debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Uñas y Dientes – Ian Rankin

Un maníaco anda suelto por las calles del East End londinense. Las comparaciones son odiosas, pero el modus operandi del criminal le acerca demasiado al perfil del ya mítico Jack el Destripador: después de cada asesinato, arranca e ingiere una parte del cuerpo de su víctima. El nuevo monstruo del East End es objeto de toda la atención de los medios, que le han apodado Wolfman (Hombre Lobo) debido a que su primera víctima ha sido hallada en Wolf Street. El inspector Rebus, experto en crímenes macabros, es requerido por Scotland Yard para que colabore en la investigación, algo que el inspector George Flight verá como una interferencia innecesaria y molesta. Si quiere resolver el caso, Rebus deberá lidiar no sólo con el esquivo asesino, sino también con su hostil colega londinense y con la presencia de una atractiva psicóloga que despertará sus instintos más incontrolables. Ian Rankin vuelve a sobrecoger a los lectores con una terrorífica historia cargada de intriga y verosimilitud.


 

Hunde el cuchillo, ella. Por experiencias pasadas, sabe que es un momento de mucha intimidad. Su mano aferra el mango frío del cuchillo y el impulso clava la hoja entera en la garganta hasta que su propia mano roza la piel. Carne contra carne. Primero, la chaqueta, o el jersey de lana, la blusa o la camiseta de algodón, y después la carne. Ahora un tajo. El cuchillo palpita como un animal que olfatea. La sangre caliente cubre el mango y la mano. (La otra mano tapa la boca y ahoga los gritos). El momento es sublime. Un encuentro. Un contacto. El cuerpo es fogoso, trémulo, cálido de sangre, y borbotea por dentro cuando lo de dentro se exterioriza. Hierve. El momento acaba demasiado pronto. Y aún siente ganas. No está bien, no es habitual, pero las siente. La desviste un poco; en realidad, la desviste mucho, quizá más de lo necesario. Y hace lo que tiene que hacer, barrenando otra vez con el cuchillo con los ojos fuertemente cerrados.


Esta parte no le gusta. Nunca le ha gustado esta parte, ni aquella vez ni ahora. Pero, sobre todo, aquella vez. Finalmente, saca los dientes y los hunde en el blanco vientre hasta cerrarlos en un mordisco satisfactorio, y susurra, como siempre, las cuatro palabras: —Es sólo un juego. * * * Es de noche cuando George Flight recibe la llamada. La noche del domingo. El domingo es su bendito día: rosbif con pudin, los pies en alto delante del televisor y el periódico abierto, abandonado en el regazo. Pero durante toda la jornada ha tenido un presentimiento; lo sintió en el pub, a la hora de almorzar, un retortijón como si tuviera gusanos, gusanitos blancos hambrientos, gusanos imposibles de satisfacer. Después, ganó el premio en la rifa del pub: un oso de peluche naranja y blanco, de casi un metro de alto. Hasta los gusanos se rieron, y supo que el día acabaría mal. Que es lo que, efectivamente, sucedía, con el teléfono sonando sin parar, anunciando las malas noticias que no podían esperar al día siguiente. Sabía lo que era, por supuesto. ¿No estaba a la expectativa desde hacía semanas? Aun así, se mostraba reacio a contestar. Al final lo hizo. —Flight al habla. —Ha habido otra, señor. El Hombre Lobo ha matado a otra. Flight miró en el televisor sin sonido escenas del partido de rugby del sábado; hombres maduros corriendo tras un balón de extraña forma como si su vida dependiera de ello. Al fin y al cabo, era un puto juego. Tenía apoyado en el lateral del televisor al sonriente osito. ¿Qué demonios iba a hacer él con un oso de peluche? —De acuerdo —dijo—. Dígame dónde… * * * —Al fin y al cabo, es sólo un juego. Rebus sonrió y asintió con la cabeza al inglés que tenía enfrente en la mesa. A continuación, miró por la ventana, fingiendo una vez más interesarse por el paisaje oscuro y borroso. El inglés lo habría dicho ya más de diez veces.

