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Una Historia Crepuscular – Stefan Zweig

¿Ha sido el viento lo que ha traído de nuevo la lluvia a la ciudad haciendo que nuestra habitación se oscurezca de pronto? No. La atmósfera está tranquila y tiene una claridad argentada, como raras veces ocurre en estos días de verano, pero se ha hecho tarde y no nos hemos dado cuenta. Sólo los tragaluces de enfrente sonríen todavía con un débil resplandor y por encima de los tejados el cielo se cubre ya de una bruma dorada. En una hora será de noche. Una hora maravillosa, pues nada es más bello que ese color que poco a poco se marchita y se ensombrece, y luego la oscuridad, que brotará del suelo, invadirá la estancia, hasta que sus negras olas se replieguen en silencio sobre las paredes y nos arrastren a las tinieblas. Entonces, cuando en este momento nos sentemos uno frente al otro y nos miremos sin hablar, nos parecerá que el rostro familiar que entra en las sombras se ha vuelto más viejo, extraño y lejano, como si nunca lo hubiéramos conocido y lo contempláramos a distancia y a través de muchos años. Pero ahora quieres que hablemos, porque en el silencio oyes acongojado cómo el reloj rompe el tiempo en cien pequeñas astillas y la respiración se vuelve ruidosa como la de un enfermo. Quieres que te cuente algo. Con mucho gusto. Aunque no de mí, pues nuestra vida en estas ciudades inmensas es pobre en acontecimientos o así nos lo parece, porque todavía no sabemos lo que en realidad nos pertenece. Pero voy a contarte una historia adecuada para esta hora que, a decir verdad, sólo ama al silencio, y quisiera que tuviese un poco de esa luz crepuscular, cálida, dulce y profusa que se extiende como un velo ante nuestras ventanas. No sé cuál es el origen de esta historia. Simplemente recuerdo que, desde primera hora de la tarde, he estado aquí sentado mucho rato, leyendo un libro, después lo he dejado y me he sumido en una especie de ensueño letárgico, tal vez incluso en un sueño ligero. De pronto he visto unas figuras que se deslizaban a lo largo de la pared, y podía oír sus voces y penetrar en sus vidas. Pero cuando he querido seguir con la mirada esas formas fugitivas, me he encontrado de nuevo despierto y solo. El libro había caído a mis pies. Lo he recogido y le he preguntado acerca de las figuras: ya no he encontrado la historia en él, como si hubiera caído de sus páginas a mis manos o como si nunca hubiera estado allí. Quizá la había soñado o la había leído en una de aquellas nubes de colores que hoy habían llegado de tierras lejanas a nuestra ciudad transportando la lluvia que durante tanto tiempo nos ha importunado. Quizá la había oído en una vieja e ingenua canción que un organillo había tocado entre melancólicos gemidos bajo mi ventana, o alguien me la había contado años atrás… No lo sé. A menudo me llega este tipo de historias, y me divierte dejar fluir entre mis dedos las cosas que cuentan, sin retenerlas, al igual que uno acaricia espigas y flores de tallo largo sin cogerlas. Sólo las sueño a partir de una imagen repentina y coloreada que termina por difuminarse, pero no las retengo. Sin embargo, hoy quieres una historia, y te la voy a contar en esta hora del crepúsculo en la que nos invade el deseo de ver algo multicolor agitándose y brillando ante nuestros ojos que los tonos grises entristecen. ¿Cómo empezar? Tengo la sensación de que debo hacer salir por un momento de las sombras una imagen y una figura, pues así comienzan también en mí esos extraños sueños. Ya me acuerdo. Veo a un esbelto muchacho que desciende por los anchos peldaños de la escalera de un castillo.


Es de noche, una noche con sólo un pálido claro de luna, pero, como si tuviera un poderoso faro, abarco el perfil entero de su cuerpo ágil, distingo perfectamente sus rasgos. Son extraordinariamente bellos. Sus cabellos negros peinados a la moda infantil caen sobre su frente un poco demasiado ancha, y las manos, que él extiende hacia delante en la oscuridad para palpar el calor del aire caldeado por el sol, son muy finas y nobles. Su paso vacila. Desciende absorto hacia el gran jardín que murmura con sus numerosos árboles redondeados y entre los cuales reluce como un sendero blanco una única y amplia avenida. No sé cuándo sucedió, si ayer o hace cincuenta años, ni tampoco sé dónde, pero creo que debió de ser en Inglaterra o en Escocia, pues sólo allí conozco castillos de piedra tallada tan altos y grandes que de lejos parecen fortalezas altivas y amenazadoras y que sólo para el ojo familiarizado se inclinan sobre sus jardines luminosos y floridos. Sí, ahora lo sé seguro, está allá arriba en Escocia, pues sólo allí las noches de verano son tan luminosas que el cielo tiene el brillo lácteo del ópalo y los campos nunca están oscuros, todo parece tenuemente iluminado desde el interior y sólo las sombras, semejantes a gigantescos pájaros negros, caen sobre esas capas de luz. Es Escocia, oh sí, ahora lo sé con seguridad y, si me esforzara, encontraría el nombre de aquel castillo condal y también el del muchacho, pues ahora la oscura corteza de mi sueño se desprende rápidamente y lo percibo todo con tanta claridad como si no fuera un recuerdo, sino una vivencia. Durante el verano, el muchacho se aloja en casa de su hermana casada y, siguiendo la afable costumbre de las familias inglesas distinguidas, no es el único invitado; la cena reúne a todo un grupo de cazadores y sus mujeres, así como a algunas muchachas: personas bien parecidas y de categoría cuya juventud e hilaridad, sin ser ruidosas, juegan con el eco de los viejos muros. De día los caballos galopan por doquier, acompañados de una jauría de perros; al otro lado, en el río, centellean dos o tres barcas: una actividad sosegada confiere al día un agradable ritmo rápido. Terminada la cena, se levanta la sobremesa. Los caballeros han ido al salón, fuman y juegan; hasta medianoche las ventanas proyectan en el parque conos de luz blanca y vibrante en los bordes, a veces también una risa franca y jovial. La mayoría de las damas se ha retirado a las habitaciones, tal vez dos o tres conversan todavía en el vestíbulo. Así que el muchacho está solo. No tiene permiso para ir con los hombres, o sólo por unos instantes, y se siente cohibido en presencia de las damas, porque a menudo, cuando abre la puerta, ellas bajan la voz, y comprende que hablan de cosas que él no debe oír. Por otra parte, no le gusta su compañía, pues le interrogan como a un niño y no prestan demasiada atención a sus respuestas; simplemente lo utilizan para mil pequeños favores y luego le dan las gracias como a un chico bueno y obediente. Así que ha decidido irse a la cama y ya ha subido la escalera de caracol; pero la habitación está demasiado caldeada, con una atmósfera cargada y sofocante. Se han olvidado de cerrar las ventanas de día y el sol ha campado por sus respetos: ha abrasado la mesa y la cama, se ha encarnizado con las paredes y los rincones, y las cortinas despiden todavía su hálito ardiente e irritado. Y, después de todo, es demasiado pronto, y fuera la noche estival resplandece como una vela blanca, tan tranquila, tan en calma, tan deliciosamente en calma. De modo que el muchacho baja de nuevo la gran escalinata del castillo hasta el jardín, sobre cuyo oscuro contorno circular el cielo derrama su luz mortecina como un nimbo y adonde lo atrae el aroma trémulo de mil flores invisibles. Tiene una extraña sensación. En la confusión de sentimientos propia de sus quince años, no sabe explicarlo, pero sus labios tiemblan como si tuviera que hablar a la noche, levantar las manos o cerrar los ojos mucho rato, como si hubiera algo misterioso y familiar entre él y aquella encalmada noche de verano que pide una palabra o un gesto de cortesía. El muchacho sale poco a poco de la amplia y despejada avenida para adentrarse en uno de los estrechos senderos laterales, donde los árboles parecen abrazarse en lo alto con sus copas iluminadas por destellos argentados, mientras que abajo impera la oscuridad preñada de noche. Todo está absolutamente tranquilo. El paseante, perdido en una dulce y vaga melancolía, sólo percibe el indescriptible ruido del silencio en el jardín, el vibrante zumbido como de una lluvia fina que cae en la hierba o de susurrantes briznas frotándose ligeramente unas a otras.

A veces roza con un árbol o se detiene para escuchar ese ruido fugitivo: el sombrero le cae sobre la frente y se lo quita para sentir sobre sus sienes desnudas, donde golpea la sangre, la mano del viento aletargado. Y entonces, de golpe, a medida que se adentra en la oscuridad, ocurre algo inaudito. La grava cruje levemente detrás de él. Cuando se vuelve, asustado, ve el brillo como de fuego fatuo de una gran figura blanca que avanza hacia él, ya está cerca y siente con un escalofrío el abrazo fuerte, aunque sin violencia, de una mujer. Un cuerpo cálido y suave se estrecha febrilmente contra el suyo, una mano le acaricia rápida y temblorosa el pelo y le inclina la cabeza hacia atrás: tambaleante, él siente en la boca un fruto abierto, desconocido, unos labios estremecidos que sorben los suyos. Tan cerca está este rostro del suyo que él no puede verle los rasgos. Y no se atreve a mirarlos, porque un doloroso escalofrío recorre su cuerpo y le obliga a cerrar los ojos y abandonarse sin resistencia como botín a esos labios ardientes; vacilante, inseguro como una pregunta, sus brazos acogen entonces a la desconocida figura y, ebrio de repente, estrecha el cuerpo extraño contra sí. Sus manos se deslizan ávidas a lo largo de las delicadas formas, se detienen y se retiran temblorosas, luego se vuelven más febriles y atrevidas. Cada vez más apremiante e inclinada, la feliz carga descansa ahora todo su peso sobre el complaciente pecho del muchacho. De alguna manera se siente engullido, arrastrado por este abrazo jadeante, y se le doblan las rodillas. No piensa en nada, no se pregunta por qué aquella mujer ha acudido a él ni cómo se llama, se limita a sorber hasta embriagarse de la voluptuosidad de sus labios desconocidos, húmedos y perfumados, sin voluntad, sin comprender lo que le impulsa a ese apasionamiento inaudito. Le parece como si de repente hubieran caído estrellas, tan intenso es el centelleo delante de sus ojos, y todo lo que toca chispea y quema. Y no sabe cuánto tiempo transcurre, si horas, tan blandas son las cadenas que lo atan, o si segundos: siente que todo se inflama y es arrastrado en el arrebato de una lucha voluptuosa, en un torbellino maravillosamente vertiginoso. Y bruscamente, de golpe, la ardiente cadena se rompe. De repente, casi con ira, el abrazo libera su pecho apresado; la figura desconocida se incorpora, una cinta de luz blanca se desliza veloz a lo largo de los árboles, ha desaparecido antes de que él pueda levantar las manos para retenerla. ¿Quién habrá sido? ¿Y cuánto tiempo habrá durado? Angustiado, aturdido, se levanta apoyándose en un árbol. Poco a poco el frío raciocinio vuelve a su cerebro calenturiento: le parece de repente que su vida ha avanzado mil horas. ¿Acaso todos sus sueños confusos acerca de las mujeres y la pasión se han vuelto de pronto realidad? ¿O todo ha sido un sueño en definitiva? Se palpa, se toca el pelo. Sí, sus sienes palpitantes están húmedas, húmedas y frescas del rocío de la hierba sobre la que se han revolcado. Ante sus ojos se repite la escena con la velocidad del rayo, siente de nuevo el ardor de los labios, aspira el perfume de voluptuosidad, extraño y penetrante, que desprendía la ropa de la mujer, y trata de recordar cada una de sus palabras. Pero no le viene ninguna a la memoria. Y entonces, súbitamente, recuerda alarmado que ella no ha dicho nada, ni siquiera lo ha llamado por su nombre, que de ella no conoce sino los suspiros que rebosaban de su pecho como una amenaza, los sollozos de placer convulsivamente ahogados, el perfume de su pelo enmarañado, la cálida presión de sus pechos, el esmalte pulido de su piel; sabe que su cuerpo, su respiración, todos sus sentimientos le han pertenecido y, sin embargo, no sospecha quién es la mujer que lo ha sorprendido con su amor en la noche. Sabe que sólo puede balbucear un nombre para designar su sorpresa, su felicidad. Y ahora esta experiencia fugaz e inaudita que acaba de vivir con una mujer le parece pobre, banal y completamente baladí al lado del fulgurante misterio de los ojos cautivadores que lo acechaban desde la oscuridad. ¿Quién era esa mujer? Al vuelo estudia todas las posibilidades, pasa revista mentalmente a todas las mujeres que viven en el castillo; evoca todos los momentos singulares y todas las conversaciones que ha mantenido con ellas, las sonrisas de cinco o seis de ellas, las únicas que podrían estar envueltas en este enigma.

¿Quizá la joven condesa E., que suele tratar con aspereza a su marido ya mayor, o la joven esposa de su tío, que tiene ojos de una dulzura extraña y, sin embargo, tan irisados, o bien—se estremeció al recordarla—una de las tres hermanas, primas suyas, que tanto se parecen en su porte altivo, orgulloso y estirado? No, porque todas ellas son personas frías y discretas. En los últimos años a menudo se había considerado un desheredado, un enfermo, desde que secretos ardores agitaban su espíritu y se mezclaban flameantes en sus sueños. ¡Cómo había envidiado a todos los que eran o parecían tan serenos, tan equilibrados y desprovistos de cualquier deseo! Él había tenido miedo de su pasión naciente como de una enfermedad. ¿Y ahora…? Pero ¿quién, cuál de ellas era capaz de semejante engaño? Poco a poco esta pregunta obsesiva disipa la embriaguez que enturbia sus sentidos. Se ha hecho tarde, las luces del comedor se han apagado, sólo él está despierto en el castillo, él… y quizá aquella otra. La desconocida. La fatiga empieza a hacer mella en él. ¿Para qué seguir dándole vueltas? Seguro que mañana una mirada, una llama entre los párpados, un apretón de manos a hurtadillas, se lo revelará todo. Sube entre sueños las escaleras, tal como las había bajado, pero ahora sus sueños son infinitamente diferentes. Tiene la sangre todavía un poco agitada, y la habitación caldeada ahora le parece más clara y fresca. Cuando al día siguiente se despierta, los caballos ya piafan y escarban en el patio, oye pronunciar su nombre en medio de risas. Se levanta de un salto—ha pasado la hora del desayuno —, se viste con una rapidez febril y se precipita abajo, donde los demás lo reciben con alborozo. «¡Dormilón!», le espeta la condesa E. riendo, y la risa brilla en sus ojos claros. Él escruta su rostro con ansiosa curiosidad; no, no puede ser ella, su risa es demasiado despreocupada. «¿Ha tenido dulces sueños?», se burla la joven, pero a él su cuerpo delicado le parece demasiado delgado. La pregunta del muchacho vuela de un rostro a otro, pero en ninguno descubre el reflejo de una sonrisa. Da comienzo la excursión a caballo por el campo. Él escucha todas las voces, con la mirada espía cada línea del cuerpo de las mujeres, las ondulaciones del pelo que el ritmo del trote les impone, observa los movimientos de sus espaldas al doblarse y el modo como levantan los brazos. Durante el almuerzo se inclina sobre ellas para percibir el perfume de sus labios o la tibieza de sus cabellos, pero nada, nada le proporciona el menor indicio, una fugaz pista que su imaginación inflamada pueda seguir. El día se alarga inacabable hasta el atardecer. Ahora que quiere leer un libro, las líneas saltan fuera de los márgenes y lo conducen hasta el jardín, y vuelve a ser de noche, una noche extraña, y se siente de nuevo rodeado por los brazos de la desconocida. Deja caer el libro de sus manos temblorosas, quiere ir al estanque y, de repente, asustado, se encuentra en el camino de grava, en el mismo lugar. Durante la cena sus manos están nerviosas, palpan sin descanso a diestro y siniestro, como perseguidas, sus ojos se esconden tímidos bajo los párpados.

Por fin, oh, por fin, cuando los demás retiran sus sillas, él se siente feliz, sale corriendo de la sala y se adentra en el parque, cien veces, mil, camina arriba y abajo de la blanca avenida, que bajo sus pies parece centellear como una niebla láctea. ¿Están ya encendidas las luces del salón? Sí, por fin llamean, y por fin brillan también algunas ventanas del primer piso. Las damas se han retirado. Si ella va a venir, ya no puede tardar más de unos minutos, pero cada minuto se hincha de rúbea impaciencia hasta estallar. Y continúa arriba y abajo con pasos convulsos, como tirado por hilos invisibles. Y entonces, de repente, la figura blanca se desliza escaleras abajo, rápida, demasiado rápida para poderla reconocer. Parece un rayo de luna o un velo perdido flotando entre los árboles que un viento impetuoso empuja hacia él, y ahora, ahora, está en sus brazos, que se estrechan como garras ávidas alrededor del cuerpo indómito, ardiente y palpitante, acalorado por la carrera. Como ayer, de nuevo es un único instante en el que la cálida oleada se rompe de improviso contra su pecho, con tanta fuerza que él cree desfallecer por el dulce golpe, y su único deseo es dejarse llevar, arrastrado a un sombrío abismo de placer. Pero luego su embriaguez se extingue de golpe, y él reprime su ardor. ¡No, no se perderá en esta maravillosa voluptuosidad, no se abandonará a estos labios voraginosos antes de saber el nombre de este cuerpo que se aprieta tan estrechamente contra él que es como si un corazón extraño latiera fuerte en su propio pecho! Echa hacia atrás la cabeza ante sus besos para verle la cara: pero caen unas sombras y, en la luz incierta, se confunden con los cabellos oscuros de la mujer. El follaje de los árboles es demasiado espeso y demasiado pálido el claro de luna velado por las nubes. Sólo ve los ojos de ella, que brillan fosforescentes como rubíes encastados en mármol blanco. Entonces él quiere oír una palabra, sólo una astilla arrancada a su voz:

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  1. Libros que atrapan, gracias por compartir

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