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Un instante de silencio en el paredon – Imre Kertesz

Cuatro discursos se pronunciaron hace un año en esta misma sala, y dos de los ponentes —Fritz Beer y George Tabori— introdujeron sus respectivas conferencias dedicadas a «su propio país» con la afirmación de que no existía un lugar al que ellos pudieran dar tal nombre. Los dos autores tuvieron, no obstante, la fortuna o, si se quiere, la previsión de abandonar a tiempo su suelo natal, antes de que los encarcelaran, los encerraran en campos de concentración o los mataran debido a su origen, a su modo de pensar o quizás a ambas cosas a la vez, o sea, tanto por su origen como por su modo de pensar. Esta vez tienen ustedes delante a un ponente a quien, dentro del marco internacional vigente en aquella época, las autoridades legítimas de su país —Hungría— entregaron en un transporte de mercancías sellado a una gran potencia extranjera con el objeto expreso de que fuera asesinado, por cuanto dicha gran potencia —la Alemania nazi— perseguía la eliminación masiva de los judíos aplicando unos métodos mucho más desarrollados. Después de sobrevivir al campo de concentración, esta persona volvió a aquel país ya no se sabe por qué: por el instinto del perro vagabundo tal vez, pero también quizá porque en aquellas fechas —con su cabeza de dieciséis años — consideraba ese sitio su hogar; más tarde, durante la ocupación rusa titulada socialismo, pasó cuarenta años de exilio interior en ese mismo lugar para reconocer por fin, después de la primera euforia por el vuelco de 1989, su inalterable extranjería, como si fuera la última estación de un larguísimo viaje, a la cual llegó, de hecho, sin haberse movido de su sitio, geográficamente hablando. Puede que un viaje concluido en tal lugar tenga también sus enseñanzas; si no lo creyera, no estaría aquí delante de ustedes. No hace mucho participé en un recital en la radio de Budapest y tuve el honor de leer allí el diario-novela de Sándor Márai titulado ¡Tierra, tierra! Sándor Márai, uno de los mejores y más interesantes escritores húngaros modernos, se exilió en 1948 antes de la total estalinización del país; durante cuarenta años estuvo prohibido, en la práctica, mencionar su nombre en «su propia tierra». Y él aún tuvo la ocasión de ser invitado a regresar de Estados Unidos a su patria después del vuelco de 1989, aunque él concebía el retorno a casa de una manera muy diferente que las autoridades culturales húngaras, las cuales sintieron de la noche a la mañana un enorme cariño por su persona: a los ochenta y nueve años de edad, se pegó un tiro en la soledad de su vivienda en San Diego. En el mencionado diario-novela, Márai describe los últimos preparativos previos a la emigración, las últimas semanas pasadas en Budapest. Con particular intensidad leí ante el micrófono sus solemnes ponderaciones sobre el futuro que le aguardaría si se quedaba, sus estremecimientos ante el previsible terror físico e intelectual, ante el «lavado de cerebro», ante la «pérdida del yo». Mientras leía, pensaba que, nacido treinta años después de mi compañero de profesión, me quedé aquí encallado de alguna manera, no me lavaron el cerebro (no lo consiguieron o simplemente se olvidaron de mi cerebro), y no perdí mi llamado yo (aunque a menudo cueste cargar con él). ¿Soy un culpable? ¿Un cobarde? ¿Un perezoso? No lo creo. Para expresarlo al modo de Sándor Márai: a alguien tenía que tocarle vivir esto. Sándor Márai fue, por cierto, uno de los primeros en reconocer la importancia de Franz Kafka fuera de su ámbito lingüístico y ya en 1922 tradujo al húngaro sus mejores relatos. Cuando Kafka se enteró de ello, enseguida protestó por carta a su editor Kurt WolfFy le señaló que tenía reservada la traducción de sus obras al húngaro a su conocido y amigo Robert Klopstock. Este tal Robert Klopstock era un aficionado a la literatura de origen húngaro que, de hecho, ejercía la profesión de médico y cuyo nombre aparece más tarde en los círculos literarios de los alemanes emigrados a Estados Unidos. La historia es como si el Kafka de carne y hueso de pronto se hubiera pasado al mundo ficticio de alguno de sus relatos. Para que se entienda: es como si yo, al enterarme de que Thomas Mann acaba de traducir uno de mis libros al alemán, comunicara a mi editor que confío más en mi médico de cabecera, el cual chapurrea un poco en alemán. No sé por qué les he contado esta anécdota. Tal vez para proyectar luz sobre un hecho: la ley de nuestro mundo es el error, el malentendido, el no reconocimiento del otro. Con qué facilidad y hasta premeditación elegimos para nosotros al intérprete equivocado y cuán fácil es equivocarse de lenguaje, que al final sólo muestra una caricatura de nuestros pensamientos. De todos modos, valoro la prudencia con que se eligió el título de este ciclo de conferencias: Discursos sobre el propio país —sí, creo reconocer en este título la manifestación de un tacto basado en un saber profundamente moderno. Podrían haber elegido otro. Discurso sobre la propia patria sería, por ejemplo, más atractivo, más sonoro y también más popular. Pero precisamente estas características harían que tal título quizá no sonara imposible, pero sí dudoso. Hay palabras que ya no podemos pronunciar con la imparcialidad con que tal vez las empleábamos antes.


Existen incluso palabras que en apariencia significan lo mismo en todas las lenguas, pero que la gente pronuncia en cada una con otro sentimiento y otra asociación de ideas. A mi juicio, el acontecimiento más grave y quizá no del todo valorado de nuestro siglo XX es que el lenguaje se contagió de las ideologías y se convirtió en algo sumamente peligroso. Wittgenstein, en sus apuntes publicados bajo el título de Cultura y valor señala que en tales casos conviene retirar una u otra expresión de la lengua y «mandarla a limpiar» antes de usarla de nuevo. Paul Celan, en su discurso pronunciado con ocasión de la concesión del premio literario de Bremen, también constata el fracaso de la lengua: «tuvo que atravesar las miles de oscuridades del discurso mortífero». Viktor Klemperer escribió un libro sobre la utilización nacionalsocialista del lenguaje; George Orwell creó a su vez un lenguaje totalitario ficticio, el new speak. En todas partes se dice que nuestros conceptos, tal como los empleábamos antaño, ya no poseen validez. De ahí viene la singular situación de que me pidan que hable de mi propio país y, en cambio, me embarque en una disquisición sobre la filosofía del lenguaje. «Patria» es, además, una palabra en la que realmente vale la pena detenerse un rato. Yo, por ejemplo, le tengo miedo. Pero seguramente se debe a las malas costumbres. En mi primera infancia ya aprendí que la mejor manera de servir a mi patria era realizando trabajos forzados y que luego me liquidarían. No estoy hablando en tono irónico: dentro de las actividades del movimiento juvenil paramilitar obligatorio —los «alevines»— teníamos que cantar canciones patrióticas con el brazalete amarillo puesto. Hoy por hoy, claro está, ya me oriento mejor en las encrucijadas de estas perversiones, aunque en mi infancia también percibía lo absurdo de la situación. Todo esto puede vivirse asimismo de otra manera. Permítanme referirme al ejemplo de Miklós Radnóti, el poeta húngaro que con sus diez últimos poemas sin duda ocupa un lugar destacado e indiscutible en la literatura universal. Esta gran alma, nacida judía, pero que ya en los primeros años de su juventud se convirtió al catolicismo por razones estéticas y por un profundo convencimiento interno, nunca abandonó su inquebrantable patriotismo. Se pasó años realizando trabajos forzados en campos vigilados por verdugos alemanes y húngaros y por último, ante el avance de las tropas aliadas, lo empujaron —con sus compañeros— hacia Alemania. En el camino se fue debilitando, el carruaje tirado por caballos al que arrojaron a los enfermos se quedó rezagado, los cocheros prefirieron preservar a sus valiosas caballerías porque los vigilantes húngaros debían presentarse a la noche en su unidad. Así pues, juntaron las cabezas por ver qué hacían con ese flete indeseado: la única solución que se les ocurrió fue fusilar allí mismo, al lado de la carretera, a los veintidós enfermos. Eso hicieron. Dos años más tarde, cuando se exhumó la fosa común, se encontró el cadáver del poeta; en el bolsillo del abrigo llevaba la libreta de apuntes, con los diez grandiosos poemas escritos en el Lager. Para dar forma poética a su amor por la patria eligió poco antes una perspectiva sumamente original: la del piloto del bombardero enemigo —es decir, anglo-americano— quien desde las alturas escruta como mero territorio y objetivo el paisaje que para el poeta significa algo muy diferente: la casa natal, la tierra de aquí abajo poblada por caminos entrañables, los recuerdos de infancia, las amistades, la mujer amada… Sin embargo, hay aquí algo sorprendente: los poetas no siempre saben cómo vivir, pero siempre saben, en cambio, cómo morir. Queda por ver qué impresión causaría este heroísmo de la fidelidad si el poeta no le hubiera puesto, además, el sello de su destino. En los campos de concentración y en las cárceles, el deseo de supervivencia proyecta particulares espejismos sobre el cielo impávido. ¿Cómo definir el concepto de patria sin este espejismo? El historiador francés Renán, gran experto en la cuestión, señala que ni la raza ni la lengua determinan una nación: los hombres perciben en el corazón que sus pensamientos y sentimientos son afines, como lo son sus recuerdos e ilusiones.

Yo, sin embargo, me di cuenta muy temprano que recordaba todo de otra manera y que mis ilusiones se distinguían asimismo de aquello que la patria exigía de mí. Esta diferencia considerada vergonzosa ardía en mí como un secreto y me excluía del altisonante consenso a mi alrededor, del mundo unánime de los hombres. Cargaba mi yo con un sentimiento de culpa y con una sensación de conciencia escindida hasta que —mucho más tarde— me percaté de que no era una enfermedad, sino más bien salud, y que cualquier pérdida quedaba recompensada por la lucidez y la ganancia espiritual. Vivir con un sentimiento de desamparo: hoy en día, es probablemente el estado moral en que, resistiendo, podemos ser fieles a nuestra época. ¿Queda aún un lugar, un papel, una influencia para el arte, la religión, la civilización? Aquello que llaman cultura, o sea, la creatividad universal de una comunidad más o menos grande, y el esfuerzo del hombre por ser mejor y más perfecto parecen simplemente abolidos. La ausencia del espíritu queda reflejada en una terrible falta de alegría, en el lamento mudo del ser humano que luego busca expresarse a través de frenéticos excesos. Formo parte de quienes participaron en las experiencias históricas y humanas más graves de este siglo, y cuando hablo de cualquier cosa en tanto partícipe de estas experiencias, siempre sólo puedo pronunciar necrologías. Nuestra mitología moderna empieza con un gigantesco punto negativo: Dios creó el mundo y el ser humano creó Auschwitz. No sé si se ha analizado con la debida minuciosidad la psicosis que antes definí como un sentimiento de culpa y un estado de conciencia escindida del yo. He vivido durante sesenta años en un país donde —excluyendo las dos radiantes semanas de la rebelión de 1956— siempre he estado del lado de los enemigos declarados. Mientras mi país combatía en el mismo bando que la Alemania nazi, depositaba todas mis esperanzas en las armas de las fuerzas aliadas; más tarde, en el período del llamado socialismo, deseaba la victoria del llamado capitalismo o, mejor dicho, el triunfo de la democracia sobre el partido único. Con qué facilidad pronuncié el concepto de «exilio interior» al comienzo de mi discurso; tal vez yo mismo he olvidado ya los aguijones de las depresiones, las angustias, pero quizá también los raros y breves momentos triunfales. «¿Sabéis qué es la soledad en un país que se celebra a sí mismo, que vive en la efervescencia de su incesante delirio? Pues os lo voy a contar…», escribí en mi libro titulado Diario de la galera; posiblemente, mis novelas dicen alguna cosa de este sentimiento, si no todo. Imagínense, por ejemplo, a un niño de catorce años, un chico bien plantado como podía ser yo en el verano de 1944. A pesar del sofocante día estival llevaba una chaqueta porque tenía cosida la estrella amarilla. Trabajaba por aquel entonces en la empresa de un pequeño industrial que fabricaba y reparaba maquinaria vinícola, y el jefe acababa de mandarme al centro de la ciudad a cobrar alguna factura pendiente. Cuando salí del edificio para encaminarme hacia el tranvía, los voceadores de periódicos salían corriendo de la cercana imprenta con los diarios frescos bajo el brazo y gritando a voz en cuello los titulares: «¡Ha empezado la invasión! ¡Ha empezado la invasión!». Era el 6 de junio, o sea, como supe un año más tarde, el día D. Compré un diario a toda prisa, lo abrí allí en medio de la calle y leí con una amplia sonrisa en los labios que habían desembarcado en Normandía los aliados, los cuales, según el periódico, «parecían consolidar sus cabezas de puente». De pronto alcé la vista porque percibí que la mirada de los transeúntes se fijaba en mí, en ese chico con la estrella amarilla en la chaqueta que se alegraba de manera ostensible del éxito enemigo. Es indescriptible la sensación que tuve cuando de golpe tomé conciencia de mi situación: fue como una caída inesperada al pozo sin fondo del sometimiento, del miedo, del desprecio, de la condición de extranjero, del asco y de la exclusión. Viví algo parecido unos veinte años más tarde, aunque con bastante más experiencia acumulada, cuando en 1967 la radio y la prensa de mi país esbozaban con tono delirante cómo iba a entrar Nasser en Tel Aviv… Como pueden ver, desde que nací y existo soy y he sido sin cesar un ser especial al que su propio país —mayormente totalitario— suele definir como «enemigo interno»; y cuando los representantes culturales de estas mismas autoridades mencionan cierta intelectualidad cosmopolita y ecléctica, apátrida y desarraigada, siempre enseguida me reconozco a mí mismo con una sonrisa que ya se ha vuelto habitual. Hablando ya sin rodeos y con claridad del «propio país»: existe un país en que nací, cuyo ciudadano soy y, sobre todo, en cuya maravillosa lengua hablo, leo y escribo mis libros; sin embargo, este país jamás ha sido mío; más bien, yo he sido suyo, y durante cuatro décadas demostró ser mucho más cárcel que hogar. Si quisiera llamar por su verdadero nombre al coloso, que era la forma adoptada por este país al que siempre me enfrenté, lo denominaría: estado. El estado, sin embargo, nunca puede ser nuestro.

El estado, estimados oyentes, es solamente un poder que guarda en su seno posibilidades secretas y terribles, que a veces más, a veces menos, se disimulan o se moderan, un poder que en raras ocasiones y por breve tiempo puede desempeñar incluso un papel saludable, pero que ante todo y sobre todo sigue siendo un poder al que hemos de enfrentarnos, que —cuando el sistema político lo permite— hemos de civilizar, controlar, tener a raya e impedirle en todo momento que sea lo que debe ser por su naturaleza: puro poder, poder estatal, poder estatal total. No hace mucho, Ilse Aichinger inició con las siguientes palabras el discurso pronunciado con ocasión de la concesión del premio nacional austríaco: «La inseguridad ante el estado —cualquier estado—, la inseguridad ante los departamentos y oficinas de la administración pública, ante los edificios siempre hoscos y clasicistas que albergan ministerios y autoridades y los correspondientes negociados y despachos —y en caso de guerra incluso las oficinas del registro civil—, esa inseguridad surgió en mí muy temprano. Como casi todos los niños, preguntaba mucho. Pero nunca pregunté nada respecto al estado; tenía la sensación de que el estado posee demasiadas caras, que una cara tapa la otra y que cada órgano estatal se mantiene alerta para defender al otro. Así las cosas, la persona difícilmente saca algo en claro». Creo, en efecto, que todos nosotros empezamos conociendo y experimentando de esta forma el estado y admito la posibilidad de diferencias no sólo de matiz en cuanto a cómo estas experiencias nos configuran o nos deforman. No obstante, quien como yo ha sido educado por el estado total y totalitario no puede sustraerse a la globalidad de esta experiencia porque toda su vida transcurre dentro de su marco. Es cierto lo que digo en mi Diario de la galera: «me salvó del suicidio (de seguir el ejemplo de Borowski, Celan, Améry, Primo Levi y otros) la sociedad que tras la vivencia del campo de concentración demostró en la forma del llamado estalinismo que no se podía ni hablar de libertad, liberación, gran catarsis, etcétera, de aquello que los intelectuales, pensadores y filósofos de otras regiones del mundo más afortunadas no sólo mencionaban, sino en lo que a buen seguro también creían; me salvó la sociedad que me garantizaba la continuación de una vida esclavizada y que de este modo excluía también la posibilidad de cometer cualquier error. Por eso no me llegó el aguaje de la desilusión, el cual empezó a golpear, como una marea creciente golpea alrededor de unos pies que huyen, en torno a personas de vivencias afines, pero residentes en sociedades más libres y, por mucho que apuraran los pasos, el agua poco a poco les llegó hasta el cuello». Como pueden ver, pues, debo mucho a mi propio país a pesar de todo. Aunque suene a ironía a la luz de lo dicho, no lo digo con ironía, sino que es la misma verdad la irónica. Porque si bien me crié en la nada y desde mi primera infancia aprendí a adaptarme a la nada, a moverme y a manejarme en ella con la mente clara o, mejor dicho, con la mente práctica, porque la nada representaba para mí la vida en que yo debía orientarme, cosa esta que no resulta más difícil que para un niño aprender a hablar, jamás habría conseguido algo si no se hubiera mantenido intacta, a pesar de todo, mi fe en los valores originales o, si se quiere, originarios. ¿Pero de dónde vienen estos valores —me preguntaba una y otra vez—, si todo el mundo a mi alrededor los niega, de dónde procede nuestra confianza en ellos, si en la vida práctica encontramos única y exclusivamente su negación? Entiendo esta confianza en el sentido de que el hombre pone en juego la vida por estos valores y luego se queda solo con ellos, como el detenido en una celda individual que ya no espera el juicio sino sólo la sentencia: hemos de considerar, además, que la sentencia favorable siempre sólo puede significar la negación de todos sus esfuerzos. Así las cosas, me críe en este país, y en este país tomé conciencia de mí mismo. En este país conocí la verdadera naturaleza de mis experiencias, que en un mundo más libre quizá habría permanecido oculta ante mi mirada. En este país me hice escritor. Y como escritor, este país me obligó a separar la realidad de la lengua, el concepto de su contenido o, si se quiere, la ideología de la experiencia. Es una cuestión crucial para el escritor, incluso desde la perspectiva de su oficio, de la técnica literaria, por cuanto él debe trabajar con una materia duradera por el mero hecho de las características propias de las formas artísticas. Aunque no sea otra cosa, esta exigencia lo enfrentará tarde o temprano con la realidad del mundo que lo rodea. Y se verá obligado a constatar que esta realidad no sirve ni para el objetivo de la forma artística ni para el de la transmisión artística, entre otras razones porque es más pesadilla que realidad. Sus valores son falsos, sus conceptos son incomprensibles, su existencia es arbitraria, su continuidad depende de oscuras relaciones de poder, y mientras domina la vida de manera total, carece de vida en su interior. Tal descubrimiento puede trastocar con facilidad el equilibrio psíquico de la persona. El hombre se pone a escribir una y otra vez y no puede liberarse de una sensación de carencia. Cree primero que el defecto se halla en su materia, luego se da cuenta que debe buscar el error en sí mismo: simplemente, ve las cosas desde la perspectiva equivocada y esto lo obliga al autoanálisis. Poco a poco toma conciencia de que piensa de forma obsesiva, para emplear un término psicológico, y que esta obsesión le viene en gran parte impuesta desde fuera.

Reconoce que vive en un mundo ideológico. Donde el totalitarismo ideológico golpea con más fuerza, en el fondo, es en la creatividad; por otra parte, es precisamente a la luz de la creatividad donde mejor se manifiesta su carácter absurdo. De hecho, no conozco una obra verdaderamente importante y creíble, concebida en el mundo totalitario de la cruz gamada o de la hoz y el martillo o dedicada a él, que no lo describa por fuera desde su lado absurdo o por dentro desde la perspectiva de las víctimas. Porque sólo estas dos actitudes, la de la utopía rechazadora y sobre todo la de la existencia de las víctimas, superan el mundo cerrado del totalitarismo y vinculan este mundo mudo e insalvable al mundo eterno de los seres humanos.

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