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Un mar de problemas – Donna Leon

Pellestrina es una península arenosa, larga y estrecha que, con el paso de los siglos, se convirtió en tierra habitable. Discurre de norte a sur, entre San Pietro in Volta y Ca’Roman, a lo largo de diez kilómetros, sin alcanzar en ningún punto más de doscientos metros de ancho. Por el este, se encara al Adriático, mar que no se distingue por su placidez, pero la orilla occidental descansa sobre la laguna de Venecia, a resguardo de vientos y tempestades. El suelo es pobre, por lo que los habitantes de Pellestrina siempre han sacado su sustento del mar. Se cuentan muchas historias acerca de los hombres de Pellestrina, de la resistencia y de la fuerza que se han visto obligados a desarrollar, en su afán por arrancar del mar un medio de vida. Los viejos de Venecia recuerdan el tiempo en el que se decía de los hombres de Pellestrina que en invierno y en verano dormían en el suelo de tierra de sus barracas, y no en la cama, para levantarse de madrugada más ligeros y aprovechar la marea que los llevaría a sus caladeros del Adriático. Probablemente, esta historia sea apócrifa, como casi todas las cosas con las que se nos quiere convencer de lo dura que era la gente en los viejos tiempos. Sin embargo, lo cierto es que la mayoría de las personas que la oyen contar, si son de Venecia, la creen, como creerían cualquier relato que ponderase la rudeza de los hombres de Pellestrina y su indiferencia por el dolor y el sufrimiento, propios o ajenos. Durante el verano, Pellestrina bulle de turistas, llegados de Venecia y su Lido o de Chioggia, en el continente, para degustar marisco fresco y vino de aguja en bares y restaurantes. En lugar de pan, se sirven bussolai, pastas secas ovaladas cuyo nombre, quizá, se derive de bussola, brújula, por su forma. Con los bussolai se toma un pescado tan fresco que a buen seguro aún estaba vivo en el momento en que los turistas iniciaban el largo e incómodo viaje a Pellestrina. Cuando los turistas se levantaban de la cama del hotel, las branquias de las orate aún tremolaban al aire, ese elemento extraño; cuando los turistas embarcaban en Rialto, en un vaporetto madrugador, las sardelle aún se retorcían en las redes; cuando desembarcaban del vaporetto y cruzaban piazzale Santa Maria Elisabetta, donde subirían al autocar que los llevaría a Malamocco y el Alberoni, el cefalo era sacado del mar. Los turistas suelen dejar el autocar en Malamocco o en el Alberoni, toman un café, pasean un poco por la playa y contemplan los largos espigones que se adentran en el Adriático para tratar de impedir que sus aguas se precipiten en la laguna. Para entonces el pescado ya está muerto, aunque no es de esperar que esto lo sepan, ni les importe mucho, a los turistas, que vuelven a subir al autocar para hacer la breve travesía del canal en el transbordador y luego seguir viaje, en el mismo autocar o a pie, hasta Pellestrina y su almuerzo. En el invierno, las cosas varían. Cruza el Adriático desde la antigua Yugoslavia un viento helado cargado de aguanieve que te corta la cara. Entonces los restaurantes, tan concurridos en el verano, están cerrados y no volverán a abrirse hasta bien entrada la primavera. Mientras tanto, los turistas tienen que comer donde buenamente pueden. Lo que está igual en invierno y verano son los vongolari, los barcos almejeros que a docenas se alinean en el lado interior de la estrecha península y que salen a pescar todo el año, con y sin turistas, con frío y con calor, y sin que a sus tripulantes parezcan importarles todas esas leyendas que se cuentan de los aguerridos y nobles hombres de Pellestrina que no cejan en la lucha por arrancar al mar cruel el sustento para sus mujeres e hijos. Los barcos tienen nombres sonoros, Concordia, Serena, Assunta y son barrigudos y altos de proa, como los barcos de los cuentos infantiles. Cuando paseas junto a ellos al sol del verano, alargarías la mano para darles una palmada como acariciarías a un simpático poni o a un labrador cariñoso. A los ojos del profano, todas estas embarcaciones se parecen, con sus mástiles de hierro y la cesta metálica que se deja izada sobre la proa cuando el barco está amarrado al muelle. La cesta es rectangular y tiene el armazón cubierto por una especie de reja de gallinero, aunque mucho más robusta, ya que debe soportar el choque con las rocas del fondo o con algún obstáculo sumergido en la laguna. También ha de vencer la resistencia del lecho marino en el que se hinca para barrerlo y sacar a la superficie los kilos de chirlas y almejas que quedan atrapadas en la bandeja rectangular, de la que chorrean el agua y la arena, que vuelven a la laguna. Las diferencias que pueden observarse entre las embarcaciones son insignificantes: cesta un poco más pequeña o más grande, boyas despintadas o impolutas, una cubierta limpia que reluce al sol, o con manchas de herrumbre junto a la borda.


Durante el día, los barcos de Pellestrina se mantienen muy juntos, en amigable compañía; no más alejados unos de otros viven sus dueños, en las casas bajas del pueblo, que se extiende entre la laguna y el mar. Alrededor de las tres y media de una madrugada de primeros de mayo, se declaró un pequeño incendio en el camarote de una de estas embarcaciones, el Squallus, cuyo dueño y patrón era Giulio Bottin, que vivía en el número 242 de Via Santa Giustina. Los hombres de Pellestrina ya no tienen necesidad de regirse exclusivamente por las mareas y los vientos, ni limitar sus salidas a cuando éstos son favorables, pero cuesta abandonar costumbres seculares, y la mayoría de los pescadores madrugan y zarpan al amanecer, como si las brisas de la mañana aún pudieran influir en su velocidad. Faltaban dos horas para que los pescadores de Pellestrina —que ahora duermen en su casa, en la cama— tuvieran que levantarse, aún estaban en lo más profundo del sueño, cuando se inició el fuego a bordo del Squallus. Las llamas avanzaron sosegadamente por el suelo de la cabina de mando, hacia las paredes de madera de cada lado y el cuadro de instrumentos situado en la parte delantera, que era de teca. La teca es madera dura y arde despacio, pero a temperatura más alta que las maderas blandas y, al pasar del cuadro al techo de la cabina y la cubierta, el fuego avanzó a una velocidad pavorosa y abrió un agujero en la cubierta. Unas astillas ardientes cayeron en el compartimento del motor, donde incendiaron unos trapos húmedos de fuel que, a su vez, pasaron las llamas al conducto del carburante. Lentamente, el fuego consumió la madera que rodeaba el tubo hasta convertirla en ceniza, y entonces una partícula de soldadura se fundió, dejando un orificio por el que la llama entró en el tubo y avanzó a la velocidad del rayo hacia los motores y los dos depósitos de combustible que los alimentaban. Ninguno de los que aquella noche dormían en Pellestrina sospechaba la actividad de las llamas, pero todos se despertaron a un tiempo cuando los depósitos de fuel del Squallus explotaron llenando el aire de la noche de una llamarada deslumbrante, seguida, a los pocos segundos, de una estruendosa detonación que hasta los habitantes de la lejana Chioggia aseguraban, al día siguiente, haber oído. El fuego aterra en todas partes, pero en el mar y, en general, en el agua, sobrecoge todavía más. Los primeros que lo vieron desde la ventana del dormitorio dijeron después que habían visto el barco envuelto en un humo denso y viscoso que se formaba al contacto del fuego con el agua. Pero entonces las llamas habían tenido tiempo de pasar del Squallus a las embarcaciones amarradas a cada lado, que ya empezaban a arder, y el fuel despedido en siniestro surtidor había salpicado no sólo las cubiertas de los barcos vecinos sino también el atracadero, donde había incendiado tres bancos de madera. A la explosión de los depósitos del Squallus, siguió un momento de silencio y estupor, pero a continuación hubo en Pellestrina un estallido de ruido y movimiento. Se abrían puertas violentamente y los hombres salían corriendo a la noche; unos se habían puesto un pantalón encima del pijama, otros iban en pijama, unos se habían vestido y dos iban completamente desnudos, aunque nadie parecía reparar en ello, por la urgente necesidad de salvar los barcos. Los dueños de las embarcaciones amarradas a uno y otro lado del Squallus saltaron del muelle a la cubierta casi al mismo tiempo, a pesar de que uno venía de la cama de la mujer de su primo y había tenido que recorrer el doble de distancia. Los dos arrancaron los extintores de sus soportes y empezaron a rociar las llamas que había esparcido el líquido inflamado. Los dueños de los barcos amarrados más lejos del espacio ahora vacío en el que antes estaba el Squallus hicieron arrancar los motores y dieron marcha atrás rápidamente, para apartarse de los barcos incendiados. Uno de ellos, del pánico, olvidó soltar la amarra y arrancó un metro de tablas del costado. Pero ni al ver la madera astillada flotando en el agua pensó en volver atrás sino que siguió alejándose hasta que tuvo su barco a cien metros de tierra, lejos de las llamas. El hombre vio entonces que, poco a poco, en las cubiertas de los otros barcos, las llamas decrecían. De las casas más próximas llegaron dos hombres con sendos extintores. Saltaron a la cubierta de uno de los barcos y atacaron las llamas. Al mismo tiempo, el dueño del otro barco, que no había recibido tantas salpicaduras de fuel, conseguía controlar y extinguir las llamas con ayuda de la densa espuma blanca. El hombre seguía rociando la cubierta mucho después de que se hubieran apagado las llamas y no soltó el extintor hasta agotar la carga. Para entonces, más de un centenar de personas se apiñaban en el atracadero y daban voces a los hombres de los barcos que se habían alejado hacia el centro del puerto, a los que habían apagado los incendios o a los que estaban en tierra.

De todas las gargantas salían exclamaciones de ansiedad y desconcierto y preguntas de qué habían visto unos y otros y cuál había podido ser la causa del fuego. Pero la persona que lanzó la pregunta que los hizo enmudecer a todos, con un silencio que fue propagándose como de una herida mal curada se esparce la infección, fue Chiara Petulli, la vecina de Giulio Bottin. Estaba en primera fila de la multitud, a menos de dos metros del amarre metálico del que pendía el cabo ennegrecido que hasta hacía poco había sujetado al Squallus. Chiara se volvió hacia la mujer que estaba a su lado, la viuda de un pescador que había muerto en un accidente hacía un año y preguntó: —¿Dónde está Giulio? La viuda miró en derredor y repitió la pregunta. Lo mismo hizo la persona que estaba a su lado, y la siguiente. En cuestión de segundos, la pregunta había recorrido toda la multitud, sin hallar respuesta. —¿Y Marco? —preguntó entonces Chiara Petulli. Esta vez todos oyeron la pregunta. Aunque su barco yacía bajo las aguas someras, de las que sólo asomaban los extremos de unos mástiles chamuscados, Giulio Bottin no estaba en el muelle, y tampoco su hijo Marco, de dieciocho años y ya dueño de una parte del Squallus, que descansaba, quemado y muerto, en el fondo del puerto de Pellestrina, esa madrugada de primavera que, de repente, se había puesto más fría. CAPÍTULO 2 Entonces empezaron los cuchicheos, al tratar de recordar la gente cuándo habían visto a Giulio y a Marco por última vez. Giulio solía jugar a cartas en el bar después de la cena; ¿alguien lo vio anoche? Marco tenía una novia en San Pietro in Volta, pero allí estaba el hermano de la chica, que decía que ella había ido al cine en el Lido con sus hermanas. Nadie era capaz de imaginar siquiera qué mujer podía estar con Giulio Bottin. A uno se le ocurrió mirar en el patio de los Bottin y vio los dos coches, pero la casa estaba a oscuras. Una extraña reticencia, un cierto escrúpulo para admitir la eventualidad, impedía a la gente hacer cábalas sobre dónde podían estar. Renzo Marolo, que vivía en la casa de al lado desde hacía más de treinta años, se armó de valor para hacer lo que nadie se atrevía a proponer, y fue a buscar el duplicado de la llave donde todo el pueblo sabía que estaba, debajo del tiesto de geranios rosa de la ventana de la derecha. Renzo abrió la puerta y entró en la casa dando voces. Encendió la luz de la pequeña sala de estar y, al no ver a nadie, fue a la cocina, aunque no hubiera podido explicar por qué, ya que allí tampoco había luz y él no se molestó en encenderla. Luego, sin dejar de repetir los nombres de los dos hombres en una especie de monólogo, subió al piso y recorrió el pasillo hasta el mayor de los dos dormitorios. —Giulio, soy yo, Renzo —gritó, esperó, entró en la habitación y encendió la luz. La cama estaba sin deshacer. Desconcertado, el hombre cruzó el pasillo y encendió la luz del cuarto de Marco. Tampoco allí vio a nadie, aunque había un pantalón vaquero y un jersey delgado doblados en una silla. Marolo bajó la escalera, salió, cerró la puerta con suavidad y volvió a dejar la llave en su sitio. Luego dijo a los que aguardaban fuera: —Aquí no están. Tratando de tranquilizarse con la mutua compañía, el grupo volvió al muelle, donde seguían la mayoría de los vecinos de Pellestrina.

Algunos de los barcos que se habían puesto a salvo en aguas más profundas, regresaban lentamente a sus amarres. Cuando volvieron todos, el único hueco que quedaba, el que había dejado el Squallus, parecía ahora mayor que cuando sólo estaba flanqueado por los dos barcos dañados. Únicamente los mástiles asomaban del agua, en un ángulo extraño. El hijo de Marolo, Luciano, de dieciséis años, se acercó a su padre. Un ave acuática chilló a lo lejos. —¿Voy, papá? —preguntó el chico. Renzo había visto crecer a su hijo a la sombra o, para utilizar una metáfora más marinera, en la estela de Marco Bottin, que iba dos clases por delante en la escuela y siempre había sido el modelo que admirar y emular. Luciano sólo llevaba un pantalón vaquero con las perneras recortadas. No se entretuvo en ponerse una camisa cuando lo despertaron los gritos de su padre. Ahora se acercó a la orilla, se volvió e hizo una seña a su primo Franco, que estaba en primera fila de la multitud, con una gran linterna en la mano izquierda. Franco avanzó despacio, con timidez, reacio a atraer la atención de los pellestrinotti congregados. Luciano se quitó las sandalias y se zambulló hacia la izquierda de la proa del Squallus. Franco, con el brazo extendido, iluminaba el agua en la que el cuerpo de su primo se movía con la soltura de un pez. Una mujer se adelantó, luego otra y al poco toda la primera fila estaba asomada al borde del muelle. Dos hombres con linternas se abrieron paso para ayudar a Franco a iluminar el agua. Después de poco más de un minuto que se hizo eterno, apareció la cabeza de Luciano que se agitó hacia un lado para apartar el pelo de los ojos. —Alumbra la cabina —gritó a su primo y se sumergió con la agilidad de una foca. Los tres haces luminosos recorrían el casco del Squallus. De vez en cuando, captaban la mancha blanca de la planta del pie de Luciano, la única parte de su cuerpo que no estaba tostada por el sol. Lo perdieron de vista un momento, pero al poco cabeza y hombros rompían el agua. Volvió a desaparecer. Otras dos veces emergió, se llenó de aire los pulmones y bajó de nuevo a la barca hundida. Al fin salió a la superficie y se quedó flotando boca arriba aspirando el aire ansiosamente, con un jadeo ronco. Al verlo así, los que sostenían las linternas apartaron de él los haces de luz, para dejar que se recuperara, iluminado sólo por la claridad que empezaba a llegar del cielo y seguido por la curiosidad de la gente. De pronto, Luciano dio media vuelta y empezó a bracear torpemente, como nadan los perros, con un movimiento insólito en un nadador tan vigoroso, hacia la escala clavada a las tablas del embarcadero.

Cuando Luciano subía, la multitud se abrió delante de la escala y, en aquel instante, de las aguas del Adriático emergió el sol. Sus primeros rayos atravesaron la estrecha península por encima del muro del rompeolas e iluminaron a Luciano en lo alto de la escala, transformando a ese hijo de pescador en un rutilante dios pagano surgido de las aguas. Hubo una exclamación contenida, como ante una aparición. Luciano agitó la cabeza y las gotas de agua volaron hacia uno y otro lado. Después miró a su padre y dijo: —Los dos están en la cabina.

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