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Vikingos (Señores del Norte 1) – Becka M. Frey

Febrero del año 783, Thorsteinn, Jutlandia, (Dinamarca) elga apremió a la niñita rubia para que se acostara. Solía alegar que chiquillas tan pequeñas no debían estar despiertas a esas horas, por consiguiente, a Kaira no le quedó más remedio que obedecer. Además, hacía un frío terrible, así que se apresuró en desprenderse de la túnica de lana que cubría su cuerpo y doblar las ropas en el baúl de madera ricamente decorado que había junto a la cama, tal y como le habían enseñado. Con motivo del paso a mujer por parte de Erika, prima de Kaira y sobrina de Helga, se había invitado a todas las mujeres del poblado para festejar dicho cambio en honor a Frigga [1] y Freya [2] . Los hombres no acudían hasta última hora. Kaira era aún muy pequeña para conocer el significado real de esa ceremonia, solo sabía que la homenajeada recibía numerosos presentes por parte de los invitados: preciosos vestidos confeccionados por algunas vecinas diestras en la costura, un hermoso peine hecho de marfil que destacaba sobre todas las cosas y un montón de abalorios para que decorase su cuerpo. Erika estaba exultante de felicidad por aquellos presentes. Era muy coqueta. Desde hacía un tiempo atrás la visitaba un muchacho berserker [3] de una aldea cercana y del que decían que pronto la comprometerían con él. El padre de Kaira, Olaf, también era un guerrero berserker. Formaba parte del séquito real de Randver [4] , y al que muy pronto despediría, pues se rumoreaba que el rey no mantenía buena relación con su hermano Harald Hilditonn [5] y, temiendo un enfrentamiento, había convocado a sus mejores hombres. Kaira no tenía en mucha estima a su padre. No solía fijarse en ella, más bien todo lo contrario: solía apartarla con rudeza en cuanto entraba en el jergón de su madre, como si de un piojo más se tratase. No era así con su hermano Ivar, al que profesaba especial adoración y del que esperaba que muy pronto se convirtiera en un fornido guerrero como él. Ya le quedaba muy poco para pasar las pruebas del ritual de pasaje, pronto cumpliría los quince años de edad y tendría que demostrar sus habilidades como hombre. A pesar de todo, Kaira adoraba a su hermano, puesto que él no era hosco con ella. Al contrario, solía protegerla de la furia del padre, algo muy habitual cuando se pasaba con el hidromiel. El jergón de Kaira era una especie de cajón situado al lado del de su madre, donde la paja mullida se asentaba sobre un entramado de cañas. Helga se sentó en el borde y cubrió a su hija hasta la barbilla con una manta de Vadmal [6] a rayas mientras la observaba tiernamente con aquellos impresionantes ojos azules que tenía. Helga llevaba recogido el pelo rubio en una trenza larga que le llegaba hasta la cintura, asimismo, llevaba puesta una banda decorativa alrededor de la frente, que impedía que el pelo se escapara y le molestara en sus quehaceres diarios. Los párpados de la niña se esforzaban en no cerrarse para retrasar al máximo ese momento del que disfrutaban juntas. —Cuéntame un cuento, por favor, madre —le rogó Kaira. —Ahora no puedo, Kaira, tengo que irme con el resto de las mujeres. Debes descansar. Kaira arrugó la naricilla en señal de protesta, aunque de poco le sirvió.


En su lugar, recibió un beso en la frente y una advertencia: —Venga, a dormir. No hay que ofender a las diosas, sobre todo, a Freya. Helga se despidió con una sonrisa desde la puerta y cerró. Tumbada sobre la cama, Kaira observó la techumbre de madera y juncos, y comenzó a temblar. Las historias de dioses eran sus preferidas a la luz del caldero, que solía absorber como buena niña. Sin embargo, en la soledad de ese cuarto no le resultaban tan divertidas, sobre todo, lo concerniente a Loki y los gigantes. Para alejar de la mente aquellas imágenes que recreaba, se concentró en el jaleo procedente del piso de abajo y terminó por cubrirse la cabeza. Según su madre, ambas pertenecían a la nobleza, una categoría superior a la del resto de Thorsteinn y eso le aseguraría un buen matrimonio en el futuro. La vivienda en la que se hallaban más una serie de tierras que cultivaban los granjeros para ellas fueron la dote de su madre al casarse. Algún día, Kaira sería entregada a un hombre con una generosa dote. Sin embargo, era algo muy lejano en aquellos precisos instantes: tenía ocho años. Aun así, ya estaba recibiendo cierto adiestramiento sobre cómo organizar una casa y administrar una granja, en definitiva, sus deberes como mujer y en los que poco interés mostraba. Solía quedarse embobada como Hans, el herrero, templaba las espadas. Ya había recibido más de un coscorrón por quedarse parada en medio de la calle observando hipnotizada su trabajo. Kaira cerró los ojos y comenzó a escuchar el mundano murmullo de los asistentes a la fiesta hasta que el sueño le venció. Kaira despertó sobresaltada y escuchó con atención para lograr identificar el ruido que la había sacado de su descanso. Espió a través de un agujero del tamaño de una nuez en la madera y, bajo la tenue luz de una discreta lámpara de sebo de ballena, descubrió los cuerpos de dos personas que parecían agitarse. Un terrible chasquido en el camastro de su madre le alertó de que aquellos movimientos de telas y jadeos pertenecían a sus padres. Permaneció quieta sin atreverse a mover ni un solo músculo por miedo a que su padre le aplicara un castigo y trató de conciliar el sueño. —Te he dicho que me obedezcas, Helga. ¡Abre las piernas! —gruñó Olaf. Ante la poca colaboración de ella, el hombre la golpeó en la cara, arrancándole un gemido de dolor que mitigó a duras penas. —Vas a despertar a Kaira. Estás borracho, Olaf, quita tus sucias manos de encima y lárgate con esa despreciable thralls [7] que calienta tu cama últimamente —siseó su madre con rencor. El potente olor a hidromiel que desprendía la boca de su padre podía olerse desde donde Kaira se encontraba.

—Eres mi mujer y tienes que cumplir con tu deber. —La espada cayó con estrépito al suelo mientras Olaf continuaba pugnando por doblegar a su mujer. De repente, el hombre pegó un alarido. Se incorporó de golpe y rugió: —¡Me has mordido, zorra! Tú lo has querido, mujer. A continuación, se escuchó un silbido producido por el rápido deslizamiento del cinturón de Olaf. Helga comenzó a patalear como una posesa puesto que el guerrero pugnaba por voltearla y colocarla boca abajo. Cuando lo consiguió, le rasgó la ropa con brutalidad y dejó la espalda expuesta a la furia de los incesantes latigazos que le propinaba el guerrero. Kaira era una testigo muda que, impotente, observaba la escena horrorizada desde su rincón, paralizada por lo que estaba presenciando. Las lágrimas se agolparon en los ojos de la pequeña, que brotaron sin consuelo, empapando la piel sobre la que reposaba su cabeza, mientras que su madre gritaba de dolor hasta que dejó de emitir sonido alguno. Eso debió alertar a Olaf, que la agarró por los pelos y le izó la cabeza hasta el rostro enfurecido de él. Le habló como si pudiera escucharle: —¿Ya te has desmayado, Helga? Eso te enseñará a no volverme a despreciar. Con un movimiento brusco, le arrancó la ropa que cubría los muslos, le separó las piernas y se sacó de las calzas un músculo tieso que se frotó con satisfacción. Con una sonrisa torcida, se lo introdujo a Helga en la vagina y comenzó a moverse dentro de ella con movimientos rápidos que derivaron en un gruñido de placer. En ese punto, Kaira cerró los ojos asqueada. Cuando terminó, le oyó trajinar por la habitación lo que puso de nuevo en guardia a la niña, la cual seguía con ojo avizor todos sus movimientos. Para su alivio, en cuanto se vistió, se marchó del cuarto. La niña tuvo que hacer un ingente esfuerzo por no levantarse de inmediato y aproximarse hasta la cama de su madre. Esperó lo que creyó un tiempo prudencial, hasta que se armó de suficiente valor para subirse al jergón. Se acercó despacito al cuerpo de Helga, al que empujó con suavidad para que notase su presencia. En vista de que no se despertaba y temerosa de que su madre estuviese ya de camino a Asgard [8] , salió a buscar a Inga, la esclava que estaba bajo los servicios de su familia y que dormía en los jergones junto al fuego. Bajó las escaleras con cuidado para que no crujieran y cuando llegó al piso de abajo, se topó con los cuerpos de numerosos hombres y mujeres dormitando por el suelo. Tuvo que prestar especial atención en no pisar a nadie hasta que llegó hasta ella. Le dio un par de toques al hombro y la mujer abrió los ojos somnolienta, pero, al descubrir la cara llorosa de Kaira bajo aquella etérea luz, se asustó. Kaira le exigió silencio con un movimiento de manos y le instó a acompañarla. Inga la siguió hasta el cuarto y, nada más entrar, ahogó una exclamación al descubrir el cuerpo inmóvil de Helga que yacía semidesnudo y ensangrentado sobre la cama.

Se acercó corriendo hasta su lado y le tocó la yugular. Con lágrimas en los ojos, se volvió hacia Kaira y le dijo: —Vas a tener que ayudar si queremos que tu madre sobreviva. Kaira asintió con vehemencia y esperó las indicaciones. Tuvieron que bajar entre las dos a por telas limpias, un cuenco de agua y vendas. Mientras Inga quitaba los restos de sangre que había adheridos a la piel desgarrada de Helga, Kaira debía controlar la temperatura de la frente de su madre. Cuando la zona quedó limpia, Inga aplicó a la lacerada piel una poción que se usaba para detener una posible infección y que la niña había visto fabricar en su aldea cientos de veces. Consistía en mezclar dos tipos de ajo y cebolla, vino y la bilis del estómago de una vaca. Ese emplasto se dejaba reposar en un cuerno durante nueve días y luego se aplicaba sobre las heridas. Siempre había preparados de esos listos para poder usarlos. Cuando terminó con el ungüento, Kaira tuvo que ayudar a Inga para vendar la maltrecha espalda de su madre, desnudarla y volver a vestirla. Inga, asimismo, se deshizo de la colcha sucia y regresó con una limpia para hacer la cama de Helga. Cuando terminaron, la esclava se recostó junto a ella arropada con varias pieles y le ordenó a Kaira que durmiese. El llanto de Helga fue el responsable de que Kaira despertara. Inga ya estaba a su lado y no solo ella, sino que también estaba acompañada de Gerda, su hermana, una mujer de carácter fuerte y a la que Kaira adoraba. Inga la habría buscado para mantenerla informada. —¡Por Freya! Espero que Helga le solicite el divorcio a Olaf si se recupera de esta paliza. Porque ese malparido y cobarde ha partido para reunirse con nuestro rey, que si mi marido lo coge, lo mata. ¡Ojalá tenga a bien Odín [9] llevárselo en la guerra! —maldijo Gerda—. Si la ha violado, mejor que no regrese, en esta aldea solo recibirá la muerte como castigo. Lo malo es que hay que testificar contra él y la única que puede haber presenciado algo es Kaira. ¡Pobre niña! —se lamentó. La mujer se paseaba inquieta, mientras observaba a Inga curar de nuevo la espalda de Helga. En la sociedad en la que ellas vivían podían separarse de su pareja tanto ellas como ellos alegando malos tratos, mala gestión de la granja, infertilidad, etc. Al violador se le condenaba a muerte. —Tiene fiebre, Inga, vamos a darle este caldo con estas hierbas.

No quiero que te muevas de su lado en los próximos días. Yo me llevaré a Kaira. Ya sabes lo que tienes que hacer. —Se acercó hasta el jergón donde se encontraba la niña. Al verla despierta, le revolvió el alborotado pelo rubio con cariño y le dijo—: Eres una valiente, ¿sabes? Tu madre estaría muy orgullosa por lo que has hecho. Gracias a ti se va a poner bien. Pero, por el momento, te tienes que venir a trabajar conmigo. La niña se levantó con reticencia, se resistía a ser separada de su madre. —Kaira —la llamó Gerda—. Mamá tiene que ponerse buena, tú no puedes cuidarla. Inga se encargará de ella y en cuanto se levante, regresarás a su lado. Cuando Kaira salió a la calle acompañada de Gerda, los cuchicheos se sucedieron de inmediato entre los aldeanos, que evitaban encontrarse con la mirada de la pequeña y a la que Gerda protegía de las malas lenguas con una mirada desafiante. A estas alturas, el suceso se había corrido por toda la aldea. Amasar el pan no era el plan ideal para Kaira, que seguía la pista a Hans en cuanto que tenía que salir a por agua. Este, al descubrirla observándolo, esbozó una sonrisa y se acercó hasta el pozo donde se encontraba. —¿Te gusta el acero, Kaira? —le preguntó. Ella asintió con timidez. —Te voy a hacer un regalo muy especial. —Le guiñó un ojo y se metió dentro de la herrería. Al rato, salió con un cuchillo de proporciones pequeñas que tenía unas runas inscritas en la hoja afilada. Se lo entregó con una advertencia—: Guárdalo bajo tus ropas. Toma, usa este cinturón de cuero. Y, cuando puedas, práctica puntería con él. Sé que vas a llegar a ser una gran guerrera. Lo llevas en la sangre.

Kaira posó los dedos con mucho cuidado por encima de la inscripción y levantó la cabeza con admiración. Señaló el cuchillo e hizo un gesto pidiendo permiso para quedársela. El hombre afirmó con un movimiento de cabeza. —¿Sabes lo que pone ahí? —le preguntó Hans. Ante su negativa, él puso un dedo cerca de la primera runa y fue deletreando la palabra: MUERTE. —Te aconsejo que le pongas un nombre el día que tengas una espada de verdad. Todo guerrero que se preste le da uno a su primera arma. Es la manera de que su poder se traspase a ti. La niña se quedó pensativa, pero sus cavilaciones fueron interrumpidas por el grito de Gerda: —¡Kaira! ¡El agua! Ella cogió los regalos de las manos de Hans y el cubo de agua, y marchó presta adonde se encontraba la mujer con el ceño fruncido. En cuanto terminó sus tareas, salió a la parte trasera de la casa y lanzó el arma contra la pared. Tras varios infructuosos tiros, oyó una risotada a sus espaldas. —Ven, Kaira —la llamó Ivar. Su hermano le enseñó a colocar las manos, el cuerpo y la hoja en la posición adecuada, y le invitó a probar de nuevo. Se quedó clavada un instante y, al rato, cayó al suelo. —Buen tiro —animó a la niña—. Sigue practicando y llegarás muy lejos. Ella sonrió orgullosa ante el halago y recogió el cuchillo del suelo. Se volvió hacia él y lo observó largo rato. Su hermano contrajo la cara con un gesto de dolor al ver que la niña no hablaba. Posó la mano en su hombro con cariño y trató de animarla: —Madre saldrá de esta. Ya lo verás. Sin embargo, Kaira se encogió de hombros y torció la cabeza con tristeza mientras se arrugaba los pliegues del vestido con nerviosismo. —Kaira, ¿viste lo que le hizo padre a madre? —le preguntó. Ante la mirada horrorizada de ella, que comenzó a recular hacia la pared para huir de él, se apresuró a añadir: —Tranquila, Kaira. No tendrás que preocuparte por él.

Ha regresado junto a nuestro rey. No se encuentra aquí. Ivar adoraba a Olaf. Quería convertirse en un berserker como su padre. Solían practicar desde el alba en el manejo de la espada y las mejores técnicas de defensa. También le daba numerosos consejos sobre cómo convertirse en un poderoso guerrero y no temerle a nada. Kaira había escuchado multitud de historias sobre los berserkers. Decían que tomaban un brebaje que los convertía en poderosos hombres que no le temían a la muerte. El Valhalla [10] les esperaba con los brazos abiertos y a lo único que aspiraba todo guerrero era a morir con la espada en mano. Era algo que en esos momentos le deseaba Kaira a su padre: no quería volver a verlo. De la traumatizada mente infantil surgió una determinación muy fuerte de la que nadie se percató y que, más tarde, demostraría que a ella ningún hombre la poseería por la fuerza o se encontraría con la espada clavada en su vientre. La niña observaba el cuchillo que tenía en la mano, el poder que le trasmitía aquel hierro, que ahora empuñaba, le daba cierta seguridad. Lo agarró con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos y lo lanzó con rabia. Ivar se quedó asombrado. Lo arrancó de la tableta de madera y se lo entregó. —Kaira, debes volver adentro. Guárdalo. La niña obedeció sumisa y lo escondió bajo sus ropas. Exceptuando los sábados que era el día que tocaba adecentarse con un buen baño, el resto de los días Kaira no tendría que tomar tantas precauciones. No quería tener que explicarle a Gerda por qué llevaba un cuchillo a todas partes. L Capítulo II Febrero del año 783, Uppsala, Suecia as risotadas de los dos jóvenes espantaba a su paso a los animales del bosque boreal de coníferas que, recientemente, había sido rociado con un manto de lluvia. El cántico de los pájaros se había unido al paso del agua entre las torrenteras, cubriendo la orilla con un renovado manto verde en aquellas zonas terregosas en las que ahora se arrodillaba el más bajo de los dos jóvenes para beber agua. Muy pronto y en honor a la primavera, los ciudadanos de Uppsala organizarían una fiesta para rendir homenaje a sus dioses. Asimismo, era la época elegida para que los jóvenes superasen una serie de pruebas para convertirse en hombres. El que más fuerte hablaba era Gerd, un joven alto y de fuerte constitución, que caminaba al lado de su rubicundo amigo Haakon.

Se jactaban de haber preparado una broma muy pesada al primo de Gerd en la serie de pruebas que realizaría similares a las del día del festejo. Cuando llegaron junto a él en la aldea, Gerd puso el semblante serio y le dio instrucciones a Ake sobre lo que esperaban de él. —Ahora iremos hasta el bosque. Comenzarás en un tronco que hemos marcado en rojo. Allí habrás de coger una piedra que hemos dejado en el suelo y lanzarla lo más lejos posible. Desde donde caiga, te entregaremos una lanza que tendrás que clavar en otro tronco que hemos señalado en negro, espero que no yerres o te demorarás demasiado. Después, te harás con tu espada y sortearás un par de obstáculos que te hemos puesto en una sección de árboles, tendrás que hacerlo en zigzag y a la carrera, hasta que te encuentres con otro tronco pintado de rojo al otro lado. Te esperaremos ahí y te batirás contra uno de nosotros. ¿Te has quedado con todo, Ake? El joven barbilampiño de unos quince años, con el pelo rojizo y ojos castaños, asintió con solemnidad. Se había tomado tan en serio aquel entrenamiento que tenía todo el cuerpo muy tenso, parecía que lo hubiesen trinchado con una lanza por el culo. Haakon tuvo que morderse los labios para no estallar a carcajadas, mientras que Gerd le guiñó un ojo cuando su primo les dio la espalda. Los tres abandonaron la seguridad de la fortaleza y se internaron en el bosque de abedules y pinos por un risco escarpado. Comenzaron a ascender hasta una zona pedregosa e intransitable. Cuando llegaron al árbol señalado le dieron la señal al incauto de Ake. Este cogió la piedra del suelo y la lanzó con todas sus fuerzas. Haakon le alabó por su buen tiro, mientras que Gerd asentía complacido. Le habían entrenado bien. Le hicieron entrega de una lanza y Ake visualizó la diana que habían dibujado sobre un tronco. Flexionó una pierna hacia atrás, agarró con la mano izquierda el arma por ser zurdo y la lanzó. La clavó en todo el centro. Los otros dos jóvenes aprovecharon para correr al otro lado y observar desde ahí a Ake. Este, nada más salir, tropezó con una cuerda que habían atado a dos árboles y escondido en una zona llena de matojos. Cayó de bruces, lo que ocasionó que los dos se doblaran de risa. Ake se levantó contrariado y comenzó de nuevo a correr, tratando de esquivar las trampas que ambos amigos habían colocado. De una de ellas se descolgó un tronco que si lo lleva a alcanzar, le arranca la cabeza.

—¿Os habéis vuelto locos? —les increpó. Continuó el recorrido y, al llegar a un punto, los dos amigos se dieron un codazo. Ake tenía que saltar por encima de un arbusto obligatoriamente y, como ambos lo sabían, habían excavado un agujero tan grande como para que cupiese el cuerpo de Ake y todavía sobrasen unos cuantos palmos más. Al otro lado, le esperaba una caída profunda. Lo vieron tomar impulso y precipitarse con gran estruendo, lo que originó sendas carcajadas en Gerd y Haakon. Se acercaron hasta el agujero y descubrieron a Ake, que ya alcanzaba el borde con una mano, valiéndose de apoyo con la ayuda de su espada. La mirada furibunda que les dirigió les hizo huir entre fuertes risotadas, mas el muchacho corrió tras ellos como un gamo. —¡Gerd! —tronó Ake—. ¡Cómo te coja, te mato! Sin embargo, la cara se les congeló a medio camino: un oso de proporciones considerables, que se encontraba por los alrededores, se giró hacia ellos. Haakon se paró en seco, sacó su arcó y apuntó. Gerd, por su parte, ya estaba preparado para asestarle con la espada. Ake, que venía como un toro, derrapó y cayó al suelo justo detrás de Gerd. El animal les rugió amenazador y se arrancó una de las flechas que Haakon le había incrustado en un flanco, lanzándola al suelo desafiante y aproximándose a los jóvenes entre gruñidos. —Vamos, Ake, demuestra que sabes defenderte. Será tu prueba de iniciación —le exhortó su primo, blandiendo la espada en alto. Ake agarraba la empuñadura con las dos manos, hondeando el acero frente a la bestia. Los espumarajos de baba que colgaban de las fauces del animal era un indicativo de que estaba rabioso. El oso lanzó un zarpazo que Ake esquivó al rodar por el suelo a la vez que lo alcanzaba con su arma en una pata. El animal, aún más embravecido, rugió de dolor. Los dos amigos comenzaron a rodear al oso y a apuntillarle. El animal sangraba por múltiples heridas, aun así, no estaba dispuesto a sucumbir tan fácilmente. Se puso sobre dos patas y se lanzó contra Ake, que seguía en el suelo. Cayó con todo su peso sobre él, desgarrando la carne de los hombros con las garras, que se le clavaban con fiereza, y dispuesto a morderlo con las fauces. El joven le atravesó el corazón con la espada y evitó que los dientes se le incrustaran en la cara gracias a su primo, que le clavó el hacha en el morro con brutalidad desviando su trayectoria. Gerd levantó el hacha de nuevo dispuesto a separarle la cabeza al oso si fuese necesario con tal de salvar a Ake de una muerte segura, sin embargo, no hizo falta, el animal cayó con una última exhalación, y Haakon y Gerd tuvieron que quitarle el cadáver de encima para que no muriese por asfixia.

—Esa sangre, ¿es tuya? —le preguntó Gerd asustado cuando hicieron a un lado al animal. Ake asintió no muy seguro. Aun teniendo varios desgarrones sanguinolentos con muy mala pinta, no sentía dolor debido a la adrenalina que todavía fluía por sus venas. Gerd le ofreció la mano y, al incorporarse, se quitó los restos de tierra y acículas [11] que pudo. —¿Puedes esperar a que nos llevemos al oso o prefieres ir al poblado a curarte? —preguntó Haakon. —Venga, cojamos unos cuantos palos largos y transportemos al animal — contestó Ake sin darle importancia a sus heridas. —Te haces un hombre, Ake. —Le palmeó su primo con orgullo, lo que le sacó una mueca de dolor. —No he olvidado vuestra estúpida broma. ¿Qué pretendíais? ¿Que llegara con la pierna rota a las pruebas? —se revolvió furioso Ake. —Vamos, no seas mujerzuela, Ake. Probablemente, ese día lo tengas más difícil, acabas de demostrar que eres todo un hombre —repuso Haakon conciliador. Con un hacha pequeña que llevaban en el cinto cortaron las ramas de varios troncos largos y delgados, y pusieron el cadáver sobre ellos. Entre los tres arrastraron al oso para desollarlo en el poblado.

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