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Una Muerte Solitaria – Craig Johnson

Cuando encuentran a la anciana Mari Baroja envenenada en la residencia de ancianos de Durant, el sheriff Walt Longmire se ve envuelto en una investigación realizada cincuenta años atrás. La conexión entre la víctima y la comunidad vasca de Wyoming, la lucrativa industria de la extracción de metano y la vida privada de Lucian Connally, el antiguo sheriff… todo conduce a una intrincada red de medias verdades y turbias alianzas. Con la ayuda de su amigo, Henry Oso en Pie, su atractiva ayudante, Victoria Moretti, y el nuevo agente, Santiago Saizarbitoria, la tarea del sheriff Longmire será conectar los hechos actuales con los que tuvieron lugar en el pasado. «Una muerte solitaria» es un relato fascinante que ahonda en la atroz perversidad que se esconde donde menos la esperamos, incluso en los lugares más hermosos.


 

—En los viejos tiempos, tenían que utilizar fuego. Lo que el viejo vaquero quería decir es que quienes tenían la desconsideración de morir en Wyoming en mitad del invierno, se encontraban con un metro y medio de tierra congelada que los separaba de su lugar de descanso eterno. —Solían encender una fogata y dejaban que se consumiera un par de horas para que se derritiese el hielo y poder cavar la tumba. Jules desenroscó el tapón de una petaca que había sacado del bolsillo delantero de su raída chaqueta vaquera y se apoyó en su pala gastada. En el exterior estábamos a dos grados bajo cero y él solo llevaba encima su chaqueta vaquera. No estaba temblando, probablemente la petaca tuviera algo que ver. —Ahora solo usamos las palas cuando la excavadora deja caer al hoyo algún terrón suelto —el hombrecillo echó un trago de la petaca y continuó desbarrando con su debate filosófico—. El ataúd tradicional chino es rectangular, tiene tres resaltes y nunca entierran a nadie vestido de rojo porque podría convertirse en un fantasma. Yo asentí e hice lo posible por mantenerme firme en mitad del vendaval. Él echó otro trago y no me ofreció ninguno. —Los antiguos egipcios extirpaban los órganos principales y los guardaban en vasijas. Asentí una vez más. —Los hindúes queman el cuerpo, una práctica que me parece admirable, pero cuando incineramos a mi tío Milo acabamos perdiéndolo, porque la tapadera de la urna estaba suelta y se nos escurrió por los agujeros del suelo oxidado de un Jeep Willy’s, en la carretera del curso alto del río Powder — meneó la cabeza al pensar en tan ignominioso final—. No es así como quiero pasar el resto de la eternidad. Volví a asentir y levanté la vista en dirección a las montañas Big Horn, donde continuaba nevando. De alguna forma, llegado el caso, las hogueras parecían más románticas que la maquinaria de construcción o que el Jeep Willy’s. —Los vikingos solían colocar a los muertos en una barca con todas sus pertenencias, luego les prendían fuego y dejaban que se perdieran en el mar, pero eso me parece una forma absurda de desaprovechar las cosas, por no mencionar la pérdida de una buena barca —se detuvo, pero continuó—. Los vikingos consideraban que la muerte no era más que otro viaje y que no había forma de saber lo que acabarías necesitando, así que mejor llevar todo contigo. Aquel carpintero granuja posó sus feroces ojos azules en mí y echó otro trago en honor a sus ancestros, pero continuó sin invitarme a mí a ninguno. Hundí las manos en los bolsillos de mi chaqueta del uniforme, tensando así la estrella bordada de la oficina del sherif del condado de Absaroka, y bajé un poco la cabeza mientras él seguía disertando. Nos habíamos visto las caras en el terreno profesional: él había sido inquilino en mi cárcel cuando el sobrino del antiguo sheriff, mi ayudante por aquella época, lo detuvo por intoxicación etílica y le pegó una paliza.


Yo, a mi vez, le había pegado una paliza a Turco, para consternación de Ruby, mi recepcionista-telefonista, y luego lo había mandado a la patrulla de carreteras, con la esperanza de que encajara mejor en un entorno más jerarquizado. —Los mogoles solían montar el cuerpo en un caballo para que galopase hasta caer —yo emití un profundo suspiro, pero Jules pareció no notarlo—. Los indios de las llanuras probablemente acertaran con lo de colocar a los muertos sobre un armazón de madera. Si ya no vales para nada más, mejor ser pasto de los buitres. Ya no lo podía soportar más. —¿Jules? —¿Sí? Me giré y lo miré fijamente. —¿Es que no te callas nunca? Él se colocó hacia atrás su ajado sombrero de cowboy y echó un último trago sin dejar de sonreír. —No. Asentí por última vez, me giré y eché a andar colina abajo, alejándome del linde de álamos añosos, por el mismo paso que antes había abierto entre la nieve. Jules también había coincidido conmigo en mis tres visitas anteriores, así que sabía cuál era mi patrón de conducta. Supongo que lo de ser enterrador te vuelve solitario. Uno podía distinguir fácilmente las tumbas nuevas por las lápidas relucientes y los montones de tierra. Gracias a nuestras numerosas conversaciones unilaterales, sabía que había una red de cañerías bajo el cementerio, con grifos que se utilizaban en primavera para ayudar a que el terreno se empapara y así alisar las nuevas tumbas, pero, por el momento, era como si la tierra se negara a aceptar a Vonnie Hay es. Había transcurrido casi un mes desde su muerte y yo regresaba todas las semanas. Cuando alguien como Vonnie muere, esperas que el mundo se pare y, por un breve instante, quizá sea cierto que el mundo se detenga. Puede que no suceda con el mundo exterior, pero el interior sí que queda en suspenso. • • • • • Se tardaban unos diez minutos en regresar al supermercado IGA del centro de Durant, donde había dejado a mi primera ayudante reclutando a la fuerza a los futuros miembros del jurado del sistema judicial local. Entré en la zona de aparcamiento, me rasqué la barba mientras aparcaba y contemplé el dos por uno en haces de leña envueltos en plástico, apilados a la entrada del supermercado. Durante mi mandato como sherif , que ya rozaba el cuarto de siglo, nos habíamos visto obligados a hacer las veces de patrulla de reclutamiento del condado de Absaroka en unas ocho ocasiones. El condado solía rotar al jurado, pero trabajaban con tantos registros obsoletos que un alto porcentaje de las citaciones eran devueltas sin entregar y las que llegaban a su destino solían ser ignoradas. Mi consejo de que dejáramos en blanco el nombre del destinatario fue desestimado sin más. Contemplé a la apuesta mujer que sostenía un sujetapapeles a la entrada del supermercado. A Victoria Moretti no le gustaba que la llamaran apuesta, pero eso es lo que y o pensaba de ella. Sus rasgos eran demasiado pronunciados como para considerarla simplemente guapa. Su mandíbula era un poco más fuerte de lo normal, su mirada color oro bruñido demasiado afilada.

Vic era como uno de esos hermosos peces tropicales que ves en un acuario, pero más te vale no meter la mano dentro, ni siquiera te atrevas a darle un golpecito al cristal. —De todas las mierdas que me obligas a hacer, creo que esta es la que más odio con diferencia. Soy titulada en orden público, ya ni recuerdo cuántas horas eché para acabar el máster, me gradué en la Academia de Policía de Filadelfia entre el 5% de los mejores. Tengo cuatro años de servicio de patrulla y dos distinciones… Soy el ay udante que más antigüedad tiene —sentí un fuerte codazo en el estómago—. Joder, ¿me estás escuchando? Observé cómo mi tremendamente competente y condecorada ayudante acosaba a un hombre de mediana edad abrigado con un chaquetón, copiaba sus datos del permiso de conducir y le informaba de que más le valía acudir enseguida a los juzgados si no quería ser acusado de desacato al tribunal. —Bueno, ahí va otro hito de mi carrera. Me quedé mirando cómo aquel incauto comprador balanceaba sus bolsas y se marchaba en dirección al coche. —Oy e, hay sitios peores para montar una emboscada, al menos aquí tenemos provisiones de sobra. —Se supone que nevará otros veinte centímetros esta noche. Volví la vista hacia los accesos, que estaban completamente despejados. —No te preocupes, puedes entrar, hacerlos salir de ahí y luego hacer las compras de última hora —estaba dando golpecitos en el cristal y recibiendo a cambio todo el oro bruñido del mundo. —¿Cuántos talis más necesitamos? —Dos —Vic echó un vistazo a través de las puertas de cristal automáticas situadas detrás de nosotros. Dan Crawford estaba en la registradora más alejada, pasando por caja el fastidio que sentía por abusar de manera tan oficial de su clientela. Ella me devolvió la mirada. —¿Talis? —En este país, el proceso se remonta a la Masacre de Boston. Cogieron a los espectadores que había en la sala para que hicieran las veces de miembros del jurado durante el proceso de un soldado británico. Talis viene del latín, significa « transeúnte» . Eres italiana, deberías saber estas cosas. —Soy de Filadelfia, donde votamos pronto y a menudo y donde el nombre de todos los miembros del jurado termina en vocal. Aparté la mirada en dirección a las montañas que se levantaban al oeste del pueblo y a la oscuridad candente que acechaba tras la cordillera. No podía evitar pensar que hacía una hermosa noche para sentarse junto a la chimenea. Contratas Red Road había prometido instalarme un tiro con triple aislante para el pasado fin de semana, pero, por el momento, lo único que habían hecho era abrir un agujero en mi tejado del tamaño de una escotilla grande. Decían que el conducto de la chimenea que iría hasta el techo cubriría el agujero, pero, por ahora, el interior de mi cálida cabaña de troncos estaba separado del medio natural por diez milímetros de plástico y algo de cinta adhesiva. En realidad, no era su culpa. Los equipos que extraían metano de los depósitos de carbón pagaban casi veinte dólares la hora, aproximadamente el doble de lo que cobraban los albañiles en cualquier lugar de las altas llanuras, así que Danny Guapo de Cara había firmado con Explotaciones Energéticas Río Powder y había dejado que Charlie Caballo Pequeño llevara las riendas del negocio.

—¿Qué tal si entro y los hago salir? —preguntó Vic. Volví a mirarla—. Solo tengo ganas de volver a la oficina para dispararle a tu perro si se ha vuelto a cagar en mi despacho. Ya decía yo que había un móvil oculto. El animal lo había hecho, eso es cierto. No llevaba tanto tiempo con el perro y él solito había decidido que, antes de tomarse la molestia de ir hasta la puerta y conseguir que Ruby lo dejase salir, prefería cruzar el pasillo y evacuar en el despacho de Vic. —Le gustas. —A mí él también me gusta, pero voy a tener que pegarle un tiro en el culo como vuelva a dejarme otro regalito. Suspiré y pensé en lo bonito que sería regresar a la calidez de mi despacho. —De acuerdo, adelante —fue como soltar a los perros: Vic me dirigió una mirada gélida y un gesto lupino, dio media vuelta y desapareció. Como nevara esa noche, el condado entero entraría en un pánico gélido, lo del tribunal se cancelaría en cualquier caso y mi pequeño departamento tendría que estirar sus recursos al máximo. Jim Ferguson trabajaba como ay udante solo a media jornada y Turco y a se había marchado a la patrulla de carreteras, así que todo el personal con el que contaba se reducía a Vic, aunque teníamos un candidato para ocupar el puesto de Turco. Un chaval mexicano que había salido de la Academia de Policía de Wyoming y había decidido comenzar su carrera en Kemmerer, para luego trasladarse a la prisión de máxima seguridad del estado. Después de dos años allí, se diría que había cambiado de parecer y estaba buscando un destino más halagüeño. Se suponía que tenía que llegar de Rawlins por la mañana para una entrevista, pero no las tenía todas conmigo. Tendría que recorrer el paso de Muddy Gap, a mil novecientos metros de altura, atravesar la cordillera Rattlesnake y luego remontar la cuenca hasta el pie de las montañas Big Horn antes de llegar a Durant. Con las carreteras secas, ese viaje llevaría cinco horas, pero con solo mirar las montañas, uno sabía que eso no iba a ser posible. Todo indicaba que íbamos a tener nuestra tercera gran tormenta de nieve desde el otoño: la primera había tratado de matarme en la montaña y había disfrutado de la segunda sentado en un taburete de El Poni Rojo, el bar de mi amigo Henry Oso en Pie. • • • • • Acababa de pasar Acción de Gracias y casi habíamos terminado una botella de whisky puro de malta. Cuando me levanté a la mañana siguiente, Henry ya había colocado dos sillones de cuero sintético delante de una estufa con doble depósito y capacidad de doscientos litros. Salí del saco de dormir y me quedé con las piernas colgando al borde de la mesa de billar sobre la que me había quedado dormido, mientras trataba de sentir los músculos de mi cara. Henry se había llevado el saco consigo y estaba sentado encorvado encima de la estufa. Me quedé mirando el vaho de mi aliento y me apresuré a envolverme de nuevo en el saco. —La calefacción está apagada. Él giró la cabeza y sus ojos atravesaron los mechones grisáceos de su negra cabellera.

—Sí —me acerqué a donde él estaba en calcetines. El suelo estaba frío y, a medio camino, me arrepentí de no haberme puesto las botas. —¿Quieres un café, tú? —Pues sí. —Entonces ve y hazlo. Yo y a he encendido el fuego. Encontré los filtros y una lata con café molido en la segunda balda de la barra. En casa tenía un montón de bolsas de café en grano caro que mi hija me había enviado mientras estudiaba derecho en Seattle. Ahora, Cady era abogada en Filadelfia y yo todavía no había sido capaz de comprar un molinillo. Henry Oso en Pie tenía un molinillo, pero Oso tenía un cacharro que cortaba las verduras de formas distintas y tampoco conocía a nadie más que tuviera otro así. Puse en marcha la cafetera, volví pegando saltos junto al fuego y, de camino, recogí mis botas. Las ventanas habían comenzado a congelarse por dentro. —¿Cómo es que el agua no se ha congelado? —Por el calentador. Me puse las botas y me envolví con el saco de dormir. —¿Te has quedado sin propano? —La calefacción nunca funciona cuando hace frío de verdad. —Eso es de lo más conveniente. —Sí, en verano funciona a la perfección. Nos sentamos allí un rato; la estufa casera estaba empezando a caldear la esquina noroeste de aquel pequeño edificio o, al menos, los quince milímetros que nos separaban de ella. Bostecé y observé a Henry bostezar también. Otra vez estudiándome. Los últimos días apenas habíamos hablado, había tantas cosas que contar… Nos observamos mientras el depósito inferior comenzaba a sonar y a ponerse al rojo. —¿Dena se ha marchado al torneo de billar en Las Vegas? —Sí. —¿Y eso es algo bueno o malo? —Todavía no lo he decidido, tú. Qué agradable era estar allí, con esa sensación extraña de quien está en un espacio público pero sin público alguno. Tendría que llamar a la oficina para enterarme de cómo iba todo, pero todavía era temprano y encima era domingo, el día más lento de la semana. Y estaba evitándolo sobre todo porque Lucian se enrollaría al teléfono.

Últimamente tenía ciertas ideas extrañas sobre los sucesos que acaecían en la residencia de ancianos de Durant y se había convertido en una especie de Agatha Christie del condado de Absaroka. Yo le decía que, si alguien estaba acortándoles la vida a los residentes, tampoco les estaba robando mucho tiempo, y él me recordó que estaría encantado de agarrarme de mi oreja mutilada y cincuentona y llevarme a rastras a darle la vuelta a la manzana. Desde que había contratado al anterior sherif como telefonista a tiempo parcial los fines de semana, el viejo estaba en su salsa. Miré por la ventana, la luz invernal cubría las altas llanuras como un halo y la nieve caía en copos del tamaño de una ficha de póquer. Había tenido el presentimiento de que iba a ser un invierno para recordar y, por el momento, no me había equivocado. La víspera de Acción de Gracias, Cady se había visto atrapada en el aeropuerto de Filadelfia. Llevaba intentando volar a Wyoming para hacerme una visita sorpresa desde entonces. No me había sentido muy bien en los últimos tiempos y ella era perfectamente consciente de que había pasado por uno de los casos más duros de mi vida. Cady había llamado llorando, llena de rabia y frustración, cuando dos tormentas impidieron que despegaran sendos aviones de la Costa Este y de Denver, el centro neurálgico de nuestra zona del planeta. Le habían asegurado que, aunque consiguiera llegar hasta nosotros, acabaría pasando las vacaciones en el Aeropuerto Internacional de Denver. Hablamos durante una hora y cuarenta y dos minutos. Antes de colgar, al oír esa risa suya tan sincera que tan bien casaba con su acento rústico, me sentí mejor. —Dena dice que se va a mudar a Las Vegas. —¿De verdad? —Sí. El café estaba hecho, así que me subí el saco un poco más arriba de los hombros y me lo llevé a remolque hasta la barra: seguro que parecía una mantis religiosa gigante. Me serví una taza y cogí la densa nata que Oso guardaba en la nevera del bar. Vertí un poco en su café, le añadí lo que me pareció una cantidad razonable de azúcar, metí una cuchara en la taza y se la llevé. Suponía que lo mínimo que podía hacer era removerse el café él solito. Le pasé la taza de Sturgis y volví a sentarme. —Las cosas podrían haber sido peores. —¿Y eso? Le di un sorbo al café para que el efecto fuera más dramático. —Podrías haber estado saliendo con una asesina —observé que su gran espalda cambiaba de postura y que se quedaba mirándome. No parecía correcto decirlo de aquella manera. Era una falta de respeto hacia alguien que todavía me importaba mucho—. Supongo que a todo el mundo le pone un poco nervioso hablar conmigo, ¿eh? Su mirada era firme.

—Sí. —Estoy bien —Henry no respondió nada—. De verdad. —Sí. Agité la cabeza y me quedé mirando la estufa. Nuestro pequeño rincón del mundo se estaba caldeando un poco, así que me quité el saco de los hombros. —¿Vas a aportar algo más a esta conversación que no sea sí? —y rápidamente añadí—: No hace falta que respondas. El viento soplaba contra las paredes de madera de la vieja estación Sinclair que Henry Oso en Pie había convertido en el bar El Poni Rojo. Estábamos en el límite de la reserva y el viento traía consigo voces antiguas. Escuché a los Ancestros Chey enes gritar desde el noroeste y desaparecer en dirección a las Colinas Negras. Había tenido algunos episodios alucinógenos durante la primera gran nevada de la temporada, al menos había decidido referirme a ellos de esa forma, pero, en cierto sentido, echaba de menos a los Ancestros. No eran los únicos a quienes echaba de menos. Contuve en la boca el regusto amargo del café durante un segundo. Mi situación no era culpa de nadie, simplemente y o había dejado de comunicarme. Mis amigos habían evitado abrumarme con dosis ingentes de comprensión o, lo que era peor, de consejos, pero y a era hora de que volviera a la superficie. Henry era un buen punto de partida. —No creo que vuelva a salir con nadie más. —Sí —Henry tomó un sorbo de café y asintió conmigo—. No es que las mujeres sean divertidas, ni suaves, ni que huelan bien, ni que… —Cállate. Él volvió a asentir. —Sí. Conversamos largamente sobre Vonnie; hablamos del amor, del destino y de lo incapaces que somos de dejar atrás realmente el pasado. Había sido un caso feo: dos jóvenes y una hermosa mujer muertos y, después de cuatro años de aislamiento voluntario, mi corazón y mi cabeza volvían a pertenecerme. Henry no hizo más que decir que sí. Supongo que entonces fue cuando las compuertas se abrieron y todo el aire viciado salió a la atmósfera, mientras el aire fresco entraba.

Esa misma tarde me obligó a correr por la nieve y he de admitir que me sentó bastante bien.

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