Y era lo único que había dicho casi durante todo el viaje. Además, invadía su terreno con las piernas estiradas e iba llenando la mesita con su colección de latas de cerveza vacías, robándole espacio y rozando su ordenado montón de periódicos y revistas. —¡Billetes, por favor! —exclamó el revisor al fondo del vagón. Con un suspiro, y por tercera vez desde que salieron de Edimburgo, Rebus buscó el billete. Nunca lo tenía donde creía. En Berwick pensó que lo llevaba en el bolsillo de la camisa, y lo guardaba en el bolsillo superior de la chaqueta de tweed Harris; en Dirham lo buscó en la chaqueta y lo encontró debajo de una revista en la mesita, y diez minutos después de salir de Peterborough lo cambió al bolsillo trasero del pantalón. Lo sacó y aguardó a que llegase el revisor. El billete del inglés estaba donde siempre: medio escondido debajo de una lata de cerveza. Rebus, aunque casi se lo sabía de memoria, volvió a hojear la última página de un periódico del domingo, que había dejado encima del montón por simple diablura, divertido por las gruesas letras negras del titular —¡HALE ESCOCESES!— de la crónica sobre el encuentro de rugby en Murrayfield de la Copa Calcuta. Y menudo encuentro: no precisamente para pusilánimes, sino para valientes y decididos. El Scots había ganado por trece a diez y ahora Rebus se encontraba en un tren nocturno lleno de hinchas ingleses frustrados que regresaban a Londres. Londres. No era precisamente una de sus ciudades preferidas. No es que él viajara mucho a Londres, pero aquel viaje no era de placer, sino estrictamente profesional, y, como representante de la policía de Lothian y Borders, debía tener un comportamiento irreprochable. Como había dicho su jefe en pocas palabras: « Nada de cagadas, John» . Bien, haría cuanto pudiera. No es que pensara que hubiera mucho que hacer, bien o mal, pero haría lo más posible. Y si ello implicaba ponerse camisa limpia y corbata, zapatos relucientes y una chaqueta respetable, lo haría. —Billetes, por favor. Rebus tendió el billete. Al fondo del pasillo, en la tierra de nadie del coche restaurante entre primera y segunda clase, se oyeron recitar en voz alta versos del Jerusalén de Blake. El inglés sentado enfrente de Rebus sonrió. —Es sólo un juego —comentó mirando las latas vacías de cerveza—. Sólo un juego. * * * El tren entró en King’s Cross con cinco minutos de retraso.

Eran las once y cuarto y Rebus no tenía prisa. Le habían reservado habitación en un hotel del centro de Londres por cuenta de la policía metropolitana. En el bolsillo de la chaqueta llevaba una lista de notas y direcciones, remitida también por Londres; no iba con mucho equipaje, pensando en que la cortesía de la policía metropolitana no llegaría al extremo de venir a recogerle. Esperaba no estar más de dos o tres días, tras los cuales sin duda se darían cuenta de que no iba a serles de gran ay uda en la investigación. A tal efecto había traído una maleta pequeña, una bolsa de deporte y una cartera. En la maleta llevaba dos trajes, un par de zapatos, calcetines, calzoncillos y dos camisas (con corbata a juego); en la bolsa de deporte, un neceser, toalla, dos novelas de bolsillo (una a medio leer), despertador de viaje, una cámara de treinta y cinco milímetros con flash y película, una camiseta, un paraguas plegable, gafas de sol, un transistor, agenda, una Biblia, un frasco con noventa y siete pastillas de paracetamol y una botella (acolchada con la camiseta) del mejor malta Islay. Lo esencial, en otras palabras. La cartera contenía libreta, bolígrafos, casete para grabar, cintas vírgenes, cintas grabadas y un sobre marrón grande con fotocopias de la policía metropolitana y fotos en color de doce por veinticuatro dentro de un archivador de anillas, más diversos recortes de periódico. Destacaba en la tapa del archivador una etiqueta adhesiva blanca con una palabra mecanografiada: hombre lobo. Rebus no tenía prisa. La noche —lo que quedaba de ella— era suya. Tenía que acudir a una reunión a las diez, el lunes por la mañana, pero en su primera noche en la capital podía hacer lo que se le antojara. Pensó que podía pasarla perfectamente en la habitación del hotel. Esperó en el asiento a que los otros viajeros bajaran del tren, cogió del portaequipajes la bolsa y la cartera y se encaminó a la puerta corrediza del vagón, junto a la cual, en otro portaequipajes, estaba su maleta. Tras bajarlo todo al andén, hizo una pausa y respiró. Era un olor muy distinto al de cualquier otra estación de tren. Desde luego, muy distinto al de la estación de Waverley, en Edimburgo. No olía tan mal, pero a Rebus le pareció una atmósfera más empobrecida y gastada. De pronto se sintió cansado. Y su nariz también captaba otra cosa; algo dulce y repulsivo al mismo tiempo. No sabía a qué le recordaba. En la explanada, en vez de dirigirse al metro, se acercó a un quiosco y compró un plano alfabético de Londres, que guardó en la cartera. Ya repartían los periódicos de la mañana, pero ni los miró. Era domingo y no lunes. El domingo era el día del Señor, y por eso, tal vez, había incluido una Biblia en el equipaje; hacía semanas que no iba a la iglesia, meses, quizás.

De hecho, desde una visita a la catedral de Palmerston Place; era un templo bonito, limpio y luminoso, pero muy lejos de su casa para resultar cómodo. Además, seguía siendo religión organizada y no había superado su desapego de la religión organizada. Incluso recelaba más que nunca de ella. Tenía hambre; tal vez podría comer algo de camino al hotel. Adelantó a dos mujeres que hablaban animadamente. —Lo he oído por la radio hace veinte minutos. —Se ha cargado a otra, ¿no? —Eso han dicho. —No me atrevo ni a pensarlo —añadió la mujer, estremeciéndose—. ¿Han dicho que era él, seguro? —No, seguro no. Pero ya sabes, ¿no? Sí, tenía razón. Así que llegaba a tiempo para una nueva y reciente perspectiva del drama. Otro homicidio; cuatro en total. Cuatro en el plazo de tres meses. Sí que estaba ocupado aquel asesino que llamaban Hombre Lobo. Hombre Lobo, lo denominaban; se habían puesto en contacto con su jefe de Edimburgo, solicitando que lo enviasen a él. A ver qué podía hacer. El jefe, el director Watson, le había enseñado la carta. —Llévese una bala de plata, John —dijo—. Por lo visto, es usted su única esperanza —añadió, conteniendo la risa, tan convencido como el propio Rebus de lo poco que podía ayudar en el caso. Pero él se mordió el labio inferior, sin replicar a su superior que le miraba tras el escritorio. Haría lo que pudiera. Haría todo lo que pudiera. Hasta que le calaran y le hicieran volver a Edimburgo. Además, tal vez necesitaba un descanso, y Watson también parecía satisfecho de quitárselo de encima. —Al menos tendremos unos días de calma.

Al director, natural de Aberdeen, le apodaban el « Granjero Watson» , un mote conocido por todos los oficiales inferiores a su rango en Edimburgo. Pero un día, Rebus, con algunas copas de más de whisky, lo soltó en presencia del propio Watson y desde entonces se había visto relegado a no pocas tareas burocráticas y aburridas, a vigilancias y a cursillos de capacitación. ¡Cursillos de capacitación! Al menos Watson tenía sentido del humor. El último había sido « Gestión para oficiales superiores» y había sido un latazo: psicología y cómo tratar bien a oficiales subalternos, cómo implicarlos, motivarlos, relacionarse con ellos. Rebus volvió a su comisaría y lo probó un día; fue un día de implicar, motivar y relacionarse. Al final de la jornada un agente le había dado sonriendo una palmada en la espalda. —Hoy sí que hemos tenido que trabajar duro, John, pero lo he pasado bien. —Quita tu puta mano de mi espalda. Y no me llames John. —Gruñó Rebus. El agente se quedó boquiabierto. —Pero no ha dicho… —replicó sin acabar la frase. Punto final de las breves vacaciones: Rebus había probado a gestionar. Lo había intentado, pero lo odiaba. Bajaba y a las escaleras del metro cuando se detuvo, dejó en el suelo maleta y cartera, abrió la cremallera de la bolsa de deporte y sacó el transistor; lo encendió, se lo acercó al oído, accionó el dial con la otra mano hasta sintonizar las noticias y permaneció parado escuchándolas mientras otros viajeros pasaban a su lado; algunos le miraron, pero pocos. Oyó por fin lo que quería, apagó el transistor y lo guardó en la bolsa. A continuación abrió los dos cierres de la cartera, sacó el plano y pasó las hojas del callejero al final del volumen; sabía lo grande que era Londres. Grande y populoso: unos diez millones, ¿no? ¿No era el doble de la población de Escocia? No quería ni pensarlo: diez millones de almas. —Diez millones más una —musitó al tiempo que daba con el nombre de la calle que buscaba. LA CÁMARA DE LOS HORRORES —Una escena muy poco agradable. El inspector George Flight miró a su alrededor pensando si el sargento se refería al cadáver o al escenario. Podía decirse lo que se quisiera sobre el Hombre Lobo, pero no cabía duda de que no era muy escrupuloso sobre su zona de actuación. Esta vez era la orilla de un río. No es que Flight hubiera jamás considerado « río» al Lea. El lugar era una senda, auténtico cementerio de carritos de supermercado, que bordeaba un curso de agua turbio con un pantanal a un lado, y al otro, polígonos industriales y casas bajas.

Por lo visto podía remontarse el curso del Lea desde el Támesis hasta Edmonton. Aquel riachuelo discurría como una vena negruzca desde el centro este de Londres hasta más allá del norte de la capital, ignorado en su existencia por la inmensa mayoría de los londinenses. Pero George Flight sí que sabía de él, porque se había criado en Tottenham Hale, una población cercana al Lea, y su padre iba a pescar en el tramo navegable entre Stonebridge y Tottenham Locks; de niño había jugado a la pelota en el pantanal, fumado a escondidas entre las hierbas con su pandilla y toqueteado alguna blusa que otra o un sujetador en aquel terreno baldío que ahora contemplaba al otro lado de la corriente. Y había paseado por aquella senda, concurrida en las tardes soleadas de domingo, donde había pubs en los que se tomaba una pinta fuera del local mirando a los marineros de agua dulce en sus barcas; de noche, por el contrario, sólo los borrachos, los temerarios y atrevidos se aventuraban en aquel paseo solitario y poco iluminado. Los borrachos, los temerarios, los atrevidos y… los vecinos. Jean Cooper vivía en aquella zona; desde que se separó de su marido residía con su hermana en un bloque de pisos construido hacía poco junto al camino de sirga y trabajaba en un local de franquicia en Lea Bridge Road, donde terminaba su jornada a las siete. El camino paralelo al río era el itinerario más rápido para volver a casa. Habían encontrado su cadáver a las diez menos cuarto dos jóvenes que se dirigían a uno de los pubs y que echaron a correr hacia Lea Bridge Road a parar a un coche de policía que pasaba. A continuación, la operación siguió una pauta fluida: llegó el médico de la policía y los agentes de la comisaría de Store Newington, que examinaron el modus operandi y llamaron a Flight. Cuando él llegó, el escenario del crimen era todo actividad organizada. Habían identificado el cadáver, interrogado a los vecinos cercanos, y localizado a la hermana; los agentes del escenario del crimen hablaban con dos agentes del equipo científico. Habían acordonado la zona que rodeaba al cadáver y nadie cruzaba la cinta sin calzar fundas de plástico sobre los zapatos y en la cabeza. Dos fotógrafos actuaban con su flash portátil alimentado por un generador al efecto, junto al que había una furgoneta de operaciones, donde otro fotógrafo trataba de desatascar una cámara de vídeo. —Son esas cintas baratas —comentó—. Las compras pensando que son una ganga y luego siempre te dan problemas. —Pues no compre cintas baratas —dijo Flight. —Gracias, Sherlock —replicó, malhumorado, el fotógrafo, para volver a maldecir las cintas y al vendedor del puesto de Brick Lane. Las había comprado aquel mismo día. Mientras, tras decidir el plan de ataque, los de la científica se acercaron al cadáver provistos de cinta adhesiva y un montón de bolsas de polietileno, y, con gran cuidado, comenzaron a aplicarle trozos de cinta en las ropas con ánimo de recoger pelos y fibras. Flight los observaba apartado a un lado. Las linternas proyectaban un fulgor blancuzco y chillón sobre la escena, de modo que, vista desde su ubicación en la zona de oscuridad, Flight se sintió como asistiendo en el teatro a la representación de una obra. Por Dios, sí que hace falta paciencia en esta profesión en que todo ha de hacerse según el reglamento y con sumo detalle. Él aún no se había aproximado al cadáver. Lo haría más tarde; quizás aún faltaba bastante. Volvieron a oírse lamentaciones, procedentes de un Ford Sierra policial aparcado en Lea Bridge Road, donde una mujer policía consolaba en el asiento trasero a la hermana de la víctima, a quien animaba a tomar un té caliente.

Pero Flight sabía que lo peor vendría más adelante, cuando tuviera que identificar el cadáver en el depósito. Jean Cooper había sido fácil de identificar porque tenía el bolso al lado, en la senda, sin que faltara nada, al parecer. Contenía cartas y las llaves de la casa con una etiqueta y la dirección. Flight no podía por menos que pensar y pensar en aquellas llaves; no era muy prudente poner la dirección en unas llaves, pero ahora y a era tarde para tal consideración. Tarde para evitar el crimen. Volvieron a oírse los lamentos, un prolongado grito lastimero que ascendió hasta el fulgor anaranjado del cielo que cubría el río Lea y el pantanal. Flight miró en dirección al cadáver y rehizo el camino que había seguido Jean desde Lea Bridge Road. Había recorrido menos de cincuenta metros hasta el punto de la agresión. Cincuenta metros desde una calle bien iluminada y transitada, y menos de veinte desde la parte de atrás de una fila de viviendas. Pero aquel tramo de la senda sólo lo alumbraba una farola rota (seguramente ahora la arreglaría el Ayuntamiento) y la luz que difundiesen las ventanas de los pisos. Desde luego, era lo suficiente oscuro para los propósitos del asesino. Oscuro para aquel asesinato repugnante. No estaba seguro de que fuese el Hombre Lobo; en aquel momento no podía estar totalmente seguro. Pero el presentimiento era como el efecto de un anestésico en los huesos. El terreno era apropiado; las puñaladas que le habían indicado, correspondían, y el Hombre Lobo llevaba tres semanas sin atacar. Tres semanas durante las cuales no habían obtenido ninguna pista; pero esta vez el Hombre Lobo se había arriesgado, matando a primera hora de la noche en vez de en plena noche. Tenía que haberle visto alguien, y por el hecho de verse obligado a escapar deprisa, habría dejado quizás alguna pista. Flight se frotó el estómago; el ácido había exterminado a los gusanos. Se sentía tranquilo, completamente tranquilo por primera vez en días. —Perdone. —Era una voz amortiguada, y Flight se volvió apenas para dejar paso al hombre rana a quien seguía otro, ambos con sendas linternas muy potentes. Flight no envidiaba el trabajo de los hombres rana. El río era oscuro y tóxico, el agua estaría helada y seguramente espesa de la suciedad; pero tenían que rastrearlo ahora. Si el asesino había tirado algo por error al Lea, incluso el cuchillo, había que recuperarlo lo antes posible, anticipándose a que al amanecer estuviera cubierto de sedimentos o de alguna porquería desplazada. No había tiempo que perder.

Por eso había ordenado una exploración nada más saber la noticia, antes incluso de salir apresuradamente de su cálida y confortable casa camino de aquel lugar. Su mujer le dio unos golpecitos en el brazo, diciéndole: « Procura no volver muy tarde» . Los dos sabían que la recomendación era inútil. Observó cómo el primer hombre rana entraba en el agua y miraba pasmado la superficie iluminada por la linterna. Su compañero entró también en el río y desapareció de la vista. Flight miró al cielo. Seguía cubierto por una gruesa capa de nubes inmóviles. Las previsiones meteorológicas anunciaban lluvia a primera hora de la mañana. Borraría las pisadas y dispersaría las fibras, las manchas de sangre y los pelos por la senda transitada. Con suerte, concluirían la primera fase de intervención en el escenario del crimen sin tener que montar tiendas de plástico. —¡George! Flight se dio la vuelta para saludar al recién llegado. Era un hombre de cincuenta y tantos años, de rasgos cadavéricos, que iluminaba la sonrisa más amplia posible en aquel rostro enjuto. Llevaba un maletín negro en la mano izquierda, y tendió la derecha a Flight. Caminaba a su lado una mujer guapa, de la misma edad que Flight. De hecho, por lo que recordaba, era exactamente un mes y un día más joven que él. La tal Isobel Penny era, eufemísticamente, la « ay udante» y « secretaria» del cadavérico, y existía consenso general de que hacía ocho o nueve años que dormían juntos; aunque a Flight se lo había dicho personalmente ella por la circunstancia de haber sido alumnos de bachillerato en la misma clase y mantenerse más o menos en contacto. —Hola, Philip —dijo Flight, estrechando la mano del forense. Philip Cousins no era un simple forense del Ministerio del Interior, sino el mejor forense oficial, con una fama producto de veinticinco años de trabajo, veinticinco años en los que nunca se había equivocado, que Flight supiera. Con su sagacidad para los detalles y su inquebrantable tenacidad había resuelto o ay udado a resolver docenas de homicidios, desde los estrangulamientos de Streatham hasta el envenenamiento de un funcionario del gobierno en las Indias Occidentales. Quienes no lo conocían personalmente comentaban que vestía el cargo por sus trajes azul marino y sus facciones macilentas, sin imaginar ni por asomo su vivo y punzante humor, su bondad y su modo de encandilar al alumnado de medicina en el aula atestada. Flight, asistente en una ocasión a una de aquellas clases que versaba sobre arterioesclerosis, no se había divertido tanto en su vida. —Creí que estabais en África —dijo, besando en la mejilla a Isobel. Cousins suspiró. —Estábamos, pero Penny echaba de menos Inglaterra. —Siempre la llamaba por su apellido.

Ella le dio un puñetazo en broma en el brazo. —¡Mentiroso! —exclamó, volviendo sus ojos azul claro hacia Flight—. Fue Philip, que era incapaz de estar lejos de sus cadáveres —añadió—. Eran las primeras buenas vacaciones que teníamos desde hace años y resulta que se aburría. ¿Te imaginas, George? Flight sonrió y balanceó la cabeza. —Bueno, me alegro de que hay as podido venir. Parece ser que es otra víctima del Hombre Lobo. Cousins miró por encima del hombro de Flight hacia la escena donde seguían trabajando los fotógrafos, con los de la científica en cuclillas en su tarea de poner cintas adhesivas y una bandada de moscas sobre el cadáver. Cousins había examinado las tres primeras víctimas del Hombre Lobo, y esa continuidad era positiva para el caso; no sólo porque él sabía qué detalles buscar, como indicios característicos del Hombre Lobo, sino porque además podría detectar cualquier detalle discrepante respecto a los otros asesinatos, cualquier señal indicativa de un cambio en el modus operandi: arma distinta u otro ángulo de agresión, por ejemplo. Flight iba haciéndose pieza a pieza una imagen mental del Hombre Lobo, pero era Cousins quien podía señalarle cómo encajaban esas piezas. —¿Inspector Flight? —Sí. —Un hombre con chaqueta de tweed venía hacia ellos por la senda, con varios bultos y un agente uniformado a la zaga. Dejó los bultos en el suelo y se presentó. —Soy John Rebus. —Flight lo miró con cara inexpresiva—. El inspector John Rebus —añadió, tendiendo la mano que Flight estrechó, sintiendo un fuerte apretón. —Ah, claro —dijo—. Acaba de llegar, ¿no? —añadió, mirando hacia el equipaje—. No le esperábamos hasta mañana, inspector. —Bueno, es que al llegar a King’s Cross oí que… —dijo Rebus señalando con la barbilla el camino de sirga iluminado—. Así que decidí presentarme directamente. Flight asintió con la cabeza, con fingida preocupación. En realidad, buscaba ganar tiempo para entender bien el habla con marcado acento escocés de Rebus. Un agente de la policía científica que estaba en cuclillas se incorporó y se acercó al grupo. —Hola, doctor Cousins —dijo antes de dirigirse a Flight—.

Hemos acabado; si el doctor Cousins quiere echar un vistazo… Flight se volvió hacia Philip Cousins, que asintió muy serio con la cabeza. —Vamos allá, Penny. Flight se disponía a seguirlos cuando se acordó del recién llegado y se volvió hacia John Rebus, bajando inmediatamente la vista de su rostro hacia la rústica y pesada chaqueta; parecía salida de Dr. Finlay’s Casebook, y, desde luego, fuera de lugar en aquel camino de sirga urbano en plena noche. —¿Quiere echar un vistazo? —inquirió Flight condescendiente, y vio que Rebus asentía sin entusiasmo—. Muy bien, deje ahí el equipaje. Echaron a andar siguiendo a Cousins e Isobel, que iban ya unos dos metros por delante. Flight señaló hacia ellos. —Probablemente habrá oído hablar del doctor Philip Cousins —dijo, pero Rebus negó despacio con la cabeza, y Flight le miró como a alguien incapaz de reconocer a la reina en un sello de correos—. Ah —comentó secamente, y volvió a señalar—. Y ella es Isobel Penny, ayudante del doctor Cousins. Al oír su nombre, Isobel volvió la cabeza y sonrió. Tenía un rostro atractivo, redondo e infantil, y un arrebol en las mejillas. Físicamente, era la antítesis de su compañero, pues, aunque alta, era bien proporcionada —lo que el padre de Rebus habría calificado de huesos grandes— y tenía un cutis saludable en contraste con el macilento de Cousins. Rebus no recordaba haber conocido a ningún forense de aspecto saludable, lo que atribuía a las horas que pasaban trabajando con luz artificial. Llegaron al sitio en que y acía el cadáver. Lo primero que vio Rebus fue alguien que le enfocaba a él con una cámara de vídeo, que desplazó a continuación en dirección al cadáver. Flight se puso a hablar con un agente del equipo de la policía científica, sin mirarse ninguno de los dos a la cara, fijando su atención en los trozos de cinta adhesiva que acababan de despegar cuidadosamente del cadáver y que el agente sostenía en la mano. —Sí —dijo Flight—, espere a enviarlos al laboratorio porque en el depósito aplicaremos más trozos. El agente asintió con la cabeza y se alejó. Se oy ó un ruido en el río, Rebus se volvió y vio a un hombre rana que salía a la superficie, miraba a su alrededor y volvía a sumergirse. Conocía un lugar igual que aquél en Edimburgo, un canal que discurría al oeste de la ciudad entre parques, cervecerías y solares vacíos. Allí tuvo él que investigar un crimen en cierta ocasión: el cadáver de un vagabundo que apareció bajo un puente en la orilla del canal. Dieron enseguida con el asesino, otro vagabundo con el que había discutido por una lata de sidra, y el tribunal dictaminó homicidio, pero no había sido homicidio, sino asesinato. A Rebus no se le olvidaría.

—Creo que hay que envolver las manos inmediatamente —dijo el doctor Cousins con un evidente acento de los condados aledaños de Londres—. En el depósito las examinaré con detenimiento. —Perfecto —comentó Flight, alejándose para coger más bolsas de plástico. Rebus observó al forense en acción. Tenía en la mano una pequeña grabadora a la que dirigía sus comentarios; entre tanto, Isobel Penny sacó un bloc y comenzó a dibujar el cadáver. —Probablemente, la pobre mujer cay ó ya muerta al suelo —dijo Cousins—. Leves indicios de magulladuras. Hipostasis coherente en apariencia con el terreno. Yo diría que murió aquí mismo. Cuando Flight regresó con las bolsas, Cousins, bajo la persistente mirada de Rebus, había tomado la temperatura corporal y la temperatura interna. La senda donde estaban era larga y casi recta; el asesino habría podido ver cómodamente si alguien se acercaba. Además, había casas en la calle más próxima desde las que habrían podido oírse gritos; al día siguiente harían la indagación puerta a puerta. Allí, la senda junto al cadáver estaba llena de basura: latas de bebida oxidadas, envoltorios de patatas fritas y de caramelos y papeles de periódicos rotos y sucios. En el río flotaban también desperdicios y en la superficie asomaba el manillar rojo de un carrito de supermercado. Vieron salir a la superficie la cabeza y los hombros de otro buceador. En el puente por el que la calle cruzaba sobre el río se había congregado una multitud que contemplaba el escenario del crimen. Agentes de uniforme trataban de hacer circular a los curiosos, acordonando lo más posible la zona. —Por las señales en las piernas, la tierra y algunos arañazos y hematomas — prosiguió la voz—, diría que la víctima cayó al suelo o que fue empujada o presionada hacia el suelo por detrás y que posteriormente se le dio la vuelta. La voz del doctor Cousins era serena, neutra. Rebus suspiró hondo varias veces y pensó que bastante había retrasado y a lo inevitable. Había acudido a aquel lugar para demostrar buena voluntad y hacer ver que no estaba en Londres en viaje de placer, pero ahora que se encontraba ya allí, consideró que debía examinar de cerca el cadáver. Dio la espalda al canal, a los hombres rana, a los curiosos y a los agentes que había tras el cordón, dejó atrás su equipaje, olvidado al final de la senda, y miró al cadáver. La víctima estaba tumbada de espaldas con los brazos a los costados y las piernas juntas; tenía las medias y las bragas bajadas hasta la altura de las rodillas, pero la falda la cubría, aunque por detrás estaba arrugada. Tenía abierta la cremallera de la cazadora azul celeste y la blusa desgarrada, aunque el sujetador estaba intacto. Su pelo era negro, largo y liso, y llevaba pendientes de aro grandes.

Su rostro habría sido bonito años atrás, pero la vida lo había ajado, dejando sus señales. También el asesino había dejado las suy as: sangre en la cara y en el pelo apelmazado, procedente de un tajo en la garganta. Pero también debajo del cadáver había sangre que encharcaba el suelo por debajo de la falda. —Vamos a darle la vuelta —dijo el doctor Cousins a la grabadora, al tiempo que lo hacía con ayuda de Flight, y a continuación apartaba el pelo de la nuca de la mujer—. Herida penetrante —añadió para la grabadora—, coherente con el gran corte de la garganta; de salida, diría yo.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |