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Un episodio nacional – Carlos Mayoral

El día que aspiras el aroma de la muerte, este no te abandona jamás. Doña Isabel Orgaz apenas había podido pegar ojo esa noche calurosa de verano por culpa de cierta migraña crónica y algún que otro desliz en la conciencia, pero lo cierto es que no fue hasta que las moscas empezaron a posarse sobre su carne desnuda cuando el sueño se volvió inalcanzable. Lo primero que pensó, así de vulgar resulta a veces la mente, es que aquellos insectos no volaban de noche. Doña Isabel no sabía que el fenómeno tiene que ver, precisamente, con el exceso de luz que le ha deslumbrado hasta despertarla. Con algo de crispación intentó apartarlas a manotazos torpes, pero el Madrid del mes de julio es un Madrid tan asfixiante que al terminar los aspavientos tuvo que detenerse para tomar aire. El ligero olor a aceite quemado le había llegado unos minutos antes, pero se lo había achacado una vez más al trajín con el que la villa se acuesta cada noche en esa época. Precisamente es el verano el que, gracias a (o más bien por culpa de) sus ventanas abiertas, te exige dormir con los sentidos en guardia, involucrados en la brega de la ciudad. Así que, alertada por el ajetreo constante, doña Isabel se dio cuenta de que lo que en un principio era un ligero olor a aceite quemado terminó convirtiéndose en un olor fuerte a carne chamuscada primero, y en un hedor inaguantable después. Isabel extrajo un pañuelo de la mesilla y tapó su rostro dejando sólo ambos ojos al descubierto. La madrugada parecía espesarse, y todo se aceleró cuando el rumor de un pequeño cuchicheo llegó hasta sus oídos. Se asomó al balcón y no pudo evitar llevarse una mano a la boca, gesto que le obligó a dejar caer así el pañuelo al suelo. Una humareda fuerte se escapaba por la ventana de uno de los edificios cercanos, y eran las llamas las que convertían en luminosa una madrugada que debió cerrarse bajo la oscuridad limpia de julio. Unos cuantos vecinos ya aguardaban en la calle el desenlace de lo que aparentemente parecía un incendio con víctimas, dado ese olor a carne quemada que flotaba en el ambiente. Isabel volvió a tumbarse en la cama dudando de la conveniencia de bajar con el resto de los vecinos a esperar a la policía. El calor, el olor y la angustia terminaron de envalentonar a la mujer, que decidió utilizar la misma ropa que había vestido por la mañana, es decir, una falda de hechura de campana, un cuerpo corto y unas mangas drapeadas, con pliegues. El asunto exige más elegancia que nunca, pensó, pues muy pronto se daría cita allí todo el vecindario, dada la rareza del asunto. Así de vulgar es la mente a veces. Terminó de calzarse mientras el alboroto afuera continuaba creciendo. Isabel sentía pena por su marido, al que le hubiera encantado asistir a la escena de apoyo vecinal que parecía representarse, pero un negocio de vinos en Jerez le había hecho perderse tamaño acontecimiento. Ya en la calle, lejos de aliviarse por hallarse en un espacio abierto, los pulmones amenazaron con cerrarse ante la falta de oxígeno. Se acercó al corrillo que ya se había formado en plena calle de Fuencarral e intentó enterarse de lo ocurrido. Las informaciones eran contradictorias. Había quien apuntaba que se trataba de una explosión; había quien, sin embargo, hablaba de unos gritos misteriosos, e incluso había quien se decantaba por un simple incendio sin más… Sin duda, el vecindario había aplicado la máxima de más vale el rumor que el desconocimiento, y todo parecía indicar que el tiempo que tardasen en llegar las autoridades sería invertido en hacer entretenimiento del bulo y de la patraña. Pero entonces, rompiendo el silencio de la noche y el ligero rumor de los cuchicheos, un grito de mujer puso en alerta a la decena de personas que allí se hallaban. Todos se miraron fijamente, buscando en las pupilas del contrario respuestas al enigma.


Sobra decir que la respuesta no estaba allí, sino dentro del portal, y durante los segundos posteriores se abrió un debate sobre si era oportuno entrar en el edificio para descifrar el origen del grito, de la humareda y del hedor. A Isabel le apetecía, por alguna especie de morbo desconocido, formar parte de la comitiva que se adentrara en el edificio, pero echó un vistazo a sus zapatos a juego con el vestido, el tacón alto bajo el gigantesco broche dorado que coronaba el calzado en la solapa, y comprendió que quizás, por lo que pudiera pasar, aquel calzado no era todo lo seguro que exigiría un impulso como ese. De pronto, el nombre de Luciana Borcino llegó a su mente y no pudo evitar estremecerse ante el mal augurio. Luciana era una mujer cercana y simpaticona, al menos con ella, con la que había coincidido en la zapatería de la calle de la Princesa precisamente el día en que Isabel había adquirido los zapatos de tacón medio y broche dorado. Fabián, el modista, se había agenciado varios pares del mismo estilo tras su paso por la última feria de la moda en París. Ahora se los ofrecía sólo a sus mejores clientas en su pequeño local madrileño. Isabel y Luciana eran dos de esas a las que Fabián había llamado «mejores clientas», y aquella mañana de primavera habían coincidido en la zapatería para probarse los dichosos zapatos. Luciana vivía en aquel portal que ahora arrojaba una humareda negruzca a través de uno de sus ventanales. Isabel no sabía qué planta ocupaba el domicilio de aquella mujer, pero un escalofrío terrible le hizo imaginar lo peor. Al morboso impulso inicial se le añadió este interés personal, lo que hizo que Isabel se ofreciese a acompañar a los dos hombres que encabezaban el grupo de tres personas que se adentrarían en el edificio. Minutos más tarde, cruzaban el elegante portal. Dos columnas de granito recibieron a los tres rastreadores, que con sigilo fueron penetrando en el pasillo. A Isabel no dejaba de sorprenderle la categoría de la construcción. Los suelos empedrados, las barandillas doradas, las maderas de la escalera relucientes, las rejas de color canela, las puertas de roble… Todo un prodigio arquitectónico del que ella, a pesar de lo engorroso de la escena, sintió envidia. Con pasos cortos y sin soltar palabra, giraron la esquina que llevaba hasta el piso que parecía quemarse. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que no eran los primeros en llegar. Dos vecinos registraban la propiedad. En la entrada, un tercer hombre sujetaba en brazos a una mujer que parecía desmayada. Los dos acompañantes masculinos de Isabel saludaron al hombre que intentaba reanimar a la mujer antes de penetrar en la estancia. Isabel se detuvo en la puerta. —¿Está viva? —preguntó. El hombre asintió—. ¿Ha sido ella quien ha gritado hace un minuto? El hombre, muy agobiado, volvió a mover la cabeza de arriba abajo en señal de asentimiento. Esta vez sí habló, aunque la voz ronca salía de su cuerpo con una tiritona que hacía ya presagiar lo que ocurría dentro. —Es mi mujer.

Siempre fue muy impresionable, y al ver lo que ha pasado, no ha podido evitar dar ese grito y desmayarse. —¿Quién hay dentro? —Un vecino que ha venido también a ayudarnos. Y sus hijos, creo. Viven con Juana —señaló a su mujer con el mentón— y conmigo en este mismo edificio. Más sus dos acompañantes, en total somos seis ahí adentro sin contar a los habitantes de la casa. —El hombre carraspeó, y a punto estuvo de lanzar un esputo al suelo que finalmente decidió tragarse—. Hemos venido a comprobar qué demonios pasaba, pero la imagen es espantosa. Le aconsejo que no entre. Isabel se tomó la recomendación como un motivo más para entrar. —No se preocupe. Yo no soy nada impresionable. Mi nombre es Isabel Orgaz y vivo también en el barrio. —Damián Trastévere, para servirle. —Con su permiso, voy a entrar. El hombre no contestó a la gentileza y se centró en las labores de reanimación de su mujer. Isabel penetró al fin en la casa y se encontró a los cinco hombres, los tres a los que se había referido Damián, dos de ellos muy jóvenes, y los dos que la habían acompañado, dialogando en corrillo. ¿Dónde estaban los habitantes de la casa? Ya no quedaba ni rastro del supuesto incendio. Al verla, uno de los cuatro hombres se dirigió a ella en tono paternalista.

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