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Un Ángel Impuro – Henning Mankell

En enero de 2002, bajo el entarimado medio podrido de una habitación del que fuera el lujoso Africa Hotel, en la ciudad mozambiqueña de Beira, un hombre encuentra un viejo cuaderno. En la tapa aún puede leer un nombre y una fecha: «Hanna Lundmark, 1905», pero el cuaderno está escrito en una lengua que desconoce. En 1904, casi un siglo antes de ese extraño hallazgo, una mujer que vive en el interior de la provincia sueca de Norrland, asolada primero por la sequía y después por las heladas, desea para su primogénita, Hanna, una vida mejor, y decide enviarla a casa de unos parientes que viven en Sundsvall. Comienzan así las aventuras de esa joven esforzada y contenida, pero valerosa, que ignora por completo adónde le llevarán sus pasos. En Sundvall, Hanna trabaja como sirvienta hasta que la contratan como cocinera en un barco que parte rumbo a Australia. Sin embargo, antes de llegar a su destino, Hanna desembarcará en Lourenço Marques, antiguo nombre de Maputo, y recalará en O Paraiso. Es el burdel más famoso de la ciudad, por no decir de la región, y lo pueblan seres tan variopintos como el senhor Vaz, el violento vigilante Fredrik Prinsloo, Felicia o el chimpancé Carlos. La cruel realidad africana no tardará en golpear su conciencia.


 

Un día del gélido mes de julio de 2002, un hombre llamado José Paulo practicó un agujero en el suelo de madera podrida. No buscaba ni una vía de escape ni un escondite, sino que pensaba utilizar aquel parquet deteriorado como combustible, puesto que hacía muchos años que no sufrían una oleada de frío africano tan crudo. José Paulo vivía solo, pero se había responsabilizado de su hermana y de sus cinco hijos desde que Emilio, su cuñado, desapareció una buena mañana sin dejar tras de sí otra cosa que un par de zapatos viejos y una serie de facturas pendientes. La acreedora de prácticamente todas aquellas facturas era donna Samina, que regentaba un bar sin licencia en las inmediaciones del puerto pesquero, donde servía tontonto y una cerveza de fabricación casera con un promedio de alcohol desconcertante. Emilio se dedicaba allí a beber y a hablar de aquella época remota en la que trabajó en las minas de oro sudafricanas. Sin embargo, eran muchos los que aseguraban que jamás había puesto un pie en Sudáfrica, y mucho menos había tenido un trabajo fijo en toda su vida. Su desaparición no resultó ni esperada ni inesperada. Sencillamente, se marchó sigiloso en el silencio de las horas que preceden al alba, mientras todos dormían. Nadie sabía rumbo adónde. Y tampoco lo echarían mucho de menos, ni siquiera su propia familia. Era igualmente dudoso que donna Samina lo echase en falta, pero la mujer insistía en que alguien tendría que pagar sus facturas. Emilio, charlatán y bebedor, apenas dejaba huella ni cuando andaba por allí. El hecho de que ahora estuviera ausente no implicaba en realidad ninguna diferencia. José Paulo vivía con la familia de su hermana en el Africa Hotel de Beira. Hubo un tiempo, hoy tan pretérito como incomprensible, en que el hotel estaba considerado como uno de los más espléndidos del África colonial. Incluso lo comparaban con el Victoria Falls en la frontera entre Rodesia del Sur y Rodesia del Norte, antes de que estos países se independizaran y adoptaran los nombres de Zimbabue y Zambia respectivamente. Al Africa Hotel llegaban los blancos desde lugares remotos para casarse, para celebrar aniversarios o para demostrar que pertenecían a una aristocracia que no podía imaginar siquiera que su paraíso colonial fuera a derrumbarse un día.


Así, se habían organizado en el hotel tardes de domingo de té con baile, competiciones de swing y de tango, y no eran pocos los que se habían dejado retratar delante de la magnífica entrada. Pero el sueño del paraíso colonial estaba condenado al fracaso. Un día, los portugueses huyeron de sus bastiones. El Africa Hotel empezó a decaer en cuanto se marcharon sus antiguos propietarios. Africanos pobres empezaron a poblar las habitaciones y las suites abandonadas. Almacenaban sus escasas pertenencias en pianos de cola y en pianos verticales destripados, en boudoirs y en bañeras renegridas. Los bellos suelos de madera servían, una vez levantados, como combustible en los crudísimos días de invierno. Al final eran varios miles los que se alojaban en lo que fuera en otro tiempo el Africa Hotel. De modo que un día de julio, José Paulo practicaba aquel agujero para levantar el parquet. En la habitación hacía un frío aniquilador. La única fuente de calor era un brasero de hierro en cuyo fuego cocinaban. Un tubo de chimenea que colgaba por fuera de una de las ventanas rotas y a duras penas reparadas conducía el humo hacia fuera. El parquet medio podrido empezaba ya a apestar dado el terrible estado de descomposición en que se hallaba. De hecho, José creía que allí debajo debía de haber una rata muerta y que de ella manaba aquel hedor a cadáver. Pero todo cuanto encontró fue un bloc de notas forrado de piel de ternera. Ley ó con dificultad aquel nombre tan extraño que había en la portada negra. Hanna Lund mark. Debajo del nombre, figuraba una fecha: 1905. Sin embargo, le fue imposible descifrar el contenido del libro, que estaba escrito en una lengua que él no conocía. Acudió entonces al viejo Afanastasio, que ocupaba la habitación 212, más abajo en el mismo pasillo, y al que todos los que vivían hacinados en el hotel consideraban un hombre sabio, ya que en su juventud logró sobrevivir al encuentro con dos leones hambrientos en una carretera desierta a las afueras de Chimoio. Pero ni siquiera Afanastasio fue capaz de descifrar aquel escrito. Consultó, eso sí, con la vieja Lucinda, que vivía en la antigua recepción, pero tampoco ella supo decirle de qué lengua se trataba. Afanastasio le propuso a José Paulo que se deshiciera del libro. —Lleva mucho tiempo bajo el suelo —dijo Afanastasio—. Alguien lo escondería ahí cuando la gente como nosotros sólo podía frecuentar este edificio como criados, limpiadores o botones.

Seguramente, ese libro escondido contendrá un relato incómodo. Quémalo, úsalo como combustible una noche que haga un frío extremo. José Paulo se llevó el libro a su habitación, pero, aun sin saber con exactitud por qué, no lo quemó, sino que le asignó un escondite nuevo. Debajo del marco de la ventana había un espacio hueco donde él solía ocultar el dinero que en alguna que otra ocasión conseguía ganar. Ahora, los escasos billetes sucios compartían alojamiento con el bloc de notas de color oscuro. José Paulo no volvió a sacarlo de allí. Pero jamás olvidó que lo tenía. PRIMERA PARTE LOS MISIONEROS ABANDONAN LA EMBARCACIÓN 1 De nuevo 1904. Mes de junio. Un amanecer tropical de un calor asfixiante. Aquí y en este presente remoto, un vapor que navega bajo bandera sueca descansa ahora sobre el suave ondular de las aguas. Treinta y un tripulantes hay a bordo. Uno de ellos es mujer. Se llama Hanna Lundmark, apellido de soltera Renström, y trabaja como cocinera del barco. No obstante, eran en total treinta y dos los pasajeros que emprenderían la travesía a Australia con su carga de madera sueca y listones para los suelos de los saloons y las salas de estar de granjeros acaudalados. Uno de los hombres de la tripulación acaba de morir. Era oficial y, además, el marido de Hanna. Era joven y deseaba vivir. Pese a las advertencias del capitán Svartman, un día bajó a tierra mientras cargaban carbón en uno de los puertos desérticos situados al sur de Suez. Contrajo una de las fiebres mortales que siempre constituyen una amenaza en las costas africanas. Cuando tomó conciencia de que iba a morir, empezó a aullar de miedo. Ninguno de los hombres que se encontraban presentes junto a su lecho de muerte, ni el capitán Svartman, ni el carpintero Halvorsen, lo oy eron pronunciar unas últimas palabras. Ni siquiera dirigidas a Hanna, que se convertiría en viuda después de un mes de matrimonio. Murió gritando y, en los últimos momentos, justo antes de la llegada del fin absoluto, gimiendo de miedo. Se llamaba Lars Johan Jakob Antonius Lundmark.

Hanna aún lo llora en su conciencia, casi inconsciente por lo ocurrido. Amanece el día después de su muerte. La embarcación permanece inmóvil. Se han puesto al pairo, porque pronto arrojarán el cadáver al mar. El capitán Svartman no quiere esperar. No hay hielo a bordo con el que mantener frío al difunto. Hanna se encuentra en la popa con un cubo de fregar en la mano. Es de baja estatura, tiene los pechos altos y la mirada afable. Lleva el pelo castaño recogido en un moño en la nuca. No es guapa. Pero, de un modo un tanto extraño, todo su ser irradia que es una persona completamente honesta. Aquí y ahora. Aquí se encuentra. En el mar, a bordo de un vapor con doble chimenea. Cargamento de madera, rumbo a Australia. Puerto de origen: Sundsvall. La embarcación se llama Lovisa. Fue construida en los astilleros de Finnboda, en Estocolmo. Aunque siempre ha tenido el puerto de referencia en la costa norte. El primer propietario fue una naviera de Gavle que quebró tras una serie de especulaciones desafortunadas. Luego lo compraron en Sundsvall. En Gavle se llamaba Matilda, por la mujer del armador, que interpretaba a Chopin con torpeza. Ahora es Lovisa, por la menor de las hijas del nuevo armador. Uno de los copropietarios se apellida Forsman. Él es quien le ha procurado a Hanna Lundmark el trabajo a bordo.

Pese a que también en casa de Forsman tienen un piano, no hay nunca quien lo toque. En cambio, sí se oyen acordes sueltos cuando el afinador acude a templarlo regularmente. Y ahora el oficial Lars Johan Jakob Antonius Lundmark ha muerto de una fiebre arrolladora. Es como si las olas se hubiesen petrificado. La embarcación sigue inmóvil, como si contuviera la respiración. Exactamente así me imagino yo la muerte, piensa de pronto Hanna Lundmark para sus adentros. Como una calma súbita, inesperada, que aparece de ninguna parte. La muerte es como el viento. Un traslado repentino al socaire. Al socaire de la muerte. Y luego, nada. 2 En ese instante, un recuerdo irrumpe en la memoria de Hanna. Venido de ninguna parte. Rememora a su padre, la voz, que hacia el final de sus días era como un susurro. Como si le estuviese pidiendo que guardara lo que le decía como un preciado secreto. « Un ángel impuro. Eso eres tú» . Eso fue lo que le dijo justo antes de morir. Era como si quisiera entregarle un presente, aunque —o quizá por eso, precisamente— apenas poseía nada. « Hanna Renström, hija mía, eres un ángel, un ángel impuro, pero ángel al fin y al cabo» . ¿Qué es lo que Hanna recuerda en realidad? ¿Cuáles fueron sus palabras? ¿La llamó « pobre» o « impura» ? ¿Acaso quiso dejar en sus manos aquella elección, aquella decisión? Ahora, cuando evoca ese instante, cree que la llamó « un ángel impuro» . Es un recuerdo remoto, empalidecido. Se halla muy lejos de su padre y de su muerte. Allí y entonces, una casa aislada junto a las aguas turbias y frías del río Ljungan en un silencioso pueblo del interior de Norrland. Allí falleció, encogido de dolor en el sofá cama de una cocina en la que a duras penas podían retener el calor.

Murió rodeado de frío, se dijo Hanna. Y era un frío acerado el que reinaba en enero de 1899, cuando él dejó de respirar. Más de cinco años han transcurrido y a, es junio de 1904. El recuerdo del padre y aquellas palabras sobre el ángel desaparecen con la misma celeridad con que irrumpieron en su memoria. No le lleva más que unos segundos regresar del pasado. Sabe que los viajes más extraordinarios se realizan siempre en el interior de cada uno, donde no existen el tiempo ni el espacio. ¿Habrá querido ayudarle el recuerdo? ¿Habrá acudido para echarle un cabo por encima de los muros de aquel dolor sedante? Pero Hanna no puede huir. La embarcación se ha convertido en una fortaleza inexpugnable. No tiene escapatoria. Su marido está muerto de verdad. La muerte como una zarpa. Que se niega a soltar a su presa. 3 Han reducido la presión de las calderas de vapor. Los pistones, inmóviles; la maquinaria, en reposo. Hanna se encuentra en la borda con el cubo de fregar en la mano. Piensa vaciarlo por el espejo de popa. El mozo de la sala de oficiales quiso ahorrarle esa carga cuando la vio salir de la cocina. Pero ella retuvo el cubo como defendiéndolo. Aunque es el día en que verá cómo arrojan el cadáver de su marido a las profundidades marinas envuelto en una lona, no quiere descuidar sus obligaciones. Cuando levanta la vista del cubo, que está lleno de cáscaras de huevo, siente como si el calor le arañase la cara. En algún lugar entre la calina que enfila la proa se encuentra África. Pese a que no es posible ver ni el más débil atisbo de tierra, le parece distinguir el olor. El que ahora está muerto se lo ha contado. Le habló del olor humeante, casi corrosivo, a putrefacción que lo invade todo en los trópicos. Él ya tenía a sus espaldas varios viajes a diversos destinos.

