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Una historia de toma pan y moja – Juan Eslava Galan

El tipo velludo y fornido se inclinó sobre la boca de la conejera con el aguijón del hambre punzándole en el estómago. Aquel tipo tenía una larga historia a sus espaldas. Había comenzado de mono arborícola, comiendo frutos, retoños y hojas en lo más profundo e intrincado del bosque, pero desde que se mudó a la sabana había tenido que echar mano de cualquier posible alimento para obtener las proteínas, vitaminas y sales minerales que necesitaba para sobrevivir. Terminó de ajustar la redecilla en la boca de la conejera y dio una voz: —¡Omní! —¿Qué? —le respondió otra voz gutural en la distancia. —¡Dale caña! El llamado Omní aplicó la leña verde encendida a la otra boca de la conejera. Cuando el humo invadió la galería, se escuchó un rebullir subterráneo. —¡Va! Unos minutos después, el conejo se debatía en la red. Un hermoso ejemplar de cuatro o cinco kilos. El resto fue rápido: un golpe certero con el canto de la mano detrás de las orejas. Luego, mientras Omní destripaba al animal con su cuchillo de pedernal, Voro excavó un hoyo poco profundo en el suelo. Dieron sepultura al conejo con algo de tierra y amontonaron ramas secas encima, pero no unas cualesquiera, sino ramas aromáticas: tomillo, jara, hinojo y otras así que le prestaran su aroma al asado. El fuego ablandó la carne y la hizo comestible. Media hora después dispersaron la hoguera, rescataron el conejo entre asado y cocido en su propio jugo, lo despellejaron, lo descuartizaron y lo devoraron con mucho rechupeteo de huesos. Andaban escasos de modales. —¡Qué ricos están los conejos! —dijo Voro apurando su medio costillar. Omní asintió y, ya saciada el hambre, emitió un prolongado eructo y se quedó pensativo. —Hay que ver lo que son las cosas —dijo—. Me estoy acordando de la época de nuestros abuelos, los de la Gran Dolina de Atapuerca, provincia de Burgos, cuando no tenían fuego y para ablandar los chuletones de rinoceronte y los filetes de bisonte cavernario tenían que dejar que medio se pudrieran. Lo que hubieran dado aquellos pobretes por un asado de éstos. La familia de Atapuerca, el Homo antecessor, vivió hace unos cuarenta mil años en el conjunto de cuevas calizas conocido como Sima de los Huesos.1 Eran más bien bajitos, desconocían el fuego, vivían de la recolección de plantas y frutos comestibles y, después de comer, se escarbaban los dientes con un palito o tal vez no lavaban las verduras (dos posibles explicaciones, no necesariamente excluyentes, de las rayaduras que se observan en el esmalte de sus dientes). Debieron arrastrar una vida bastante miserable. Vivían de las sobras de otros carroñeros más remilgados, es decir, de lo que despreciaban las hienas. Aunque en su vecindad no faltaban los ciervos y los caballos, el examen de sus restos revela «carencias alimenticias y problemas de desarrollo». Quizá este dato sirva de soporte científico a nuestra teoría del hambre secular que parece inscrita en el código genético del Homo hispanicus y lo lleva a atracarse como un saqueador en bautizos, comuniones, bodas, fiestas patronales, Semana Santa, Navidad y cualquier otra celebración o acontecimiento social.


—¿Rinocerontes en Burgos? —preguntó, incrédulo, Voro. —Sí, hombre —dijo Omní—. Ten en cuenta que media España era un bosque de robles poco denso y que abundaba la caza: elefantes, rinocerontes, bisontes, ciervos, caballos. —¿Y leones? —Sí, leones también. Y tigres con unos colmillos de un palmo, eso es lo malo —concedió Omní —. Pero, así y todo, los de Atapuerca se buscaban la vida. Eran unos hombrones como armarios que no cabían por esa puerta. —¿Qué es una puerta? —interrogó Voro. Omní se encogió de hombros, que eran peludos y fornidos. —Es un decir —repuso. Voro guardó silencio. Por un instante se quedó mirando el cielo inmaculadamente azul mientras con un gesto automático se rascaba la panza prieta y saciada. —¿Es verdad que eran caníbales? —preguntó. —Eso parece —le llegó la voz distraída e indiferente de Omní. —He oído decir que los neandertales también son caníbales —comentó Voro con cierta aprensión. Voro y Omní eran sapiens sapiens, es decir, hombres como los actuales, pero durante unos miles de años coexistieron con una especie más antigua, los fornidos y chaparros neandertales. Como los sapiens eran más listos, lo cual no quiere decir que no practicaran también el canibalismo, terminaron exterminando a sus vecinos. Los neandertales eran caníbales —según confirma el antropólogo Eduardo Arboleda, excavador de la cueva del Boquete de Zafarraya, también conocida poéticamente como «La Vulva de Europa», no lejos de Alcaucín (Málaga)— y posiblemente practicaban un «canibalismo ritual comparable a la ingestión de la Sagrada Forma entre los cristianos». El antropólogo deduce este canibalismo del examen de un fémur y una mandíbula en los que faltan la cabeza femoral y trocánteres, «consecuencia de la fractura mencionada de la articulación coxofemoral, así como la rotura de la diáfisis, hendida longitudinalmente». La cosa no puede estar más clara.2 Por cierto, no lejos del Boquete de Zafarraya, en la antigua estación de ferrocarril, pues hoy la línea está desmantelada, subsiste un recoleto restaurante donde se precian de elaborar el mejor cocido de España. Y a pocos kilómetros, en la venta de Alfarnate, sirven unas notables migas con huevos y chorizo «a lo bestia». Nada de esto existía en tiempos de los neandertales y de Omní y Voro. —Si bien se mira —dijo Omní—, devorar al enemigo, al pariente o a Dios mismo, en la eucaristía o comunión, no es sino una forma de apropiarse de sus cualidades, de su fuerza, para hacerlo más nuestro y para que nosotros seamos más suyos. Es un acto amistoso.

—Visto así… —concedió Voro. Se hizo un incómodo silencio. Omní se había echado de espaldas sobre los mullidos helechos, a la sombra de un corpulento castaño, y mordisqueaba distraídamente una ramita. —Nosotros hemos aprendido a cocinar, que es pasar de lo crudo a lo cocido —siguió diciendo —, y ya no tenemos que comer podrido ni otras guarradas que hacían nuestros antepasados, que se lo comían todo, desde raíces y tallos a frutos silvestres, pequeños mamíferos, insectos, de todo… Entonces éramos homínidos y homínidas y ahora somos hombres y mujeres. Eso es la cultura. Iba a seguir filosofando pero percibió un sonido gutural ni consonántico ni vocálico que, después de cuidadosa consideración, no le pareció fonema ni morfema ni parte alguna significativa del reciente idioma. Era Voro que roncaba. La tarde cuaternaria se deslizó como si tal cosa. Revoloteaban los insectos buscando resinas líquidas en las que quedar fosilizados; volaban las aves por encima de las copas frondosas de los árboles imaginando posturas de diaporama; los animales de la sabana se desplazaban en lentas y recelosas manadas; de vez en cuando chillaba una cacatúa o himplaba un tigre sabledentado, un sonido como para acojonar al más bragado. El mundo era una especie de inmensa reserva animal todavía no domesticada por el hombre. Tampoco había mayor necesidad de ello. Cuando Voro despertó halló a Omní sentado sobre un tronco seco. Sostenía entre dos dedos una de las patas del conejo almorzado y la contemplaba pensativamente. —¿Sabes, Voro? —dijo—. Aseguran que la pata del conejo trae suerte

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