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Un Hombre Normal. Ja – Myriam Ojeda Moran

Esta vez la había liado a base de bien. No había tenido bastante con haber topado con todos los indeseables de mi cuidad, sino que, por si fuera poco, me enchochaba un pelín de más de un lobo con piel de cordero, que después de regalarme el oído y haber pasado su lengua por mi culo —en sentido figurado— me había dado la patada padre dejándome sin motivo aparente. Al menos había tenido la decencia de dejarme mientras disfrutaba de unos días de vacaciones ¡Qué considerado el zagal! Llevaba tres días como una zombi deambulando por mi apartamento. Podría haber aprovechado los días libres de los que disponía para ir a la playa e ir cogiendo un poco de tono en la piel, o para viajar a algún sitio recóndito, e incluso para ir a Ibiza y pegarme la fiesta de mi vida, pero… ¡no! En vez de ello, me había quedado en casa llorando a lágrima viva por «mi desgracia». Y ¿qué es lo más curioso de todo? Que yo era terapeuta, concretamente me dedicaba a tratar los trastornos de separación afectiva. En las once reuniones semanales que mantenía con mis cinco grupos, tratábamos las distintas etapas de la separación, haciendo hincapié en lo desastrosa que es la Dependencia Emocional. ¿Y qué estaba haciendo yo? Desoyendo completamente mis propios consejos y comportándome como una idiota llorona que se sentía una basura porque un maleante la había dejado. Y realmente no sabía con exactitud qué era lo que más me dolía de todo aquello, ya que yo misma me había replantado semanas antes la posibilidad de terminar la relación. No era un secreto el hecho de que no estábamos bien, pero yo había hecho un esfuerzo titánico en intentar que la cosa reflotara, y… me había autoconvencido tanto de ello que no podía entender por qué me había dejado así sin más. Pero lo entendiera o no, el caso es que lo había hecho. Y yo me encontraba pasando el duelo. ¡Necesitaba una terapeuta! 1 Me di un golpe en la cabeza por no haber desconectado el telefonillo. Creía haber dejado claro a todas mis amigas, por un «poco simpático» mensaje, que no estaba para nadie, incluso había recalcado el «NADIE», con mayúscula, acompañado de diferentes signos de exclamación. A mi edad me cabreaba que todo pretendieran solucionarlo saliendo de fiesta. Estaba claro que lo hacían para animarme, pero aquello, más que consolarme o animarme, me molestaba muchísimo. No quería salir, emborracharme y liarme con cualquier tunante que solo buscara el morreo fácil con la borracha de la noche. Eso podía servir cuando tenía veinte años y lo dejaba con el típico inmaduro que piensa con el pene, pero ya tenía veintisiete años, a pocas semanas de cumplir veintiocho, y necesitaba algo más… Quizá una tarde tranquila, un café, y llorar desconsoladamente culpándome a mí misma de todo, vamos, todas esas cosas que no les he permitido hacer a mis amigas cuando ellas han estado en mi posición. Pero ahora era yo la que estaba jodida, y a mí se me tenía que respetar ¡He dicho! Miré el móvil. ¡Genial! Todas mis amigas me habían hecho caso. Conociendo como conocían mi carácter habían preferido darme por perdida; todas menos Cristina. Me sacaba de quicio casi todo el tiempo que pasábamos juntas, sin embargo, era la única con la que prefería estar, casi siempre: lo de «casi» viene porque nos peleábamos demasiado. El telefonillo llevaba sonado unos veinte minutos, y me decidí a abrir. Ni siquiera me había molestado en peinarme o quitarme el cochambroso pijama horrendo de entre tiempo que llevaba. En los últimos tres días había sido mi única compañía. Y… sí, era algo asqueroso.


—¿Cuánto tiempo crees que hubiera sido capaz de estar abajo esperando a que me abrieras? —dijo Cristina mientras entraba en mi casa como una exhalación. Olí su perfume cuando pasó por mi lado y entendí que necesitaba una ducha. —Probablemente todo el día —exclamé de mala gana—. Por eso mismo te he dejado entrar. ¿Qué haces aquí? —Comprobar que sigues viva, aunque por el olor, lo estoy dudando seriamente. Me eché a reír sin ganas, me senté en el sofá mientras observaba cómo Cristina se recogía su cabello moreno y empezaba a recoger algunas cosas que habían desperdigadas por la cocina; resultaba graciosa, desde un punto de vista cómico. Cris era bajita, morena y con los ojos grandes. Observaba muy atenta cómo revoloteaba, de mala gana, por mi cocina. Y es que verla enfadada resultaba cómico, y ni qué decir cuando salía a flote su lado irónico que complementaba, con harmonía, su particular carácter; quizá si hubiera sido como ella, todo me hubiera sudado el papo. Antes de lo esperado había recogido la cocina y había empezado a ordenar el salón, mientras yo seguía enfurruñada en el sofá sin perder detalle de lo que hacía mi amiga. —¿Piensas quedarte sentada todo el día? Mañana empiezas a trabajar y tienes la casa hecha una puta pocilga. —Cállate, toda la culpa la tienes tú. Dejó caer las cosas que tenía en las manos y se cruzó de brazos, de no haber estado de mal humor me hubiera reído. —¿Has dicho que la culpa es mía? —Sí —¿Por qué? —Por gafarme la relación. Todo iba bien hasta que me dijiste que había algo en él que no te gustaba: ¡siempre me gafas! Se echó a reír y estuve a punto de darle un puñetazo. —Yo no tengo la culpa de que escojas a los tíos que tienen tatuado «CAPULLO» en la frente, con luces de neón. Yo no te gafo nada, simplemente acierto todas las veces que te lo digo, y eso no es gafar, es ser intuitiva. —Pues no me hagas decirte dónde puedes meterte tu intuición —susurré poniéndome de pie y caminando hacia mi habitación. —Dúchate mientras lo vas pensando, y yo iré terminando de recoger todo el desastre que tienes aquí. ¿Has oído hablar del síndrome de Diógenes? Sonreí sin poderlo evitar, no podía decirle nada, tenía la casa hecha un auténtico desastre. Pero es que estaba tan desubicada que no tenía ganas de recoger nada y, lógicamente, poco a poco, todo iba acumulándose. Normalmente suelo ser una maniática del orden, menos cuando me dan bajones, es entonces cuando mi yo interior se ve reflejado en el caos que se muestra a mi alrededor. A decir verdad, no estaba enfadada con Cristina, de hecho le daba las gracias por ser tan sincera. En el momento que me dijo que había algo en Nico que no le gustaba, me puse ojo avizor y, como siempre ocurría, tenía razón. No voy a negar que en el momento en el que me dijo que lo nuestro debía acabar me descolocó, pero a su vez algo me mantuvo medianamente serena; se trataba de esa parte de mí, que suelo silenciar cuando está de acuerdo con Cristina.

Cuando salí de la ducha me sentí realmente bien, al menos me sentía persona y no un despojo mal oliente. Mi cara seguía siendo algo difícil, mis ojos oscuros parecían más oscuros a causa de las ojeras, pero que mi piel tuviese ese tono algo moreno —herencia de mi padre—, ayudaba bastante a que no pareciera una aparición. Volví de nuevo al salón, Cristina estaba ordenando el armario de mi cocina. Yo solía guardarlo todo en el primer sitio que encontraba, sin preocuparme, sin embargo ella era una maniática enfermiza y siempre que venía a mi casa se dedicaba a sacarlo todo y ordenarlo. Clasificaba los alimentos según el orden de prioridad o necesidad. Tras su paso podía pasar varias horas intentando encontrar todo aquello que necesitaba. —Voy a bajar a tomarme un café, ¿te vienes? —Se dio la vuelta y me miró con las cejas fruncidas. —¿Con el desastre que tienes aquí? —Cristina, ¿qué más te da cómo tenga el mueble de mi cocina? Si ya ni siquiera vives conmigo. —¡Gracias a Dios!, porque acabaría dándome un infarto a causa de tu desorden. Salí de mi casa sonriendo aún sin ganas. Cristina seguía sintiéndose culpable por haber dejado de vivir conmigo para dar un paso más en su relación con Marcelo. Aunque no me lo dijera, seguía sintiéndose responsable de mí, y lo más curioso es que yo era mayor que ella. Cuando nos conocimos, con doce años, no imaginábamos que terminaríamos viviendo juntas durante dos años enteros. ¡Y sin matarnos! Pero para sorpresa de todos lo llevamos bien. No fue hasta que conoció al flamante Marcelo que decidió arriesgarse y vivir el amor en toda su plenitud. No la culpaba, había conocido a la horma de su zapato. ¿Y qué hacer cuando eso ocurre? Pues exprimir cada momento al máximo. Mi atuendo aquella mañana era algo desastroso, pero no pensaba irme muy lejos, pensaba tomarme un café justo debajo de mi casa. Lo último que me apetecía era pasearme. Había elegido unos pantalones cortos vaqueros y una camiseta gris que, con un solo uso, quedaría para hacerla trapos obligatoriamente. Todavía tenía el pelo húmedo, pero recogérmelo me suponía un trabajo extra que, dado el nivel de vaguería que tenía, no estaba dispuesta a realizar; pero… a mediados del mes de junio se agradecía llevar el pelo mojado. Me senté en la mesa que solía compartir con Nico cuando, ocasionalmente, tomábamos café antes de ir a trabajar. Podía haber cambiado de mesa, pero era un animal de costumbres; además, mirar a la gente pasar me distraía bastante. Había decido aprovechar mis horas muertas en aquella cafetería para echarle un vistazo a la lista de mi nuevo grupo de terapia, a decir verdad, «Mis» nuevos grupos de terapia. Cada día tenia uno distinto y me acompañarían durante once reuniones semanales.

Finalmente siempre acababa centrándome en cada uno de los grupos, pero las primeras reuniones solían ser caóticas. Cinco grupos al mismo tiempo resultaba ser un tanto confuso. Afortunadamente todos empezaban a la misma vez, por ello daba las gracias. Como había previsto, la mayoría eran personas de mediana edad que se había separado después de un porrón de años casados, pero llamó mi atención el incremento de chicos y chicas de mi edad. Aquello me hizo pensar. ¿Nuestra generación estaba en decadencia? ¿Sabrían aceptar consejos de una terapeuta de su misma edad? Bueno, fuera como fuera tendría que comprobarlo. Entré a trabajar para la organización Esperanza dos años atrás. Había sido toda una suerte, ya que acababa de terminar mis estudios y encontrarme de frente con aquella oportunidad hizo que me creyera la reina de Saba. Los inicios fueron algo duros. En muchas ocasiones escuchaba testimonios de vivencias que desconocía, y que incluso me venían algo grandes, así que tenía que tirar de las pequeñas chuletas que conservaba para saber abordar ciertos temas algo comprometidos. Gracias a Dios aprendí deprisa, y con el tiempo llegué a ser una de las terapeutas que más grupos tenían a su cargo. Mi línea de trabajo era clara: hablar y desahogarse. Sonreí al reconocer la foto de carnet de un chico que figuraba en una de las listas. Era la tercera vez que acudía a terapia. Yo le hubiera dicho que era un caso perdido, pero Elena, la directora de todo el cotarro, y mi jefa, me lo prohibió. Las plazas eran limitadas y el hecho de que este chico acudiera por tercera vez era algo que, sencillamente, me molestaba. Claro que, con el humor que tenía aquel día, cualquier cosa me habría molestado, incluso la irrupción del actor de la serie Lucifer en aquella cafetería buscándome desesperadamente. Bueno, quizá eso no, pero todo lo demás sí, incluida la camarera que se había olvidado de servirme el café solo, con un hielo que le había pedido. Levanté la cabeza y la busqué con la mirada. Resoplé de mala gana al verla charlar divertida con un grupo de chicos. La miré insistentemente para que se sintiera molesta y mirara en mi dirección, pero nada, la tipa me estaba ignorando a las mil maravillas. Y no me extrañaba que lo hiciera, debía oler a humor rancio desde lejos. Aburrida, y viendo que nadie reparaba en mí, miré hacia la barra con la esperanza de encontrar a alguien más que pudiera prepararme un puto café. Encontré a un chico que sonrió cuando nuestras miradas se encontraron; tenía los ojos más azules que había visto nunca. Estaba apoyado en la barra y no dejaba de mirarme, quizá esperando un saludo o algún tipo de reconocimiento.

Lo miré fijamente, tenía buena memoria y sabía que no lo había visto nunca. Miré a ambos lados, incluso detrás de mí, pero aquellos ojos permanecieron fijos en mí. Agaché la cabeza nerviosa, devolví la vista a mis papeles deseando que dejara de mirarme. No podía evitar volverme torpe y tímida cuando me sentía observada. Resoplé varias veces, pero no fue suficiente para dejar de sentir aquella presión que se siente cuando alguien te observa. Presión que aquella camarera había llevado a las mil maravillas. Tragué saliva, estaba claro que no lo conocía. Si alguna vez en mi corta vida me hubiera topado con un hombre así, creerme que lo recordaría. Era distinto al prototipo de chico en el que solía fijarme y completamente opuesto al tipo de tío con el que acababa encamada, muy a mi pesar. Tenía el pelo rubio ondulado y revuelto. Al observarle apareció en mi mente la imagen de una tabla de surf, imagino que fue su look surfero fue lo que llamó mi atención. Tenía unos ojos vivaces azules que podía distinguir a la distancia que nos separaba, que no era mucha. Sus dos hoyuelos, acentuados, me dieron a entender que estaba sonriendo con ganas y volví a ruborizarme mirando hacia otro lado, fue ahí cuando quise morirme. El reflejo que me devolvió el cristal casi me provoca un ataque epiléptico. Mi pelo había empezado a secarse y empezaba a parecerle a Mufasa, por no hablar de la ropa de pordiosera que llevaba puesta. Apreté los labios y me acordé de todo el monte Olimpo. Fingí que no me importaba parecer una politoxicómana, levanté el mentón, haciendo gala de toda mi elegancia — en aquel momento inexistente—, y me recogí el pelo, consiguiendo algo parecido a un nido de pájaros. Resentida y resignada como estaba, solo podía hacer una cosa: centrarme en los papeles que tenía delante e ignorar a ese chulazo de sonrisa resplandeciente y rostro dulce como la miel. Casi lo consigo. Digo casi porque sentí como se iba acercando más y más a mí. Cuando levanté la vista, él se había sentado en la silla que había frente a mí, y casi me ahogo con mi propio aire. Me quedé sin saber qué decir mientras él me miraba sonriendo como si fuese lo más divertido que había en aquel lugar. Cuando reparé en el aspecto que tenía mi pelo y mi pinta en general, lo entendí todo. —Deja de preocuparte tanto por tu aspecto —dijo con una voz tan sensual que la sentí en mi entrepierna—. Estás perfecta así, natural.

Abrí los ojos de golpe y no pude evitar una mueca, aquello debía de ser una broma, y si no, el politoxicómano era él. —¿Perdona? —susurré—. ¿Te conozco? Negó con la cabeza y no pude evitar mirar su cuello. —Te he visto alguna vez por aquí, aunque llevaba días que no te veía. Sé que las rupturas son difíciles, pero ¡créeme!, ese tío no era para ti. No pude evitar toser, el aire se me había quedado en la garganta y ni salía ni entraba. Después de toser varias veces perdiendo el poco glamour que había conseguido, lo miré perpleja. —¿Ruptura? ¿Cómo? —Lo vi contigo aquí una tarde —Se echó a reír por algo que solo el sabia y yo aluciné aún más con su actitud—. Debo decir que acerté en mi predicción. En aquel momento me quedé petrificada, ¡aquello era surrealista! Un chico al que no conocía de nada, guapo a rabiar, y visiblemente pirado, se había sentado en mi mesa y me había hablado como si me conociera; me faltó el canto de un duro para caerme de la silla. —No quiero ser brusca, no te conozco de nada y, sinceramente, no estoy de humor para tonterías. No sé si esto es una broma de Izan, o si mi mala suerte es tan bestial que ha hecho que el único loco que hay aquí se acerque y me hable, pero sea como sea, no es el momento ni el día. En contra de todo pronóstico hizo una mueca graciosa y tuve que hacer verdaderos esfuerzos por no echarme a reír. Aquel chico tenía algo en la cara que invitaba a sonreír, no de una manera burlona, sino de una manera coqueta. A decir verdad, aunque por dentro estuviera riéndome, por fuera mantenía mi misma expresión de pasa y disgusto. —No estoy loco, ni mucho menos estoy de broma. No tengo el placer de conocer a ese tal Izan, pero sé que lo tienes en gran estima, probablemente no se hubiera sacado la carrera sin ti. Me llevé las manos a la frente y resoplé. —¿Quieres parar de hacer esto? ¿Quién eres? —¡Oh! —Se lamentó y me sonrió a modo de disculpa—. Perdona, a veces me pasa. Lo siento, me llamo Quim. —Quim —repetí. —Sí, Quim, es el diminutivo de Joaquim. Asentí mientras miraba atentamente los hoyuelos de su sonrisa. —Bueno pues… encantada Quim.

Yo soy Paula, sin diminutivos, Paula a secas. Se echó a reír, aunque por mi tono había sonado borde, pretendía ser graciosa. —Muy bien Paula a secas, perdona que te haya avasallado así, hay veces que no sé bien cómo acercarme a las personas —Lo miré con detenimiento. ¿Por qué alguien iba a querer acercarse a mí? Si iba echa un despojo—. Llevo unas semanas coincidiendo contigo aquí, tu no me habías visto porque siempre estas con cosas en la cabeza. Además, acercarme para decir las cosas que digo yo, no suele ser fácil. —¿Eres El Cobrador del Frac? Me sonrió y disimulé un suspiro como pude. —No. —¿Entonces? —Soy vidente. Abrí los ojos de golpe y me eche atrás en la silla. Quise permanecer serena, pero toda aquella situación me parecía tan surrealista que no pude evitar echarme a reír a carcajadas. Él sonreía de verme reír de aquella manera, pero no tenía pinta de haber dicho nada que no creyera. —¿Vidente? —susurré mientras me secaba las lágrimas. —O adivino, como quieras llamarlo —Sentenció para mi sorpresa. Le miré perpleja. —Mira, la verdad es que me has hecho reír y por ello te doy las gracias, pero en serio, esto no es necesario. —Te repito que no estoy bromeando. Apoyé los codos en la mesa y me sujeté la cabeza, que en aquel momento me pesaba toneladas, le miré directamente a los ojos: era una auténtica pena que aquel chico tan guapo estuviera loco. —Muy bien, así que tú eres vidente, ¿verdad? —asintió—. Entiendo. ¿Tienes algún mensaje de los espíritus para darme? Sonrió con dulzura y se apoyó en el respaldo de la silla. —De momento no hay ningún mensaje, aunque soy vidente no médium. —¿Y la diferencia es…? —El médium ve espíritus, yo solo hago predicciones y presiento cosas sin quererlo, como ha sido en tu caso. Aunque aquí he de decir que he venido a hablar contigo porque quería hacerlo. —Gracias por la parte que me toca —dije mirándolo como si estuviera viendo un payaso saltando a la comba—.

Bueno, Quim, ¿qué quieres decirme? ¿Qué visión has tenido de mi futuro? Me miró con el semblante serio y yo no pude evitar sonreír, era más que obvio mi tono de ironía. ¿Vidente? ¿En serio? —No me crees, ¿verdad? —dijo mirándome detenidamente, lo que me puso nerviosa. —Hombre, pues la verdad es que no. —¿Me dejas intentarlo? —Me encogí de hombros evitando echarme a reír—. De acuerdo, eres terapeuta. Te gusta tu trabajo, aunque muchas veces te aterroriza poder parecerte a tus pacientes. Te llevas bien con tus padres, en especial con tu hermana, la que, por cierto, acaba de conseguir publicar un libro —Mi sonrisa fue desapareciendo—. Habías intentado desoír tu propia voz interior que te avisaba de que tu relación no acabaría bien. Que se haya marchado sin darte explicaciones, confirmando así tus temores, te ha dejado una sensación de vacío enorme. No es porque realmente estuvieras perdidamente enamorada, pero querías que esta vez fuera diferente, aunque en tu foro interno sabes que eliges mal a los hombres. Escucharle decir aquello me había borrado la sonrisa burlona de la cara. Por el momento estaba dando en el clavo en todo, pero mi mente racional no podía admitir eso. ¿Videncia? ¡¿Estamos locos?! —Ya —susurré—, no está mal, pero acabas de describir al setenta y cinco por ciento de las mujeres de mi edad; como verás, no es algo muy sorprendente. —He dejado lo bueno para el final —Se me heló la sangre de golpe—. Por mucho que quieras, no podrás dejar de pensar en mí, algo que, sinceramente, me agrada. Mañana te levantarás enérgica, irás al trabajo y te irá bien hasta que te topes con alguien de tu pasado que te hará replantearte muchas cosas. Pero no quiero decirte mucho más, no quiero que pierdas el efecto sorpresa. Además, varias casualidades harán que te acuerdes de mí en determinados momentos. Entonces, te darás cuenta de que no estoy loco y, por alguna razón que no sabes, te darás cuenta de que he acertado. Así que… serás tú la que venga a buscarme —Le miré asombrada—. Hasta0 mañana, Paula a secas. Se puso de pie y después de otra enorme sonrisa se dio la vuelta y desapareció por la puerta de la cafetería, dejándome helada y nerviosa. Cuando llegué a casa aún seguía flasheada. Cristina ya se había marchado. «¡Mierda!».

Me quedé con muchas ganas de contarle a alguien mi experiencia con el tarado más guapo con el que había tenido el placer de coincidir. Después de echarme en el sofá un rato para mirar las musarañas que bailaban danzas mágicas en el techo, decidí leer un poco, tenía que pensar en dormir si quería estar con energía el día siguiente, pero como siempre pasa cuando un libro es bueno, me dieron las tantas leyendo.

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