debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Un punto azul palido – Carl Sagan

FUIMOS NÓMADAS DESDE LOS COMIENZOS. Conocíamos la posición de cada árbol en cien millas a la redonda. Cuando sus frutos o nueces habían madurado, estábamos allí. Seguíamos a los rebaños en sus migraciones anuales. Disfrutábamos con la carne fresca, con sigilo, haciendo amagos, organizando emboscadas y asaltos a fuerza viva, cooperando unos cuantos conseguíamos lo que muchos de nosotros, cazando por separado, nunca habríamos logrado. Dependíamos los unos de los otros. Actuar de forma individual resultaba tan grotesco de imaginar como establecernos en lugar fijo. Trabajando juntos protegíamos a nuestros hijos de los leones y las hienas. Les enseñábamos todo lo que iban a necesitar. También el uso de las herramientas. Entonces, igual que ahora, la tecnología constituía un factor clave para nuestra supervivencia. Cuando la sequía era prolongada o si un frío inquietante persistía en el aire veraniego, nuestro grupo optaba por ponerse en marcha, muchas veces hacia lugares desconocidos. Buscábamos un entorno mejor. Y cuando surgían problemas entre nosotros en el seno de la pequeña banda nómada, la abandonábamos en busca de compañeros más amistosos. Siempre podíamos empezar de nuevo. Durante el 99,9% del tiempo desde que nuestra especie inició su andadura fuimos cazadores y forrajeadores, nómadas moradores de las sabanas y las estepas. Entonces no había guardias fronterizos ni personal de aduanas. La frontera estaba en todas partes. Únicamente nos limitaban la tierra, el océano y el cielo; y, ocasionalmente, algún vecino hostil. No obstante, cuando el clima era benigno y el alimento abundante estábamos dispuestos a permanecer en lugar fijo. Sin correr riesgos. Sin sobrecargas. Sin preocupaciones. En los últimos diez mil años —un instante en nuestra larga historia— hemos abandonado la vida nómada. Hemos domesticado a animales y plantas.


¿Por qué molestarse en cazar el alimento, cuando podemos conseguir que éste acuda a nosotros? Con todas sus ventajas materiales, la vida sedentaria nos ha dejado un rastro de inquietud, de insatisfacción. Incluso tras cuatrocientas generaciones en pueblos y ciudades, no hemos olvidado. El campo abierto sigue llamándonos quedamente, como una canción de infancia ya casi olvidada. Conquistamos lugares remotos con cierto romanticismo. Esa atracción, sospecho, se ha ido desarrollando cuidadosamente, por selección natural, como un elemento esencial para nuestra supervivencia. Veranos largos, inviernos suaves, buenas cosechas, caza abundante; nada de eso es eterno. No poseemos la facultad de predecir el futuro. Los eventos catastróficos están al acecho, nos cogen desprevenidos. Quizá debamos nuestra propia existencia, la de nuestra banda o incluso la de nuestra especie a unos cuantos personajes inquietos, atraídos por un ansia que apenas eran capaces de articular o comprender hacia nuevos mundos y tierras por descubrir. Herman Melville, en Moby Dick, habla en favor de los aventureros de todas las épocas y latitudes: «Me agita una atracción permanente hacia las cosas remotas. Adoro surcar mares prohibidos…». Para los antiguos griegos y romanos, el mundo conocido comprendía Europa, y unas Asia y África limitadas, rodeadas de un mundo oceánico infranqueable. Los viajeros podían toparse con seres inferiores, a los que llamaban bárbaros, o bien con seres superiores, que eran los dioses. Todo árbol poseía su dríade [1] toda región, su héroe legendario. Pero no había muchos dioses, al menos al principio, quizá sólo unas cuantas docenas. Habitaban en las montañas, bajo la superficie de la tierra, en el mar o ahí arriba, en el cielo. Enviaban mensajes a los hombres, intervenían en los asuntos humanos y se cruzaban con nuestra especie. Con el paso del tiempo, cuando el hombre descubrió su capacidad para explorar, empezaron las sorpresas: los bárbaros podían ser tan ingeniosos como los griegos y los romanos. África y Asia eran más extensas de lo que nadie había imaginado. El mundo oceánico no era infranqueable. Existían las antípodas. También se supo de tres nuevos continentes, que habían sido colonizados por los asiáticos en tiempos pasados sin que tales noticias alcanzaran nunca a Europa. Por otra parte, los dioses resultaban decepcionantemente difíciles de encontrar. La primera migración humana a gran escala del Viejo Mundo al nuevo se produjo durante el último periodo glaciar, unos 11.500 años atrás, cuando las crecientes capas de hielo polar rebajaron la profundidad de los océanos e hicieron posible el traslado por terreno sólido desde Siberia hasta Alaska.

Mil años después llegábamos a Tierra del Fuego, la punta más al sur de Sudamérica. Mucho antes que Colón, argonautas indonesios en canoas con balancín exploraron la parte occidental del Pacífico; oriundos de Borneo se establecieron en Madagascar; egipcios y libios circunnavegaron África; e incluso hubo una gran flota de juncos de alta mar, perteneciente a la dinastía china Ming, que cruzó el océano índico, estableció una base en Zanzíbar, rodeó el cabo de Buena Esperanza y penetró en el océano Atlántico. «En cuanto a la fábula de que existen antípodas —escribió san Agustín en el siglo V—, es decir, personas en el extremo opuesto de la Tierra, donde elsolsale cuando se pone para nosotros y cuyos habitantes caminan con los pies opuestos a los nuestros, no es creíble en modo alguno. Incluso en el caso de que allí existiera una gran masa de tierra desconocida y no sólo océano, únicamente hubo una pareja de antepasados originales, y es de todo punto inconcebible que regiones tan distantes pudieran ser pobladas por los descendientes de Adán.» Entre los siglos XV y XVII, barcos de vela europeos descubrieron nuevos continentes (nuevos, claro está, para los europeos) y circunnavegaron el planeta. En los siglos XVIII y XIX, exploradores americanos y rusos, mercaderes y colonos rivalizaron en su carrera por este y oeste, a través de dos vastos continentes hacia el Pacífico. Este entusiasmo desenfrenado por explorar y explotar, con independencia de lo irreflexivos que fueran quienes lo materializaron, entraña un claro valor de supervivencia. No se circunscribe a ninguna nación o grupo étnico concreto. Remite a un don que compartimos todos los miembros de la especie humana. Desde el momento en que surgimos, hace unos cuantos millones de años en el este de África, hemos ido forjando nuestro camino a través del planeta. Hoy hay gente en todos los continentes, en la isla más remota, de polo a polo, desde el Everest hasta el mar Muerto, en las profundidades del océano e incluso, ocasionalmente, puede haber humanos acampados a trescientos kilómetros cielo arriba, como los dioses de la antigüedad. En los tiempos que corren parece que ya no queda nada por explorar, al menos en el área terrestre de nuestro planeta. Víctimas de su notable éxito, hoy en día la gran mayoría de los exploradores prefieren quedarse en casa. Importantes migraciones de población —algunas voluntarias, pero la mayoría no— han modelado la condición humana. Hoy son mucho más numerosas las personas que se ven obligadas a huir de la guerra, la represión y la hambruna que en ningún otro periodo de la historia humana. Y dado que el clima de la Tierra va a cambiar en las próximas décadas, es muy probable que aumenten extraordinariamente las cifras de refugiados medioambientales. Siempre acudiremos a la llamada de lugares más propicios. Las mareas humanas continuarán creciendo y menguando alrededor del planeta. Sin embargo, los países que han de acogernos hoy en día ya están poblados. Otras personas, a menudo poco comprensivas con nuestra situación, han llegado allí antes que nosotros. A FINES DEL SIGLO XIX, Leib Gruber crecía en algún lugar de la Europa central, en un humilde pueblo perdido en el inmenso y políglota antiguo Imperio austrohúngaro. Su padre vendía pescado cuando podía. Pero los tiempos eran difíciles. De joven, el único empleo honesto que Leib fue capaz de encontrar consistía en ayudar a la gente a cruzar el cercano río Bug. El cliente, ya fuera hombre o mujer, montaba a espaldas de Leib; calzando sus queridas botas, las herramientas de su trabajo, el muchacho vadeaba el río por un tramo poco profundo con el cliente a cuestas y dejaba a su pasajero en la orilla opuesta.

En ocasiones el agua le cubría hasta la cintura. Allí no había un solo puente, ni tampoco ferrys. Quizá los caballos podían haber servido para ese fin, pero tenían otros usos. Ese trabajo quedaba para Leib y otros chicos jóvenes como él. Ellos no tenían otros usos. No había otro trabajo disponible. Así pues, deambulaban por la orilla del río anunciando sus precios y alardeando ante potenciales clientes de su superioridad como porteadores. Se alquilaban a sí mismos como animales cuadrúpedos. Mi abuelo era una bestia de carga. Dudo mucho que, en toda su existencia, Leib se hubiera alejado más de cien kilómetros de Sassow, el pequeño pueblo que le vio nacer. Pero entonces, en 1904, según cuenta una leyenda familiar, a fin de evitar una condena por asesinato decidió de repente huir al Nuevo Mundo, dejando tras de sí a su joven esposa. Qué distintas de aquella atrasada aldea hubieron de parecerle las grandes ciudades portuarias alemanas, qué inmenso el océano, qué extraños los altísimos rascacielos y el frenético ajetreo de su nuevo hogar. Nada sabemos de su viaje transoceánico, pero encontramos la lista de pasajeros correspondiente al trayecto cubierto con posterioridad por su esposa, Chaiya, que fue a reunirse con Leib en cuanto hubo conseguido ahorrar lo suficiente. Viajó en la clase más económica a bordo del Batavia, un buque registrado en Hamburgo. En el documento se aprecia una concisión que, en cierto modo, parte el corazón: «¿Sabe leer o escribir?». «No». «¿Habla inglés?». «No». «¿Cuánto dinero lleva?». Me imagino lo vulnerable y avergonzada que debió de sentirse al responder: «Un dólar». Desembarcó en Nueva York, se reunió con Leib, vivió el tiempo suficiente para dar a luz a mi madre y a mi tía y luego murió a causa de «complicaciones» del parto. Durante esos pocos años en América, en algunas ocasiones habían adaptado su nombre al inglés y la llamaban Clara. Un cuarto de siglo después, mi madre puso a su primogénito, un varón, el nombre de la madre que nunca llegó a conocer. NUESTROS ANTEPASADOS LEJANOS, observando las estrellas, descubrieron cinco que no se limitaban a salir y ocultarse en imperturbable progresión, como hacían las llamadas estrellas «fijas». Esas cinco presentaban un movimiento curioso y complejo.

En el transcurso de los meses parecían avanzar despacio entre las demás estrellas. A veces ejecutaban rizos. Hoy las llamamos planetas [2] , la palabra griega para designar a los nómadas. Era, me imagino, una peculiaridad que nuestros antepasados podían relacionar. Hoy sabemos que los planetas no son estrellas, sino otros mundos, gravitacionalmente ligados al Sol. Cuando estábamos completando la exploración de la Tierra, empezamos a reconocerla como un mundo entre una incontable multitud de ellos, que giran alrededor del Sol o bien orbitan alrededor de los demás astros que conforman la galaxia Vía Láctea. Nuestro planeta y nuestro sistema solar se hallan rodeados por un nuevo mundo oceánico, las profundidades del espacio. Y no es más infranqueable que el de otras épocas. Quizá todavía es pronto. Puede que no haya llegado el momento. Pero esos otros mundos, que prometen indecibles oportunidades, nos hacen señas. En las últimas décadas, Estados Unidos y la antigua Unión Soviética han logrado un hito histórico realmente asombroso, la exploración cercana de todos aquellos puntos de luz, desde Mercurio hasta Saturno, que maravillaron y despertaron la curiosidad científica de nuestros antepasados. Desde que, en 1962, se llevara a cabo con éxito el primer vuelo interplanetario, nuestras máquinas se han aproximado, han orbitado o tomado tierra en más de sesenta nuevos mundos. Hemos «errado» entre los «errantes». Hemos descubierto enormes elevaciones volcánicas que empequeñecen la montaña más alta de la Tierra; antiguos valles fluviales en dos planetas, curiosamente uno de ellos demasiado frío y el otro demasiado caliente como para albergar agua; un planeta gigante, con un interior líquido de hidrógeno metálico en el cual cabría mil veces la Tierra; lunas enteras que se han fundido; un lugar envuelto en nubes con una atmósfera compuesta de ácidos corrosivos, cuya temperatura, incluso en los altiplanos más elevados, supera la del punto de fusión del plomo; superficies milenarias sobre las cuales ha quedado fielmente grabada la violenta formación del sistema solar; mundos de hielo refugiados en las profundidades transplutonianas; sistemas de anillos, exquisitamente modelados, que ofrecen testimonio de las sutiles armonías de la gravedad y un mundo rodeado de nubes compuestas de complejas moléculas orgánicas como las que, en la historia primitiva de nuestro planeta, condujeron al origen de la vida. Silenciosamente, todos ellos describen órbitas alrededor del Sol, esperando. Hemos descubierto maravillas jamás soñadas por aquellos antepasados, pioneros en especular acerca de la naturaleza de las luces itinerantes que adornan el cielo nocturno. Hemos sondeado los orígenes de nuestro planeta y de nosotros mismos. Sacando a la luz otras posibilidades, enfrentándonos cara a cara con destinos alternativos de otros mundos similares al nuestro, hemos empezado a comprender mejor la Tierra. Cada uno de esos mundos es hermoso e instructivo. Pero, por lo que hasta hoy sabemos, son también, todos y cada uno de ellos, mundos desolados y estériles. Ahí fuera no existe «un lugar mejor». Al menos por el momento. Durante la misión robótica Viking, que se inició en julio de 1976, pasé, en cierto modo, un año en Marte. Examiné los cantos rodados y las dunas arenosas, el cielo rojo, incluso al mediodía, los antiguos valles fluviales, las altísimas montañas volcánicas, la feroz erosión del viento, el laminado terreno polar, las dos lunas oscuras en forma de patata.

Pero no había vida, ni un triste grillo ni una brizna de hierba, ni siquiera —en la medida en que podemos asegurarlo— un microbio. Esos mundos no han sido agraciados con la vida, como lo ha sido el nuestro. Comparativamente, la vida es una rareza. Podemos inspeccionar docenas de mundos y descubrir que solamente en uno de ellos surge, evoluciona y persiste la vida. No habiendo cruzado, en toda su existencia, nada más ancho que un río, Leib y Chaiya se graduaron en atravesar océanos. Contaban con una gran ventaja: al otro lado de las aguas los esperaban otros seres humanos, de costumbres extranjeras, eso es cierto, pero que hablaban su lengua y compartían, por lo menos, algunos de sus valores; también personas con las que establecieron una relación más íntima. En la actualidad hemos cruzado el sistema solar y enviado cuatro naves a las estrellas. Neptuno se encuentra un millón de veces más alejado de la Tierra que la ciudad de Nueva York de las orillas del río Bug. Sin embargo, no alberga parientes lejanos, no hay humanos ni, aparentemente, forma de vida alguna esperándonos en esos otros mundos. No hay cartas remitidas por emigrados recientes que puedan ayudarnos a comprender ese nuevo territorio, solamente datos digitales transmitidos a la velocidad de la luz por robots emisarios precisos e insensibles. Nos comunican que esos nuevos mundos no se parecen al nuestro. Pero seguimos buscando posibles habitantes. No podemos evitarlo. La vida busca a la vida. No hay nadie en la Tierra, ni siquiera el más rico de los hombres, que pueda permitirse el viaje; así pues, no podemos optar por marcharnos a Marte o a Titán por capricho o porque nos aburrimos, no tenemos trabajo, nos han reclutado para el ejército, nos sentimos oprimidos o porque, justa o injustamente, hemos sido acusados de un crimen. Este tema no parece prometer suficientes beneficios a corto plazo como para motivar a la industria privada. Si nosotros, los humanos, llegamos a viajar alguna vez a dichos mundos, será porque una nación o un consorcio de naciones opina que puede sacar algún provecho o que ello representa un beneficio para la especie humana. En este momento nos acucian muchos y muy graves problemas que compiten por esos fondos requeridos para enviar personas a otros mundos. De eso trata este libro: de otros mundos, sobre qué nos espera en ellos, qué nos revelan acerca de nosotros mismos y, dada la urgencia de los problemas a los que se enfrenta nuestra especie, si tiene o no sentido acudir a ellos. ¿Debemos primero resolver nuestros problemas? ¿Constituyen esos problemas un motivo para recurrir a otros mundos? En muchos aspectos, este libro es optimista en lo que se refiere a las perspectivas de la Humanidad. A primera vista puede parecer que los primeros capítulos se deleitan demasiado con nuestras imperfecciones. No obstante, proporcionan una base espiritual y lógica que resulta esencial para el desarrollo de mi argumentación. He tratado de presentar más de una faceta de cada tema. Habrá pasajes en los que doy la sensación de estar discutiendo conmigo mismo. De hecho es lo que hago.

Cuando descubro méritos en más de una de las partes, a menudo discuto conmigo mismo. Confío en que al llegar al último capítulo habrá quedado clara mi posición. Someramente, el plan de la obra es el siguiente: en primer lugar pasamos revista a las extendidas reivindicaciones formuladas a lo largo de toda la historia humana, en cuanto a que nuestra especie y nuestro mundo son únicos y desempeñan un papel central en el funcionamiento y la finalidad del cosmos. A continuación, nos aventuramos a través del sistema solar siguiendo los pasos de los últimos viajes de exploración y descubrimiento, para valorar los motivos aducidos generalmente en favor de enviar seres humanos al espacio. En la última parte del libro, la más especulativa, elaboro un esbozo de cómo imagino que puede desarrollarse a largo plazo nuestro futuro en el espacio. Un punto azul pálido trata de una nueva concepción, que va asentándose poco a poco, acerca de nuestras coordenadas, del lugar que ocupamos en el universo y de cómo, aunque la llamada de la aventura ha quedado amortiguada en nuestros días, un elemento central del futuro de la Humanidad está situado más allá de la Tierra.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |