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Una boda en Lyon – Stefan Zweig

El 12 de noviembre de 1793 Barère proclamó en la Asamblea Nacional francesa aquel edicto fatal contra la traidora ciudad de Lyon, que al fin había sido tomada al asalto. Concluía con estas lapidarias palabras: «Lyon se opuso a la libertad. Lyon ya no existe». Los edificios de la levantisca ciudad, así lo exigió, debían ser derruidos, sus monumentos convertirse en cenizas y hasta su nombre desaparecer. Ocho días vaciló la Asamblea antes de aprobar una destrucción tan completa de la segunda ciudad más grande de Francia. E incluso después de haberlo firmado, Couthon, el comisario del Pueblo, convencido de la secreta conformidad de Robespierre, sólo puso en práctica aquella orden erostrática con indolencia. Para guardar las apariencias, reunió con gran pompa al pueblo en la plaza de Bellecourt, y con un martillo de plata golpeó simbólicamente los edificios destinados a ser demolidos, pero la pala penetró en aquellas magníficas fachadas sólo de manera vacilante, y la guillotina practicó su bronco y estruendoso descenso de manera todavía frugal. Tranquilizada ante esta inesperada indulgencia, la ciudad, ferozmente enardecida por la guerra civil y por un asedio de varios meses, se fue atreviendo a respirar otra vez esperanzada, cuando de pronto el humano e indeciso tribuno fue retirado del puesto y en su lugar, en Ville-Affranchie—como se llamó a partir de entonces Lyon en los decretos de la República—, aparecieron Collot d’Herbois y Fouché, ataviados con la banda de los comisarios del Pueblo. De la noche a la mañana, lo que se pensó que simplemente sería un patético decreto disuasorio se convirtió en una cruda realidad. «Hasta ahora, aquí no se ha hecho nada», denunciaba impaciente el primer informe de los nuevos tribunos a la Asamblea, con el fin de demostrar su energía patriótica y de hacer recaer la sospecha sobre sus tibios predecesores. Y enseguida se pusieron en marcha las atroces ejecuciones que Fouché, el «mitrailleur de Lyon», cuando más tarde se convirtió en duque de Otranto y en el defensor de todos los principios legítimos, no permitió que se le recordaran. En lugar de la pala, que colocaba el mortero con lentitud, ahora las minas de pólvora dinamitaban filas enteras de los más soberbios edificios de la ciudad. En lugar de la guillotina, «dudosa e insuficiente», los fusilamientos en masa y el fuego de metralla despachaban con una salva a cientos de condenados. Endurecida por medio de nuevos y acerados decretos diarios, la justicia traspasó todos los límites, segando como una guadaña, día tras día, su gigantesco haz de seres humanos. Ya hacía tiempo que el Ródano, que fluía alejándose de allí con rapidez, se ocupaba del trabajo—por lo general demasiado lento—de amortajar y dar sepultura a los cadáveres. Hacía tiempo que las cárceles no bastaban para la gran cantidad de sospechosos, de modo que los sótanos de los edificios públicos, de las escuelas y de los conventos se convirtieron en el lugar de residencia de los condenados. Por supuesto, en un lugar de residencia tan sólo fugaz, pues la guadaña seguía golpeando con precisión y rara vez la paja calentaba el mismo cuerpo durante más de una noche. Un día de intenso frío de aquel mes sangriento, una nueva cuadrilla de condenados fue arrastrada hasta los sótanos del Ayuntamiento para pasar allí juntos unas pocas y trágicas horas. Al mediodía los habían conducido uno por uno ante los comisarios, y su destino fue despachado tras un breve interrogatorio. En ese momento los sesenta y cuatro reos, hombres y mujeres, estaban sentados en una confusión absoluta en aquella oscuridad de bóvedas bajas que olía a cubas de vino y a moho, y que un escaso fuego de chimenea en la habitación delantera, más que calentar, tan sólo coloreaba. La mayoría, soñolientos, se habían arrojado sobre los sacos de paja. Algunos, sentados a la única mesa de madera que les permitían tener y a la trémula luz de las velas, escribían apresuradas cartas de despedida, sabiendo que su vida se habría apagado antes de que en aquel frío espacio lo hiciera la llama de azules temblores. Sin embargo, ninguno de ellos hablaba más que en susurros, de modo que en el silencio helado de la calle la sorda explosión de las minas, a la que seguía el inmediato desplome de los edificios, retumbaba con nitidez. Pero la ensordecedora velocidad de los acontecimientos había arrebatado a los que se veían sometidos a aquella prueba toda capacidad de sentir y de pensar con claridad. Sin moverse, sin decir una sola palabra, la mayoría de ellos estaban reclinados en la oscuridad como en el sueño que precede a la tumba, sin esperar nada y sin sentir emoción alguna hacia los vivos.


De pronto, hacia la hora séptima de la tarde resonaron unos pasos fuertes y enérgicos junto a la puerta. Los pestillos restallaron. Y el cerrojo oxidado chirrió al abrirse. De manera instintiva, se incorporaron todos de un brinco. ¿Acaso, contra la triste costumbre de concederles aún una noche, ya había llegado su hora? En la corriente de aire frío que se coló al abrirse la puerta, la llama azul de la vela tembló como si quisiera escapar de su cuerpo de cera, y con ella, palpitante, el miedo se lanzó al encuentro de lo desconocido. Pero pronto aquel temor provocado de manera tan repentina se disipó. El carcelero sólo traía una nueva y tardía hornada, aproximadamente unas veinte personas, a las que hizo bajar las escaleras sin decir una palabra y sin indicarles un lugar concreto en aquel espacio abarrotado. Después, la pesada puerta de hierro volvió a cerrarse con un gemido. Los prisioneros miraron a los recién llegados sin la menor simpatía, pues algo tan extraño es muy propio de la naturaleza humana, que en cualquier parte se adapta a toda velocidad e incluso en las más precarias circunstancias se siente no sólo como si estuviera en su casa, sino también en su derecho. Así que, de manera instintiva, los que habían llegado antes consideraban ya aquella estancia mal ventilada y con olor a podrido, el saco de paja cubierto de moho, el espacio en torno al fuego, como si fueran de su propiedad, y cada uno de los recién llegados les parecía un intruso al que había que reducir. Por su parte, aquellos a los que acababan de llevar hasta allí podían percibir claramente la fría hostilidad de sus predecesores, por más insensata que resultara en aquella hora mortal, pues, cosa extraña, no intercambiaron con sus compañeros de destino ni un saludo ni palabra alguna, no exigieron una parte de la mesa ni de la paja, sino que, sin decir nada, hoscos, se apretujaron en un rincón. Y si antes el silencio se había cernido atroz sobre aquella cueva, ahora su efecto resultaba todavía más lúgubre por culpa de la tensión de aquel sentimiento provocado de forma tan absurda. Un grito tanto más sonoro, nítido y como surgido de otro mundo rasgó de pronto el silencio. Un grito claro, casi involuntario, que de manera irresistible arrancó hasta al más indiferente del silencio y del abatimiento en el que se hallaban. Una muchacha, entre los que acababan de llegar, había dado un salto brusco y repentino. Y fue ella también la que, con los brazos extendidos como quien está a punto de desplomarse, y gritando estremecida «¡Robert, Robert!», se precipitó al encuentro de un joven que, apartado de los demás, había permanecido junto a las rejas de una ventana y ahora también corría hacia ella. Y aquellas juveniles siluetas ya habían prendido cuerpo contra cuerpo, boca contra boca, como dos llamas de un mismo fuego, ardiendo de forma tan tierna el uno junto al otro que las lágrimas derramadas de manera impetuosa por el arrobo del uno inundaron las mejillas del otro y sus sollozos surgieron como de una única garganta que reventara. Cuando se soltaron por un instante, sin poder creer que de verdad se tocaban y asustados frente a lo excesivo que les resultaba aquel destino por completo inverosímil, un nuevo abrazo volvió a unirlos de inmediato, si es posible de manera aún más abrasadora. Lloraron y sollozaron y hablaron y gritaron en un solo aliento, como si estuvieran totalmente solos en la infinitud de su emoción y por completo ajenos a todos los demás, que, sorprendidos y reanimados gracias a aquel asombro, se acercaron inseguros hacia ellos. La joven había trabado amistad desde la niñez con Robert de L…, hijo de un alto funcionario municipal, y hacía unos meses que se habían prometido. En la iglesia ya se habían presentado las amonestaciones, y se había fijado su enlace justo para aquel día sangriento en el que las tropas de la Asamblea habían irrumpido en la ciudad. Entonces el deber obligó a su prometido, que había luchado en el ejército de Percy contra la República, a acompañar al general realista en su desesperada maniobra. Durante semanas no hubo noticias de él, y ella ya se había atrevido a imaginar que debía de haberse salvado pasando felizmente la frontera suiza, cuando de pronto un secretario del Ayuntamiento le informó de que unos soplones habían descubierto que se escondía en una casa de labranza, y que el día anterior lo habían conducido ante el tribunal revolucionario. Apenas se enteró la intrépida muchacha de la detención y de la indudable condena de su prometido, cuando, con esa mágica e incomprensible energía que la naturaleza concede a las mujeres en los instantes de supremo peligro, logró lo imposible: abrirse paso hasta los inaccesibles tribunos populares con el fin de pedir clemencia para su prometido. Collot d’Herbois, el primero ante cuyos pies se arrojó, la había despachado con acritud, diciendo que no concebía indulgencia alguna para con los traidores.

Después había corrido a ver a Fouché, quien, de manera no menos dura que el anterior, pero más hipócrita en los medios empleados para no sucumbir a la emoción que le embargó al ver a aquella joven desesperada, mintió diciendo que le hubiera gustado interceder en favor de su prometido, pero que veía—y al decirlo, el taimado embaucador de almas echó un indolente vistazo a través del monóculo a una hoja cualquiera y sin importancia—que Robert de L… ya había sido fusilado aquel mismo mediodía en los campos de Brotteaux. El muy astuto logró engañar por completo a la joven, quien de inmediato creyó que su prometido estaba muerto. Pero, en lugar de entregarse como cualquier otra mujer a un dolor inerme, indiferente frente a una existencia que para ella carecía ahora por completo de sentido, se arrancó la escarapela del cabello, la pisó con ambos pies y, a gritos, de modo que su voz retumbó a través de todas las puertas abiertas, llamó a Fouché y a sus hombres—que corrieron hacia allí a toda velocidad—miserables vampiros, verdugos y cobardes criminales. Y mientras los soldados la maniataban y la arrastraban fuera de la habitación, la joven aún pudo escuchar cómo Fouché dictaba a su secretario, un hombre picado de viruelas, la orden de detención contra ella

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