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Un Talento Para la Guerra – Jack McDevitt

Christopher Sim fue el legendario comandante de la Resistencia que resistió el ataque alienígena Ashiyyur que amenazaba a toda la humanidad.

Después de años de lucha contra un enemigo que era más fuerte, fue abandonado por su tripulación, ya que consideraban que la guerra era una causa perdida.

Sim, sin embargo, recogió un puñado de voluntarios y ganó una gran batalla cerca de Rigel, deteniendo así el ataque y animando a otros mundos terrestres a unirse a la lucha en defensa de la humanidad.

A pesar del éxito, él y su nave legendaria, Corsarius, y los voluntarios, conocidos historicamente como los Siete, perdieron en la batalla final.

Doscientos años más tarde, un barco de exploración, descubre algo enormemente extraño en La Dama Velada, una nebulosa lejana. Gabriel Benedict, un arqueólogo, cree saber lo que han encontrado.

Pero muere en un accidente durante un salto interestelar antes de revelar sus sospechas, y le toca al sobrino de Gabriel, Alex, un tranquilo comerciante de antigüedades, retomar su trabajo.

Lo único que sabe es que de alguna manera está relacionado con la guerra contra los extraterrestres. Alex Benedict reconstruirá poco a poco la vida de algunos de los principales personajes que rodearon a Sim en su heroica epopeya.

Alex seguirá el oscuro camino de una leyenda hasta el corazón de una galaxia alienígena, donde descubrirá una verdad más extraña que cualquier ficción imaginable.


El aire estaba cargado de incienso y del dulce olor de la cera caliente.
A Cam Chulohn le gustaba la sencilla capilla de piedra. Se arrodilló en el rústico banco y miró el goteo del agua cristalina por entre los dedos del padre Curry en el pote de plata que sostenía el monaguillo.

El eterno símbolo del esfuerzo del hombre por evadir la responsabilidad siempre le había parecido a Chulohn el más significativo de todos los antiguos rituales.

Ahí se encuentra, pensó, la esencia de nuestra naturaleza, desplegada sin cesar a través de los tiempos para todos los que puedan verla.

Su mirada se demoró sucesivamente en la gruta de la Virgen (iluminada por algunas velas parpadeantes) y en las estaciones del vía crucis, en el altar, sobre el pulpito labrado y la pesada Biblia.

Era modesto comparado con los opulentos modelos de Rimway, Rigel III y Taramingo. Pero de algún modo todo estaba bien: la magnificencia de la arquitectura de esas catedrales diseminadas, la exquisita calidad de las ventanas con vitrales, la solidez de las columnas de mármol, el puro poder angélico de los grandes órganos, el coro…

Aquí, a mitad de camino de la cima, él podía contemplar el valle que los primeros padres, en su entusiasmo, le dedicaron a san Antonio de Toxicón. Solo estaban el río, las sierras y el Creador.

La visita de Chulohn a la abadía era la primera efectuada por un obispo (por lo menos hasta donde él sabía) en toda la existencia de la comunidad. Albacora, este mundo nevado y frío en el extremo más distante del dominio de la

Confederación, tenía muy pocos habitantes además de los padres. Pero no era difícil (disfrutando de su silencio imponente, escuchando ocasionalmente el deslizarse de una roca en la distancia, llenándose los pulmones de ese aire frío y vigorizador) entender que ese lugar había albergado,

en distintas ocasiones, a los intelectuales más importantes de la orden. Martin Brendois escribió sus grandiosas historias de los Tiempos Difíciles en un cubículo ubicado sobre la capilla.

Albert Kale completó su celebrado estudio sobre las cuerdas transgalácticas; y Morgan Ki compuso los ensayos que ligarían irrevocablemente su nombre a la teoría económica clásica.

Sí, había algo en el lugar que llamaba a la grandeza.



Caminaba a lo largo del parapeto, detrás del grupo, con Mark Thasangales, el abad superior. Iban envueltos en sus abrigos.

El aliento precedía sus pasos. Thasangales tenía mucho en común con el valle de San Antonio: nadie en la orden podía recordar cuándo había sido joven.

Sus rasgos eran tan poco expresivos y tan delineados como los muros de piedra y los peñascos nevados. Inconmovible, le consideraban «un monumento a la fe». Chulohn no podía imaginarse esos oscuros ojos azules asaltados por las dudas que aquejaban a los hombres comunes.

Evocaban ambos tiempos mejores —según la costumbre de los hombres de la Edad Media que se reencontraban después de un largo tiempo—, cuando de pronto el abad cambió de tema:
—Cam —dijo, levantando un poco la voz por encima del ruido del viento—, hiciste bien.

Chulohn sonrió. Thasangales tenía talento: su capacidad para levantar y mantener conventos no iba en detrimento de su aura de santidad. Era un administrador soberbio y un orador persuasivo, precisamente la clase de hombre adecuado para representar a la Iglesia y a la orden.

Pero carecía de ambición. Por eso había vuelto a San Antonio cuando se le presentó la oportunidad. Y allí había pasado toda una vida.

—La Iglesia me ha hecho mucho bien, Mark, y a ti también.
Miraron desde la cumbre de la montaña hacia el lugar donde estaba la abadía. El valle adquiría un color castaño al aproximarse el invierno.
—Siempre he pensado que querría pasar aquí un par de años. Tal vez para enseñar teología. O poner en orden mi vida.

—La Iglesia precisa cosas más importantes de ti.
—Quizá. —Chulohn miró detenidamente su anillo, emblema de su oficio, y suspiró—. Trabajé mucho para esto. Tal vez el precio haya sido muy alto.


El abad superior no emitió señales de aprobación ni desaprobación; solo se mantuvo firme esperando la complacencia de su obispo. Chulohn suspiró:
—Realmente no apruebas el camino que he tomado.
—No he dicho tal cosa.

—Tus ojos sí. —Chulohn sonrió.
Una repentina ráfaga de viento sacudió los copos de nieve de los árboles.
—Primero de año —anunció Thasangales.
El valle de San Antonio está ubicado en el lugar más alto de los dos continentes de Albacora. (Hay quienes dicen que el mundo pequeño y compacto consta casi exclusivamente de terreno elevado.)

Pero para los ojos de Chulohn era uno de los lugares especiales de Dios, una mezcla de bosques, piedras y nieve. El obispo había crecido en esta clase de paisaje, en la áspera Dellaconda, cuyo sol estaba tan lejano que no podía verse desde San Antonio.

De pie en medio de esa antigua barbarie, sintió emociones olvidadas hacía más de treinta años. Las ideas de la juventud. ¿Por qué eran mucho más reales y nítidas que todas las que vinieron luego?

¿Cómo podía ser que, habiendo cumplido sus sueños, incluso con creces, aún se sintiera insatisfecho?
Se arrebujó con el abrigo al tiempo que sentía un repentino gusto a hielo.

Era un lugar inquietante, entre picos nevados. De algún modo que él no lograba dilucidar, desafiaban el cálido bienestar de la capilla. Hubo un poco de ajetreo durante el regreso: un grupo de fieles entusiastas, que decía hablar en nombre de

Cristo, le pidió que vendiera las iglesias y entregara el fruto a los pobres. Pero Chulohn, que amaba los páramos por lo temibles que eran, estaba convencido de que las iglesias eran refugios contra la majestad intimidadora del Todopoderoso.

Contempló la fuerza amenazadora de la nieve.
Algunos seminaristas dejaron el refectorio y se apresuraron a entrar en el gimnasio. La repentina actividad sacó a Chulohn de sus cavilaciones.
Miró a Thasangales.

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