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Un Caso del Comisario Jaritos – Petros Márkaris

Nueve relatos, nueve casos policíacos en los que se ven involucrados inmigrantes albaneses, de países del Este o subsaharianos, en los que intervienen asesinos, sicarios, viejos racistas o camareros, que se desarrollan en Atenas, en los prolegómenos de la cita olímpica de 2004. Historias como el asesinato de tres árabes en las inmediaciones de las instalaciones olímpicas o el que comete un camarero sudanés tras ganar una quiniela muestran la cara más sórdida y grotesca de la actual sociedad griega.


 

—¡Despierta, Seitaridis, que se te escapa Henry…! Menos mal que ha ido fuera. No lo haces mal, pero aún te falta mucho… ¡Délas, eres un genio! ¡Le has quitado hasta los calzoncillos a Zizou! ¡Fissas, gilipollas! ¿Estas son horas de regatear? No me extraña que el Panathinaikós te mandara al Benfica… Karagunis, a por Basinás. ¡Cambia de táctica! ¡Que no, Vrisas, que no! ¿Dónde has aprendido a jugar? ¡Por eso acabaste en la Fiore…! Zagorakis, qué grande eres, menuda finta sobre Lizarazou… Muy bien, al centro, al centro, figura, al centro… Sí… sí… A Jaristeas… ¡Goool! ¡Gol! ¡Gol! ¡Goooool! El que grita y se desgañita es Fanis Uzunidis, médico cardiólogo responsable del Servicio de Cardiología del Hospital Estatal General de Atenas, mi médico de cabecera y novio no oficial de mi hija. Conocí al doctor Fanis Uzunidis en el Estatal General hace cuatro años, y nuestra relación significa mucho para mí. Al forofo de fútbol acabo de conocerlo esta noche, y mi relación con él no me dice nada. —Si no te calmas al final tendremos que llevarte a tu propio hospital con un infarto —le digo. —Si llegamos a las semifinales, ¿a quién le importa el corazón? —Y como si quisiera ilustrar sus palabras, grita—: ¡A por Lizarazou, Basinás! ¡Pilla a Lizarazou! —¿Y todos esos consejos que nos dais a los pacientes para que no nos alteremos? —Pero ¿a qué viene tanto hablar de medicina? —contesta irritado y sin apartar la mirada de la caja tonta. —¡Déjale ya que vea el partido en paz! —interviene Adrianí—. ¿Ahora te ha dado por charlar? Y pensar que cuando estamos solos tengo que sacarte las palabras con pinzas… La idea de que Fanis viniera a nuestra casa a ver el partido fue de Adrianí. Hasta se ofreció a cocinar para él. Yo propuse encargar suvlakis, porque es lo que se hace cuando hay partido, o al menos eso dicen mis ayudantes. « Esta noche en casa, suvlakis y fútbol por la tele» . Lo repite Dermitzakis todos los miércoles, desde septiembre hasta mayo. Pero Adrianí no quiso ni oír hablar del tema. « No vamos a servir suvlakis a Fanis. Deja, prepararé algo ligero, sin salsas. Será más fácil de comer y a ti no se te indigestará con los nervios del partido» . Hizo albóndigas y tarta de calabacín. Deliciosos, aunque el suvlaki tiene un encanto especial, no se puede negar. Fanis no deja de consultar su reloj. —¡Cinco minutos, muchachos! ¡Cinco minutos más y estamos en la semifinal! —grita. Desde la calle llega el estruendo de pitidos rítmicos y ensordecedores. —¿Qué están celebrando? ¡Hasta el último segundo no hay nada escrito! — comenta Adrianí, que sigue viendo el partido en la tele—.


¡Eso es cantar victoria antes de tiempo! —Pero bueno, ¿es que no pitas? ¡Pita, campeón! —suplica Fanis—. ¿Es necesario que agotes hasta el último segundo de descuento? ¡Un puñetero sueco! ¿A qué esperas? —Se ve que el sueco le ha oído y se ha enfadado, porque lo atormenta con un minuto más de partido antes de señalar el fin del encuentro—. ¡Hemos pasado! ¡Hemos pasado! ¡Estamos en las semifinales! —Fanis, de pie y con los puños en alto, da saltos de entusiasmo. Quién podría imaginar que este hombre hacía electrocardiogramas y libraba recetas médicas por la mañana. Me agarra del brazo y empieza a tirar de mí—. ¡Venga, vámonos! —¿Adónde? —¡A Omonia, a Sintagma, a donde sea! Esta noche arderá Atenas, comisario. —Ni arderá ni es asunto nuestro. Me mira como si no diera crédito a sus oídos. —¿Vas a quedarte en casa un día como este? —¡Tiene razón! —le secunda Adrianí—. ¿Cuándo fue la última vez que celebramos una victoria? Basta con contar las bofetadas que nos dieron en Chipre y en Imia [1] . No lo dice porque quiera celebrarlo, sino porque para ella nuestro matrimonio es como una partida de cartas en la que siempre ha de alinearse con mi oponente, como si y o fuera la banca. Decido dejarlo pasar y participar sin ganas en la celebración nacional, sobre todo para no decepcionar a Fanis. La calle Protesilau aún está en calma. Sólo unos cuantos coches pitan rítmicamente. Los bocinazos empiezan a cobrar fuerza entre Ifikratus y Filolau. Al mismo tiempo, aumenta el gentío que aúlla y agita banderas. Con penas y trabajo logramos avanzar hasta el cine Palas, pero allí el movimiento de coches y peatones se detiene por completo. —¡Cuidado, no nos separemos! —grita Adrianí, y se agarra a mi brazo. Cinco metros más adelante Fanis agita una mano. Un grupo de jóvenes que llevan la bandera griega a modo de capa pasan de largo entonando: —¡Franceses, cabrones, seremos campeones! Uno de ellos me da una palmada en el hombro. —¡Muy bien hecho, abuelo! ¡Hay que salir a celebrarlo! ¡Menuda fiera, el y ay o! Un hombre de mi edad, a quien zarandean de un lado al otro, comenta emocionado: —El pueblo unido jamás será vencido, señor mío. El pueblo unido jamás será vencido. No sé si es el entusiasmo del griego que gana, aunque sea una partida de chaquete, o el entusiasmo del poli ante una manifestación pacífica, pero la cosa es que empiezo a disfrutar. Pero es mi sino: nueve de cada diez veces el principio de la diversión acarrea también su fin. Noto que Adrianí me tira de la manga.

—Te suena el móvil. Debido a la insistencia de Adrianí, por un lado, y, a las quejas del departamento y las broncas de Guikas, que me llamaba dinosaurio con busca, por otro, acabé comprándome un móvil para que me dejaran en paz. Generalmente, es Adrianí o mis ayudantes quienes lo oyen sonar. Al final me compraré un Hy undai, para no ser un dinosaurio con Mirafiori. Me llevo el teléfono al oído y me tapo el otro con un dedo, a ver si consigo oír algo. La voz de Vlasópulos llega del más allá. —Comisario, tiene que ir al Estadio Olímpico enseguida. Es muy urgente. —¿Por qué? ¿Se ha venido abajo el techo de Calatrava? —Puede, no tengo ni idea. Sólo sé que son órdenes del director. Él también va. —Ven a buscarme con un coche patrulla. Te esperaré en la esquina de Formíonos con Ymitú. Es que si no, no llegaré nunca. Hay mucha gente. Dejo a Adrianí al cuidado de Fanis y me largo. El Palas está a cinco manzanas de la esquina de Formíonos, pero tardo tres cuartos de hora en llegar. El coche patrulla y a está esperándome. —¿Cómo has venido tan rápido? —pregunto extrañado. —Pedí un coche de Tráfico de Kesarianí. Sonríe y espera un elogio por su ingenio, pero se queda con las ganas. El conductor enfila hacia Zografu para salir a la avenida Kifisiás, ya lejos del centro, y tomar la calle Spiru Luis desde Marusi. Por suerte, el camino está despejado, en Spiru Luis hay el tráfico de siempre y llegamos al OAKA [2] en un cuarto de hora. En la entrada me espera un cincuentón alto de cara bronceada. Tan ansioso está, que se apresura a abrirme la puerta del coche como si fuera el portero de un hotel.

—Kalavritis, ingeniero. —Comisario Jaritos. ¿Fue usted quien nos llamó? —Sí. Acompáñeme, le enseñaré el motivo. Le sigo al interior de las instalaciones olímpicas y en la penumbra vislumbro la mole del estadio y el techo de Calatrava en las alturas. A la izquierda, unas instalaciones provisionales recuerdan las casetas de tiro de los parques de atracciones. —Están construyendo las cantinas —explica Kalavritis. Después señala algo parecido a una enorme valla—. Este es el muro de las naciones. Sobre él proy ectarán imágenes y dará la sensación de estar en movimiento. —¿Por qué no dejamos la visita turística para otra ocasión? —señalo. Se recupera de inmediato de su delirio constructor. —Tiene razón. Ya hemos llegado. Me encuentro ante un lago enorme, con fuentes en el centro. Aún no lo han llenado, y el suelo a su alrededor está levantado. Los focos del fondo se encienden de repente y el espacio queda iluminado. —Mire —dice Kalavritis, señalando un lugar fuera del lago. Por entre la tierra removida asoma una mano con los dedos abiertos, como si estuviera insultándonos [3] . —Llama a la científica —le indico a Vlasópulos, que está a mi lado—. Y al forense. —Vlasópulos se va corriendo y yo me vuelvo hacia Kalavritis—. ¿Quién lo encontró? —Los obreros albaneses que están plantando. —Y señala unos árboles raquíticos metidos en unos hoyos redondos como pozos—. Vieron una mano que salía del agua y me llamaron enseguida.

Mañana deberíamos echar cemento en la plaza circundante, frente al muro de las naciones que le decía. Detuve los trabajos enseguida, metí a los operarios en una caravana para que no pudieran hablar con nadie más y llamé a la policía. —Muy bien hecho. Ahora, llame a un par de obreros para que excaven. —¿No va a esperar a su director? Dijo que está de camino. —¿Por qué habría de esperarle? No será él quien coja la pala. —No, pero… a lo mejor quiere estar presente cuando saquen al cuerpo. —¿Cómo sabe que va a haber un cuerpo? —Me mira sorprendido—. Quizá sólo hay an enterrado la mano —le explico. La idea le produce un evidente alivio y suspira murmurando « ojalá» . Cuando se dispone a salir en busca de los obreros, le detengo. —Preferiría obreros que no sepan griego —le digo. Se echa a reír. —Ninguno de ellos habla griego. Llegan de noche en autocar desde Albania y por la mañana ya empiezan a trabajar, para terminar las obras a tiempo para las Olimpiadas. ¿Cuándo iban a aprender el idioma? Ahora que me he quedado solo, observo la mano con más atención. Mi idea inicial no parece muy probable. La tierra alrededor está excavada hasta una profundidad considerable, y si sólo estuviera la mano, se habría caído o, al menos se habría inclinado a un lado. Mucho me temo que, cuando excaven un poco más, encontraremos el cuerpo que sostiene la mano. Rodeo el lago. El lado opuesto linda con un arco metálico que se extiende paralelo al techo de Calatrava, formando algo similar a un largo paseo cubierto. Parece que por el otro lado las obras ya han terminado. De repente, se me ocurre que los que plantaron la mano no la dejaron asomar por error, sino porque querían que la descubriéramos. Pero ¿por qué? ¿Por qué llamar la atención hacia alguien que, sin lugar a dudas, has asesinado y, con toda seguridad, has enterrado ilegalmente? Tal vez averigüe más cuando desenterremos al muerto. Kalavritis aparece bajo el arco metálico, acompañado de un par de albaneses provistos de palas y azadas.

Les enseño cómo deben cavar alrededor de la mano, para que no golpeen accidentalmente el cadáver y lo desmiembren. Poco después empieza a asomar un cuerpo que, a primera vista, parece masculino. —¡Mala suerte! —dice Kalavritis, decepcionado—. Hay un cadáver. No le contesto porque, mientras tanto, yo había cambiado de opinión y y a me esperaba el hallazgo. Cojo una de las palas y enseño a los albaneses cómo quitar la tierra que cubre el cuerpo sin golpearlo. Así llegamos a desenterrar a un hombre de unos treinta y cinco años, completamente desnudo y con el pelo negro y rizado. Tiene los ojos cerrados y el antebrazo izquierdo pegado al muslo. La mano que nos insultaba era la derecha. Sobre el vientre desnudo del muerto habían escrito con pintura negra: « Al Qaeda» . —¡No! —susurra Kalavritis a mi lado—. ¡Dios mío, eso no! Yo no digo nada. Me quedo mirando la víctima desnuda de Al Qaeda insultándonos. Noche segunda: Grecia 1 – Chequia 0 El agente americano está de pie detrás de Guikas, director de Seguridad y jefe mío, que tan pronto nos mira a nosotros como al tráfico de la avenida Alexandras a través de la ventana. A Guikas no le gusta nada tenerlo a sus espaldas, pero no puede evitarlo. En uno de los dos sillones que están delante del escritorio de Guikas se sienta Stavrópulos, el forense que ha hecho la autopsia de la víctima de Al Qaeda. El otro lo ocupo yo. El agente americano se llama no-sé-qué Parker; no me acuerdo de su nombre de pila. Tiene unos treinta y cinco años, es alto y lleva el pelo rapado. Luce un traje de lino de color claro, una camisa azul marino y corbata. Me parecería más normal encontrármelo en una sucursal del Banco Nacional que en el despacho de Guikas. Parker se da la vuelta detrás de Guikas y mira a Stavrópulos. —So, tell me again —indica. —Ya se lo he dicho —responde Stavrópulos en inglés—. Ese hombre murió de causas naturales.

—I don’t believe it. There must be some mistake. Cada palabra del agente irrita más a Stavrópulos. —No hay ningún error. El hombre murió de un infarto. La conversación se desarrolla en inglés. Yo lo hablo con muletas, Guikas y Stavrópulos, con bastón, y Parker, sobre patines. Cualquiera le da alcance. Entre nosotros: al americano no le falta la razón. ¿Cómo creer que ese tipo al que desenterramos desnudo, con la mano derecha en alto y las palabras « Al Qaeda» escritas en la barriga, falleció de muerte natural? Las mismas dudas corroen a Guikas. —¿Está seguro de haber descartado cualquier otra posibilidad, señor Stavrópulos? —pregunta en griego. —Completamente, señor director. —Cuéntelo con todo detalle en inglés, a ver si le convencemos. —No hallamos rastros de estrofantina ni de estricnina en su organismo. Llenamos la cavidad torácica con agua, pero no aparecieron burbujas, lo cual elimina la posibilidad de que le inyectaran aire para provocarle un infarto. —Nada de eso sería necesario —interviene Parker—. Pudieron matarle clavándole una aguja directamente en el corazón. Una mujer de Richmond acabó así con su marido. —Quedaría un hematoma —aduce Stavrópulos de inmediato—. Lo buscamos, pero no había nada de eso. —Según el ADN, era árabe —insiste Parker. —También los árabes sufren infartos —replica Stavrópulos. —Que y o sepa, sería la primera vez que un atentado terrorista produce una muerte natural —intervengo y o con mi inglés cojo. Parker no me hace el menor caso, como si hubiera dicho la mayor tontería del mundo, y se dirige a Guikas. —Quisiera que uno de nuestros forenses examinara el cadáver.

Guikas está en un aprieto. Se vuelve para mirar a Stavrópulos, quien se encoge de hombros con indiferencia. —Que lo examine. No encontrará nada más. Guikas no está del todo convencido. —Debo informar al ministro, Fred. —Así recuerdo el nombre de pila del americano. —Listen, Nic. ¿Qué tratamos de evitar? Que el presidente propague la noticia de que Atenas no es segura para los viajeros. ¿Te imaginas lo que pasaría? Los primeros en no venir serían nuestros atletas. Nadie quiere echar a perder los Juegos. El presidente, tampoco. Créeme. Guikas tiene que tragarse el « Nic» , además del chantaje. Llama al ministro. Le cuenta en pocas palabras lo que quiere el americano y se queda esperando instrucciones. Al final, dice « gracias, lo entiendo» , y cuelga el teléfono. Luego se vuelve hacia mí. —Me ha dicho que haga lo que pide este, no vaya a ser que la prensa extranjera nos acuse de falta de seguridad cara a los Juegos Olímpicos. —Acto seguido se dirige a Parker—: Vale, el ministro lo aprueba —anuncia en tono agrio. Parker se vuelve hacia Stavrópulos con una sonrisa radiante. —El forense Garner estará con usted dentro de una hora. —Ve que nos hemos quedado de piedra y sigue sonriendo—: Estábamos seguros de su colaboración, por eso le llamamos ayer, para ganar tiempo —explica. Luego le da una palmada a Guikas en la espalda—. Thanks, Nic.

Por un lado, lo siento por Guikas. Por otro, recuerdo que cuando volvió de un seminario de seis meses con el FBI, hablaba maravillas de los sistemas y los métodos y anquis. Pues ahora que apechugue. —¿Qué hemos hecho hasta ahora? —pregunta Parker sin dirigirse a nadie en particular. Guikas se vuelve hacia mí y espera que me explique. —Estamos seguros de que el muerto no trabajaba en las obras. Nadie le conocía. Ahora tenemos que averiguar quién era, dónde vivía y dónde trabajaba, si es que lo hacía. Y eso llevará su tiempo. —Todo esto en un inglés macarrónico. —Nada de eso es suficiente ni prioritario —dice Parker—. No nos importa quién era. Lo que nos urge averiguar es quiénes tienen relación con Al Qaeda en Grecia y han querido enviarnos un mensaje. Ya deberíamos haberlo investigado. —Después se dirige a mí por primera vez—: No eres lo bastante rápido —suelta —. You are not fast enough. —No le hagas caso, tú a lo tuyo —interviene Guikas. Pero no habla en inglés, para apoyarme, sino en griego, para consolarme. Me levanto sin pronunciar palabra y salgo del despacho. Si me despidiera de los otros dos sin hacerlo de Parker, sería una grosería. Así que decido no despedirme de nadie. Mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, están en el Departamento de Extranjería tratando de averiguar la identidad del muerto que insultaba. Un pelotón de policías está peinando los lugares que frecuentan los emigrantes ilegales con la absurda esperanza de tener doble suerte: primero, que alguien le reconozca, y segundo, que quiera admitirlo. El comentario de Parker me ha cabreado y opto por largarme para evitar estallidos inoportunos. Pido un coche patrulla y voy al OAKA, a ver si descubro algo que se me escapara la noche en que encontramos el cadáver.

El tipo murió de muerte natural, de acuerdo, pero alguien pudo burlar las medidas de seguridad para enterrarlo junto al lago. Quien lo hizo ha de tener un pase y trabajar en las obras. —¿Puede darme la lista de los conductores acreditados de las obras? —le pido a Kalavritis, el ingeniero que me recibió la primera noche y que casi se ha convertido en mi cicerone permanente. —Por supuesto. ¿Le serviría de algo? —Alguien metió al muerto en el recinto. Es muy probable que fuera un conductor. Lo cargó en el camión y entró, convencido de que nadie le detendría. También me gustaría hablar con todos los obreros que trabajan en el lago, excepto con los que encontraron el cadáver. A esos ya los interrogamos. —¡Necesitará un intérprete! —advierte riéndose—. Son todos albaneses. Le mandaré a Sotiris, el capataz que habla albanés. Me acompaña a un despacho prefabricado y me trae la lista. Mientras le echo un vistazo, me doy cuenta de mi esperanza secreta: encontrar nombres de conductores árabes. Quedo decepcionado porque no hay ni uno. Son todos griegos. Pronto llegan los primeros albaneses con Sotiris, el capataz, un muchacho que rondará los veinticinco. La foto del muerto no les dice nada, y tampoco han visto actividades sospechosas. Los únicos camiones que se acercan al lugar donde ellos trabajan son los que llevan los árboles y los que cargan cemento. Los albaneses se suceden, Sotiris va traduciendo sus palabras, pero yo sigo sin averiguar nada nuevo. —¿Eres de Albania? —le pregunto. —No, soy de Lárisa. —¿Y cómo has aprendido el idioma? —De un albanés que me dio clases. —Se fija en mi mirada de asombro y se echa a reír—: Empecé a estudiarlo cuando todavía estaba en Formación Profesional, porque comprendí que serían los albaneses quienes construirían las instalaciones olímpicas. Salí de la escuela con el título de capataz y sabiendo albanés.

Durante estos últimos cuatro años me ha ido de fábula. Está en mi curriculum: « Idiomas extranjeros: inglés y albanés» . Dos horas más tarde, cuando y a sé que no voy a descubrir nada nuevo, suena el móvil. Es Guikas. —Ven, el americano quiere hablar con nosotros. El coche patrulla ya se ha ido y tengo que coger el autobús. Tardo tres cuartos de hora en llegar al despacho de Guikas. El único nuevo en el grupo es otro americano, un cincuentón con barba y camiseta, quien ha cogido una de las sillas de la mesa de reuniones y se ha sentado junto a Stavrópulos. Deduzco que es Garner, el forense americano. Stavrópulos me dirige una mirada de satisfacción. Garner es el primero en hablar. —Estoy de acuerdo con mi colega —dice en inglés—. Ese hombre murió de un infarto. Tres pares de ojos se dirigen simultáneamente hacia Parker, como si hubiéramos estado esperando este momento. Nuestras miradas y el callejón sin salida en que nos encontramos le enfurecen, y se revuelve hacia Guikas como una fiera. —This is foul play, Nicos —dice—. Al Qaeda está preparando algo y no sabemos qué. Me sentiría más tranquilo si hubiese sido una bomba humana o un cadáver decapitado. Porque al menos es lo habitual. Is standard terrorist procedure. ¿Una víctima del terrorismo que ha muerto por causas naturales? Something big is going on. Están preparando algo gordo. —Por gordo que sea, no ha habido ningún crimen —intervengo yo. Se vuelve y me mira como si acabara de detectar mi presencia y el hecho le molestara sobremanera. —So? —pregunta.

—So, en Grecia no se puede investigar un crimen que no ha llegado a cometerse. —Pero podemos aumentar las medidas de seguridad. —La observación va dirigida a Guikas, no a mí—. Es preciso colocar más cámaras en la calle. ¿Cuántas hay de momento? —Unas doscientas cincuenta. —Necesitamos más. Quiero ver a los responsables de los sistemas de seguridad dentro de un cuarto de hora. Fifteen minutes. En realidad, yo y a habría podido marcharme, porque la seguridad no es asunto mío. Pero veo que Guikas me indica que me quede. Se van Stavrópulos y Parker. Los responsables de Seguridad para los Juegos Olímpicos llegan al cabo de una hora, y cuando han decidido en qué puntos es necesario reforzar las medidas, son casi las once y media. Saco el Mirafiori del garaje de la jefatura y emprendo el camino a casa. La ciudad está tranquila y desierta. De no ser porque todas las ventanas están iluminadas, se diría que es el 15 de agosto. De vez en cuando pasa algún autobús o taxi apresurado. En cuanto doblo por Spiru Merkuris, un grito sale de todas las ventanas a la vez. Al principio, me parece inarticulado. Sólo a la tercera distingo la palabra « gol» . Al llegar a la altura del parque, las calles se han llenado de gente que grita y agita banderas. Un viejo que conduce un Mercedes de los años setenta saca la cabeza por la ventanilla y aúlla: —¡Es una vergüenza! ¡Ni cuando la Liberación había tantas banderas [4] ! El Mirafiori avanza centímetro a centímetro. Poco antes de llegar a la esquina con Eftijidu el tráfico se colapsa por completo y quedo atrapado entre coches que pitan rítmicamente y griegos abanderados que vitorean: —E-e-e… o-o-o… ¡Campeones…! En medio de este pandemonio no sé cuándo ha empezado a sonar el móvil, pero en un momento dado consigo oírlo. —¿Dónde estás, papi? —dice la voz de Katerina en el otro extremo. —Estoy atrapado entre Spiru Merkuri y Eftijidu, y creo que estaré aquí unas cinco horas. —¡Muy bien, pues ahora vamos contigo!

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