debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Un Recuerdo de Luz – Robert Jordan & Brandon Sanderson

Los dirigentes de las naciones se reúnen en Campo de Merrilor para apoyar a Rand al’Thor o frenar su plan de romper los sellos de la prisión del Oscuro, algo que podría ser una señal de locura o la última esperanza de la humanidad. Egwene, la Sede Amyrlin, se inclina por lo primero.

En Andor, los trollocs invaden Caemlyn. En el Sueño del Lobo, Perrin Aybara combate contra Verdugo. Mientras se aproxima a Ebou Dar, Mat Cauthon hace planes para visitar a su esposa,

Tuon, ahora Fortuona, emperatriz de Seanchan. Toda la humanidad está en peligro, y el resultado se decidirá en Shayol Ghul. La Rueda gira, y la era actual llega a su fin. La Última Batalla determinará el destino del mundo.


 

B PRÓLOGO POR LA GRACIA Y LOS ESTANDARTES CAÍDOS ay rd apretó la moneda entre el índice y el pulgar. La sensación de que el metal se aplastara resultaba por demás desagradable. Apartó el pulgar. En la dura superficie del penique de cobre, donde se reflejaba el brillo de la antorcha, había dejado impresa la huella del dedo. Un frío helador lo calaba hasta la médula, como si hubiese pasado toda la noche en una bodega. El estómago le sonó. Otra vez. Se levantó viento del norte y las antorchas chisporrotearon. Bayrd se había sentado con la espalda recostada en una roca grande, cerca del centro del campamento de guerra. Los hombres, hambrientos, murmuraban mientras se calentaban las manos alrededor de los hoyos de las lumbres; hacía tiempo que los víveres se habían echado a perder. Otros soldados que estaban cerca empezaron a despojarse de todo el metal que llevaban encima —espadas, hebillas de armaduras, cotas— y lo extendieron en el suelo como si pusieran a secar ropa. Tal vez tenían la esperanza de que cuando el sol saliera volverían a su estado normal. « La Luz nos valga —rogó Bayrd para sus adentros; redondeó con los dedos lo que antes había sido una moneda e hizo una bola—. Luz…» . Tras tirarla en la hierba, recogió las piedras con las que había estado trabajando. —Quiero saber qué ha pasado aquí, Karam —barbotó lord Jarid. Sus consejeros y él se encontraban cerca, delante de una mesa cubierta de mapas—.


¡Quiero saber cómo lograron acercarse tanto y quiero la cabeza de esa puñetera reina Aes Sedai y Amiga Siniestra! Jarid golpeó la mesa con el puño. En otro tiempo sus ojos no brillaban con un fervor tan demencial. La presión de todo lo que ocurría últimamente —como los víveres echados a perder o las cosas extrañas que sucedían por la noche— lo estaba cambiando. Detrás de Jarid, la tienda de mando era un bulto informe caído en el suelo. El cabello del noble —que se había dejado largo durante el exilio— revoloteaba al viento en tanto que el rostro quedaba bañado por la luz parpadeante de las antorchas. Todavía tenía briznas de hierba seca enganchadas en la chaqueta de cuando había salido gateando de la tienda. Criados perplejos sostenían las estacas de hierro de la tienda, que —al igual que todos los objetos metálicos del campamento— se habían tornado blandas al tacto. Las anillas de montaje se habían dilatado hasta partirse como cera caliente. La noche olía mal. A aire enrarecido de habitaciones en las que no se ha entrado desde hace años. En un claro del bosque no debería haber olido a polvo añejo. A Bay rd volvieron a sonarle las tripas. Luz, cómo le habría gustado engañar al estómago con algo. Centró la atención en el trabajo y golpeó una de las piedras con la otra. Las sostenía como su abuelo le había enseñado de pequeño. La sensación de piedra golpeando piedra lo ayudó a alejar el hambre y el frío. Menos mal que aún quedaba algo inalterable en el mundo. Lord Jarid le echó una ojeada ceñuda. Bayrd era uno de los diez hombres que el noble había exigido que lo custodiaran esa noche. —Conseguiré la cabeza de Elayne, Karam —dijo el noble mientras se volvía hacia sus capitanes—. Todo lo anómalo ocurrido esta noche es obra de sus brujas. —¿La cabeza? —sonó la voz escéptica de Eri a un lado—. ¿Y cómo, exactamente, va a traeros alguien su cabeza? Lord Jarid se dio la vuelta, como también lo hicieron otros situados alrededor de la mesa alumbrada por la luz de unas antorchas. Eri contemplaba fijamente el cielo; en el hombro lucía la insignia del jabalí dorado cargando frente a una lanza roja. Era la insignia de la guardia personal de lord Jarid, pero en la voz de Eri había poco respeto.

—Y el que lo intente ¿qué va a utilizar para cortarle la cabeza, Jarid? ¿Los dientes? La frase, tan terriblemente insolente, hizo que el silencio se adueñara del campamento. Bayrd dejó de golpear las piedras, turbado. Sí, se había hablado de lo trastornado que estaba lord Jarid, pero ¿esto? —¿Osas hablarme en ese tono? ¿Uno de mis propios guardias? —espetó Jarid, que había enrojecido de rabia. Eri siguió contemplando el cielo encapotado. —Te será descontada la paga de dos meses —espetó Jarid, aunque la voz le temblaba—. Quedas degradado, y prestarás servicio de letrinas hasta nueva orden. Si vuelves a replicarme, te cortaré la lengua. El viento frío hizo que Bayrd temblara. Eri era el mejor oficial que tenían en lo que quedaba de su ejército rebelde. Los otros guardias rebulleron, fija la vista en el suelo. Eri se volvió hacia el noble y sonrió. No pronunció una sola palabra; pero, de algún modo, no hubo necesidad de que lo hiciera. ¿Cortarle la lengua? Hasta el último fragmento de metal que había en el campamento se había vuelto blando como manteca de cerdo. El cuchillo de Jarid descansaba en la mesa, retorcido y deformado, y a que se había estirado cuando el noble lo sacó de la funda de un tirón. La chaqueta de Jarid se agitó con el viento, abierta; antes tenía botones de plata. —Jarid… —empezó a decir Karam. Era un joven de rostro enjuto y boca grande, noble de una casa menor leal a la de Sarand—. ¿De verdad crees que…? ¿De verdad crees que esto ha sido obra de unas Aes Sedai? ¿Todo el metal del campamento? —Por supuesto —replicó Jarid—. ¿Qué otra cosa podría ser? No irás a decirme que crees en esos cuentos de campamento. ¿La Última Batalla? Bah. —Volvió de nuevo la mirada hacia la mesa, donde había un mapa de Andor desenrollado y sujeto con guijarros pequeños en las esquinas. Bay rd reanudó el trabajo con las piedras. Toc, toc, toc. Pizarra y granito. No había sido fácil encontrar los fragmentos apropiados de cada una de ellas, pero el abuelo le había enseñado a distinguir todo tipo de minerales.

El anciano se había sentido traicionado cuando el padre de Bayrd se marchó a la ciudad para trabajar de carnicero, en lugar de seguir con el oficio familiar. Pizarra maleable, suave. Estriado y áspero granito. Sí, algunas cosas del mundo aún eran consistentes. Unas pocas. En la actualidad, uno no podía fiarse de casi nada. Los señores, antaño inflexibles, ahora eran tan blandos como… Bueno, tan blandos como el metal. En el cielo bullía la negrura, y hombres valientes —hombres a los que Bayrd había admirado— temblaban y gemían por la noche. —Estoy preocupado, Jarid —manifestó Davies. Mayor que los demás, lord Davies era lo más parecido a un confidente que Jarid tenía—. No hemos visto a nadie desde hace días. Ningún granjero, ningún soldado de la reina. Ocurre algo. Algo malo. —Ha evacuado a la gente —gruñó Jarid—. Se prepara para caer sobre nosotros. —Creo que la trae sin cuidado nuestra presencia, Jarid —intervino Karam, prendida la vista en el cielo. Allá arriba las nubes se agitaban. Bay rd tenía la sensación de que hacía meses que no había visto el cielo despejado—. ¿Por qué iba a importarle? Nuestros hombres están muertos de hambre. Las provisiones siguen estropeándose. Las señales… —Intenta constreñirnos con restricciones —lo interrumpió Jarid, con los ojos desorbitados por el fervor—. Esto es obra de las Aes Sedai. El campamento se quedó silencioso de repente. A excepción de las piedras de Bay rd.

A éste nunca le había gustado ser matarife, pero había encontrado un hogar en la guardia de su señor. Acuchillar vacas o acuchillar hombres era asombrosamente parecido. Lo incomodaba con qué facilidad había pasado de hacer lo primero a lo segundo. Toc, toc, toc. Eri dio media vuelta. Jarid dirigió una mirada desconfiada al guardia, como si estuviera a punto de ordenar un castigo más severo para él. « Antes no era tan malo, ¿verdad? —pensó Bayrd—. Deseaba el trono para su esposa, pero ¿qué noble no lo haría?» . No era fácil pasar por alto el nombre de una casa. La familia de Bayrd había servido con reverencia a la familia Sarand durante generaciones. Eri se alejó del puesto de mando. —¿Adónde crees que vas? —bramó Jarid. Eri se llevó la mano al hombro y arrancó de un tirón la insignia de la guardia de la casa Sarand. Arrojándola a un lado, dejó atrás la luz de las antorchas y se adentró en la noche, hacia el viento del norte. La may oría de los hombres no se habían ido a dormir. Permanecían sentados alrededor de las lumbres, deseosos de estar cerca del calor y de la luz. Unos cuantos que tenían pucheros de barro cocían puñados de hierbas cortadas, hojas o tiras de cuero para tener algo que llevarse a la boca, lo que fuera. Se pusieron de pie para seguir con la mirada a Eri. —Desertor —escupió Jarid—. Después de todo lo que hemos pasado, ahora se marcha. Sólo porque las cosas se han puesto difíciles. —Los hombres están hambrientos, Jarid —repitió Davies. —Soy consciente de ello. Muchas gracias por recordarme los problemas cada dos por tres. —Jarid se enjugó la frente con la temblorosa mano y después descargó un palmetazo en el mapa—.

Tendremos que atacar una de las ciudades; se acabó huir de ella, ahora que sabe dónde nos encontramos. Puente Blanco. La tomaremos y nos reabasteceremos. Sus Aes Sedai deben de estar debilitadas tras el esfuerzo de la maniobra de esta noche. En caso contrario, habrían atacado. Bay rd oteó la oscuridad con los ojos entrecerrados. Más hombres se estaban poniendo de pie y asían el bastón de combate o los garrotes. Algunos ni siquiera llevaban armas; recogían los petates y cargaban al hombro bultos de ropa. Después empezaron a salir en fila del campamento, en silencio, como si fueran fantasmas. Ni un tintineo de cotas o de hebillas de armaduras. No quedaba nada de metal. Había sucumbido como si lo hubieran despojado de su esencia, de su alma. —Elay ne no se atreve a lanzar un ataque en masa contra nosotros — manifestó Jarid, quizá para convencerse a sí mismo—. Debe de haber conflictos en Caemly n. Por todos esos mercenarios que mencionabas en tu informe, Shiv. Tal vez hay a incluso revueltas. Por supuesto, Elenia estará trabajando contra Elay ne. Puente Blanco. Sí, atacar Puente Blanco será perfecto. » Lo ocuparemos y dividiremos el reino en dos, ¿comprendéis? Allí reclutaremos tropas, presionaremos a los hombres de Andor occidental para que se unan a nuestra bandera. Iremos a… ¿Cómo se llama ese sitio? Dos Ríos. Allí deberíamos encontrar gente disponible. —Jarid resopló con desdén—. He oído que no han visto a un señor hace décadas. Dadme cuatro meses y habré reunido un ejército digno de ser tenido en cuenta, lo suficiente para que no se atreva a atacarnos con sus brujas… Bay rd alzó la piedra hacia la luz de las antorchas.

El truco para crear una buena punta de lanza era trabajarla de fuera adentro. Había dibujado la forma adecuada en la pizarra con una tiza, y después había trabajado hacia el centro para terminar de darle forma. A partir de ahí, en lugar de golpear se pasaba a dar toquecitos para perfilar la punta sacando esquirlas más pequeñas. Antes había acabado una de las caras; la otra estaba medio hecha. Casi podía oír a su abuelo susurrándole. Somos de piedra, Bayrd. Diga lo que diga tu padre, somos de piedra. En lo más hondo de nuestro ser, somos piedra. Más soldados abandonaron el campamento. Lo extraño era que muy pocos hablaban. Por fin Jarid se dio cuenta, se puso de pie y asió una antorcha que sostuvo con el brazo en alto. —¿Qué hacen? —preguntó—. ¿Ir a cazar? Hace semanas que no vemos animales en el campo. ¿Tal vez van a poner trampas? Nadie contestó. —A lo mejor han visto algo —murmuró Jarid—. O quizá creen haberlo visto. No permitiré más chismes sobre fantasmas y otras necedades; las brujas crean apariciones para ponernos nerviosos. Tiene que ser eso, sí… Cerca se oy ó un roce. Karam se estaba metiendo en su tienda caída, de donde sacó un bulto pequeño. —¡Karam! —dijo Jarid. El noble miró a lord Jarid; después bajó los ojos y empezó a atar en el cinturón una bolsa de dinero. Con la lazada a medias se detuvo y soltó una carcajada, tras lo cual vació la bolsa. Las monedas de oro que llevaba dentro se habían fundido en una única pieza, como orejas de cerdo conservadas en un tarro. Karam se guardó el amasijo. Metió la mano en la bolsita y sacó un anillo.

La gema engarzada en él, roja como sangre, no había sufrido cambios. —Es muy probable que no sirva ni para comprar una manzana hoy en día — rezongó. —Exijo saber qué te propones hacer. ¿Eres el responsable de esto? —Jarid señaló con la mano a los soldados que se marchaban—. Así que has organizado un motín, ¿verdad? —No soy el responsable —repuso Karam con expresión avergonzada—. Y tampoco lo eres tú, a decir verdad. Lo… Lo siento. Karam se alejó del círculo de luz dibujado por la antorcha. Bayrd se quedó atónito. Lord Karam y lord Jarid habían sido amigos desde la infancia. A continuación fue lord Davies quien corrió en pos de Karam. ¿Acaso iría tras el noble más joven para traerlo de vuelta? Por el contrario, en lugar de ello se puso a caminar a su paso. Desaparecieron en la oscuridad. —¡Ordenaré que se os persiga y se os arreste por esto! —les gritó Jarid con voz estridente. Estaba frenético—. ¡Seré rey consorte! ¡Nadie os dará cobijo ni socorro a vosotros ni a ningún miembro de vuestras casas durante diez generaciones! Bayrd bajó la vista hacia la piedra que tenía en la mano. Sólo quedaba un paso: pulirla. El pulido era lo que hacía que una punta de lanza fuera peligrosa. Bay rd sacó la piedra de granito que había recogido para tal propósito y empezó a frotar con cuidado a lo largo del borde de la pizarra. « Pues parece que recuerdo cómo hacer esto mejor de lo que esperaba» , se dijo para sus adentros mientras lord Jarid continuaba con su diatriba. Había algo poderoso en el hecho de fabricar una punta de lanza. El simple acto parecía repeler la tenebrosidad de la noche. Últimamente había habido una « sombra» sobre Bayrd y el resto del campamento, como si… Como si no fuera capaz de estar en la luz por mucho que lo intentara. Todas las mañanas se despertaba con la sensación de que alguien a quien amaba había muerto el día anterior. Esa desesperanza podía hundir a cualquiera.

Pero el mero acto de crear algo, cualquier cosa, era un modo de resistir. Un modo de desafiar a… A aquel a quien ninguno de ellos nombraba. El que todos sabían responsable de lo que estaba pasando, dijera lo que dijera lord Jarid. Bayrd se puso de pie. Más tarde la puliría otro poco, pero desde luego la punta de lanza tenía un aspecto estupendo. Levantó el astil de madera —la moharra se había soltado cuando el mal atacó el campamento— y sujetó la nueva punta en su sitio, exactamente como su abuelo le había enseñado a hacer tantos años atrás. Los otros guardias lo estaban observando. —Vamos a necesitar más de ésas —dijo Morear—. Si te parece bien, claro. Bayrd asintió con la cabeza. —De camino —propuso luego—, cuando partamos, pararemos junto a la ladera donde encontré este trozo de pizarra. Por fin Jarid dejó de barbotar y los miró con los ojos desorbitados a la luz de la antorcha. —No. Sois mi guardia personal. ¡No me desafiaréis! Jarid saltó sobre Bayrd con una expresión asesina en los ojos, pero Morear y Rosse asieron al noble por detrás. Rosse parecía horrorizado por su acto de rebeldía; sin embargo, no soltó al noble. Bayrd recogió otras pocas cosas que tenía guardadas al lado del petate. A continuación hizo un gesto de asentimiento a los otros, que se unieron a él —ocho hombres de la guardia personal de lord Jarid— y llevaron casi a rastra al noble, que no dejaba de mascullar, a través del desbaratado campamento. Dejaron atrás lumbres que ardían lentamente y tiendas caídas, abandonadas por hombres que se adentraban en la oscuridad, ahora en may or número, hacia el norte. Con el viento. Al borde del campamento, Bay rd seleccionó un buen árbol de aspecto recio. Hizo un gesto a los otros y, con la cuerda que Bayrd había cogido, ataron en él a lord Jarid. Éste no dejó de soltar invectivas hasta que Morear lo amordazó con un pañuelo. Bayrd se acercó y metió un odre de agua en el doblez del brazo del noble. —No forcejeéis demasiado o el odre se os caerá, milord.

No he apretado mucho la mordaza, y no tendría que costaros mucho esfuerzo quitárosla y empujar el odre hacia arriba para beber. Mirad, quitaré el tapón. Jarid lo miró fijamente, furioso. —No es por vos, milord —añadió Bay rd—. Siempre habéis tratado bien a mi familia; pero, bueno, no podemos dejar que sigáis con lo mismo y haciéndonos la vida difícil. Hay algo que hemos de hacer, y vos nos lo estáis impidiendo a todos. Tal vez alguien debería haber dicho algo antes. En fin, eso ya es agua pasada. A veces se deja colgada la carne demasiado tiempo y luego se ha pasado el pernil entero. Hizo un gesto con la cabeza a los otros, que corrieron a recoger los petates. Señaló a Rosse la dirección al afloramiento de pizarra, que no estaba lejos, y le dijo que buscara una piedra adecuada para una buena punta de lanza. Se volvió de nuevo hacia el noble, que no dejaba de forcejear. —Esto no es culpa de las brujas, milord. No es culpa de Elay ne… Supongo que debería decir « la reina» . Curioso, relacionar el cargo de reina con una jovencita tan guapa. Habría preferido encontrarla en una posada y hacerla brincar en mis rodillas en vez de tener que inclinarme ante ella con una reverencia, pero Andor necesitará una dirigente a la que seguir en la Última Batalla, y esa persona no es vuestra esposa. No podemos seguir luchando más. Lo siento. Jarid se derrumbó en las ataduras, y la cólera pareció abandonarlo. Ahora sollozaba. Qué cosa más extraña, ver algo así. —Avisaré a la gente con la que nos crucemos, si es que nos cruzamos con alguien, de que estáis aquí —prometió Bay rd—. Y que probablemente lleváis algunas joy as encima. Es posible que vengan a buscaros. Quizá lo hagan.

— Vaciló—. No deberíais haberos interpuesto. Todo el mundo parece saber lo que se avecina, salvo vos. El Dragón ha renacido, los vínculos se han roto, los viejos juramentos se han extinguido… Que me ahorquen si permito que Andor marche a la Última Batalla sin mí. Bayrd se alejó y se internó en la noche con su nueva lanza apoyada en el hombro. « De todos modos, estoy comprometido con un juramento más antiguo que el que tenía con su familia. Un juramento que ni siquiera el propio Dragón podría invalidar» . Era un juramento con la tierra. Las piedras estaban en su sangre, y su sangre en las piedras de este Andor. Reunió a los demás y partieron hacia el norte. Tras ellos, solo en la noche, su señor sollozó cuando los fantasmas empezaron a moverse por el campamento. Talmanes tiró de las riendas de Selfar, y como resultado el caballo brincó y sacudió la cabeza. El ruano parecía inquieto. Tal vez Selfar percibía el estado de ansiedad de su amo. En la noche, el aire estaba cargado de humo. De humo y de gritos. Talmanes conducía a la Compañía por una calzada rebosante de refugiados pringados de hollín. Se movían como restos flotantes de un naufragio en un río turbio. Los hombres de la Compañía contemplaban a los refugiados con preocupación. —¡Cuidado! —les gritó Talmanes—. No podemos ir a galope todo el trecho hasta Caemlyn. ¡Cuidado! Conducía a los hombres tan rápido como era posible sin ser imprudente, casi al trote. Las armaduras tintineaban. Elayne se había llevado consigo la mitad de la Compañía a Campo de Merrilor, incluidos Estean y casi toda la caballería. Quizás había previsto la posibilidad de tener que retirarse con rapidez.

Como fuera, a Talmanes no le habría servido de mucho la caballería por las calles, que sin duda estarían tan abarrotadas como esta calzada. Selfar resopló y sacudió la cabeza. Ya se encontraban cerca; justo delante, negras en la noche, se alzaban las murallas de la ciudad perfiladas por un intenso brillo, como si lo refrenaran. Daba la impresión de que la ciudad fuera el hoyo de una hoguera. « Por la Gracia y los estandartes caídos» , pensó el noble con un escalofrío. Enormes columnas de humo flotaban sobre la urbe. La cosa estaba mal. Mucho peor que cuando los Aiel habían ido a Cairhien. Por fin Talmanes aflojó las riendas del ruano, y Selfar galopó a lo largo del arcén de la calzada durante un tiempo; luego, de mala gana, el noble se abrió paso para cruzarla haciendo caso omiso de las súplicas de ayuda. El tiempo que había pasado con Mat había hecho que ahora deseara tener algo más que ofrecer a esas gentes. Era realmente extraño el efecto que Matrim Cauthon ejercía en una persona. Talmanes miraba ahora a los plebeyos con otros ojos. A lo mejor era porque aún no sabía si pensar en Mat como un noble o no. Desde el otro lado de la calzada, observó la ciudad en llamas mientras esperaba que sus hombres lo alcanzaran. Podría haber ordenado que todos fueran montados, porque, si bien no eran jinetes de caballería experimentados, todos ellos disponían de caballos para viajar largas distancias. Esa noche no se atrevió a hacerlo. Con trollocs y Myrddraal al acecho por las calles, Talmanes necesitaba que sus hombres adoptaran de inmediato una formación de combate. Los ballesteros, con las armas cargadas, marchaban en los flancos de varias columnas de piqueros. No dejaría a sus hombres expuestos a una carga de trollocs por muy urgente que fuera su misión. Pero si perdían esos dragones… « Que la Luz nos ay ude» , pensó el noble. La ciudad parecía hervir con todo ese humo arremolinado por encima. Empero, algunas partes de la Ciudad Interior —que se elevaba imponente en la colina y era visible por encima de las murallas— aún no estaban en llamas. No había fuego en el palacio. ¿Estarían resistiendo los soldados allí? No habían recibido respuesta de la reina y, por lo que Talmanes veía, tampoco había llegado ay uda a la ciudad. La reina no debía de estar enterada de lo que ocurría; mal asunto.

Muy, muy malo. Un poco más adelante, Talmanes divisó a Sandip con algunos exploradores de la Compañía. El delgado hombre trataba de salir de entre un grupo de refugiados. —¡Por favor, buen señor! —gritaba una mujer—. Mi pequeña, mi hija, en el alto del lindero septentrional… —¡Tengo que llegar a mi tienda! —vociferaba un hombre corpulento—. Mis artículos de cristal… —Mis buenas gentes —empezó Talmanes mientras se abría paso entre los refugiados—, si en verdad queréis que os ayudemos, tal vez podríais apartaros y dejarnos pasar para llegar a la puñetera ciudad. La gente se apartó de mala gana, y Sandip se lo agradeció a Talmanes con un asentimiento de cabeza. De piel curtida y pelo oscuro, Sandip —otrora consumado curandero itinerante— era uno de los comandantes de la Compañía. Sin embargo, el afable hombre exhibía ese día una expresión sombría. —Sandip, allí —le indicó Talmanes al tiempo que señalaba. A corta distancia se hallaba reunido un nutrido grupo de hombres de armas que contemplaban la ciudad. —Mercenarios —gruñó Sandip—. Hemos pasado junto a varios grupos. Ninguno de ellos parecía inclinado a mover un dedo. —Eso ya lo veremos —respondió Talmanes. Por las puertas de la ciudad seguía saliendo mucha gente que tosía y aferraba sus exiguas pertenencias sin soltar de la mano a los niños llorosos. Esa marea de refugiados aún tardaría en menguar. Caemly n estaba tan llena como una taberna en día de mercado; los que tuvieran la suerte de escapar sólo serían una pequeña parte en comparación con los que aún quedarían dentro. —Talmanes, dentro de poco esta ciudad se va a convertir en una trampa mortal —dijo Sandip sin alzar la voz—. No hay bastantes salidas. Si dejamos que la Compañía se quede atrapada dentro… —Lo sé, pero… En las puertas, una repentina agitación se propagó entre la multitud de refugiados. Casi era una sensación física, un estremecimiento. Los gritos se hicieron más intensos. Talmanes miró hacia atrás y atisbó unas figuras grandes y pesadas que se movían en las sombras de la puerta. —¡Luz! —exclamó Sandip—.

¿Qué es eso? —Trollocs —contestó Talmanes, que había hecho dar la vuelta a Selfar—. ¡Luz! Intentan apoderarse de la puerta para impedir que salgan los refugiados. Había cinco salidas de la ciudad; si los trollocs se hacían con todas ellas… Aquello y a era una carnicería, pero si los trollocs lograban impedir que la aterrada multitud huyera, la situación sería aún más peliaguda. —¡Que los hombres se apresuren! —gritó Talmanes—. ¡Todos hacia la puerta de la ciudad! —Taconeó a Selfar para ponerlo a galope. En cualquier otro lado, el edificio se habría considerado una posada, aunque Isam nunca había visto a nadie dentro excepto las mujeres de mirada apagada que cuidaban los contados y deslucidos cuartos y preparaban comidas insípidas. A ese lugar nadie iba buscando comodidad ni animación. Isam se hallaba sentado en una dura banqueta, junto a una mesa de pino tan desgastada por el paso del tiempo que a buen seguro ya era vieja antes de que él naciera. Procuró no tocar mucho la superficie so riesgo de acabar con más astillas en los dedos que lanzas en las manos de un Aiel. La abollada taza de estaño de Isam estaba llena de un líquido oscuro, aunque él no había bebido nada. Se encontraba junto a una pared, lo bastante cerca de la única ventana de la posada para vigilar la calle de tierra que había fuera, apenas iluminada en la noche por unos pocos farolillos colgados en la fachada de los edificios. Isam cuidaba mucho de no dejarse ver a través del sucio cristal. En ningún momento miró directamente hacia el exterior. Siempre era mejor no llamar la atención en la Ciudad. Ése era el único nombre que tenía aquel lugar, si es que podía decirse que tuviera alguno. Los desvencijados edificios se habían levantado y reemplazado incontables veces a lo largo de más de dos mil años. En la actualidad parecía una población de buen tamaño, si uno miraba con los ojos entrecerrados. La may oría de los edificios los habían construido prisioneros, quienes a menudo sabían poco o nada de ese oficio. Su trabajo había estado supervisado por hombres tan ajenos como ellos a tales quehaceres. Un número considerable de casas parecían sostenerse de pie gracias a las que tenían a ambos lados. El sudor resbaló por la cara de Isam mientras él vigilaba subrepticiamente la calle. ¿Cuál de ellos acudiría a reunirse con él? A lo lejos apenas se distinguía la silueta de una montaña que escindía el cielo nocturno. Fuera, en alguna parte de la Ciudad, sonaba el golpeteo de metal contra metal como latidos acerados. En la calle se movieron unas figuras. Hombres encapuchados o envueltos en capas y con el rostro tapado hasta los ojos tras velos rojos como sangre.

Isam tuvo cuidado de no demorar la mirada en ellos. Retumbó un trueno. Las laderas de esa montaña estaban llenas de extraños ray os que se descargaban hacia arriba, en dirección a las omnipresentes nubes grises. Pocos humanos conocían la existencia de esta Ciudad cercana al valle de Thakan’dar, con Shay ol Ghul cernido amenazadoramente sobre ella. Unos pocos habían oído rumores. A Isam no le habría importado contarse entre los ignorantes. Otros hombres pasaron. Velos rojos. Siempre los llevaban levantados. Bueno, casi siempre. Si veías que uno de ellos se lo bajaba, más te valía matarlo. Porque, si no lo hacías, él te mataría a ti. La may oría de los hombres de velo rojo no parecían tener otra razón para estar fuera que intercambiar miradas ceñudas entre ellos y tal vez patear a los numerosos perros vagabundos —asilvestrados y en los huesos— cada vez que alguno se cruzaba en su camino. Las contadas mujeres que habían abandonado el refugio de sus casas corrían apresuradas por el margen de la calle, gacha la mirada. No se veían niños y lo más probable era que hubiera muy pocos allí. La Ciudad no era lugar para niños. Isam lo sabía. Había crecido allí desde la infancia. Uno de los hombres que pasaba por la calle alzó la vista hacia la ventana de Isam y se paró. Isam se quedó muy quieto. Los Samma N’Sei —los Cegadores— habían sido siempre quisquillosos y arrogantes. A decir verdad, el término « quisquillosos» no les hacía justicia. Un simple arranque o un antojo arbitrario bastaban para que le clavaran un cuchillo a alguno de los Sin Talento. Por lo general, era uno de los sirvientes el que pagaba el pato. Por lo general.

El hombre del velo rojo siguió observándolo. Isam controló el nerviosismo y evitó hacer el alarde de sostenerle la mirada. El requerimiento para que acudiera allí era urgente y uno no pasaba por alto cosas así si quería seguir vivo. Con todo… Si ese hombre daba un paso hacia el edificio, Isam se escabulliría en el Tel’aran’rhiod con la tranquilidad de saber que ni siquiera uno de los Elegidos lo seguiría desde allí. El Samma N’Sei le dio la espalda a la ventana de forma repentina. En un visto y no visto, se alejó del edificio con rápidas zancadas. Isam sintió aflojarse la tensión que lo había atenazado, aunque en realidad nunca desaparecería del todo; no en ese lugar. Ese sitio no era su hogar, a pesar de que su infancia hubiera transcurrido allí. Ese sitio era la muerte. Un movimiento. Isam echó un vistazo al final de la calle. Otro hombre alto, con chaqueta y capa negras y el rostro al descubierto, caminaba en su dirección. Increíblemente, la calle se estaba quedando desierta porque los Samma N’Sei salían de ella a toda velocidad por otras calles y callejas. De modo que era Moridin. Isam no había presenciado lo ocurrido en la primera visita del Elegido a la Ciudad. Los Samma N’Sei habían tomado a Moridin por uno de los Sin Talento hasta que el Elegido les demostró su error. Las restricciones que los coartaban a ellos no contaban para él. El número de Samma N’Sei muertos variaba según las fuentes, pero nunca bajaba de una docena. Por lo que Isam había visto, se podía dar crédito a lo que se contaba. Cuando Moridin llegó a la altura de la posada, la calle había quedado desierta a excepción de los perros. Moridin siguió adelante e Isam lo observó mientras pasaba, pero sin que resultara obvio. Moridin no daba muestras de sentir interés por él ni por la posada, que era donde Isam debía esperar, según las instrucciones recibidas. Quizás el Elegido tenía otros asuntos que tratar e Isam había sido una idea de último momento. Cuando Moridin hubo pasado, Isam echó por fin un trago de la bebida oscura que tenía delante. Los que vivían allí la llamaban « fuego» , sin más.

Estaba a la altura del nombre. Se suponía que guardaba relación con algún tipo de bebida del Yermo. Como todo lo demás en la Ciudad, era una versión corrupta del original. ¿Cuánto iba a hacerlo esperar Moridin? A Isam no le gustaba estar allí. Le recordaba demasiado su infancia. Pasó una criada —una mujer con un vestido tan raído que prácticamente era un guiñapo— y soltó un plato en la mesa con brusquedad. No intercambiaron una sola palabra. Isam miró la comida. Verduras —en su may oría pimientos y cebollas— cortadas en rodajas finas y cocidas. Probó una y luego suspiró y apartó el plato. Las verduras estaban tan insípidas como unas gachas de mijo sin condimentar. No llevaban ni pizca de carne. A decir verdad, que no la hubiera le parecía bien; no le gustaba comer carne a menos que la hubiera matado y troceado él mismo. Lo cual era consecuencia de lo vivido en su infancia. Si uno no veía sacrificar al animal, no sabía qué era. No con seguridad. Cabía la posibilidad de que fuera algo cazado en el sur, pero quizá se trataba de un animal criado allí, una vaca o una cabra. O podía ser otra cosa. Allí, si la gente perdía en un juego y no tenía cómo pagar, desaparecía. A menudo, a los Samma N’Sei que no salían conforme a las expectativas los echaban de los entrenamientos. Los cuerpos desaparecían. Los cadáveres rara vez duraban lo suficiente para ser enterrados. « Maldito sea este sitio —pensó Isam, que tenía el estómago revuelto—. Ojalá se…» . Alguien entró en la posada.

Por desgracia, desde su posición en la ventana no podía ver en ambas direcciones la calle a la que daba la puerta del edificio. Era una mujer bonita con ropas negras ribeteadas en rojo. Isam no identificó la silueta esbelta y el rostro delicado. Cada vez estaba más convencido de ser capaz de reconocer a todos los Elegidos, y a que los había visto a menudo en el sueño. Ni que decir tiene que ellos no sabían eso. Se creían los maestros y señores de aquel lugar, y algunos eran muy diestros. Él era igualmente diestro, y también excepcionalmente bueno en pasar inadvertido. Es decir, que quienquiera que fuera la mujer, acudía disfrazada. ¿Por qué molestarse en ocultarse allí? En cualquier caso, tenía que ser ella la que lo había convocado. Ninguna mujer recorría la Ciudad con una actitud tan imperiosa, con semejante confianza en sí misma, como si esperase que las propias piedras obedecieran si les ordenaba que saltaran. Isam hincó una rodilla en tierra, sin decir palabra. Ese movimiento despertó el dolor en la zona del estómago donde había recibido la herida. Aún no se había recuperado de la lucha con el lobo. Sintió una agitación dentro de sí: Luc odiaba a Aybara. Insólito. Luc tendía a ser el más acomodadizo, e Isam el despiadado. Bueno, así era como se veía a sí mismo. Sea como fuere, en cuanto a ese lobo en particular los dos coincidían. Por un lado, Isam estaba excitado; como cazador nunca se había enfrentado a un reto como Ay bara. Sin embargo, su odio era más profundo. Algún día lo mataría. Isam disimuló el gesto de dolor e inclinó la cabeza. La mujer lo dejó de rodillas y se sentó a la mesa. Dio golpecitos con un dedo en la taza de estaño durante unos segundos mientras miraba el contenido, sin hablar. Isam siguió callado, sin moverse.

Muchos de esos necios que se llamaban a sí mismos Amigos Siniestros se retorcían de impotencia cuando otro imponía su poder sobre ellos. En realidad, admitió de mala gana, probablemente Luc haría lo mismo.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

1 comentario

Añadir un comentario
  1. No me encantó el final. Hubiera preferido que Rand se muriera en vez de irse a un viaje de autodescubrimiento. A pesar del final, fue una gran serie y no me arrepiento de leerla.

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |