sus libros, por la amplitud y detallismo de sus conocimientos y de su conspicua memoria, sino también por su predisposición a la acogida y por su indudable y destacada capacidad de comunicar con exactitud y sobriedad de palabra, en la que vibraba pese a todo una cuerda no carente de reverberación melancólica: aquella capacidad suya de evitar los arabescos y de cimentar su escritura, por el contrario, en una rica y embellecida sobriedad de lenguaje, en la elegancia neta de la palabra-cosa.


Haber conocido a Levi también significa eso: reconocer en el lenguaje escrito el mismo granulado de su voz al hablar, antirretórica, pero no inerte, doméstica pero casi festiva, monótona, pero dotada de su propio impulso expresivo. Entre nosotros nació algo más que una relación de simple amabilidad. Suficiente como para consentir el paso del usted al tú y para justificar algunas dedicatorias que no podían considerarse ordinarias en los libros que de vez en cuando me enviaba. Se había creado, en definitiva, una cierta costumbre y de un conjunto de circunstancias nació la idea de las conversaciones que propuse a Levi en un momento en el que me pareció poder ofrecerle así cierta forma de socorro. No tenía entonces una intención clara, pero aplicaba desde luego un precepto ampliamente experimentado y repetidamente reiterado por Levi: «Contar es un medicamento seguro». En su Autoritratto di Primo Levi,[3] Ferdinando Camon, en determinado momento, tal vez en alusión a sus experiencias personales, más tarde vertidas en novelas, le dice a Levi: «Usted no es un hombre proclive a depresiones, ni tampoco ansioso». Y el escritor, evidentemente intrigado por la inopinada observación, responde con una pregunta: «¿Es una impresión que se deriva de mis libros o de mi presencia?», a lo que Camon responde a su vez: «De su presencia», para obtener esta aclaración: «En general, tiene usted razón. Sin embargo, tuve, después de mi encarcelamiento, algunos episodios de crisis depresivas. No estoy seguro de que estén vinculados con esa experiencia, porque tienen diferentes etiquetas, según las ocasiones. Puede parecerle extraño, pero he vivido hace poco una estúpida crisis depresiva, sin razones aparentes: sufrí una pequeña operación en un pie, y eso me hizo pensar en que me había vuelto viejo de repente. Me hicieron falta dos meses para que se me cicatrizara la herida. Por eso le preguntaba si la impresión que le daba se derivaba de mi presencia o de los libros». La entrevista de Camon es el resultado de distintos encuentros, que tuvieron lugar entre 1982 y 1986 (el último, un domingo de finales de mayo de 1986, menos de un año antes de su muerte). Y al tratarse de una entrevista clasificada por temas es difícil decir si la declaración apenas citada corresponde al último encuentro. Es de suponer que sí, pero no está claro. Fuera cual fuera la situación, en la víspera de Navidad de 1986 le hice a Levi la propuesta de empezar a preparar materiales para una biografía que denominamos de inmediato «autorizada». Había notado de pronto una grieta en él y, no sé cómo, sentí el impulso de proponerle una ocupación, en la que, para ser sincero, hasta aquel momento no había pensado más que de forma muy vaga. De ahí que adoptara yo instintivamente la escapatoria de la «biografía autorizada». Y él lo aceptó al instante, sorprendiéndome, sin plantear objeciones. Esa fue la razón por la que acudí a su casa la tarde del 12 de enero del nuevo año, 1987, llevando conmigo una pequeña grabadora. Y allí se produjo el exordio: «¿Qué, tienes ya un plan de batalla en la cabeza?». Y yo me vi obligado a confesar que no tenía plan alguno en la cabeza —y mucho menos «de batalla»— y que desde luego no había preparado, como Camon precisa para su entrevista, «una serie orgánica de preguntas, cuestiones, problemas, procurando que se refirieran a toda la obra y a toda la vida». Mi intención, en cambio, era la de recoger por lo pronto la mayor cantidad posible de datos y de información. No establecimos más regla o procedimiento que el de conversar siguiendo una progresión cronológica como pauta general, con más atención, por el momento, a los hechos y a las personas que a los problemas: un mero indicador de ruta, que ya encontraría en su desarrollo una configuración más adecuada. Después del primero, fechado el 12 de enero de 1987, hubo otros dos encuentros, indefectiblemente por la tarde, uno el 26 de enero y otro el 8 de febrero.

En más de una ocasión, optamos por apagar la grabadora para consentirle el poder expresar con más libertad cosas que se mostraba reticente a grabar en una cinta: a veces me lo pedía él, otras veces lo hacía yo por mi cuenta. Los pactos, por lo demás, estaban muy claros. En un determinado punto de nuestras conversaciones fue el mismo Levi quien me recordó que sus confesiones habían de ser «traducidas». Me lo dijo en un momento en que reconoció de manera explícita que estaba «en crisis»: «Te lo dije desde el principio, estas son confesiones que se han de traducir», es decir, que hay que interpretar. La diferencia real de nuestras conversaciones, en comparación con otras entrevistas, estribaba más en el tono que en el contenido: el timbre, el gesto. No dejaba nunca de lado su habitual precisión de palabra, pero su actitud mostraba en ocasiones algunos signos de debilidad. Tanto era así que después del segundo de nuestros tres encuentros —a diferencia de nuestra costumbre habitual, que no preveía nada que pasara de un firme apretón de manos—, en el momento de despedirnos me abrazó. Después del tercer encuentro me dijo que nos veríamos obligados a interrumpirlos porque tenía que hospitalizarse para una intervención. Me prohibió, como sabía hacerlo, con suave firmeza que no admitía réplica, tanto que fuera a visitarlo a la clínica, como que lo llamara para preguntarle qué tal estaba. Y yo respeté sus instrucciones. Antes de la operación, fui otra vez a su casa, porque le llevé una antología mía, que acababa de salir, para la que había elegido el relato «Arsénico» de El sistema periódico: no me pareció descontento y me dijo que ese mismo relato había sido traducido recientemente al chino. Cuando lo vi, estaba con Alberto Salmoni, su amigo Emilio de El sistema periódico concretamente. Pero fue una visita muy breve, que transcurrió en el umbral de su casa. Cuando me decidí a dar señales de vida estábamos ya en abril, cerca de la Pascua. Lo llamé por teléfono alrededor del mediodía. Me contestó él mismo, y su voz era muy cordial, no carente de buen humor. Antes de que yo se lo preguntara, me dijo que estaba listo para «reanudar el trabajo». Solo me recomendó que excluyéramos el domingo porque iba a recibir a una «fotógrafa estadounidense» para un reportaje. Y así quedamos en que lo llamaría a la semana siguiente para establecer una cita que ya no nos fue posible fijar. Un agradecimiento obligado y necesario va a Maurizio Crosetti y a Guido Davico Bonino, porque han leído; a Fabio Levi, porque hizo de mediador y garante. LUNES, 12 DE ENERO ¿Qué, tienes ya un plan de batalla en la cabeza? Me gustaría que fuéramos por orden cronológico, empezando por los recuerdos que conservas de tus progenitores, de tu padre, de tu madre, de sus orígenes. Yo diría que, en definitiva, empecemos por trazar el cuadro de tu familia, tus abuelos por las dos ramas… Si te parece, podemos comenzar con tu padre. De mi padre hay ya muchas cosas que sabes a través de El sistema periódico y puedo añadir algunas más. Murió prematuramente a los sesenta y cuatro años de un tumor. Era un hombre que mientras gozó de buena salud supo disfrutar de la vida.

Era muy ávido de saber, muy codicioso de instrucción. Había viajado mucho, hablaba con fluidez francés y alemán. A los sesenta años se puso a estudiar inglés y a repasar el cálculo integral, que había estudiado como ingeniero, con ánimo de ejercitarse. Todavía encuentro de vez en cuando en casa algunas de sus hojitas, sobre todo ejercicios de cálculo integral resueltos y no resueltos. ¿A dónde viajó? Viajó primero a Francia y Bélgica y luego pasó varios años en Hungría, en Budapest. ¿Por cuenta de alguna empresa en todos los casos? Sí. Durante la Primera Guerra Mundial permaneció en Italia, pero quedó exento del servicio militar porque dirigía una fábrica de cojinetes de bolas que, por lo tanto, era de interés militar. De ese modo, se le consideraba indispensable. ¿Dónde estaba la fábrica? Si la memoria no me engaña, en Turín, pero no sé qué fábrica era. La Primera Guerra Mundial lo sorprendió en Budapest, pero eran otros tiempos y, en vez de meterlo en un campo de concentración, lo embarcaron hacia Italia, con una orden de expulsión, y llegó sano y salvo. Más tarde siguió manteniendo relaciones con Hungría. Trabajaba para una gran empresa de construcciones mecánicas y eléctricas en la que era supervisor de proyectos. Con el tiempo, después de que naciéramos mi hermana y yo, se convirtió en representante de esa fábrica para las regiones de Piamonte y Liguria. Tenía casi abandonado el ejercicio propiamente dicho de la profesión de ingeniero, pero como representante supervisaba él mismo la instalación de los artefactos, de modo que viajaba por todo Piamonte y Liguria. Un hombre muy activo. Era un hombre muy curioso, en ambos sentidos de la palabra: curioso porque sentía curiosidad por todo en general, leía muchísimo, y curioso, porque era un bon vivant, le gustaba mucho comer bien. Nunca llegó a alcanzar eso que se llama riqueza. De vez en cuando me parece que se hablaba en casa de comprar un automóvil, pero por entonces no dejaba de ser una leyenda eso de tener coche, que al final nunca llegó a comprar. Erais una familia pudiente. Sí, gozábamos de un bienestar aceptable, bastante razonable. Teníamos una chica fija en casa, aunque entonces era una circunstancia bastante normal lo de tener una chica en casa. Hacía de todo, era muy devota de santa Rita y hacía cautos intentos de convertirnos al catolicismo. Era muy amable, muy tranquila. Y volviendo a tu padre… Mi padre era conocido por distintas anécdotas, por las chaquetas, por los libros, porque controlaba las cuentas del jamón con la regla logarítmica. El carnicero de Cogne, que le vio hacer las comprobaciones rápidamente y realizar en un segundo la multiplicación, quedó intrigado, encargó una en Aosta y luego protestó con mi padre: «¡Es que la mía no funciona!».

No es tan fácil. Ahora es un fósil arqueológico, ya nadie lo usa, es una cosa de hace cuarenta años. A estas alturas es un instrumento arcaico. Yo todavía tengo la de mi padre. ¿Como reliquia? Cuando hace falta realizar rápidamente una multiplicación aproximada es más rápida que la calculadora electrónica. Físicamente, ¿cómo era tu padre? Pequeñito, fornido, muy robusto. Presumía de no haber ido al dentista en toda su vida. Nunca practicó ningún deporte, pero tenía de todas formas una notable apostura física natural, era un hombre de buena constitución. Mientras hablamos de la figura de su padre, me parece que tú no fuiste educado en el judaísmo, ¿es así? Digamos que fue una cosa intermedia. Mi padre tenía muchas dudas, por mucho que no las expresara. Estuvo de pupilo en casa de un rabino y algo tuvo que absorber. Pero más que nada lo que absorbió fue el ritual. Sentía ciertos reparos en comer jamón, pero se lo comía de todas formas. En algunas raras ocasiones recuerdo que me acompañó a la sinagoga, por Yom Kipur. Ayunaba en el sentido de que se saltaba el desayuno, pero luego a la hora del almuerzo comía, de modo que, en definitiva, en lo que se refiere a la religión en el sentido estricto de la palabra, más que nada yo diría que era antitradicional. También en lo referente a la conversación, no era un tema del que se charlara. Recuerdo cuando me dijo, debía de tener yo cuatro años: «Nosotros somos hebreos». Le pregunté a qué se refería y él me soltó una perorata que no entendí bien y relacioné la palabra hebreo con la palabra libro y todavía hoy existe para mí una relación falsamente etimológica entre libro y hebreo, falsamente etimológica diría yo. Pero una asonancia sí que hay… Es una asonancia que no es casual, puesto que los judíos son el pueblo del libro. Pero son cosas todas estas de las que yo no me daba cuenta entonces, tal vez tampoco mi padre se diera cuenta. Lo que es cierto es que mi padre nunca me instó a poner de relieve, en el colegio, por ejemplo, el hecho de ser judío. Me habían aleccionado al respecto tanto mis padres como la maestra. En aquella época, en la escuela primaria nos poníamos todos de pie al empezar las clases, para rezar el padrenuestro, y yo me ponía de pie y no rezaba el padrenuestro. Me acuerdo de una caricia de la maestra, quien valoró ese gesto de respeto hacia la religión mayoritaria. Y cuando teníamos clase de religión, a un valdense y a mí se nos rogaba que nos marcháramos y teníamos que pasarnos una aburrida hora en un banco del pasillo esperando a que la clase acabara.

¿Vivías todo aquello como mero aburrimiento o también como una forma de discriminación? Como aburrimiento y no como discriminación. ¿Las relaciones con tus compañeros eran normales en la escuela primaria? En primaria de lo más normal. Mientras que después, en cambio… Verás, querría precisar una cosa: el judaísmo como religión no me fue transmitido; el judaísmo como forma de vivir, hasta cierto punto sí, ya que es probable que esta indiscriminada habilidad de mi padre para leer y aprender fuese una herencia judía, era algo que tenía en común con sus dos hermanos, muy diferentes a él, pero los tres se robaban libros unos a otros, se contaban qué libros interesantes se habían publicado, leían en francés. Mi padre sabía leer alemán también, se había empeñado en leer a Schopenhauer en el original alemán, sin entender demasiado, no tenía ninguna preparación. Había asistido a un centro de formación profesional, no había hecho el bachillerato, no podía entender mucho. Pero deseos no le faltaban. Tenía indudablemente una gran avidez. Me acuerdo porque, además, era también un poco mujeriego. Bon vivant en todos los sentidos. Sí, trataba de seducir a las señoras que eran amigas de mi madre hablándoles de Schopenhauer con poco éxito. Se reían a sus espaldas, le tomaban como una especie de maniático. Por cierto,

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