Y algo había aprendido. Pero no lo más importante, a sobrevivir. Aquella travesía no pudo llevarla a término. Falleció a la edad de veinticuatro años. Es como si hubiera querido prevenirla, piensa Hanna. Aunque ella ignora contra qué. Y ahora está muerto. El muerto nunca tiene respuestas. Alguien se desliza mudo a su lado. El mejor amigo de su marido a bordo, el carpintero noruego Halvorsen. Hanna desconoce su nombre de pila pese a que llevan más de dos meses en la misma embarcación. Nadie lo llama nunca de otra manera, sólo Halvorsen, un hombre serio que, según dicen, se arrodilla, implora y obtiene la redención cada vez que vuelve a su casa de Bronnoy sund tras un par de años en alta mar, y luego vuelve a enrolarse cuando la fe ya no le basta. Tiene las manos grandes, pero la cara revela endeblez, casi parece femenina. Se diría que alguien que quisiera hacerle daño le ha pintado y empolvado la barba. —Tengo la impresión de que hay un asunto sobre el que querrías preguntar — le dice. Tiene la voz cantarina. Suena como si tararease cuando habla. —La profundidad —dice Hanna—. ¿A qué profundidad estará la tumba de Lundmark? Halvorsen menea la cabeza vacilante. De repente se le antoja parecido a un ave inquieta que quisiera levantar el vuelo. El noruego se marcha en silencio, pero ella sabe que encontrará la respuesta a su pregunta. ¿A qué profundidad le darán sepultura? ¿Existe algún fondo en el que su marido pueda descansar, envuelto en la lona? ¿O no habrá nada, salvo las profundidades marinas que siguen y siguen bajando por toda la eternidad? Vacía el cubo con las cáscaras de huevo, contempla las aves blancas que se precipitan enfilando el agua para capturar su presa y luego se seca el sudor de la frente con el paño que lleva anudado al delantal. Y entonces hace lo inevitable. Grita al vacío. Algunas de las aves que sobrevuelan las alturas a la espera de otro cubo de desechos aletean sobresaltadas y se retiran veloces fuera del alcance del gemido lastimero que las bombardea como granizo.

El mozo Lars la mira asustado desde la entrada de la cocina. Tiene en la mano un huevo que acaba de quebrar y la mira a hurtadillas, lo turba la muerte. Naturalmente, ella comprende lo que está pensando. « Ahora saltará, nos dejará, porque el dolor se le hace demasiado duro de sobrellevar» . Son varios los hombres que han oído el grito a bordo. Dos grumetes sudorosos con el torso desnudo se la quedan mirando junto a la cocina, precisamente donde tienen enrollado como una serpiente uno de los grandes cabos del barco. Hanna niega con la cabeza, aprieta bien los dientes y entra en la cocina con el cubo vacío. No, no piensa saltar por la borda. Lleva toda la vida arrostrando penurias y así piensa continuar. La azota el calor al entrar de la cocina. La vida entre fogones se parece a la que llevan los carboneros que trabajan en la sala de máquinas, lo sabe, pese a que nunca ha estado allí abajo. Es presagio de desgracia que las mujeres se acerquen a faros y calderas. Los marineros de edad consideran una abominación diabólica llevar mujeres a bordo. Es presagio de infortunios. Y también de enfrentamientos y celos entre los hombres. Pero cuando el armador Forsman quiso que Hanna los acompañara a bordo, el capitán Svartman se mostró de acuerdo. El capitán no era hombre que creyese en supersticiones más de lo necesario. Hanna coge un huevo y lo rompe en la sartén. Intenta concentrarse y pensar sólo en los huevos, no en el funeral inminente. Va en el barco como cocinera y esa circunstancia no ha cambiado porque su marido haya fallecido. Así son las cosas: ella sigue viva, pero Lundmarkha muerto. 4 Al cabo de un rato, Halvorsen vuelve y le pide que vaya con él. La espera el capitán Svartman. —Vamos a sondear la profundidad —explica Halvorsen—. Si nuestros cabos y cuerdas no alcanzan, el capitán elegirá otro lugar.

Hanna termina de freír los cuatro huevos que tiene en la sartén y se va con él. Se tambalea de pronto presa de un mareo súbito. Pero no llega a caer, se mantiene entera. El capitán Svartman desciende de un antiguo linaje de marineros, y ella lo sabe. Ha cumplido los sesenta, es un hombre de edad. Le falta la última articulación del meñique izquierdo. Nadie sabe si es congénito o consecuencia de un accidente. En dos ocasiones se ha ido a pique el velero en el que viajaba. Una vez lo salvaron junto con la tripulación, la otra, sólo con el perro de a bordo, que, una vez lo llevaron a tierra, se tumbó a morir en la arena. El difunto marido de Hanna dijo un día que, en realidad, seguramente el capitán Svartman murió también junto con el perro. Después de aquella catástrofe, el capitán permaneció muchos años en tierra firme. Nadie sabe a qué se dedicaba entonces. Según los rumores, durante un tiempo fue peón ferroviario y perteneció a la avanzadilla que la compañía ferroviaria estatal envió para que fueran construyendo la vía Inlandsbana, la línea ferroviaria del interior, por la que el Parlamento sueco aún protestaba. Después volvió de pronto a alta mar, ya como mando de un vapor. Fue uno de los pocos que no abandonó el mar cuando empezaron a desaparecer los veleros, sino que optó por sumarse al desarrollo de los nuevos tiempos. Sin embargo, a nadie le habló del tiempo en que se mantuvo apartado del mar, qué hacía, qué pensaba, ni siquiera dónde vivía. Rara vez habla sin necesidad, cree tan poco en la capacidad de escuchar de las personas como en que se pueda confiar en el mar. En el camarote tiene maceteros con flores de color lavanda que sólo él puede regar. En síntesis, es un capitán taciturno. Ahora establecerá la profundidad a la que van a arrojar al oficial fallecido. El capitán Svartman se inclina ante Hanna cuando la ve acercarse. A pesar del calor, luce el uniforme completo. La casaca abotonada, la camisa planchada. A su lado está el marinero Peltonen, que es finlandés. Tiene en la mano una plomada amarrada a un cabo largo y fino.

El capitán Svartman asiente, Peltonen arroja la plomada por la borda y deja que se hunda en el mar. La cuerda se le desliza por entre los dedos. Todos guardan silencio. Hay una cinta negra atada al cabo cada cierta distancia. —Cien metros —anuncia Peltonen. Habla con tono chillón. La voz le resuena, rebota por encima de las olas. Después de siete cintas negras, setecientos metros, saca el cabo. La plomada sigue colgando en las profundidades, aún no ha alcanzado el fondo. Peltonen hace un nudo que une el cabo con un rollo nuevo de cuerda. También con cintas negras cada cien metros. A los mil novecientos treinta y cinco metros la cuerda se afloja. La plomada ha alcanzado el fondo. Y ahí tiene Hanna la medida de la tumba de su marido. Peltonen empieza a subir el cabo y lo va enrollando en un disco de madera. El capitán Svartman se quita la gorra y se seca el sudor de la frente. Mira el reloj. Las siete menos cuarto. —A las nueve —le dice a Hanna—. Antes de que empiece a apretar el calor. Ella se retira al camarote que ha compartido hasta ahora con su marido. El catre superior era el suy o, aunque la mayoría de las veces dormían los dos en el de abajo. Sin que nadie la haya informado, se han llevado las sábanas del difunto. El colchón está desnudo. Se sienta en el borde de su catre y dirige la mirada al ojo de buey que hay al otro lado del reducido camarote.

Sabe que ahora debe obligarse a pensar. ¿Cómo ha llegado a encontrarse en esta situación? En una embarcación que se balancea despacio sobre unas aguas extrañas. Ella, que nació en un lugar que se halla lo más lejos del mar que quepa imaginar. En las aguas del río Ljungan había una barca, eso era todo. Solía ir en ella con su padre cuando salía a pescar. Pero cuando dijo que quería aprender a nadar —tendría entonces siete u ocho años— él le replicó que no pensaba permitir tal cosa. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Podía bañarse en la orilla del río. Y si quería pasar al otro lado, tenía la barca y el puente. Hanna se tumba en el catre y cierra los ojos. Corre en el recuerdo tan lejos como puede, retrotray éndose a la infancia, donde las sombras son cada vez más alargadas. Quizás allí encuentre cobijo hasta que llegue el momento en que su difunto marido desaparezca para siempre en el mar. La abandone. Para siempre.

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