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Vivir de Noche – Dennis Lehane

Boston, 1926. Joe Coughlin, hijo de un eminente capitán de la policía de la ciudad, no está siguiendo precisamente los pasos de su padre. Empezó con pequeños hurtos, pero ya ha dado el salto a crímenes de más envergadura. Su ascendente carrera en el mundo de los gangsters en plena Prohibición lo llevará del Boston de la Edad del Jazz al barrio latino de Tampa y las calles de Cuba. Y en su camino se cruzará una mujer, Emma Gould, que cambiará para siempre su vida. ¿Puede un hombre ser al mismo tiempo un buen criminal y una buena persona? Dennis Lehane, uno de los autores verdaderamente importantes del género en activo, ha escrito una novela arrolladora sobre el amor y la venganza, sobre la traición y la redención.


 

Unos años después, en un remolcador en el golfo de México, Joe Coughlin tenía los pies metidos en un cubo de cemento. Doce pistoleros esperaban a internarse suficientemente en el mar para arrojarlo por la borda, mientras él escuchaba el ruido del motor y observaba la espuma blanca del agua en la quilla. Y entonces le vino a la cabeza que casi todo lo destacable que le había ocurrido en la vida — ya fuese bueno o malo— se había puesto en marcha aquella mañana en la que se cruzó por primera vez con Emma Gould. Se conocieron un día de 1926, poco después del amanecer, cuando Joe y los hermanos Bartolo asaltaron la sala de juegos que había en la trastienda de un garito ilegal de Albert White, en South Boston. Antes de entrar, ni Joe ni los Bartolo sabían que ese antro pertenecía a Albert White. De haberlo sabido, cada uno de ellos habría salido pitando por su cuenta para dejar las menos pistas posibles. Bajaron las escaleras de atrás con bastante suavidad. Atravesaron la vacía zona del bar sin incidente alguno. El bar y el casino ocupaban la parte trasera de un almacén de muebles situado en los muelles que el jefe de Joe, Tim Hickey, le había asegurado que pertenecía a unos griegos inofensivos recién llegados de Maryland. Pero cuando entraron en la trastienda, se encontraron con una partida de poker en su momento más álgido, con cinco jugadores bebiendo whisky canadiense en sólidos vasos de cristal y con una nube de humo gris presidiendo la sala. Del centro de la mesa se elevaba una pila de dinero. Ninguno de esos hombres tenía pinta de griego. Habían colgado la chaqueta del traje en el respaldo de la silla, dejando así a la vista las pistolas que llevaban al cinto. Cuando Joe, Dion y Paolo aparecieron con sus armas en la mano, ni uno solo de esos hombres intentó sacar la suya, pero Joe captó que dos de ellos habían estado a punto de hacerlo. Una mujer les acababa de servir unas copas. Dejó la bandeja a un lado, recogió su cigarrillo del cenicero, le dio una calada y pareció a punto de echarse a bostezar mientras la apuntaban tres pistolas. Como si esperara un numerito algo más impresionante. Joe y los Bartolo llevaban el sombrero inclinado sobre los ojos y la mitad inferior del rostro cubierta por sendos pañuelos negros. Una buena idea, pues si alguno de esos los reconocía, poco tardarían en diñarla.


Un paseo militar, había dicho Tim Hickey. Hay que atacarles al alba, cuando en el sitio no quede más que un par de chupatintas en el cuartucho de contar el dinero. Pero había cinco matones armados jugando al poker. —¿Sabéis de quién es este sitio? —dijo uno de los jugadores. Joe no lo reconoció, pero sí al tipo de al lado: Brenny Loomis, exboxeador y miembro de la banda de Albert White, máximo rival de Tim Hickey en el negocio del contrabando de licores. Se rumoreaba que, de un tiempo a esta parte, Albert se estaba aprovisionando de metralletas Thompson en vistas a una guerra inminente. Ya había corrido la voz: elige un bando o elige una lápida. —Si todo el mundo hace lo que le dicen, nadie saldrá malparado —dijo Joe. El tipo que estaba al lado de Loomis volvió a abrir la boca: —Lo que te he preguntado, pedazo de capullo, era si sabías de quién es esto. Dion Bartolo le dio en toda la boca con la pistola. Le atizó con tanta energía que lo tiró de la silla y lo hizo sangrar. Todos los demás pusieron cara de pensar que menos mal que el sopapo le había caído a otro. —Todos, menos la chica, de rodillas. Poneos las manos en el cogote, entrelazadas —dijo Joe. Brenny Loomis miró fijamente a Joe. —Cuando todo esto acabe, llamaré a tu madre, chaval. Le diré que te busque un bonito traje negro con el que meterte en el ataúd. Loomis, que había boxeado en el Mechanics Hall y había sido el sparring de Mean Mo Mullins, era famoso por la potencia de su pegada. Ahora mataba gente para Albert White. No se ganaba la vida solo con eso, pero corría el rumor de que hacía méritos ante Albert por si surgía un puesto de trabajo a jornada completa, momento en el que haría valer su experiencia. Joe nunca había pasado tanto miedo como cuando miró en el interior de los ojillos castaños de Loomis, pero señaló con la pistola hacia el suelo de todos modos, bastante sorprendido ante el hecho de que no le temblase la mano. Brendan Loomis entrelazó las manos detrás de la nunca y se puso de rodillas. A continuación, los demás siguieron su ejemplo. —Ven para aquí, guapa, que no vamos a hacerte daño —le dijo Joe a la chica. Ella apagó el cigarrillo y se lo quedó mirando como si dudara entre encender otro o servirse una copa más.

Fue hacia él y Joe vio que era prácticamente de su edad, en torno a los veinte, con ojos invernales y una piel tan blanca que casi se le transparentaban la sangre y los tejidos. La vio venir mientras los hermanos Bartolo se hacían con las armas de los de la timba. Las pistolas hicieron un buen ruido al ser lanzadas sobre una mesa de blackjack aledaña, pero la chica ni parpadeó. Un fuego bailaba en el fondo de sus ojos grises. Se plantó ante la pistola de Joe y dijo: —¿Y qué querrá tomar el señor esta mañana con su atraco? Joe le pasó uno de los dos sacos de lona que había traído. —El dinero que hay en la mesa, por favor. —Voy volando, señor. Mientras ella volvía hacia la mesa, Joe sacó unas esposas del otro saco, justo antes de lanzárselo a Paolo. Este se inclinó junto al primer jugador, le ató las manos a la espalda y luego pasó al siguiente. La chica recogió el dinero que había en medio de la mesa —Joe observó que no solo había billetes, sino también relojes y joyas— y luego se hizo con la pasta de cada jugador. Paolo acabó de esposar a los hombres en el suelo y luego se dedicó a amordazarlos. Joe abarcó el cuarto con la vista: tenía la ruleta a su espalda y la mesa de dados bajo las escaleras, contra la pared. Contó tres mesas de blackjack y una de bacarrá. En la pared del fondo había seis máquinas tragaperras. El servicio de comunicaciones consistía en una mesita baja con una docena de teléfonos y, detrás de ellos, un tablón con los nombres de los caballos de la carrera número doce de anoche en Readville. En la única otra puerta, aparte de aquella por la que habían entrado, lucía una letra R, de retrete, trazada con tiza, lo cual tenía toda su lógica, y a que a la gente le da por mear cuando bebe. Pero también era cierto que, al atravesar el bar, Joe había visto dos cuartos de baño que y a cubrían esa necesidad. Y el retrete en cuestión estaba cerrado a cal y canto. Le echó un vistazo a Brenny Loomis, que estaba tirado en el suelo con la mordaza en la boca, pero al quite de lo que pudiera pasar por la cabeza de Joe. Este observó que en la de Loomis también se desarrollaba cierta actividad. Y confirmó lo que había intuido nada más ver el candado: no se trataba de un baño. Era la sala de contabilidad. La sala de contabilidad de Albert White. Basándose en los beneficios generados por los casinos de Hickey durante los últimos dos días —el primer fin de semana frío de octubre—, Joe intuía que detrás de esa puerta podía haber una pequeña fortuna. Perteneciente a Albert White.

La chica volvió con la bolsa cargada. —El postre del señor —dijo mientras se la entregaba a Joe. Joe no podía escapar a la profundidad de su mirada. No es que lo mirara fijamente, sino que lo atravesaba con la vista. Joe estaba convencido de que podía verle el rostro bajo el pañuelo y el sombrero inclinado. Cualquier día se cruzaría con ella camino del estanco y la oiría gritar: « ¡Es él!» . Y lo coserían a balazos antes de que pudiera parpadear. Extrajo del saco un par de esposas que le quedaron colgando de un dedo. —Date la vuelta. —Sí, señor. Ahora mismo, señor. Le dio la espalda y cruzó los brazos por detrás, con los nudillos contra la rabadilla y la punta de los dedos rozándole el culo. Joe era plenamente consciente de que no era el momento más adecuado para concentrarse en el culo de nadie. Cerró la primera argolla en torno a la muñeca. —Lo haré con suavidad. —Tampoco hace falta que te esmeres tanto por mí —dijo ella, mirándolo por encima del hombro—. Tú solo intenta no dejar marcas. Ay, Señor. —¿Cómo te llamas? —Emma Gould —dijo ella—. ¿Y tú? —Se Busca. —¿Y quién te busca? ¿Todas las chicas o solo la ley? Joe no podía estar por la chica y controlar el cuarto al mismo tiempo, así que le dio la vuelta y se sacó la mordaza del bolsillo. Las mordazas consistían en unos calcetines que Paolo Bartolo había robado de los almacenes Woolworth en los que trabajaba. —Veo que me vas a meter un calcetín en la boca. —Pues sí. —Un calcetín.

En la boca. —Nunca ha sido utilizado —le dijo Joe—. Te lo prometo. Ella arqueó una ceja. Era del mismo color de metal bruñido que su cabello y tan suave y brillante como un armiño. —Yo nunca te mentiría —le dijo Joe, y en ese momento se sintió como si realmente le estuviera diciendo la verdad. —Es lo que suelen decir los embusteros. Emma abrió la boca como una niña resignada a tomarse su medicina, y Joe pensó en decirle algo más, pero no se le ocurrió nada. Pensó en preguntarle algo, tan solo para oír su voz una vez más. Los ojos se le pusieron un poco saltones cuando Joe le metió el calcetín en la boca, y trató de escupirlo —todo el mundo lo hacía—, negando con la cabeza mientras veía lo larga que era la cinta que él sostenía en la mano, pero no había nada que hacer. Joe le cubrió la boca con la mano y le clavó los extremos de la cinta en las mejillas. Ella le observó como si, hasta ahora, toda su relación hubiese sido de lo más honorable —divertida, incluso— y él la acabara de arruinar. —Es medio de seda —dijo Joe. Nuevo arqueo de cejas. —El calcetín —le explicó—. Y ahora ve con tus amigos. La chica se arrodilló junto a Brendan Loomis, que no le había quitado el ojo de encima a Joe en ningún momento. Joe contempló la puerta de entrada a la sala de contabilidad, fijándose bien en el candado. Dejó que Loomis siguiera su mirada y luego él lo miró a los ojos. Loomis adoptó una mirada inexpresiva mientras esperaba a ver qué pasaba ahora. Sin dejar de observarlo, Joe dijo: —Vámonos, chicos. Ya estamos. Loomis parpadeó una vez, muy lentamente, y Joe decidió interpretar ese gesto como una oferta de paz —o la posibilidad de tal oferta— y salió de allí como alma que lleva el diablo. Tras subir al coche, recorrieron los muelles. El cielo estaba azul oscuro, con algunas vetas de un amarillo intenso.

Las gaviotas se alzaban y caían, gañendo. La cubeta de una grúa de barco sobrevoló el camino del muelle para regresar a su origen con un chirrido mientras Paolo conducía a su sombra. Estibadores, obreros portuarios y sindicalistas se tomaban un respiro, fumando a la intemperie. Algunos les arrojaban piedras a las gaviotas. Joe bajó la ventanilla para que el aire le diera en la cara, contra los ojos. Olía a sal, a sangre de pescado y a gasolina. Dion Bartolo le echó un vistazo desde el asiento delantero. —¿Le has preguntado el nombre a esa tía? —Solo para hablar de algo —repuso Joe. —¿Y la esposas como el que le pone un broche y la invita a bailar? Joe sacó la cabeza por la ventanilla unos segundos y aspiró el aire sucio con todas sus fuerzas. Paolo salió de los muelles y enfiló hacia Broadway: el Nash Roadster alcanzaba fácilmente los sesenta kilómetros por hora. —Ya la había visto antes —dijo Paolo. Joe volvió a meter la cabeza en el coche. —¿Dónde? —No lo sé. Pero la he visto. —Giró el Roadster hacia Broadway y todos se deslizaron con él—. Igual deberías escribirle una poesía. —Escribirle una puta poesía —dijo Joe—. ¿Por qué no vas más lento y dejas de conducir como si viniéramos de dar un palo? Dion se volvió hacia Joe, colocando el brazo en el respaldo. —Pues mi hermano sí que le escribió un poema a una chica una vez. —¿De verdad? Paolo lo miró por el retrovisor y asintió de manera solemne. —¿Y qué pasó? —Nada —apostilló Dion—. La chica no sabía leer. Se fueron hacia el sur, hacia Dorchester, y se quedaron atascados en el tráfico por culpa de un caballo que la había diñado justo antes de la plaza Andrew. El tráfico debía ser desviado en torno al bicho y su carrito de hielo volcado. Astillas de hielo brillaban entre los adoquines como si fuesen de metal, y el tío del hielo seguía de pie junto al cadáver, arreándole patadas en las costillas.

Joe no paraba de pensar en ella. En sus manos secas y suaves. Muy pequeñas y rosadas en la base de la palma. Las venas de la muñeca eran de color violeta. Tenía una peca negra detrás de la oreja derecha, pero no detrás de la izquierda. Los hermanos Bartolo vivían en la avenida Dorchester, encima de un carnicero y un zapatero remendón. El carnicero y el zapatero se habían casado con sendas hermanas y se odiaban mutuamente, casi tanto como a sus respectivas esposas. Pero eso no les impedía regentar un abrevadero clandestino en el sótano que compartían. De noche aparecían feligreses de las otras dieciséis parroquias de Dorchester, así como de parroquias tan alejadas como las de North Shore, para trasegar el mejor licor del sur de Montreal y escuchar a Delilah Deluth, una negra que cantaba desgracias amorosas en un sitio cuyo nombre no oficial era El Cordón del Zapato, lo que sacaba de quicio al carnicero de tal manera que hasta se había quedado calvo. Los hermanos Bartolo acudían al local casi cada noche y eso a Joe y a le parecía bien, pero lo que se le antojaba de lo más idiota era vivir justo encima de ese lugar. Bastaría una sola redada a cargo de polis honrados, por difíciles que fuesen de encontrar, para que echaran abajo la puerta de Dion y Paolo y se toparan con un alijo de dinero, armas y joyas que esos dos pringados, con sus respectivos trabajos en unos grandes almacenes y en un colmado, nunca podrían justificar. Vale, las joy as solían acabar en manos de Hymie Drago, el perista al que llevaban recurriendo desde que tenían quince años, pero el dinero casi nunca llegaba más allá de alguna mesa de juego en la parte trasera de El Cordón del Zapato, si es que se decidían a sacarlo del colchón. Joe se apoyó contra la hielera y vio como Paolo metía ahí su parte y la de su hermano, despegando una placa amarillenta de sudor para dejar al descubierto una serie de rajas que habían hecho a un lado. Dion le pasaba los fajos de billetes a Paolo y este los apretujaba ahí dentro como si estuviera cebando a un pavo. Paolo, de veintitrés años, era el mayor de los dos hermanos. Dion, que tenía dos años menos, parecía más viejo, curiosamente, puede que porque era más listo o más malo. Joe, que cumpliría los veinte el mes que viene, era el más joven de la pandilla, pero había sido reconocido como el cerebro de la organización a los trece años, desde el momento en que los tres unieron fuerzas para asaltar quioscos. Paolo se levantó del suelo. —Ya sé dónde la he visto. Se sacudió el polvo de los pantalones. Joe se apartó de la hielera. —¿Dónde? —Pero este tipo no se ha portado bien con ella —apuntó Dion. —¿Dónde? —repitió Joe. Paolo señaló al suelo. —Abajo.

—¿En El Cordón del Zapato? Paolo asintió. —Viene con Albert. —¿Qué Albert? —Albert, el rey de Montenegro, no te jode —dijo Dion—. ¿De qué Albert crees que estoy hablando? Lamentablemente, solo había un Albert en Boston del que no hacía falta dar su apellido. Albert White, el tío al que acababan de atracar. Albert había sido un héroe de las Guerras Filipinas, además de policía que había perdido su empleo, al igual que el hermano de Joe, tras la huelga de 1919. Actualmente era propietario de Garaje y Reparación de Parabrisas White (antes Vehículos y Neumáticos Halloran) y de Envíos Transcontinentales White (antes Transportes Halloran). Se rumoreaba que se había cepillado en persona a Bitsy Halloran. A Bitsy le dispararon once veces en la cabina telefónica de un Rexall Drugstore de la plaza Eggleston. Con tanto tiro a quemarropa, la cabina se incendió. Y también se rumoreaba que Albert había comprado los restos calcinados de la cabina, la había restaurado y la conservaba en el estudio de la casa que poseía en Ashmont Hill; de hecho, la utilizaba para realizar todas sus llamadas. —O sea, que es la chica de Albert. A Joe le decepcionaba que solo fuese una querida más de un gánster. Ya se había imaginado junto a ella, atravesando el país en un coche robado, despreocupados por el pasado o el futuro, persiguiendo un cielo rojo y una puesta de sol en su camino hacia México. —Los he visto juntos tres veces —dijo Paolo. —Así que tres veces, ¿no? Paolo se miró los dedos para confirmar el dato. —Sí. —¿Y qué hace sirviendo copas en una de sus timbas? —¿Y qué quieres que haga, a su edad? —preguntó Dion—. ¿Jubilarse? —No, pero… —Albert está casado —le informó Dion—. A saber lo que le duran las pelanduscas. —¿A ti te parece una pelandusca? Dion destapó lentamente una botella de ginebra canadiense, sin apartar de Joe su mirada inexpresiva. —A mí solo me ha parecido una tía que nos metía el dinero en una bolsa. No sabría decirte ni el color de su pelo. No podría… —Rubio oscuro. Casi castaño claro, pero no del todo.

—Es la chica de Albert. —Dion sirvió copas para todos. —Conque esas tenemos —dijo Joe. —Ya la hemos cagado bastante atracando el tugurio de ese tío. Ni se te ocurra intentar quitarle nada más, ¿vale? Joe no dijo nada. —¿Vale? —repitió Dion. —Vale, vale. —Joe se hizo con su vaso—. De acuerdo. Ella no apareció por El Cordón del Zapato durante las tres siguientes veladas. Joe estaba seguro, pues él sí había estado allí, desde la apertura hasta el cierre, cada noche. Albert sí pasó por el club, luciendo uno de sus habituales trajes a rayas de color crudo. Como si estuviera en Lisboa o algún sitio así. Los acompañaba con unos sombreros marrones a juego con los zapatos, también marrones, que combinaban a su vez con las rayas marrones. Cuando empezaba a nevar, llevaba trajes marrones con ray as de color crudo, sombrero de color crudo y botines blancos y marrones. Cuando llegaba febrero, se pasaba a los trajes marrón oscuro con zapatos marrón oscuro y sombrero negro, pero Joe suponía que, en general, resultaría bastante fácil de acribillar a balazos en plena noche. Habría que cargárselo en un callejón, a unos veinte metros de distancia y con una pistola barata. No haría falta ninguna farola para ver que el color blanco se convertía en rojo. Albert, Albert, se decía Joe mientras este pasaba junto a su taburete en El Cordón del Zapato la tercera noche, si supiese algo de crímenes, te mataría. El problema era que Albert no frecuentaba mucho los callejones, y cuando lo hacía era en compañía de cuatro guardaespaldas. Y aunque consiguiera esquivarlos y cargarse a su Némesis —y Joe, que no era ningún asesino, se preguntaba por qué coño se le había metido en la cabeza la idea de matar a Albert White—, lo único que conseguiría sería poner en jaque el imperio económico de los socios de Albert White, entre los que se contaban la policía, los italianos, los mafiosos judíos de Mattapan y numerosos empresarios legales, incluyendo banqueros e inversores con intereses en la caña de azúcar de Cuba y Florida. En una ciudad de ese tamaño, cargarse un negocio semejante sería como echar de comer a los animales del zoo trozos de carne de tus manos. Albert lo miró en una ocasión. Y lo hizo de una manera que Joe pensó: « Lo sabe, lo sabe. Sabe que le robé.

Sabe que deseo a su chica. Lo sabe» . Pero Albert le dijo: —¿Tienes fuego? Joe encendió una cerilla en la barra y le dio lumbre. Cuando Albert apagó la cerilla, le arrojó el humo a la cara. Le dijo: « Gracias, chaval» , y se alejó de allí. Tenía la piel tan blanca como el traje y los labios tan rojos como la sangre que le bombeaba el corazón. Cuatro días después del atraco, Joe hizo caso de su intuición y volvió al almacén de muebles. Un poco más y no la pilla; aparentemente, las secretarias concluían su turno a la misma hora que los empleados, y las secretarias siempre se ven menos que los estibadores y los de las grúas. Los hombres salían con sus ganchos de obrero portuario colgándoles del hombro de sus sucias chaquetas, hablando en voz alta e incordiando a las chicas, silbándoles y gastándoles bromas que solo les hacían gracia a ellos. Pero las mujeres ya debían de estar acostumbradas, pues se las apañaban para apartarse de la masa, mientras algunos hombres se quedaban rezagados, otros se eternizaban por allí y algunos se encaminaban hacia el secreto peor guardado de los muelles: una barcaza que llevaba sirviendo alcohol desde el día en que entró en vigor la Ley Seca en Boston. El grupo de mujeres se mantenía unido y enfilaba suavemente la salida del puerto. Joe solo consiguió distinguir a la que buscaba porque otra con el mismo color de pelo se detuvo para ponerse bien el tacón y entonces destacó entre la muchedumbre el rostro de Emma. Joe abandonó el sitio en el que montaba guardia, junto al muelle de carga de la Gillette Company, y se puso a seguir al grupo a unos cincuenta metros de distancia. Se repitió una vez más que se trataba de la chica de Albert White. Recordó de nuevo que no estaba muy bien de la cabeza y que más le valía dejarlo correr. No solo no debería estar siguiendo a la novia de Albert White por los muelles de South Boston, sino que más le valdría salir del estado hasta cerciorarse de si alguien podía acusarle o no del robo de la timba. Tim Hickey andaba por el sur con un negocio de ron y no podía explicarle cómo era posible que hubieran acabado colándose en la partida que no debían; y los hermanos Bartolo no pensaban dejarse ver mucho hasta saber cómo estaba realmente el patio. Y mientras tanto, Joe, que se suponía que era el más listo de todos, se dedicaba a olisquear a Emma Gould cual perro hambriento tras los aromas procedentes de la cocina. « Lárgate, lárgate, lárgate» . Joe sabía que esa voz estaba en lo cierto. Era la voz de la razón. Y si no, debía de ser su ángel de la guarda. El grupo de mujeres salió de la zona portuaria y se dispersó en Broadway Station. La mayoría echó a andar hacia un banco que había en el lado del tranvía, pero Emma se internó en el metro. Joe le concedió cierta ventaja y luego la siguió, atravesando los tornos giratorios, lanzándose escaleras abajo y subiéndose a un convoy en dirección norte.

El vagón estaba abarrotado y hacía muchísimo calor, pero no le quitó la vista de encima e hizo bien, pues la muchacha bajó una parada después, en South Station. South Station era una estación de transbordo en la que convergían tres líneas de metro, dos líneas elevadas, una línea de tranvías, dos de autobuses y la que conectaba con las afueras. Nada más salir del vagón y pisar el andén, Joe se sintió como una bola de billar: chocaba, rebotaba y volvía a chocar. La perdió de vista. No era tan alto como sus hermanos, uno de los cuales era altísimo y el otro aún más. Pero gracias a Dios tampoco era bajito, tan solo de estatura media. Se puso de puntillas y trató de atravesar la masa de esa guisa. Avanzaba más lentamente, pero pudo atisbar el cabello ni rubio ni castaño de la chica en el túnel de transbordo hacia la línea elevada de la avenida Atlantic. Se plantó en el andén justo cuando llegaba el tren. Ella estaba dos puertas por delante de él, en el mismo vagón, cuando el convoy abandonó la estación y la ciudad se abrió frente a ellos, con sus colores, azul, marrón y rojo ladrillo, oscureciéndose ante la llegada del crepúsculo. Las ventanas de los edificios de oficinas se habían vuelto amarillas. Se encendían las farolas, manzana a manzana. El puerto sangraba desde los bordes de la línea del cielo. Emma se apoy ó contra una ventanilla y Joe contempló cómo todo se desplegaba ante ella. La chica observaba inexpresiva el vagón abarrotado, como si sus ojos no se fijaran en nada pero lo registraran todo. Esos ojos eran aún más pálidos que su piel, de una palidez que recordaba a la ginebra muy fría. Tanto el mentón como la nariz eran ligeramente puntiagudos y con algunas pecas desperdigadas. Nada en ella invitaba a acercarse. Parecía estar encerrada tras su rostro frío y hermoso. « ¿Y qué tomará el señor esta mañana con su atraco?» . « Intenta no dejar marcas» . « Eso es lo que suelen decir los embusteros» . Cuando atravesaron la estación de Batterymarch y pasaron rápidamente hacia el North End, Joe miró hacia abajo, hacia ese gueto lleno de italianos — gente italiana, dialectos italianos, costumbres y comidas italianas— y no pudo evitar pensar en su hermano may or, Danny, el poli irlandés al que le encantaba el gueto italiano, hasta tal punto que había vivido y trabajado allí. Danny era un grandullón, el tío más alto que conocía. Había sido un boxeador magnífico y un estupendo policía, pues no conocía el miedo.

Organizador y vicepresidente del sindicato policial, había acabado sufriendo el destino de todos los agentes que optaron por ir a la huelga en septiembre de 1919: perdió su empleo, sin posibilidad de reingreso, y se le negó cualquier posible trabajo relacionado con la ley en la costa Este. Eso lo destruy ó. O así rezaba la historia. Acabó en un barrio negro de Tulsa, Oklahoma, que había ardido hasta los cimientos cinco años atrás en el transcurso de unos disturbios. Desde entonces, la familia de Joe solo había oído rumores acerca de sus lugares de residencia y los de su esposa, Nora: Austin, Baltimore, Filadelfia… De pequeño, Joe adoraba a su hermano. Pero había acabado por odiarlo. En la actualidad, casi nunca pensaba en él. Pero cuando lo hacía, tenía que reconocer que echaba de menos su risa. En el otro extremo del vagón, Emma Gould iba diciendo « Disculpe, disculpe» , mientras intentaba llegar a las puertas. Joe miró por la ventanilla y vio que estaban llegando a City Square, en Charlestown. Charlestown. No era de extrañar que no se hubiera inmutado cuando la apuntó con la pistola. En Charlestown la gente se sentaba a la mesa con su 38 y recurría al cañón para remover el café. La siguió hasta una casa de planta y piso al final de la calle Union. Justo antes de llegar a esa casa, Emma giró a la derecha por un sendero paralelo a la edificación y, cuando Joe llegó al callejón, y a no estaba. Observó cuidadosamente el callejón, pero no había nada más que casas de planta y piso, muy parecidas entre sí, la may oría de ellas con marcos de ventana podridos y manchas de alquitrán en el tejado. Podía haber entrado en cualquiera de ellas, pero había elegido el último caminito de la manzana. Joe supuso que la de Emma sería la de color gris azulado que tenía delante, con una doble puerta inclinada de madera que dirigía a un sótano. Justo al lado de la casa había una verja de madera. Estaba cerrada, así que Joe se agarró a la parte superior, se incorporó y atisbo otro callejón, más estrecho que ese en el que estaba. Aparte de algunos cubos de basura, no había nada. Se dejó caer al suelo y se puso a rebuscar en el bolsillo las horquillas para el pelo que casi siempre llevaba consigo. Medio minuto después ya estaba al otro lado de la verja y se mantenía a la espera. No tuvo que esperar mucho. Normal a esa hora del día: la hora de la salida.

Dos pares de pisadas resonaron por el callejón, dos hombres hablando del último avión que se había estrellado tratando de cruzar el Atlántico; ni rastro del piloto, un inglés, ni de los restos de la catástrofe. El avión estaba en el aire y, al cabo de un segundo, adiós muy buenas. Uno de esos hombres aporreó el mamparo y, al cabo de unos segundos, Joe le oyó decir: « El herrero» . Una de las láminas de la puerta inclinada se abrió con un chirrido y, al cabo de unos instantes, volvió a su sitio y se cerró. Joe esperó cinco minutos, contando los segundos, y luego salió del segundo callejón y dio unos golpes en la puerta. Se oy ó una voz ahogada: —¿Qué pasa? —El herrero. Hubo un ruido chirriante mientras alguien abría un pestillo y Joe levantaba una lámina de la puerta. Accedió a la escalerita y empezó a descender por ella, bajando la lámina tras él. Al final de la escalera se topó con una segunda puerta, que se abrió cuando él se disponía a hacerlo. Un sujeto viejo y calvo con una nariz de coliflor y unas venas hinchadas recorriéndole los pómulos le hizo señales de que pasara, aunque poniendo cara de pocos amigos. Se trataba de un sótano a medio acabar con una barra de madera en mitad de un suelo de tierra. Las mesas eran barriles de madera y las sillas estaban hechas de pino barato. Una vez junto a la barra, Joe se sentó en el extremo más cercano a la puerta, donde una mujer a la que le colgaba la grasa de los brazos cual vientres preñados le sirvió una jarra de cerveza caliente que sabía un poco a jabón y otro poco a serrín, pero no mucho a cerveza ni a alcohol de ningún tipo. Buscó a Emma Gould entre la penumbra del sótano, pero solo vio trabajadores, un par de marineros y algunas furcias. Era de ese tipo de tugurios que, en cuestiones de entretenimiento, no suelen ir mucho más allá de la típica tangana entre empleados y marineros que se armaría en cuanto se diesen cuenta de que iban escasos de zorras que repartirse. Ella salió de la puerta que había detrás de la barra, ajustándose un pañuelo en la parte de atrás de la cabeza. Se había cambiado la blusa y la falda por un jersey de marinero de color crudo y unos pantalones de lana marrón. Recorrió la barra, vaciando ceniceros y limpiando salpicaduras, y la mujer que le había servido la cerveza a Joe se quitó el delantal y se largó por la puerta detrás de la barra. Cuando Emma se fijó en Joe, apuntó con los ojos a la jarra casi vacía. —¿Quieres otra? —Pues claro. Ella lo miró a la cara y no pareció gustarle mucho lo que vio. —¿Quién te ha hablado de este sitio? —Dinny Cooper. —No sé quién es —dijo ella. Pues ya somos dos, pensó Joe, mientras se preguntaba de dónde cojones habría sacado un nombre tan idiota. ¿Dinny? También podría haberle llamado Lunchy, y a puestos.

—Es de Everett —añadió. Emma secó el trozo de barra que les separaba, sin darse mucha prisa para traerle la bebida. —Ah, ¿sí? —Sí. Estuvimos currando la semana pasada en el río My stic, en la orilla que da a Chelsea. Dragando, ¿sabes? Ella negó con la cabeza. —Bueno, el caso es que Dinny señaló al otro lado del río y me habló de este sitio. Dijo que teníais cerveza buena. —Ahora sí que sé que estás mintiendo. —¿Porque alguien dijo que teníais cerveza buena? Se lo quedó mirando igual que en el cuarto del dinero, como si pudiera ver cómo se le curvaban los intestinos en su interior, lo rosados que eran sus pulmones y los pensamientos que se le acumulaban entre los pliegues del cerebro. —La cerveza tampoco es tan mala —dijo él, alzando la jarra—. Ya la había probado antes, una vez. Y te juro que… —¿Te han dicho alguna vez que tienes la cara de cemento armado? —le espetó ella. —¿Perdón? Decidió aparentar una resignada indignación. —Yo no miento, señorita. Pero me puedo ir. Ahora mismo. —Se puso de pie —. ¿Qué le debo de la primera? —Veinte centavos. Ella extendió la mano y él le dejó las monedas en la palma, y de allí fueron a parar a los bolsillos del pantalón de hombre que llevaba. —No lo vas a hacer. —¿El qué? —inquirió él. —Irte. Quieres impresionarme con eso de decir que te vas para que yo llegue a la conclusión de que eres un buen tipo y te pida que te quedes. —Ni hablar. —Joe se encogió de hombros—.

Me voy de verdad. Ella se apoyó en la barra. —Ven aquí. Joe inclinó la cabeza. Ella le hizo una señal doblando el dedo. —Ven a aquí. Joe apartó un par de taburetes y se apoy ó en la barra. —¿Ves a esos tipos del rincón, los que están sentados a una mesa que es un barril de manzanas? No necesitaba darse la vuelta. Los había visto nada más llegar: eran tres. Obreros portuarios, a juzgar por su aspecto: hombros como mástiles, manos como piedras, ojos que más valía evitar. —Los veo. —Son primos míos. Se nota el parecido familiar, ¿verdad? —No. Emma se encogió de hombros. —¿Sabes a qué se dedican? Tenían las cabezas tan juntitas que si abrían la boca y sacaban la lengua, se rozarían la puntita. —No tengo ni idea. —Cuando se topan con tíos como tú que hablan de tíos como Dinny, les dan una paliza de muerte. —Emma adelantó un poco los codos sobre la barra y su cara quedó aún más cerca de la de Joe—. Y luego los arrojan al río. A Joe le empezaban a picar las orejas y el cuero cabelludo. —Bonito trabajo. —Es mejor que asaltar timbas de poker, ¿verdad? Por un instante, Joe se olvidó de cómo mover la cara. —Di algo ingenioso —le propuso Emma Gould—. Quizás algo relacionado con el calcetín que me metiste en la boca. Tengo ganas de oír algo ingenioso y brillante.

Joe no dijo nada. —Y mientras piensas en tus cosas —continuó Emma Gould—, piensa también en esto: nos están vigilando en este mismo momento. ¿Sabes qué pasaría si me diese un tironcillo del lóbulo de la oreja? Pues que no llegarías vivo a las escaleras. Joe le miró el lóbulo que ella le había señalado con el rabillo del ojo. El derecho. Parecía un garbanzo, pero aún más suave. Se preguntaba cómo sería chuparlo nada más despertar. Joe clavó la vista en la barra. —¿Y si le doy al gatillo? Ella siguió su mirada y vio la pistola que había entre ellos. —Olvídate del tironcillo —dijo Joe. Los ojos de Emma se apartaron de la pistola y recorrieron el antebrazo de Joe de manera que este pudo sentir cómo se le separaban los pelos. Emma clavó la mirada en el centro de su pecho y fue subiendo por la garganta hasta llegar al mentón. Cuando se topó con los ojos de Joe, los suyos habían ganado en hondura y plenitud, iluminados por algo que había venido al mundo mucho antes de que empezara la civilización. —Salgo a medianoche —dijo.

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