debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Un relato policiaco – Imre Kertesz

A principios de la primavera de 1976 acabé mi novela El buscador de huellas y la entregué, como correspondía, a una editorial del Estado. Difícilmente podía obrar de otra manera, puesto que en la Hungría de aquel entonces sólo existían las editoriales del Estado. Las dos editoriales especializadas, por así decirlo, en prosa húngara contemporánea se distinguían a mis ojos por el hecho de que una rechazó mi novela Sin destino y la otra, en cambio, la publicó. Me dirigí, evidentemente, a la segunda, y el manuscrito, acompañado de las debidas recomendaciones de sus lectores editoriales, llegó incluso al director, un caballero bien vestido, de pelo plateado, sumamente astuto y cauteloso, envuelto en la amargura de sus numerosas concesiones y en la suave fragancia del coñac francés. Había leído El buscador de huellas y le gustaría publicarlo si fuera más extenso, dijo. Se necesitaba un mínimo de diez pliegos de imprenta para que un libro tuviera cuerpo y resultaba que mi manuscrito apenas llegaba a los seis. Que le añadiera algo, propuso. Entonces recordé Un relato policíaco. Era una vieja y fugaz idea mía, con la que había jugueteado y que luego olvidé, mientras escribía Sin destino. A primera vista, la materia no parecía un bocado exquisito para una editorial. ¿Cómo se podía publicar, en una dictadura que llegó al poder por medios ilegales, ante las narices de unos perspicaces censores, una historia que trataba de la técnica de cómo acceder al poder por medios ilegales? Si hubiera buscado algún pretexto habilidoso, habría puesto en peligro el efecto y el radicalismo de la historia. Al final decidí no renunciar ni un ápice a la trama escalofriante, pero sí trasladar el escenario de la narración a un país sudamericano imaginario. Este trabajo supuso para mí un desafío especial. Jamás había escrito una novela que no hubiera nacido de una necesidad existencial inmediata y angustiante. Sacarme una historia de la manga no es precisamente mi género literario. Mi organismo de escritor estaba entrenado, por así decirlo, para una labor problemática, de años, hasta de décadas de duración; en cambio, tuve que escribir Un relato policíaco en dos semanas para que el libro pudiese realizar su recorrido, siempre calculado con estrechez en la edición estatal, y publicarse al año siguiente, es decir, en 1977. Confío en que todavía conserve algo de la frescura de su creación. IMRE KERTÉSZ 1 El manuscrito que hago público a continuación me fue confiado por mi defendido, Antonio Rojas Martens. Conocerán ustedes al hombre por sus propias palabras. Me limitaré a adelantar que, teniendo en cuenta su nivel intelectual, reveló una asombrosa capacidad para escribir, cosa ésta, por cierto, que, según mi experiencia, caracteriza a cuantos se deciden a arrostrar el destino en algún momento de sus vidas. Fui abogado suyo de oficio. En el curso del proceso criminal, Martens no intentó ni negar ni atenuar su participación en varios asesinatos de los que se le acusaba. No encarnaba ninguno de los tipos de comportamiento que había conocido hasta entonces en casos similares y que consistían o bien en la negación obstinada tanto de las pruebas materiales como de la responsabilidad personal, o bien en una compunción lastimera, cuyo verdadero motivo reside en la autocompasión y una brutal indiferencia. Martens confesó sus crímenes sin inhibiciones, de forma voluntaria, mostrando buena disposición, y lo hizo con tal insensibilidad y desapego que parecía dar cuenta de las acciones de otro. De otro Martens, con el que no se identificaba ya, aunque se mostraba dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos.


