debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Villa Triste – Patrick Modiano

Principios de los años sesenta. Un joven de dieciocho años, bajo la identidad de conde Victor Chmara, se oculta del horror de la guerra franco-argelina en una ciudad de provincias. Chmara conoce a Yvonne, una joven actriz con la que iniciará una historia de amor, y a su mano derecha, René Meinthe, un médico homosexual. Y con ellos Victor se introduce en ese círculo de gente mundana que se reúne en la estación termal y que vive de espaldas a la Francia poscolonial de los años sesenta… Pero las cosas no son lo que parecen. Descubrimos que la mirada del narrador salta entre el presente y un pasado idealizado por la memoria. Y cuando el presente desvela unas cuantas verdades sorprendentes sobre Yvonne y René Meinthe, el relato de aquel amor de verano es una oda a la belleza de la juventud, pero también la crónica de una sociedad que no se hace cargo de su historia reciente. «Podríamos aplicarle la frase de William Faulkner, a quien no dejaban de preguntar sobre su obsesión por las historias de violencia y locura, repetidas de ficción en ficción: “Agoto un sueño”» (Claude Casteran, El País).


 

Han derribado el Hotel de Verdun. Era un edificio curioso, enfrente de la estación, con una veranda alrededor cuya madera estaba pudriéndose. Dormían en él, entre dos trenes, viajantes de comercio. Tenía fama de ser un hotel de citas. El café de al lado, en forma de rotonda, ha desaparecido también. ¿Se llamaba Café des Cadrans o Café de l’Avenir? Entre la estación y las zonas de césped de la plaza de Albert-I er ahora hay un hueco grande. La calle Royale, en cambio, está igual, pero como estamos en invierno y ya es tarde, según va uno por ella parece que está cruzando una ciudad muerta. Escaparates de la librería Chez Clément Marot, de la joyería de Horowitz, Deauville, Genève, Le Touquet, y de la pastelería inglesa Fidel-Berger… Más allá, la peluquería René Pigault. Escaparates de Henry à la Pensée. La mayor parte de estas tiendas de lujo están cerradas fuera de temporada. Al entrar en los soportales, se ve el resplandor, al final y a la izquierda, del letrero de neón rojo y verde del Cintra. En la acera de enfrente, en la esquina de la calle Royale con la plaza de Le Pâquier, La Taverne, donde acudía la juventud en verano. ¿Sigue teniendo hoy en día esos mismos parroquianos? No queda ya nada del café grande, de sus arañas, de sus espejos ni de las mesas con sombrilla que llegaban hasta la calzada. A eso de las ocho de la tarde, había idas y venidas entre las mesas, se formaban grupos. Carcajadas. Cabelleras rubias. Tintineo de vasos. Sombreros de paja.


De vez en cuando, un albornoz playero añadía una nota abigarrada de color. Todo el mundo se estaba preparando para las festividades nocturnas. Allá, a la derecha, el Casino, un edificio blanco y macizo; sólo abre de junio a septiembre. En invierno, la burguesía local juega al bridge dos veces por semana en el salón de bacará, y en el grill-room se reúne el Rotary Club provincial. Detrás, el parque de Albigny baja, en una pendiente muy suave, hasta el lago, que tiene sauces llorones, un quiosco de música y un embarcadero donde se coge el barco vetusto que va y viene entre las poblaciones pequeñas que hay a sus orillas: Veyrier, Chavoires, Saint-Jorioz, Éden-Roc, Port-Lusatz… Demasiadas enumeraciones. Pero es menester canturrear incansablemente algunas palabras con música de nana. Se toma la avenida de Albigny, flanqueada de plátanos. Corre por la orilla del lago y, cuando dobla a la derecha, puede verse una portalada de madera blanca: la entrada del Sporting. A ambos lados de un paseo de grava, varias canchas de tenis. Luego, basta con cerrar los ojos para recordar la larga fila de cabinas y la playa de arena que tiene una extensión aproximada de trescientos metros. En segundo plano, un jardín inglés rodea el bar y el restaurante del Sporting, que ocupan un antiguo invernadero de naranjos. El conjunto constituye una península que pertenecía allá por 1900 al fabricante de automóviles Gordon-Gramme. A la altura del Sporting, del otro lado de la avenida de Albigny, empieza el bulevar Carabacel. Sube, haciendo eses, hasta los hoteles L’Hermitage, Windsor y Alhambra, pero también se puede coger el funicular. En verano funciona hasta las doce de la noche y hay que esperarlo en una estacioncita que, desde fuera, parece un chalet. Aquí hay una vegetación variopinta y ya no sabe uno si está en los Alpes, a la orilla del Mediterráneo o, incluso, en los trópicos. Pinos piñoneros. Mimosas. Abetos. Palmeras. Yendo por el bulevar que recorre la ladera de la colina, puede contemplarse la vista panorámica: todo el lago, la cadena del Aravis y, en la otra orilla del agua, ese país escurridizo que llaman Suiza. En L’Hermitage y en el Windsor no hay ya más que pisos amueblados. Pero a nadie se le ocurrió suprimir la puerta giratoria del Windsor ni la cristalera que servía de prolongación al vestíbulo de L’Hermitage. Recuerden que estaba cubierta de buganvillas. El Windsor era de la década de 1910 y la fachada blanca tenía la misma apariencia de tarta de merengue que las del Ruhl y del Negresco en Niza.

L’Hermitage, en tono ocre, era más sobrio y más majestuoso. Se parecía al Hotel Royal de Deauville. Sí, como si fuera su hermano gemelo. ¿De verdad que los han convertido en pisos? Ni una luz en las ventanas. Sería necesario tener el valor de cruzar por esos vestíbulos oscuros y subir las escaleras. Y entonces es posible que nos diéramos cuenta de que nadie vive en ellos. Del Alhambra no queda piedra sobre piedra, en cambio. Ni rastro de los jardines que lo rodeaban. Seguramente van a construir un hotel moderno en el solar. Esforcemos un poco la memoria: en verano, los jardines de L’Hermitage, del Windsor y del Alhambra tenían mucho que ver con la imagen que podemos hacernos del Paraíso Perdido o de la Tierra Prometida. Pero ¿en cuál de los tres estaba aquel gigantesco parterre de dalias y aquella balaustrada en donde se acodaba uno para contemplar, allá abajo, el lago? Qué más da. Está visto que fuimos los últimos testigos de un mundo. Es muy tarde y es invierno. Apenas si se divisan, en la otra orilla del lago, las luces húmedas de Suiza. De la vegetación lujuriante de Carabacel apenas si quedan unos pocos árboles muertos y unos macizos encanijados. Las fachadas del Windsor y de L’Hermitage están oscuras y parecen calcinadas. La ciudad ha perdido su barniz cosmopolita y veraniego. Se ha encogido hasta quedarse en las dimensiones de una capital de provincias. Una ciudad pequeña agazapada en lo hondo del mundo provinciano francés. El notario y el subprefecto están jugando al bridge en el Casino cerrado. Y también la señora Pigault, la encargada de la peluquería, una cuarentona rubia que se perfuma con Shocking. A su lado, Fournier hijo, cuya familia tiene tres fábricas textiles en Faverges, y Servoz, de los laboratorios farmacéuticos de Chambéry, que juega estupendamente al golf. Por lo visto, la señora Servoz, tan morena como rubia es la señora Pigault, anda siempre al volante de un BMW, entre Ginebra y su villa de Chavoires; y le gustan mucho los chicos jóvenes. Se la ve mucho con Pimpin Lavorel. Y podríamos dar otros mil detalles, no menos insípidos, no menos deprimentes acerca de la vida cotidiana de esta ciudad pequeña, porque, desde luego, ni las cosas ni las personas han cambiado en doce años.

Los cafés están cerrados. Una luz sonrosada se cuela por la puerta del Cintra. ¿Quieren que entremos para comprobar si los paneles de caoba de las paredes siguen siendo los mismos y si está en su sitio, a la izquierda de la barra, la lámpara de pantalla escocesa? No han quitado las fotos de Émile Allais, tomadas en Engelberg cuando fue campeón mundial. Ni las de James Couttet. Ni la foto de Daniel Hendrickx. Están en fila encima de las hileras de botellas de licor. Se han puesto amarillas, claro. Y, en la media penumbra, el único cliente, un hombre congestionado que lleva una chaqueta de cuadros, le mete mano distraídamente a la camarera, que era de una belleza ácida al principios de los sesenta, pero se ha puesto fondona. Oye uno los ruidos de los propios pasos por la calle de Sommeiller, desierta. A la izquierda, el cine Le Régent sigue idéntico a sí mismo: enfoscado en naranja, y pone Le Régent en letra inglesa de color granate. Pero habrán tenido que modernizar la sala, que cambiar los sillones de madera y las fotos Harcourt, los retratos de estrellas que adornaban el vestíbulo. La plaza de La Gare es el único sitio de la ciudad en donde brillan algunas luces y en donde reina aún cierta animación. El expreso de París pasa a las doce y seis minutos de la noche. Los soldados del cuartel Berthollet que se van de permiso llegan en grupitos bullangueros, cargados con la maleta metálica o de cartón. Hay quienes cantan El abeto: debe de ser porque se acerca la Navidad. Se concentran, pegados unos a otros, en el andén 2 y se dan palmadas en la espalda. Es como si se fueran al frente. Entre todos esos capotes militares, un traje de paisano de color beige. Al hombre que lo viste no parece afectarlo el frío: lleva al cuello una bufanda de seda verde, que aferra con mano nerviosa. Va de grupo en grupo, gira la cabeza a derecha e izquierda con expresión demudada, como si buscase un rostro entre aquel barullo. Acaba incluso de preguntarle a un soldado, pero éste y sus dos acompañantes lo miran de arriba abajo con cara socarrona. Otros de los que se van de permiso se vuelven y silban cuando pasa. Él hace como si no lo notara y mordisquea una boquilla. Ahora se ha apartado con un cazador alpino joven y muy rubio. Éste parece apurado y lanza de vez en cuando ojeadas furtivas a sus compañeros.

El otro se le apoya en el hombro y le cuchichea algo al oído. El cazador alpino joven intenta soltarse. Entonces le mete a hurtadillas en el bolsillo del abrigo un sobre, lo mira sin decir nada y, como está empezando a nevar, se alza el cuello de la chaqueta. El hombre se llama René Meinthe. Se lleva de pronto la mano izquierda a la frente y allí la deja, haciendo visera, ademán habitual en él hace doce años. Qué viejo está… El tren entra en la estación. Los soldados lo toman por asalto, se empujan en los pasillos, bajan los cristales de las ventanillas, se dan las maletas. Algunos cantan: No es más que un «hasta luego», no es más que un simple adiós…, pero la mayoría prefiere berrear Qué verdes son, qué verdes son las hojas del abeto… Nieva más. Meinthe está a pie firme, inmóvil, haciendo visera con la mano. El rubito lo mira desde detrás del cristal de la ventanilla con una sonrisa un tanto perversa en las comisuras de la boca. Soba la boina de cazador alpino. Meinthe le hace una seña. Los vagones pasan, llevándose los racimos de soldados que cantan y mueven los brazos. Ha hundido las manos en los bolsillos y se encamina a la cantina de la estación. Los dos camareros están ordenando las mesas y barriendo la parte que tienen alrededor con ademanes amplios y desganados. En la barra, un hombre con gabardina recoge los últimos vasos. Meinthe pide un coñac. El hombre le contesta en tono seco que ya van a cerrar. Meinthe vuelve a pedirle un coñac. –Aquí –contesta el hombre, arrastrando las sílabas–, aquí no servimos a los maricones. Y los otros dos, a su espalda, se echan a reír. Meinthe no se mueve, mira fijamente ante sí, con expresión de agotamiento. Uno de los camareros apaga los apliques de la pared de la izquierda. Ya sólo queda una zona de luz amarillenta en torno a la barra. Están esperando, con los brazos cruzados.

¿Le partirán la cara? Pero ¿quién sabe? A lo mejor Meinthe pega un golpe con la mano abierta en la barra mugrienta y les espeta: «¡Soy la reina Astrid, la REINA DE LOS BELGAS!», arqueando la cintura y con risa insolente, como antaño. Capítulo II ¿Qué hacía yo a los dieciocho años a orillas de este lago, en esta conocida ciudad termal? Nada. Vivía en una pensión familiar, Les Tilleuls, en el bulevar de Carabacel. Habría podido alquilar una habitación en el centro, pero prefería estar en las alturas, a dos pasos del Windsor, de L’Hermitage y del Alhambra, cuyo lujo y cuyos jardines frondosos me tranquilizaban. Porque me moría de miedo, una sensación que no se me ha pasado desde entonces: era mucho más aguda y más irrazonable en aquellos tiempos. Había salido huyendo de París con la idea de que aquella ciudad se estaba volviendo peligrosa para las personas como yo. Imperaba en ella un ambiente policial desagradable. Muchas redadas, demasiadas para mi gusto. Estallaban bombas. Me gustaría aportar alguna especificación cronológica y, puesto que los mejores puntos de referencia son las guerras, ¿qué guerra era, de hecho? Esa que se llamaba de Argelia, en los primeros años de la década de 1960, aquella época en que se circulaba en Florides descapotables y las mujeres se vestían mal. Los hombres también. Yo tenía miedo, todavía más miedo que ahora, y había escogido aquel lugar para refugiarme porque estaba a cinco kilómetros de Suiza. A la menor alarma, bastaba con cruzar el lago. En mi ingenuidad creía que cuanto más cerca estás de Suiza, más probabilidades tienes de salir con bien. Aún no sabía que Suiza no existe. La «temporada» había empezado el 15 de junio. Ahora vendrían galas y fiestas, una tras otra. Cena de «los embajadores» en el Casino. Recital de Georges Ulmer. Tres representaciones de Écoutez bien Messieurs. Castillo de fuegos artificiales en el campo de golf de Chavoires el 14 de julio. El ballet del marqués de Cuevas y más cosas que me volverían a la memoria si tuviera a mano el programa que editaba la oficina de turismo. No lo he tirado y estoy seguro de que lo encontraría entre las páginas de alguno de los libros que estaba leyendo el año aquel. ¿Cuál? Hacía un tiempo «espléndido» y los asiduos del lugar preveían que el sol iba a durar hasta octubre. Iba a bañarme muy pocas veces.

Solía pasar el día en el vestíbulo y en los jardines del Windsor y acababa por convencerme de que al menos allí no corría riesgo alguno. Cuando me entraba el pánico –una flor que abría los pétalos despacio algo más arriba del ombligo– miraba lo que tenía enfrente, en la otra orilla del lago. Desde los jardines del Windsor se veía un pueblo. A cinco kilómetros apenas en línea recta. Era un distancia que se podía atravesar a nado. Por la noche, con una lanchita de motor, se tardarían unos veinte minutos. Pues claro. Intentaba calmarme recalcando las sílabas: «De noche, con una lanchita de motor…» Me notaba mejor y seguía con la novela que estaba leyendo, o con una revista inofensiva (me había prohibido a mí mismo leer los diarios u oír las noticias de la radio. Cada vez que iba al cine, tenía buen cuidado de llegar después del noticiario). No, ante todo no saber nada del mundo. No empeorar ese miedo, esa sensación de catástrofe inminente. No interesarse sino por las cosas anodinas: la moda, la literatura, el cine, las revistas musicales. Echarse en las amplias tumbonas, cerrar los ojos, relajarse, sobre todo relajarse. Olvidar. ¿Verdad que sí? A media tarde, bajaba al centro. En la avenida de Albigny me sentaba en un banco y miraba el bullicio del lago, las idas y venidas de los veleros pequeños y los patines. Resultaba reconfortante. Por encima de la cabeza, me protegían las frondas de los plátanos. Seguía andando con pasos lentos y cargados de precaución. En la plaza de Le Pâquier, escogía siempre una mesa en la parte trasera de la terraza de La Taverne y pedía siempre un Campari con soda. Y miraba a toda aquella juventud que me rodeaba y a la que, por lo demás, pertenecía. Iba llegando cada vez más gente joven según iba avanzando la hora. Oigo aún sus risas, me acuerdo de los mechones caídos encima de los ojos. Las chicas llevaban pantalones pirata y pantalones cortos de vichy. Los chicos no le hacían ascos a la chaqueta blazer con escudo y al fular metido por el cuello de la camisa.

Llevaban el pelo corto, con ese corte que llamaban «Rond-Point». Organizaban guateques. Las chicas irían con vestidos entallados y de mucho vuelo y bailarinas. Juventud formal y romántica a la que iban a mandar a Argelia. A mí no. A las ocho, me iba a cenar a Les Tilleuls. A aquella pensión familiar, cuyo aspecto externo recordaba, según mi punto de vista, al de un pabellón de caza, iban todos los años alrededor de diez clientes habituales. Todos pasaban de los sesenta y, al principio, los irritaba mi presencia. Pero yo me mostraba muy discreto. Haciendo gala de gran economía de gestos, de una mirada voluntariamente apagada y de un rostro petrificado –parpadeaba lo menos posible–, me esforzaba por no agravar una situación ya precaria en sí. Se percataron de mi buena voluntad y creo que acabaron por mirarme con ojos más benévolos. Servían las comidas en un comedor de estilo saboyano. Habría podido trabar conversación con los comensales que me caían más cerca, un matrimonio mayor y muy pulcro que venía de París; pero, por determinadas alusiones, me pareció entender que el marido era un inspector de policía retirado. Los demás también cenaban por parejas, salvo un señor de bigotes finos y cara de perro de aguas que daba la impresión de que lo habían dejado abandonado allí. Entre el barullo de las conversaciones, lo oía soltar, de vez en cuando, hipidos breves que parecían ladridos. Los huéspedes pasaban al salón y se sentaban, suspirando, en los sillones con fundas de cretona. La señora Buffaz, la dueña de Les Tilleuls, les servía una infusión o alguna copita de un licor digestivo. Las mujeres charlaban entre sí. Los hombres empezaban una partida de canasta. El señor con pinta de perro seguía la partida sentado aparte, tras haber encendido un puro melancólicamente. Y yo me habría quedado muy a gusto con ellos, bajo la luz suave y apaciguadora de las lámparas con pantalla de seda rosa salmón, pero habría tenido que hablar o que jugar a la canasta. ¿Es posible que hubieran tolerado que me quedase, sin decir nada, mirándolos? Me bajaba otra vez el centro. A las nueve y cuarto en punto –nada más acabar el noticiario–, me metía en el cine Le Régent o me decidía por el cine del Casino, más elegante y más cómodo. He encontrado un programa de Le Régent que data de por entonces: CINE LE RÉGENT Del 15 al 23 de junio: Tendre et violente Elisabeth de H. Decoin.

Del 24 al 30 de junio: L’Année dernière à Marienbad de A. Resnais. Del 1 al 8 de julio: R.P.Z. appelle Berlin de R. Habib. Del 9 al 16 de julio: Le Testament d’Orphée de J. Cocteau. Del 17 al 24 de julio: Le Capitaine Fracasse de P. Gaspard-Huit. Del 25 de julio al 2 de agosto: Qui êtes-vous, M. Sorge? de Y. Ciampi. Del 3 al 10 de agosto: La Nuit de M. Antonioni. Del 11 al 18 de agosto: Le Monde de Suzie Wong. Del 19 al 26 de agosto: Le Cercle vicieux de M. Pecas. Del 27 de agosto al 3 de septiembre: Le Bois des amants de C. Autant-Lara. Me gustaría mucho volver a ver unas cuantas imágenes de esas películas antiguas. Después del cine, me iba a tomarme otro Campari en La Taverne. Ya no quedaba gente joven. Las doce.

Debían de estar bailando en algún sitio. Me fijaba en todas aquellas sillas, en aquellas mesas vacías y en los camareros, que estaban recogiendo las sombrillas. Miraba fijamente el surtidor alto y luminoso del otro lado de la plaza, delante de la puerta del Casino. Cambiaba continuamente de color. Me entretenía contando cuántas veces se ponía verde. Una forma de pasar el tiempo como otra cualquiera, ¿verdad? Una vez, dos veces, tres veces. Cuando llegaba a 53, me levantaba, pero, la mayor parte de las veces, ni siquiera me molestaba en jugar a aquel juego. Pensaba en cosas inconcretas mientras bebía mecánicamente, a traguitos. ¿Se acuerdan de Lisboa durante la guerra? Todos aquellos individuos desplomados en los bares y en el vestíbulo del Hotel Aviz, con sus maletas y sus baúles, esperando un transatlántico que no iba a llegar. Bueno, pues me daba la impresión de ser, veinte años después, uno de aquellos individuos. Las pocas veces en que llevaba el traje de franela y la única corbata que tenía (una corbata azul oscuro salpicada de flores de lis que me había regalado un americano y que llevaba cosidas al forro las palabras: «International Bar Fly»; me enteré más adelante de que era una sociedad secreta de alcohólicos. Merced a esa corbata podían reconocerse y hacerse mutuamente pequeños favores), me metía a veces en el Casino y me quedaba unos cuantos minutos en el umbral del Brummel, mirando bailar a la gente. Eran personas de entre treinta y sesenta años y a veces llamaba la atención alguna chica más joven en compañía de algún quincuagenario esbelto. Una clientela internacional bastante «fina» y que ondulaba al ritmo de éxitos italianos o de calipsos, el baile ese jamaicano. Subía, luego, a la sala de juego. Había con frecuencia quienes jugaban elevadas cantidades y copaban la banca. Los jugadores más opulentos venían de la cercana Suiza. Me acuerdo de un egipcio muy tieso, un pelirrojo de pelo lustroso y ojos de gacela, que se acariciaba pensativamente con el índice el bigote de mayor inglés. Jugaba con fichas de cinco millones y decían que era primo del rey Faruk. Salir de nuevo al aire libre me suponía un alivio. Volvía despacio hacia Carabacel por la avenida de Albigny. No he vuelto a ver noches tan hermosas, tan límpidas como las de entonces. Las luces de las villas de las orillas del lago deslumbraban la vista con su resplandor, en el que yo notaba un algo musical, un solo de saxofón o de trompeta. Me llegaba también, muy leve, inmaterial, el rumor de los plátanos de la avenida. Esperaba el último funicular sentado en el banco de hierro del chalet.

La sala de espera no tenía más luz que la de una lamparilla y me deslizaba, con una sensación de confianza total, dentro de aquella penumbra violácea. ¿Qué podía temer? El ruido de las guerras, el estrépito del mundo tendrían que atravesar, para llegar hasta aquel oasis de vacaciones, un muro de algodón. ¿Y a quién se le iba a ocurrir venir a buscarme entre estos veraneantes tan distinguidos? Me bajaba en la primera estación: Saint-Charles-Carabacel y el funicular seguía subiendo, vacío. Parecía una luciérnaga grande. Cruzaba por el pasillo de Les Tilleuls de puntillas, tras haberme quitado los mocasines, porque los viejos tienen el sueño ligero.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |