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Vicio Propio – Thomas Pynchon

Se llama Sportello, Doc Sportello, y es un detective privado un tanto peculiar en el colorista Los Ángeles de finales de los años sesenta. Hacía ya tiempo que Doc no veía a su ex, Shasta, seductora femme fatale, cuando ésta recurre a sus servicios porque ha desaparecido su nuevo amante, un magnate inmobiliario que había visto la luz del buen karma, un tanto distorsionada por el ácido, y quería devolver a la sociedad todo lo que había expoliado. Sportello se ve enredado entonces en una intriga en la que los escrúpulos chispean por su ausencia y cuya trama es casi la de una novela negra clásica. A partir de ahí, Thomas Pynchon pergeña un retrato desbocado de una California poblada por surfistas embriagados de la mitología de las olas gigantes, combatientes de Vietnam o agentes del FBI reconvertidos en hippies, pandillas carcelarias, la escabrosa sombra de Charlie Manson y sus acólitas, una brutal organización secreta de dentistas, polis corruptos, una protointernet o bellas masajistas de sexualidad ambigua. Todo sazonado con diálogos y guiños hilarantes, al ritmo de una frenética banda sonora que sirve de réquiem psicodélico por una época que pudo ser y no fue.


 

Ella vino por el callejón y subió las escaleras traseras, como antes. Hacía un año que Doc no la veía. Que nadie la había visto. Por entonces iba siempre en sandalias, con la parte de abajo de un bikini estampado de flores y una camiseta desteñida de Country Joe & the Fish. Pero esa noche vestía de pies a cabeza como una chica de tierra adentro y llevaba el pelo mucho mas corto de lo que él recordaba: la pinta que ella juraba, en el pasado, que nunca tendría. —¿Eres tú, Shasta? —Se cree que está alucinando. —Supongo que es por el nuevo envoltorio. Los iluminaba la luz de la calle que entraba a través de la ventana de la cocina, a la que nunca se había molestado en poner cortinas, y desde la falda de la colina les llegaba el estampido de las olas. Algunas noches, con el viento apropiado, se oía el oleaje en toda la ciudad. —Necesito tu ayuda, Doc. —¿Sabes que ahora tengo una oficina?, ¿como un empleo normal y todo eso? —Te busqué en el listín telefónico; estuve a punto de pasarme por allí. Pero luego me dije: mejor para todos que esto parezca una cita secreta. Pues muy bien, nada romántico esta noche. Mal rollo. Pero a lo mejor todavía caía algún encargo remunerado. —¿Te vigilan? —Acabo de tirarme una hora dando vueltas por las calles de los alrededores para no llamar la atención. —¿Te apetece una cerveza? —Se acercó a la nevera, sacó dos latas de la caja que guardaba dentro y le dio una a Shasta. —Hay un hombre —decía ella. Claro, tenía que haberlo, ¿a qué venía ponerse sentimental? Si le hubieran dado cinco centavos cada vez que un cliente le había contado su historia empezando con esas palabras, ahora estaría en Hawai, colocado día y noche, currándose las olas en Waimea, o, mejor aún, habiendo contratado a alguien que se las currara por él… —Un caballero de las más rectas convicciones —dijo risueño. —Ya vale, Doc.


Está casado. —Una… buena situación económica. Ella se echó hacia atrás una melena que ya no tenía y alzó las cejas: sí, y qué. Por Doc, nada, chachi. —Y la esposa… ¿sabe lo vuestro? Shasta asintió. —Pero también se está viendo con alguien. Sólo que no es lo de siempre, ella y el otro están tramando algo, algo horripilante. —Para largarse con la fortuna del maridito, sí, me suena, tengo entendido que eso ha pasado un par de veces en L.A. Y… exactamente, ¿qué quieres que haga? —Encontró la bolsa de papel en la que se había traído la cena a casa y se afanó simulando que garabateaba notas encima, porque con su uniforme de chica virtuosa, su maquillaje que se suponía que no debía notarse ni de cerca, ahí le llegaba la vieja y bien conocida erección que, tarde o temprano, Shasta siempre le provocaba. ¿Es que esto no acaba nunca?, se preguntó. Claro que sí. Se acabó. Entraron en el salón delantero; Doc se estiró en el sofá, pero Shasta se quedó de pie y se puso a dar vueltas. —Lo que pasa es que quieren que participe —dijo ella—. Creen que yo soy la única que puede llegar hasta él cuando es vulnerable, o lo más vulnerable que puede ser un hombre como él. —Con el culo al aire y dormido. —Sabía que lo entenderías. —¿Todavía no tienes claro si está bien o mal, Shasta? —Peor aún. —Le taladró con aquella mirada que él recordaba tan bien. Cuando se acordaba—. No sé cuánta lealtad le debo. —A mí no me lo preguntes. No sabría qué decirte, a no ser que quieras que te suelte el rollo habitual de que uno le debe algo a cualquiera con el que folle habitualmente… —Gracias, en el consultorio de la señorita Abby vinieron a decirme casi lo mismo. —Chachi.

Entonces dejemos a un lado las emociones, veamos el dinero. ¿Qué parte del alquiler paga? —Todo. —Durante apenas un segundo, captó la vieja y desafiante sonrisa de ojos entornados. —¿Mucha pasta? —La bastante para la pijez de HancockPark. Doc silbó las notas iniciales de Can’t Buy Me Love pasando por alto la expresión de la cara de Shasta. —Y tú le estás compensando con creces todo lo que le debes, claro. —Cabronazo, si llego a saber que seguías tan amargado… —¿Yo? Sólo intento ser profesional, nada más. ¿Cuánto te ofrecían la mujercita y el noviete para que participaras? Shasta dijo una suma. Doc había visto de todo, había dejado atrás Rolls trucados llenos de indignados traficantes de jaco en la Pasadena Freeway, adelantándolos a más de ciento cincuenta en la niebla, negociando aquellas curvas burdamente concebidas; había paseado por callejones al este del río Los Ángeles sin más protección que un peine afro en sus pantalones anchos; había entrado y salido del Palacio de Justicia llevando encima una pequeña fortuna en hierba vietnamita…, y últimamente casi se había convencido de que esos tiempos temerarios habían acabado, pero en ese momento volvió a ponerse muy nervioso. —Entonces esto… —midió las palabras—, no se trata tan sólo de un par de polaroids clasificadas equis. Ni de maría colocada de extranjis en la guantera ni nada por el estilo… En el pasado, ella podía estarse semanas sin esbozar nada más complejo que una mueca de desagrado. Ahora le dedicaba una abigarrada mezcla de ingredientes faciales que él no sabía descifrar. A lo mejor era algo que había aprendido en la escuela de interpretación. —No es lo que estás pensando, Doc. —No te preocupes, ya pensaré más tarde. ¿Qué más? —No estoy segura, pero parece que quieren encerrarlo en una especie de manicomio. —¿Quieres decir legalmente?, ¿o secuestrándolo o algo así? —A mí nadie me cuenta nada, Doc, yo sólo soy el señuelo. —Ahora que lo pensaba, él nunca había notado tanta pena en su voz—. Me han dicho que sales con alguien de la ciudad. ¿Salir? Bueno, podría decirse así. —Oh, ¿te refieres a Penny? Una buena chica de tierra adentro que anda por ahí buscando las emociones fuertes del amor hippy, poco más… —Y también una ayudante del fiscal del distrito en la oficina de Evelle Younger, ¿no? Doc lo pensó un momento. —¿Crees que alguien de allí puede impedir que lo que me cuentas llegue a ocurrir? —No puedo llamar a muchas puertas con esta historia, Doc. —Muy bien. Hablaré con Penny, veré qué podemos ver. Tu feliz parejita… ¿tienen nombres, direcciones? Cuando oyó el nombre del caballero en cuestión dijo: —¿Es el mismo Mickey Wolfmann que siempre sale en los periódicos? ¿El pez gordo de las inmobiliarias? —No se lo puedes contar a nadie, Doc.

—Soy sordomudo, es un requisito de mi profesión. ¿Algún número de teléfono que quieras darme? Ella se encogió de hombros, frunció el ceño y le dio un número. —Procura no utilizarlo nunca. —Chachi, ¿y cómo te localizo? —No me localizas. Me he ido de mi antiguo piso, ahora me alojo donde puedo, no me preguntes más. Poco le faltó a él para decir: « Aquí sobra sitio» , por más que no sobrara; pero la había visto echar una ojeada a todo lo que no había cambiado —la auténtica diana de pub inglés sujeta a la rueda de carreta y la lámpara colgante de prostíbulo con la bombilla de color púrpura psicodélico y el filamento vibrante, la colección de maquetas de automóviles trucados confeccionada por entero con latas de Coors, la pelota de vóley play a firmada por Wilt Chamberlain con un rotulador Day -Glo de fieltro de tinta fluorescente, el cuadro de terciopelo y todo lo demás…—, con una expresión de, cabría decir, repugnancia. La acompañó colina abajo hasta donde había aparcado. Las noches de los días laborables no eran por aquí muy distintas de las de los fines de semana, así que esta parte de la ciudad era un bullicioso hervidero de buscadores de juerga, bebedores y surfistas gritando por los callejones, drogatas que habían salido a comprar algo de comer, tipos de tierra adentro que estaban de fiesta esa noche para acosar a azafatas, damas de tierra adentro con empleos normales más a ras de suelo deseando que las confundieran con azafatas… Colina arriba e invisible, el tráfico del bulevar que salía y entraba de la autopista emitía melodiosas frases de tubo de escape que descendían en ecos hasta el mar, donde las tripulaciones de los petroleros que navegaban por la costa, al oírlas, podrían haberlas tomado por voces de la vida salvaje ocupada en sus quehaceres nocturnos en una costa exótica. Se detuvieron en la última bolsa de oscuridad antes del resplandor de Beachfront Drive, un gesto intemporal de los peatones en estos lares que por lo general anunciaba un beso o, al menos, un buen magreo de culo. Pero ella dijo: —No sigas, podría haber alguien vigilando. —Llámame o algo. —Nunca me fallaste, Doc. —No te preocupes. Yo te… —No, lo digo en serio, nunca. —Oh…, claro que lo hice. —Siempre fuiste sincero. Hacía ya horas que la playa estaba a oscuras, él no había fumado mucho y no había faros…, pero antes de que ella se diera la vuelta, Doc habría jurado que había visto una luz incidiendo sobre su cara, la luz anaranjada que aparece justo después de que se ponga el sol y que se refleja en un rostro vuelto hacia el oeste mientras contempla el océano, a la espera de que alguien, con la última ola del día, regrese a la orilla y a la seguridad. Al menos, conservaba el mismo coche, el Cadillac descapotable que tenía desde siempre, un Eldorado Biarritz del 59 comprado de segunda mano en uno de los solares de Western donde la gente se sitúa cerca del tráfico para que éste se lleve el olor de lo que sea que fumen. Cuando Shasta se fue, Doc se sentó en un banco del paseo marítimo, de espaldas a una larga hilera de ventanas iluminadas que ascendían por la pendiente, y contempló las flores luminosas de la espuma del oleaje y las luces del tráfico tardío de las afueras zigzagueando por la remota ladera de Palos Verdes. Repasó las preguntas que no había hecho, como, por ejemplo, hasta qué punto se había acostumbrado ella a los niveles de bienestar económico y poder que Wolfmann le garantizaba, si estaba dispuesta a volver al estilo de vida de bikini y camiseta, y si le pesaría o no. Y también la pregunta más difícil de plantear: ¿estaba genuina y apasionadamente enamorada del bueno de Mickey ? Doc conocía la respuesta probable: « Lo amo» . ¿Qué otra cosa iba a decir? Con la nota al pie implícita de que aquella palabra se utilizaba demasiado en los tiempos que corrían. Cualquiera con la menor pretensión de estar al día « amaba» a quien fuera, por no mencionar otros usos prácticos de la palabra, como empujar a los demás a actividades sexuales en las que, si se les presentaba la ocasión, no les importaría mucho participar. De vuelta en casa, Doc se quedó un rato mirando el cuadro de terciopelo que le había comprado a una de las familias mexicanas que montaban sus tenderetes los fines de semana por los bulevares en la llanura verde, donde la gente todavía iba a caballo, entre Gordita y la autopista. En la tranquilidad que reinaba por la mañana temprano sacaban de las furgonetas y desplegaban Crucifixiones y Últimas Cenas de la anchura de un sofá, moteros proscritos a lomos de Harleys representados con minucioso detalle, superhéroes de los bajos fondos ataviados como miembros de las Fuerzas Especiales con M16 y demás.

El cuadro de Doc mostraba una play a del sur de California que nunca existió: palmeras, chicas en bikini, tablas de surf, de todo. Cuando se le hacía cuesta arriba asomarse a la tradicional ventana de cristal de la habitación de al lado, se quedaba observándolo como si estuviera mirando por otra ventana. A veces, cuando estaba a oscuras, el cuadro se iluminaba, por lo general si había fumado hierba, como si el botón de contraste de la Creación hubiera sido tocado apenas lo suficiente para darle a todo un leve resplandor, un filo luminoso, y prometiera que la noche estaba a punto de volverse épica. Pero no esa noche, que sólo auguraba trabajo. Se puso al teléfono e intentó hablar con Penny, pero había salido, probablemente a bailar, a pasarse toda la noche watuseando frente a algún abogado de pelo corto con una prometedora carrera por delante. Chachi, a Doc tanto le daba. A continuación llamó a su tía Reet, que vivía en el bulevar al otro lado de las dunas, en una zona residencial, con casas, patios y hasta árboles, por los cuales se la había acabado conociendo como la Tree Section. Hacía unos años, tras divorciarse de un luterano del Sínodo de Misuri que no practicaba, dueño de un concesionario de T-Birds y con cierta debilidad por las atribuladas amas de casa que frecuentan los bares de las boleras, Reet se había mudado ahí con los niños desde el condado de San Joaquín, empezó a vender inmuebles y al poco ya tenía su propia agencia, que ahora llevaba desde un bungalow ubicado en la misma parcela inmensa donde se levantaba su casa. Cada vez que Doc necesitaba saber algo que tuviera que ver con el mundo inmobiliario, la persona a la que recurría era la tía Reet, que conocía a la perfección la situación de todos y cada uno de los solares, desde el desierto hasta el mar, como les gustaba decir en las noticias vespertinas. —Algún día —profetizó ella—, habrá ordenadores que se encarguen de todo esto, lo único que tendrás que hacer es teclear lo que estás buscando, o mejor aún, decírselo de viva voz, como a ese HAL de 2001: Una odisea del espacio, y te responderá con más información de la que puedas digerir sobre cada parcela en la costa de L.A., retrotrayéndose hasta las concesiones de tierra de los españoles, hasta los derechos de agua, las servidumbres, los historiales hipotecarios, o lo que quieras, créeme, está al caer. Pero mientras llegaba ese momento, en el mundo real, no en el de ciencia ficción, estaba el conocimiento del terreno de la tía Reet, que rayaba lo sobrenatural: las historias que raramente aparecían en escrituras o contratos, sobre todo los matrimoniales, los pequeños y grandes odios familiares prolongados durante generaciones, el sentido en que fluía el agua, o solía hacerlo. Ella respondió al sexto timbrazo. La tele se oía al fondo a todo volumen. —Ve al grano, Doc; hoy me espera una noche movidita y todavía tengo que ponerme media tonelada de maquillaje. —¿Qué puedes contarme de Mickey Wolfmann? Si se tomó un segundo para respirar, Doc no lo notó. —Mafia Hochdeutsch del Westside, el más gordo de los peces gordos, construcción, inversiones en cajas de ahorro y crédito, miles de millones libres de impuestos escondidos en lo más hondo de una remota montaña en algún sitio, técnicamente judío pero quiere ser nazi, para lo que se ejercita a menudo, hasta el punto de utilizar la violencia con los que se olvidan de escribir su nombre con dos enes. ¿Por qué te interesa? Doc la puso al tanto de la visita de Shasta y de lo que ésta le había contado de la trama contra la fortuna de Wolfmann. —En el negocio inmobiliario —comentó Reet—, bien lo sabe Dios, pocos de nosotros somos ajenos a la ambigüedad moral. Pero algunos de esos promotores hacen que Godzilla parezca un conservacionista, y puede que no te convenga meterte en esto, Larry. ¿Quién te paga? —Esto… —No me lo digas…: y a veremos, ¿eh? Menuda sorpresa viniendo de ti. Escúchame, si Shasta no puede pagarte, a lo mejor quiere decir que Mickey la ha plantado, ella le echa la culpa a la esposa y quiere vengarse. —Es posible. Pero pongamos que yo sólo quiero dar una vuelta y charlar con el tal Wolfmann.

¿Lo que oyó fue un suspiro exasperado? —No te recomendaría tu manera habitual de abordar a esos tipos. Va por ahí con una docena de moteros, sobre todo miembros de la Fraternidad Aria, para que le guarden la espalda, todos malos bichos con antecedentes penales que lo certifican. Por una vez, intentaría pactar una cita. —Espera un momento. Me salté muchas clases de sociales, pero entre los judíos y la Fraternidad Aria… ¿no hay algo así como…, no sé si se me ha olvidado…, como odio? —Con Mickey no puedes seguir el manual, lo único que se sabe de él es que es imprevisible. Y últimamente cada vez más. Algunos dirían que es un excéntrico. Yo diría más bien que está pirado de tanto drogarse, nada personal. —¿Y esa cuadrilla de gorilas le es leal?, ¿aunque para que los admitieran en la Fraternidad tuvieran que hacer un juramento con, como poco, una cláusula antisemita aquí y otra allá? —Si te acercas en coche a diez manzanas de él, ellos se tumbarán delante de tu coche. Si te sigues acercando, te lanzarán una granada. Si quieres hablar con Mickey no vayas de espontáneo, ni siquiera te hagas el listo. Ve por los canales reglamentarios. —Sí, vale, pero no querría meter a Shasta en líos. ¿Dónde crees que podría tropezarme con él, digamos, como por casualidad? —Le prometí a mi hermana pequeña que nunca pondría en peligro a su hijo. —Me llevo bien con la Fraternidad, tía Reet, me sé el rito del apretón de manos y todo lo demás. —Muy bien, es tu trasero, chaval, ahora no puedo perder más tiempo y tengo que concentrarme en el delineador líquido de ojos, pero me han dicho que Mickey pasa bastante tiempo en su última agresión contra el entorno, ¿te suena un espanto de aglomerado llamado Channel View Estates? —Oh, sí, eso. Bigfoot Bjornsen hace anuncios para ellos. Interrumpe películas raras que no te sonarían ni de oídas. —Bueno, a lo mejor tu colega poli es la persona que tendría que ocuparse de esto. ¿Has hablado con el Departamento de Policía de L.A.? —No, los del LAPD van a la suya. Había pensado en llamar a Bigfoot —dijo Doc—, pero cuando iba a descolgar el teléfono me acordé de que, tratándose de Bigfoot precisamente, intentaría endilgarme todo el marrón. —Pues puede que te vaya mejor con los nazis, pero no te envidio la elección. Andate con cuidado, Larry.

Ponte en contacto conmigo de vez en cuando para que pueda asegurarle a Elmina que sigues vivo. El cabronazo de Bigfoot. Bueno, nunca se sabe. Siguiendo cierto impulso extrasensorial, Doc alargó la mano hacia la tele, la encendió y cambió a uno de los canales que no emitía en cadena dedicado a películas de televisión antiguas y programas piloto que no se habían vendido, y, como era de esperar, ahí estaba, en persona, el viejo loco rabioso que odiaba a los hippies, practicando el pluriempleo tras una larga jornada violando los derechos civiles, ejerciendo ahora de presentador publicitario de Channel View Estates. « Una Idea de Michael Wolfmann» , se leía en el logo inferior. Como muchos policías de L.A., Bigfoot, así apodado por su método preferido de irrumpir en las casas, a patadas, abrigaba aspiraciones de introducirse en el mundo del espectáculo, y de hecho y a había aparecido en bastantes papeles secundarios, desde cómicos mexicanos en La novicia voladora a ayudantes psicópatas en Viaje al fondo del mar, para pagar las cuotas al Gremio de Actores y recibir cheques residuales. Tal vez los productores de esos anuncios de Channel View estaban tan desesperados que contaban con que la audiencia lo reconociera…, o tal vez, sospechaba Doc, Bigfoot estaba metido en el ajo podrido que suby aciera a aquel negocio inmobiliario. Fuera como fuese, la dignidad personal no parecía importar mucho: Bigfoot se presentaba ante la cámara con unos atuendos que habrían avergonzado al hippy con menos ironía de California, y que esa noche consistía en una capa de terciopelo que le llegaba hasta los tobillos con un estampado de cachemira formado por tantos y tan chirriantes colores « psicodélicos» que la tele de Doc, un aparato de baratillo adquirido en el aparcamiento de Zody ’s durante una venta « Locura a la luz de la Luna» hacía un par de años, no podía reproducirlos. Bigfoot había añadido accesorios a su atavío como cuentas del amor, gafas de sol con símbolos pacifistas en las lentes y una gigantesca peluca afro en rojo vivo, verde amarillento y añil. A los espectadores, Bigfoot les recordaba la legendaria figura de la venta de coches de segunda mano Cal Worthington, con la diferencia de que si Cal era famoso por incluir animales vivos en sus anuncios, los guiones de Bigfoot presentaban una inmisericorde y pavorosa cuadrilla de niños que se subían por todo el mobiliario de la casa de muestra, se zambullían como bombas rebeldes en las piscinas, gritaban, aullaban y simulaban que abatían a tiros a Bigfoot gritando: « ¡Freak Power!» y « ¡Muerte al cerdo!» . Los espectadores alucinaban. « Esos niños» , exclamaban, « menudos son, vaya que sí» . Ningún leopardo sobrealimentado le tocó jamás las narices a Cal Worthington como esos críos se las tocaban a Bigfoot, pero el policía era un verdadero profesional, ¿verdad?, y Dios sabía que se preparaba para superar valerosamente la prueba, estudiando a conciencia las viejas películas de W.C. Fields y Bette Davis cada vez que las pasaban por la tele para ver qué detalles podía aprender de ellos cuando tuviera que compartir el encuadre con niños cuy as monerías, para él, nunca habían supuesto más que un inconveniente. —Seremos amiguitos —decía con voz ronca como si hablara para sí, fingiendo dar compulsivas caladas a un cigarrillo—, seremos amiguitos. De repente aporrearon la puerta principal y a Doc le pasó por la cabeza que tenía que ser Bigfoot en persona, a punto de irrumpir a patadas una vez más, como en los viejos tiempos. Pero era Denis, que vivía colina abajo y cuy o nombre todos pronunciaban con « pe» en vez de « de» , y que esa noche parecía más desorientado de lo habitual. —Mira, Doc, resulta que estoy en Dunecrest, y a conoces el drugstore que hay allí, y como que de golpe me fijo en el rótulo ¿«drug»? ¿«Store»? ¿Vale? He pasado por delante un millón de veces y nunca, nunca me había fijado, ¡Drug Store!, tío, ¡la tienda de las drogas!, qué pasada, así que entro y Smilin Steve estaba en el mostrador y le digo: « Sí, hola, quería unas drogas, si eres tan amable» …; oh, toma, acábatelo si quieres. —Gracias, pero eso lo único que puede hacerme es quemarme los labios. A esas alturas, Denis se había metido en la cocina e inspeccionaba la nevera. —¿Tienes hambre, Denis? —Mucha. Eh, como Godzilla siempre le dice a Mothra: ¿por qué no vamos a comer algo por ahí? Subieron andando hasta Dunecrest y giraron a la izquierda para entrar en la zona de garitos de la ciudad.

Pipeline Pizza era un hervidero, tan cargado de humo que desde una punta de la barra no se veía la otra. En la jukebox, que se oía hasta El Potro y aún más allá, sonaba Sugar, Sugar, de los Archies. Denis se abrió paso hasta la cocina para mirar las pizzas y Doc vio a Ensenada Slim jugando a una de las máquinas del millón Gottlieb del rincón. Slim era el dueño y encargado de una head shop, una tienda de accesorios para fumar hierba, llamada Screaming Ultraviolet Brain, que se encontraba en la misma calle, y por allí se le consideraba una especie de anciano sabio del pueblo. Tras ganar una docena de partidas se tomó un descanso, vio a Doc y le saludó con la cabeza. —¿Te invito a una cerveza, Slim? —¿Era el coche de Shasta el que vi en el Drive? ¿Aquel viejo descapotable grande? —Pasó un momento por casa —dijo Doc—. Se me hizo un poco raro verla de nuevo. Siempre creí que la siguiente vez que la vería sería por la tele, no en persona. —No me digas. Yo a veces creo atisbarla en el borde de la pantalla, ¿no?, pero siempre es alguien que se le parece. Y nunca tan guapa como ella, claro. Una historia triste pero verdadera, como cantaba Dion. En el instituto de Play a Vista, Shasta fue elegida Reina de la Belleza de la Clase durante cuatro años seguidos, siempre la escogían para el papel de ingénue en las funciones teatrales escolares y, como todos, fantaseaba con dedicarse al cine, así que en cuanto pudo tomó la autopista y fue a buscar algún rincón barato de Hollywood donde vivir. Doc, aparte de ser casi el único drogata que Shasta conocía que no se metía heroína —lo que les dejaba un montón de tiempo libre a ambos—, nunca había sabido qué otra cosa habría visto ella en él. Y, la verdad, tampoco es que pasaran tanto tiempo juntos. Al poco, a Shasta la convocaban a castings y consiguió algún trabajillo en el teatro, tanto sobre el escenario como fuera, y Doc emprendió su aprendizaje como sabueso que busca a personas desaparecidas, y así cada uno, siguiendo una corriente térmica kármica distinta sobre la megalópolis, había visto cómo el otro se deslizaba hacia un destino diferente. Denis volvió con su pizza. —Se me ha olvidado qué he pedido que me pongan. Eso pasaba en el Pipeline cada martes, la Noche de la Pizza Barata, cuando las pizzas de cualquier tamaño, con los ingredientes que se quisiera, costaban todas un dólar treinta y cinco. Denis se sentó a mirar fijamente su pizza, como si ésta fuera a hacer algo. —Esto es un trozo de papaya —conjeturó Slim—, y eso… ¿son cortezas de cerdo? —¿Y has pedido que te echen y ogur de híbrido de zarzamora en la pizza, Denis? Francamente, puaj. —La que habló era Sortilège, que había trabajado en la oficina de Doc hasta que su novio Spike volvió de Vietnam y ella decidió que el amor era más importante que un empleo fijo, o al menos ésa era la explicación que Doc recordaba que le había dado. Su talento, en cualquier caso, radicaba en otro sitio. Estaba en contacto con fuerzas invisibles y podía diagnosticar y resolver todo tipo de problemas, emocionales y físicos, y lo hacía casi siempre gratis, aunque a veces aceptaba hierba o ácido en lugar de pasta. Que Doc supiera, nunca se había equivocado.

En ese momento Sortilège estaba examinándole el pelo, y, para variar, él tuvo un espasmo de pánico defensivo. Al cabo de un rato, ella asintió vigorosamente y dijo: —Más vale que hagas algo con esto. —¿Otra vez? —No me canso de repetirlo: cambia de peinado, cambia de vida. —¿Qué me recomiendas? —Tú verás. Haz caso a tu intuición. Denis, ¿te molesta si te pillo este trozo de tofu? —Es una nube de azúcar —dijo Denis. De vuelta en casa, Doc se lió un canuto, buscó en la tele una película, encontró una camiseta vieja y se sentó a desgarrarla en jirones cortos de poco más de un centímetro de ancho hasta que amontonó alrededor de un centenar, luego se metió un rato en la ducha y al salir, con el pelo todavía húmedo, fue separando mechones pequeños y enrollándolos uno por uno alrededor de las tiras de la camiseta, que sujetaba con un nudo sencillo, y fue repitiendo ese estilo de plantación del sur por toda su cabeza; más tarde, tras pasar una media hora con el secador, durante la cual pudo quedarse dormido o no, desató los nudos y se cepilló todo el pelo al revés para que le quedara lo que le pareció un peinado afro de blanco bastante pasable, que medía medio metro de diámetro. Tras introducir la cabeza en una caja de cartón de la licorería para que no se le deformara el peinado, Doc se tumbó en el sofá y esta vez sí que se quedó dormido, y hacia el amanecer soñó con Shasta. No se trataba de que estuvieran follando, no exactamente, pero sí algo parecido. Ambos se habían alejado volando de sus otras vidas, como se vuela en los sueños de primera hora de la mañana, para encontrarse en un extraño motel que también parecía una peluquería. Ella no paraba de repetir que « amaba» a un tipo cuy o nombre no mencionaba, aunque cuando Doc se despertó por fin supuso que debía de estar hablando de Mickey Wolfmann. No tenía sentido volver a dormirse. Subió tambaleándose por la colina hasta Wavos y desay unó con los surfistas empedernidos que siempre estaban allí. Flaco « the Bad» se le acercó. —Eh, tío, aquel pasma anda por ahí buscándote otra vez. ¿Qué te has hecho en la cabeza? —¿Pasma?, ¿cuándo? —Anoche. Estuvo en tu casa, pero habías salido. El detective de Homicidios de la ciudad con un El Camino abollado, ¿el que tiene el motor de 396? —Ése era Bigfoot Bjornsen. ¿Y por qué no echó la puerta abajo a patadas como hace siempre? —Puede que lo pensara, pero dijo algo así como « Mañana será otro día» …, que debe de ser hoy, ¿no? —No si puedo evitarlo. La oficina de Doc estaba situada cerca del aeropuerto, al lado de la East Imperial. La compartía con un tal Buddy Tubeside, un doctor cuy a práctica consistía básicamente en inyectar a la gente « vitamina B12» , un eufemismo para la personal combinación de anfetaminas del médico. Ese día, pese a lo temprano que era, Doc tuvo que abrirse paso entre la cola de clientes con carencia de « B12» , que y a se alargaba hasta el aparcamiento: amas de casa de los pueblos de la play a con cierto índice de tristeza, actores que tenían que presentarse a castings, tipos muy bronceados que esperaban ansiosos un día activo cascando al sol, azafatas que acababan de salir de un muy estresante vuelo nocturno de costa a costa, e incluso algunos casos verdaderos de anemia perniciosa o embarazo vegetariano, todos arrastrando los pies, medio dormidos, fumando sin parar, hablando para sí, mientras entraban de uno en uno en el vestíbulo del pequeño edificio de bovedilla, pasando por un torniquete, junto al cual, sosteniendo una carpeta sujetapapeles y anotando sus nombres, estaba Petunia Leeway, una chica despampanante con una cofia almidonada y un atuendo médico de tamaño micro, no tanto un auténtico uniforme de enfermera cuanto una versión lasciva del mismo, de los cuales el doctor Tubeside afirmaba haber comprado un camión entero en la lencería Frederick’s de Hollywood, en una gama de colores pastel de moda —hoy tocaba verde mar—, casi a precio de mayorista. —Buenos días, Doc. —Petunia consiguió darle a su saludo el tono cantarín de una cantante de salón, el equivalente vocal de batir para él sus pestañas de visón —. Me encanta tu afro.

—Qué hay, Petunia. ¿Sigues casada con ese como se llame? —Oh, Doc… Al firmar el contrato de alquiler, los dos inquilinos, como compañeros de litera en un campamento de verano, habían lanzado una moneda al aire para ver quién se quedaba la suite del piso de arriba, y Doc había perdido o, como prefería creer, ganado. El rótulo de su puerta rezaba LSD INVESTIGATIONS; LSD, como explicaba cuando le preguntaban, lo cual no ocurría a menudo, significaba « Localización, Seguimiento, Detección» . Bajo el rótulo había una reproducción de un gigantesco ojo inyectado en sangre con los colores psicodélicos de moda, el verde y el magenta, y para pintar los detalles de sus literalmente millares de desquiciados capilares había subcontratado a una comuna de colgados del speed que hacía tiempo habían emigrado a Sonoma. Se sabía de clientes potenciales que se habían pasado horas contemplando el laberinto ocular, olvidándose a menudo del motivo de su visita. Ahora mismo había un visitante delante de la puerta, esperando a Doc. Lo excepcional del cliente es que era negro. Claro que de vez en cuando se veía a negros al oeste de la Harbor Freeway, pero encontrarse a uno tan lejos de su zona habitual, casi al lado del océano, era muy raro. La última vez que alguien recordaba haber visto a un motorista negro en Gordita Beach, por ejemplo, hubo un aluvión de llamadas angustiadas pidiendo refuerzos que saturaron las frecuencias de la policía, se reunió un pequeño destacamento de vehículos de las fuerzas del orden y se instalaron barreras de control por toda la Pacific Coast Highway. Un viejo acto reflejo de Gordita, que se remontaba a poco después de la segunda guerra mundial, cuando una familia negra había intentado instalarse en la ciudad y los vecinos, con la servicial asesoría del Ku Klux Klan, incendiaron la casa, y luego, como si alguna antigua maldición se hubiera cumplido, se negaron a permitir que se levantara ninguna otra en esa parcela. El solar permaneció vacío hasta que la alcaldía lo expropió y lo convirtió en un parque, donde la juventud de Gordita Beach, siguiendo las ley es del reajuste kármico, pronto empezó a reunirse para beber, fumar hierba y follar, deprimiendo a sus padres, aunque no el valor de las parcelas. —A ver —saludó Doc a su visitante—, ¿de qué se trata, hermano? —No me venga con ese rollo —replicó el negro, que se presentó como Tariq Khalil y se quedó mirando fijamente un rato, en otras circunstancias se diría que casi ofendido, el peinado afro de Doc. —Bueno, pase

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