Lo consideré un cínico hasta el final. Un día se dirigió a mí con una petición sorprendente: que solicitara permiso para que pudiese escribir en su celda. —¿Sobre qué quiere escribir? —inquirí. —Sobre el hecho de haber comprendido la lógica —respondió. —¿Ahora? —le pregunté asombrado—. ¿No la entendió en el curso de sus actos? —No —respondió—, no mientras ocurrían. Antes sí, una vez. Y ahora he vuelto a comprenderla. Pero uno la olvida entretanto. Nada —dijo con un gesto de desprecio—, ustedes de todos modos no lo entienden. Lo entendía mejor de lo que él creía. Aun así, me extrañó: no contaba con que, después de que él renunciara, actuando como un insignificante tornillo en una maquinaria, de que él renunciara, repito, a toda la capacidad de juicio y de discernimiento que define a la personalidad humana soberana, ésta resurgiera y volviera a exigir sus derechos en Martens. Es decir, que deseara manifestarse y referir su destino. Se trata, según mi experiencia, del menos frecuente de los casos. Sin embargo, a mi juicio, todos tienen derecho a ello; es más, a proceder en ello a su manera. Hasta Martens. Le procuré, pues, lo que deseaba. No deben ustedes sorprenderse por su forma de expresarse. A ojos de Martens, el mundo debía de parecer la plasmación de un novelón de pacotilla, en el que todo transcurría con la certeza aterradora y la dudosa regularidad que caracteriza a la dramaturgia o, si se prefiere, a la singular coreografía de las historias de terror. Y he de añadir, no en su descargo, sino por amor a la verdad, que esta historia de terror no la escribió Martens solo, sino la realidad. Al final, me entregó el manuscrito. El texto aquí presentado es auténtico. No he intervenido en absoluto, salvo para introducir alguna corrección imprescindible desde el punto de vista estilístico. Eso sí, he dejado intacto el tenor de sus palabras. 2 Quiero contar una historia.

Una historia sencilla. Podrá calificarse de atroz. Ello, sin embargo, no altera ni un ápice su sencillez. Es decir, quiero contar una historia tan atroz como sencilla. Me llamo Martens. Sí, el mismo Antonio Rojas Martens que en la actualidad se presenta ante los jueces del nuevo régimen; ante los jueces del pueblo, como gustan llamarse. A buen seguro que han leído ustedes mucho sobre mi persona últimamente: los diarios charlatanes de la prensa amarilla se encargan ya de que mi nombre se conozca en toda América Latina y quizá incluso allá lejos, en Europa. Debo darme prisa, pues el tiempo que me queda será, con toda probabilidad, breve. Se trata del expediente Salinas; de Federico y Enrique Salinas, padre e hijo, propietarios de una cadena de grandes almacenes con presencia en todo el país, cuya muerte tanto asombró en aquella época. Y eso que entonces la gente no se asombraba con facilidad. Sin embargo, nadie imaginaba a Salinas como un traidor capaz de ponerse al servicio de la Resistencia. De hecho, el Coronel se arrepintió más tarde de haber publicado un comunicado sobre su ejecución: sin duda provocó un revuelo moral enorme, tan excesivo como superfluo. Si no lo hubiéramos hecho público, sin embargo, nos habríamos expuesto a la acusación de faltar al deber de transparencia y de violar la legalidad vigente. Se actuara como se actuara, en este caso sólo cabía el error. De hecho, el Coronel ya lo había previsto. Y, dicho sea entre nosotros, yo también. Pero ¿qué influencia podía ejercer la opinión de un simple investigador sobre los acontecimientos? Por aquel entonces, yo era un novato en el Cuerpo. Fui a parar allí procedente de la policía. No de la policía política —que llevaba tiempo ya instalada allí—, sino de la criminal. Oye, Martens —me dice un día mí jefe—, ¿no te apetece un traslado? ¿Adónde?, le pregunto, porque al fin y al cabo soy policía, no adivino. Entonces señala al vacío con un movimiento de la cabeza: Allá, al Cuerpo. No le dije ni sí ni no. Se estaba a gusto en la policía criminal. Pero me sentía un poco harto de los asesinos, de los atracadores y de sus putas. Soplaban nuevos vientos por aquellas fechas.

Me había enterado de que uno o dos colegas habían dado un salto en su carrera. A quien se esforzara le esperaba un futuro espléndido, decían. El Cuerpo necesita gente —continuó mi jefe—. Me preguntaba a quién podía recomendar. Tú, Martens, eres un hombre de talento. Y allí —agregó— podrás destacar más rápido. Pues sí: era más o menos lo que pensaba. Acabé el curso de adaptación y me lavaron el cerebro. No lo suficiente, desde luego. Quedaron muchas cosas, más de las que necesitaba; pero tenían una prisa endemoniada. Por aquellas fechas, todo había de hacerse con urgencia. Poner orden, impulsar la Consolidación, salvar la Casa, liquidar la revuelta; y todo recaía en nuestros hombros, por lo visto. Eso ya se verá en la práctica, aseguraban cuando alguien planteaba alguna preocupación. Que me aspen si allí aprendí algo. Pero me interesaba el trabajo. Y la paga aún más. Fui a parar al grupo de Díaz (al que ahora buscan en vano). Éramos tres: Díaz, el jefe (puedo asegurar que no lo encontrarán nunca); Rodríguez (que ya ha sido condenado a muerte: sólo a una, y eso que el desgraciado se merece cien); y yo, el novato. Y, claro, personal auxiliar, dinero, amplias competencias y tecnología ilimitada sobre la que un vulgar polizonte no se atreve siquiera a leer para no empaparse en exceso. Y pronto surgió el caso Salinas. Demasiado pronto. Ocurrió en la época de mis dolores de cabeza más intensos. Pero se puso en marcha y no hubo forma de evitarlo: no conseguí librarme de él. Por tanto, he de contarlo para dejar algún testimonio antes de irme… Antes de que me despachen… Pero dejémoslo aquí; de todos modos, es lo que menos me importa ahora. Siempre he estado preparado para ello.

Nuestra carrera entraña riesgos, una vez que has empezado sólo queda la huida hacia delante, como solía expresarlo Díaz (ya saben ustedes, aquel al que buscan en vano). ¿Cómo empezó? ¿Y cuándo? Ordenando los recuerdos, ahora me doy cuenta de que resulta difícil evocar aquellos primeros meses posteriores a la Victoria: difícil no sólo por los Salinas. Lo cierto es que había pasado ya el Día del Triunfo. De eso no cabe la menor duda: ay, había pasado hacía muchísimo tiempo. Las pancartas que adornaban las calles se habían descolorido y despegado poco a poco, las consignas de la Victoria se habían vuelto borrosas, las banderas colgaban mustias y los altavoces soltaban las marchas con voz ronca y apenas audible. Pues sí, lo veía todos los días cuando atravesaba la ciudad desde mi casa hasta el archiconocido palacio neoclásico que servía de sede al Cuerpo. Por las noches, en cambio, no veía nada de todo ello. Por las noches sólo sentía mi dolor de cabeza. Muchas cosas desagradables aparecieron por aquellas fechas. Había pasado la luna de miel: la población se mostraba nerviosa. El Coronel también. Y para colmo nos enteramos de los preparativos para el atentado. Teníamos que impedirlo por todos los medios disponibles: nos lo exigían la Patria y el Coronel. El maldito nerviosismo y la consiguiente precipitación fueron la causa de todo. Rodríguez se desbocó, y Díaz, siempre sereno y apaciguador, no se opuso. De hecho, fue por aquellas fechas cuando empecé a percibir dónde estaba y en qué me había metido. Repito que era todavía un novato. Hasta entonces me limitaba a papar moscas. Trataba de orientarme y de aprender el papel con el fin de cumplir con mi deber. Soy un polizonte honrado, siempre lo he sido, y me tomo en serio mi trabajo. Sabía, desde luego, que el Cuerpo aplicaba otra vara de medir; creía, aun así, que tal vara existía. Pero no existía, y de ese modo empezaron mis dolores de cabeza. No crean ustedes que estoy buscando excusas. A estas alturas me da igual. Pero es la pura verdad: uno cree sujetar las riendas de los acontecimientos, y luego sólo desea saber adónde diablos lo llevan a galope tendido.

Me irritaba sobre todo ese tal Rodríguez. Poco a poco se convirtió en mi manía. Quería aclararme, comprenderlo, como… Sí, quizá como Salinas a su hijo. De otra forma, claro, pero con la misma pasión indagadora. Un día le dije: —Oye, Rodríguez, ¿por qué haces esto? —¿Qué? —pregunta. —Eres un cabrón de mierda —le digo en tono suave—. ¿Cómo que qué? —Porque sí —responde y sonríe. —Escucha —continúo—. Liquidamos, golpeamos, descubrimos, interrogamos; vale, es nuestro trabajo. Pero ¿por qué los odias? —¡Porque son judíos! —estalla. Me sorprendí tanto que casi me tragué el cigarrillo. Supuse que le había comido el cerebro el libro que no paraba de leer por aquellas fechas y que en ese momento también tenía entre las manos. ¿Es posible que Rodríguez supiera inglés? Debía de saber inglés, porque el libro estaba escrito en esa lengua. Se trataba de una edición estadounidense, algún asqueroso producto de contrabando. Quién sabe cómo lo consiguió: debió de confiscarlo durante el registro de una vivienda. Yo sólo entendía una palabra del estridente título: Auschwitz. Claro, no es una palabra inglesa, sino el nombre de una localidad. Uno ha oído hablar de todo ello: ocurrió hace tiempo, lejos, en la miserable Europa, en la región oriental del continente, para colmo. Que me aspen si entendí qué teníamos que ver nosotros con aquel asunto y qué pintaba aquí. —Eres una bestia —le dije—. Si en este país enorme como máximo hay cien o mil judíos, y a lo mejor ni siquiera esos. —Eso a mí me da igual —contestó—. Quien quiere algo diferente es un judío. ¿Por qué, si no, querría algo diferente? —Me lo quedé mirando. Rodríguez tenía su lógica, eso es una verdad como una casa.

Pero si uno lo lanzaba por la senda de la lógica, el hombre ya no paraba—. ¿Por qué? —me gritó a la cara—. ¿Por qué oponen resistencia? —Porque son judíos —traté de calmarlo. Veía que le estaba subiendo la presión. Me harté de él. Y, aunque parezca extraño, pues al fin y al cabo yo era un policía, un miembro del Cuerpo, me dio miedo. Sus ojos soltaban chispas. Semejaban los de una pantera. Por el amor de Dios, no interpreten ustedes esta comparación como un elogio. Simplemente eran unos ojos amarillos, con las pupilas alargadas, iguales que los de esos gatos hediondos, carroñeros. En vano traté de apaciguarlo. —¿Por qué oponen resistencia? —insistió, agarrándome la camisa a la altura del pecho—. Queremos su bien, queremos arrancarlos del barro, queremos el orden para ellos, ¡para que se sientan orgullosos de nosotros! —pues sí, eso dijo: para que se sientan orgullosos de nosotros. Me quedé con la boca abierta—. Y, sin embargo, no quieren el orden —continuó, agarrándome la camisa—, siguen resistiéndose. ¿Por qué?… ¿Por qué? Era desde luego una pregunta de difícil respuesta para mí. Claro, ¿por qué? No lo sabía. Y sigo sin saberlo. Ni me interesaba, dicho sea con franqueza. Nunca reflexioné sobre los motivos, siempre me conformé con el hecho de que existían, por una parte, los criminales y, por otra, sus perseguidores. Y yo, personalmente, pertenecía a este segundo grupo. Lo cual era del todo suficiente en la policía criminal, donde habría resultado inútil sumirse y agotarse en especulaciones. No obstante, la situación cambiaba radicalmente en el Cuerpo. Allí se necesitaba filosofía, como solía expresarse Díaz. O una concepción ética del mundo, como explicaban en el curso de adaptación.

Yo, sin embargo, no disponía ni de la una ni de la otra. No me gustaba la de Rodríguez y no entendía la de Díaz. Es posible que ni él mismo se la tomara en serio. En su caso, uno nunca podía estar seguro. Sobre todo porque su filosofía sonaba un poco chocante, y eso que Díaz era un hombre serio. Serio y ponderado. Desde luego las elucubraciones fantasiosas no le iban. Un día hojeaba unos escritos confiscados, la típica estupidez revolucionaria; tenía el sempiterno puro en una comisura de los labios y la inconfundible sonrisa en la otra. —¡Imbéciles! —exclamó, al tiempo que daba un manotazo con toda la palma de la mano a un escrito—. Sólo creo en una revolución seria: ¡la de los policías! —¡Pues sí señor! —lo corroboró Rodríguez riendo. —Imbécil —le dijo Díaz en voz baja. No significaba nada en particular, pues así hablaba él siempre. No obstante, parecía enfadado, aunque no solía exteriorizar sus sentimientos. En otra ocasión, ya no recuerdo en cuál, soltó de pronto la siguiente frase: —El mundo tendría otra pinta si los policías nos mantuviéramos unidos. Le dije: —Nos mantenemos unidos, ¿o no? —¡No sólo aquí, sino en todo el mundo! —¿Quieres decir en todos los estados? —Así es —respondió Díaz, al tiempo que cruzaba las piernas con elegancia, mecía su tronco de persona rehecha en el sillón y envolvía el rostro terso y cetrino en el misterioso humo del cigarro. Debía de ser por la tarde, acabábamos de hacer una breve pausa y el ambiente me parecía propicio para la charla. A veces dan ganas de conversar, aunque sea con el propio jefe. —¿Te refieres también a los policías de los estados enemigos? —insistí. Entonces levantó el dedo: —Los policías —dijo— no son enemigos, nunca ni en ninguna parte. Más no pude sonsacarle, a pesar de la belleza de aquella tarde. De hecho, no sé si realmente creía en sus teorías. Hoy me inclino a suponer que sí. Uno tiene que creer en algo para alcanzar tal grado de vileza. Sea como fuere, retomaba el tema una y otra vez. Nunca del todo en serio, siempre con su estilo ambiguo, pero, claro, soy policía y sé, por tanto, lo que significa.

De todos modos, no me servía de nada. Lo cierto es que por aquellas fechas empecé a tomar conciencia de que tartamudeaba. En otros momentos introducía en mis frases latiguillos tan estúpidos como y tal, quiero decir, no sé cómo decirlo y similares. Antes no solía hacerlo. ¡Faltaría más! Imaginen ustedes a un policía tartamudo que gesticula confuso y farfulla una serie interminable de palabras. Para eso, mejor el dolor de cabeza. Resulta que no tardó en desvelarse qué aprendía Rodríguez de ese libro. Un buen día apareció la estatuilla sobre su escritorio. Era una pieza pequeña, de unos diez o quince centímetros de altura, del porte de un pisapapeles. No obstante, se le veía todo, con exactitud y nitidez. A partir de entonces Rodríguez la tuvo siempre en su mesa. Y no tardó en fabricarse también una copia: no se trataba ya de una mera maqueta, sino de un objeto de tamaño natural, de un metro y medio de alto más o menos. Rodríguez lo instaló en la habitación contigua con la ayuda de su asistente. Había escogido a ese hombre entre los suboficiales, y la verdad es que había elegido bien: a quien hubiera echado un vistazo alguna vez a esa cara de simio no le cabía ninguna duda, desde luego. Además, era mudo como un tiburón y servicial como un gorila amaestrado. Llevaba siempre desabrochado el cuello de la camisa militar, se arremangaba siempre hasta los codos mostrando su brazo peludo y hedía a sudor, a aguardiente y a toda clase de porquerías. Aquella habitación era su reino. Rodríguez lo llamaba mi taller. No me gusta mencionar el asunto, pero parece inevitable. Que me aspen si me interesa. Nunca me ha interesado. Y eso que ahora no paran de interesarse por él. Me refiero a mis jueces instructores. En vano les explico que evitaba incluso estar cerca de aquella habitación maldita. —¿O sea que afirma usted —me gritan desde lo alto del estrado— no saber nada de cuanto ocurría en el cuarto llamado el taller? Aquí no afirma nadie un carajo.

—Sólo he dicho, señor fiscal, que yo no anduve por esa habitación. —¡Vaya! —concluye con tono triunfal—. ¿Y qué me dice de la declaración del testigo Quinteros, quien asegura haberlo visto en numerosas ocasiones en el susodicho taller? Bueno, si el señor testigo lo vio, así habrá sido, no cabe la menor duda. ¡Vaya listillos! Como si ahora no me importara un pepino si había estado o no había estado allí. ¿Qué podía esperar de ellos? ¿Generosidad? Aún debía agradecerles que me dejaran escribir en mi celda. Nosotros, por ejemplo, nunca lo autorizábamos. Habría supuesto infringir las normas. En resumen, que la estatuilla apareció sobre el escritorio de Rodríguez. Era obra de un escultor de allí abajo; teníamos toda clase de prisioneros, o sea, ¿por qué no íbamos a tener un escultor? A decir verdad, no era escultor sino picapedrero. Pero trabajó bien. Utilizó madera y material sintético si no me equivoco. Consistía en un pedestal y en dos varas verticales que acababan en forma de horquilla. Las horquillas sujetaban una barra. Y ésta, a su vez, una figurilla humana a la que atravesaba entre las rodillas dobladas y las muñecas esposadas tras las rodillas. Para serles sincero, era una chapuza que le quitaba a uno el aliento. Díaz la miró malhumorado. —¿Y esto qué es? —preguntó. —¿Esto? El columpio de Boger —respondió Rodríguez con sumo cariño. —¿Boger? —insistió Díaz—. ¿Qué es eso? —El nombre del tipo que lo inventó —le explicó Rodríguez. Con el índice, Rodríguez dio un empujoncito a la cabeza del muñeco. Éste dio unas cuantas vueltas y, al acabar el impulso, quedó balanceándose cabeza abajo. Se le veían los muslos, las nalgas de dimensiones un tanto exageradas y también lo que había entremedio. Era un muñeco varón, dicho sea en honor a la verdad y en defensa, en este caso, de Rodríguez. —Esta parte queda libre —dijo trazando un círculo allí arriba—.

Puedes hacer con ella lo que quieras —añadió con una sonrisa, al tiempo que alzaba la vista hacia Díaz. Yo, como si no hubiera estado allí. Por fortuna, porque de lo contrario me habría puesto a tartamudear, fijo. Y eso no lo dejaba a uno en buen sitio—. O bien —continuó Rodríguez— te agachas, acercas la cara a la suya y le preguntas lo que quieres saber. Díaz murmuró algo. Dio unas vueltas por la habitación con las manos juntas a la espalda. Acostumbraba a hacerlo cuando reflexionaba o cuando algo no le gustaba. El día de su huida pasó así toda la mañana. Al final me mareaba. Luego se sentó sobre la mesa de Rodríguez, apoyando sólo un muslo. —¿Para qué carajo lo necesitas? —le preguntó con tono paternal. Tenemos toda clase de juguetes. Simplemente aprietas un botón y conectas la electricidad. Todo el mundo usa ese método hoy en día. Es cómodo y limpio. ¿A ti no te basta? No, no le bastaba. Rodríguez no era partidario de las nuevas tecnologías. —Uno no tiene contacto directo —dijo. —¿Y para qué lo necesitas? —inquirió Díaz. Sin embargo, no pudo convencer a Rodríguez. Éste tenía sus propias convicciones. Era un hombre culto; cuando algo le interesaba, lo investigaba a fondo. Las máquinas —decía Rodríguez—generan mucho trabajo menudo. Es todo mecánico.

Uno hasta podría ponerse una bata blanca para manejarlas, tal como lo harían un ingeniero o un médico. Son tantas las conexiones que parece que uno no gestiona el caso personalmente, sino por teléfono. Y el delincuente no se da cuenta de que, además, uno está de buen humor. Y en ello reside el secreto del efecto, concluyó Rodríguez. Insisto en que no me gusta hablar del asunto. Aquella vez tampoco dije nada. Entre otras cosas porque era todavía un novato. Además, temía tartamudear y usar latiguillos. Sólo expresé mi opinión a Díaz cuando Rodríguez salió de la habitación para echar un vistazo a los trabajos: en el cuarto contiguo ya estaban levantando el armazón. Dije: —¡Vaya cerdo!

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |