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Última misión: Margolia – Jack McDevitt

Recomendamos a nuestros clientes que no utilicen hoy las pistas de descenso, a excepción de la pista azul. Sigue habiendo un alto riesgo de aludes en toda la zona esquiable. Sería prudente que permanezcan en el hotel, o tal vez que consideren la posibilidad de pasar el día en el pueblo. 1398, calendario Rimway. Wescott sabía que estaba muerto. Aparentemente, Margaret tampoco tenía muchas posibilidades. Ni su hija. Había seguido las instrucciones y se había quedado dentro, y ahora se hallaba bajo toneladas de hielo y roca. Oía llantos y gritos perdidos en la oscuridad que lo envolvía. Estaba temblando por el frío, con el brazo aplastado y aprisionado bajo una viga caída. Ya no sentía el dolor. Ni el brazo. Pensó en Delia. Su vida no había hecho más que empezar y se había esfumado casi con toda certeza. Se precipitaron lágrimas por sus mejillas. Le había hecho tanta ilusión venir. Cerró los ojos y procuró resignarse. Intentó imaginarse de nuevo a bordo de la Halcón, donde Margaret y él se habían conocido. Fueron unos años irrepetibles. Sabía que llegaría el día en que desearía volver y repetirlo todo. La Halcón. Dios mío. Se le ocurrió pensar que, de no haber escapado Margaret del edificio, su descubrimiento moriría con ellos. Delia lo sabía, pero era demasiado joven como para comprenderlo. ¡No se lo habían contado a nadie! Solo a Mattie.


Mattie lo sabía. Tiró de la viga en un intento por liberarse. Trató de cambiar de ángulo y orientar los pies hacia ella. Tenía que sobrevivir lo suficiente para contárselo. Por si acaso… Pero Margaret no estaba muerta. No podía estar muerta. Por favor, Señor. Los quejidos y los gritos que lo rodeaban se fueron apagando, convirtiéndose en un lamento esporádico. ¿Cuánto tiempo había pasado? Parecían horas desde que el hotel se les había venido encima. ¿Dónde estaban los equipos de rescate? Escuchó su pesada respiración. El suelo se había movido, había cesado, se había movido de nuevo. A continuación, después de la sacudida, cuando en el comedor todos pensaban que había terminado, oyeron el repentino estruendo. Se habían mirado los unos a los otros, algunos se habían levantado para echar a correr, otros permanecieron sentados, aterrorizados, se apagaron las luces y las paredes implosionaron. Estaba bastante seguro de que el suelo se había hundido y que se encontraba atrapado en el sótano. Pero no podía estar seguro. Tampoco es que tuviera importancia. Oyó sirenas a lo lejos. Por fin. Empujó la viga que le aprisionaba el brazo. Ya no se sentía conectado enteramente a su cuerpo. Se había retraído a su mente y miraba hacia fuera, como un espectador que se oculta en una cueva. Debajo de él, el suelo volvió a temblar. Quería creer que Margaret había sobrevivido. La vivaracha, inmortal, previsora Margaret, a quien nunca jamás pillaban desprevenida. No me parecía posible que estuviera atrapada en todo esto, arrollada brutalmente en ese preciso y terrible momento.

Había regresado a su habitación a buscar un jersey. Se había ido unos instantes antes de que todo ocurriera. Había subido por la escalera y desaparecido para siempre de su vida. Y Delia. En el apartamento. Ocho años. Enfurruñada porque no le habían dado permiso para salir sola. «Me da igual que digan que la pista azul es segura, vamos a esperar hasta que nos digan que no hay problema». El apartamento estaba en la tercera planta, hacia la parte frontal del edificio. Puede que se hubiera librado. Rezó por que estuvieran las dos fuera, en alguna parte, en la nieve, preocupándose por él. Cuando lanzaron la advertencia les dijeron que el edificio era seguro. Seguro y sólido. «Permanezcan en el interior y todo saldrá bien. Zona libre de aludes». En la oscuridad, sonrió. Estaban sentados en el comedor con Breia no sé qué más, una mujer de su ciudad que acababan de conocer, cuando Margaret se había levantado, había dicho algo sobre que no se comieran todos los huevos entre los dos y que solo sería un minuto, y se había marchado. Había un grupo de esquiadores junto a las puertas de entrada, listos para salir, protestando airadamente por el exceso de prevención de la organización de la estación y diciendo que la pista azul era para principiantes. Había dos parejas sentadas entre unas macetas degustando una ronda de bebidas. Un hombre fornido que parecía un juez estaba bajando por la escalera. Una mujer joven, con una chaqueta verde grisáceo, acababa de sentarse al piano y había comenzado a tocar. A Margaret solo le habría dado tiempo a llegar a su habitación antes de que sobreviniera el primer temblor. Los comensales se miraron entre sí, boquiabiertos por el estupor. Después, la segunda sacudida, y el miedo en la sala se hizo palpable. Por lo que recordaba, no hubo gritos, pero la gente estaba empezando a levantarse de sus sillas con la intención de dirigirse a las salidas.

Breia, de mediana edad, con el pelo oscuro, una profesora que disfrutaba de sus vacaciones, se había acercado a la ventana para tratar de ver lo que estaba sucediendo en el exterior. Tenía una mala perspectiva y no vio mucho, pero a Wescott se le pusieron los pelos de punta cuando ella se sobresaltó y dijo en un susurro aterrado: —Corre. Sin mediar más palabra, tiró la silla al suelo y huyó. Fuera, apareció una pared de nieve que se les echó encima. Era uniforme, rítmica, casi coreográfica, una marea cristalina deslizándose por la ladera de la montaña, engullendo árboles y rocas, y finalmente el robusto muro de piedra que marcaba el perímetro de los terrenos del hotel. Mientras observaba, arrastró a alguien. Hombre o mujer, sucedió demasiado rápido para estar seguro. Había intentado correr. Wescott tomó asiento calmadamente, consciente de que no había donde esconderse. Dio un sorbo a su café. Era como si el tiempo se hubiera detenido. El recepcionista, una simulación, se apagó con un parpadeo. Lo mismo hicieron el encargado y uno de los conserjes. Los esquiadores que merodeaban cerca de la puerta se dispersaron. Wescott contuvo el aliento. La pared trasera y las laterales se hundieron sobre el comedor y sintió un dolor punzante y una sensación de caída. En alguna parte, se oyeron portazos. Algo húmedo le recorría las costillas. Le hacía cosquillas, pero no podía tocarlo. Breia no había abandonado el comedor. Probablemente se encontraría a unos pocos metros. Le costaba hablar. Sus pulmones no parecían contener mucho aire. Pero murmuró su nombre. Oyó una voz a lo lejos.

—Por aquí. Pero era una voz masculina. Y entonces oyó botas hundiéndose en la nieve. —Mira a ver si lo puedes sacar, Harry. Alguien estaba escarbando. —Rápido. Pero Breia no contestó. Trató de gritar, hacerles saber dónde se encontraba, pero estaba demasiado débil. De todas formas no hacía falta. Margaret sabía que estaba en apuros, y seguro que ella estaba por allí fuera, con el equipo de rescate, intentando dar con él. Pero le acechaba una oscuridad más profunda. Los escombros sobre los que estaba tendido desaparecían y dejó de importarle el secreto que él y Margaret compartían, dejó de importarle la viga que le aprisionaba. Margaret estaba bien. Tenía que estarlo. Y él se liberó de su prisión. 1 … Pero lo que dotaba de verdadero significado a la antigüedad de (la tumba egipcia) era ver el grafito que unos visitantes atenienses habían garabateado en sus paredes en torno al 200 e. c. Y saber que el lugar era para ellos tan antiguo como para mí las marcas que ellos dejaron. —Wolfgang Corbin, El vándalo y la esclava, 6612 e. c. 1429, treinta y un años después La estación se hallaba exactamente donde Alex había predicho, en la decimotercera luna de Gideon V, un gigante gaseoso sin otra característica distintiva que el hecho de que circundaba una estrella muerta y no un sol. Se encontraba en una órbita en deterioro y, en cuestión de otros cien mil años, según los expertos, penetraría en las nubes y se esfumaría. Mientras tanto, era nuestra. La estación consistía en un racimo de cuatro cúpulas y una serie de radiotelescopios y sensores. Nada del otro mundo.

Todo, las cúpulas, los dispositivos electrónicos y la roca que lo rodeaba, estaba tintado de un naranja oscuro y desigual, iluminado únicamente por el gigante gaseoso de color barro y su sistema de anillos, del mismo color amarronado. No resultaba difícil constatar por qué nadie había advertido la presencia de la estación a lo largo de varias visitas rutinarias de Investigaciones. Gideon V acababa de convertirse en apenas la tercera dependencia conocida de los celianos. —Soberbio —exclamó Alex desde la escotilla de observación, con los brazos cruzados. —¿El emplazamiento o tú? —pregunté. Sonrió modestamente. Los dos sabíamos que lo suyo no era la humildad. —Benedict ataca de nuevo —dije—. ¿Cómo lo adivinaste? Dudo que Alex se haya comportado alguna vez como un engreído. Pero ese día estuvo cerca. —Soy bastante bueno, ¿verdad? —¿Cómo lo haces? —Lo había puesto en entredicho durante todo el trayecto, y ahora estaba saboreando el momento. —Pues muy sencillo, Kolpath. Te lo voy a explicar. Lo había hecho, por supuesto, de la misma forma en que lo hace todo siempre: con imaginación, trabajo duro y una metódica atención al detalle. Había revisado registros de envíos, crónicas y memorias personales, y todo lo que había caído en sus manos. Había estrechado el cerco y llegado a la conclusión de que Gideon V era una ubicación central idónea para las operaciones de exploración que estaban llevando a cabo los celianos. Por cierto que el planeta no fue designado con el numeral romano porque fuera el quinto planeta del sistema. De hecho, era el único, después de que los demás hubieran sido engullidos o desplazados de sus órbitas por una estrella de paso. Aquello había tenido lugar hacía un cuarto de millón de años, de modo que no había testigos. Pero, a partir de la órbita elíptica del mundo que aún permanecía allí, se podía deducir que había habido otros. La cuestión que generaba el debate era su número. Mientras que la mayoría de astrofísicos creía que había cuatro mundos más, algunos ampliaban el total hasta casi diez. En realidad nadie lo sabía, pero la estación, situada a varios cientos de años luz del mundo habitado más cercano, suponía un hallazgo valiosísimo para Empresas Rainbow. Durante su edad de oro, los celianos habían sido una nación romántica, entregada a la filosofía, al teatro, a la música y a la exploración. Se creía que habían penetrado más profundamente en el cúmulo Aureliano que ninguna otra rama de la familia humana.

Gideon V había jugado un papel fundamental en ese esfuerzo. Alex estaba convencido de que habían llegado mucho más lejos, hasta la Cuenca. Si así era, aún quedaba bastante más por descubrir. Hace algunos siglos, los celianos entraron en un abrupto declive. Estalló la guerra civil, los gobiernos de todo el planeta se sumieron en el caos, y al final tuvieron que recibir la ayuda de los demás miembros de lo que entonces se conocía como el Pacto. Cuando todo terminó, los buenos tiempos también habían quedado atrás. Habían perdido toda su audacia, se volvieron cautelosos, más interesados en disfrutar de las comodidades materiales que en la exploración. Hoy en día, probablemente sea la sociedad planetaria más retrógrada de la Confederación. Están orgullosos de su antigua grandeza y procuran llevarla como una especie de aura. «Esto es lo que somos». Pero en verdad es lo que fueron. Nos encontrábamos en la Belle-Marie, a unos veinte mil kilómetros del gigante gaseoso, cuando las cúpulas rotaron y se situaron en nuestro campo de visión. Alex se gana la vida intercambiando y vendiendo reliquias, y en ciertas ocasiones es él mismo quien descubre nuevos yacimientos arqueológicos. Se le da bien, a veces parece que se comunicara con las ruinas a través de la telepatía. Si se le menciona este detalle, como hace la gente de vez en cuando, él sonríe con modestia y lo atribuye todo a la buena suerte. Sea lo que fuere, ha convertido a Empresas Rainbow en una compañía de elevados beneficios, y a mí me da más dinero para derrochar del que jamás habría podido imaginar. La decimotercera luna era grande, la tercera más grande de veintiséis, la más grande de las que no van acompañadas de una atmósfera. Por lo tanto, fue el primer lugar en el que buscamos, por esos dos motivos. Las lunas grandes son más apropiadas para las bases porque aportan un nivel razonable de gravedad sin tener que generarla de manera artificial. Si bien tampoco interesa que sea tan grande como para tener atmósfera. La atmósfera siempre es un factor que complica las cosas. En lo que a nosotros concierne, el vacío tenía otra ventaja: actúa como conservante. Era probable que todo lo que dejaron los celianos cuando cerraron el chiringuito seis siglos atrás se conservara en óptimas condiciones. Si se hubieran podido iluminar los oscuros anillos de Gideon con un sol, habría sido espectacular. Estaban retorcidos y divididos en tres o cuatro secciones distintas.

No podía estar segura. Dependía del ángulo de visión. La luna decimotercera se hallaba justo al otro lado del anillo más externo. Se movía en una órbita pocos grados por encima y por debajo de su plano, y de haber tenido algo de luz, el resultado habría sido una vista fascinante, no demasiado afilada. El propio gigante gaseoso, visto desde la estación, permanecía inmóvil en su posición en mitad del cielo, sobre una serie de colinas bajas. Era una presencia oscura y apagada, poco más que un simple lugar carente de estrellas. Puse en órbita la Belle-Marie y descendimos en el módulo de aterrizaje. La luna estaba plagada de cráteres por el norte y a lo largo del ecuador, con planicies al sur, marcadas con cordilleras y cañones. Había varias cadenas montañosas, con cumbres elevadas y picudas de granito puro. Las cúpulas estaban situadas a medio camino entre el ecuador y el polo norte, sobre un terreno relativamente llano. El campo de antenas se encontraba al oeste. Las montañas se alzaban al este. Un vehículo oruga terrestre había sido abandonado en mitad del complejo. Las cúpulas parecían hallarse en buenas condiciones. Alex las estuvo observando con una satisfacción creciente a medida que descendíamos por el cielo oscuro. Se veía media docena de lunas. Eran pálidas, fantasmales, apenas discernibles a la débil luz de la estrella central. Si no sabías que estaban allí, te podían pasar desapercibidas. Descendí con cuidado. Cuando tocamos tierra apagué los motores y volví a activar la gravedad lentamente. Alex esperaba impaciente mientras yo ponía en práctica lo que él acostumbraba a llamar «exceso de precaución femenina». Siempre está ansioso por ponerse en marcha: «Vamos, no tenemos toda la vida». Le gusta jugar ese papel. Pero no le gustan las sorpresas desagradables. Y se supone que ese es mi trabajo: anticiparme a ellas.

Hace años atravesé el fondo de un cráter y nos hundimos en un hoyo, y todavía no ha dejado que se me olvide. Aguantó bien. Alex me dedicó una amplia sonrisa, bien hecho y todo eso. Dejó de lado el discurso de «vamos a ponernos en marcha» mientras mirábamos por la escotilla de observación desde nuestros asientos, deleitándonos con el momento. Cuando entras en uno de esos lugares, un sitio que lleva siglos vacío, o tal vez milenios, nunca sabes lo que te puedes encontrar. Algunos están provistos de trampas mortales. Se ha oído hablar de suelos que se abren y de muros que se derrumban. En un apeadero, algo dejó de funcionar correctamente, provocando que la presión del aire aumentara, y todo estalló en el preciso momento en que un equipo de Investigaciones intentaba entrar. Lo que siempre esperas encontrar, por supuesto, es una escotilla abierta y un mapa de las instalaciones. Que fue lo que pasó en Lyautey. Me desabroché el cinturón y esperé a Alex. Por fin, respiró hondo, se soltó el arnés, hizo girar la silla, se levantó y se puso las botellas de oxígeno. Comprobamos el funcionamiento de la radio y nos revisamos mutuamente los trajes. Cuando estuvo listo, descomprimí el módulo y abrí la escotilla. Bajamos a la superficie por la escalerilla. El terreno era quebradizo. Arena y virutas de hierro. Vimos un sinfín de huellas y marcas de vehículos. Intactas a lo largo de los siglos. —¿Los últimos en irse? ¿Tú qué crees? —preguntó Alex. —No me sorprendería —dije. Me interesaban más las vistas. Se veía una sección de los anillos y dos lunas justo encima de las montañas. —Algo va mal —observó Alex. —¿Qué? —Las cúpulas estaban a oscuras y en silencio.

No se movía nada en la llanura que se extendía en el horizonte hacia el sur. En el cielo, nada fuera de lo habitual. Con la oscuridad no podía verle el rostro a Alex, encerrado en su casco. Pero parecía estar mirando hacia la cúpula que teníamos más cerca. No, más allá, hacia una de las otras unidades, la que estaba más al norte, que era también la más grande de las cuatro. Había una puerta abierta. Bueno, no abierta en el sentido de que la escotilla estuviera entornada. Alguien la había seccionado para entrar. Habían cortado un gran agujero que deberíamos haber visto al bajar de haber estado atentos. Alex balbuceó algo en el circuito acerca de unos vándalos y, enfadado, echó a andar hacia allí. Yo fui tras él. —No te olvides de la gravedad —le advertí mientras él se trastabillaba, aunque no llegó a caerse. —Malditos ladrones. —Alex soltó una retahíla de improperios—. ¿Será posible? Costaba creer que alguien se nos hubiera adelantado aquí, porque nunca habían aparecido reliquias de Gideon V en el mercado. Y no había datos históricos que confirmaran que la base había sido hallada. —Tiene que ser reciente —señalé. —¿Quieres decir de ayer? —preguntó él. —Tal vez no supieran lo que tenían entre manos. Simplemente entraron, echaron un vistazo y se largaron. —Puede ser, Chase —admitió—. O puede que sucediera hace siglos, cuando la gente aún recordaba dónde estaba este lugar. Albergué la esperanza de que estuviera en lo cierto. Suele darse el caso de que cuando un arqueólogo encuentra un lugar desvalijado, el saqueo haya tenido lugar en el plazo de algunos cientos de años a partir de la era en la que el lugar estuvo operativo. Tras un período razonable de tiempo, la gente se olvida de dónde están las cosas.

Y se pierden para siempre. Algunas veces me pregunto cuántas naves andarán flotando en las tinieblas, después de que su motor haya volado por los aires y haya acabado por desaparecer de todo archivo. Debería mencionar que no somos arqueólogos. En términos estrictos, somos comerciantes, relacionamos a los coleccionistas con la mercancía, y algunas veces, como ahora, somos nosotros mismos quienes buscamos las fuentes originales. Hace un instante, esto parecía una mina de oro. Pero ahora… Alex contenía el aliento mientras nos acercábamos a la abertura. Habían conseguido arrancar la escotilla con un soplete. Estaba apartada a un lado. Y solo la cubría una fina capa de polvo. —Acaba de suceder —sentenció. Tengo que confesar que Alex no es ni por asomo una persona con mal genio. En casa, en un entorno social, es un modelo de cortesía y comedimiento. Pero en lugares como una superficie lunar, donde la sociedad brilla por su ausencia, en ciertas ocasiones llego a vislumbrar sus verdaderos sentimientos. Se quedó mirando la plancha de metal arrancada, cogió una roca, masculló algo y lanzó la piedra a mitad de órbita. Me quedé allí plantada, como un crío en el despacho del director. —Seguramente es culpa mía —admití. La escotilla interior también estaba en el suelo. Al otro lado, el interior se hallaba a oscuras. Alex me miró. El visor era demasiado opaco para dejarme distinguir su expresión, pero no costaba mucho adivinarla. —¿A qué te refieres? —me preguntó. —Se lo conté a Windy. —Windy era la directora de relaciones públicas de Investigaciones, y una vieja amiga mía. Alex no era mucho más alto que yo, pero en ese momento pareció cernirse sobre mí como una gran torre. —Windy no diría nada.

—Lo sé. —Se lo contaste por un circuito abierto. —Sí. Dejó escapar un suspiro. —Chase, ¿cómo has podido hacer eso? —No lo sé. —Hice un esfuerzo por no gimotear—. Pensé que no habría ningún problema. Estábamos hablando de otra cosa y, simplemente, surgió. —¿No te pudiste contener? —Supongo que no. Plantó una bota sobre la escotilla y le dio un empujón. No se inmutó. —Bueno —concluyó—, ya no tiene remedio. Erguí la espalda. Pégame un tiro si eso te va a hacer sentir mejor. —No volverá a ocurrir. —No pasa nada. —Había recurrido a su tono de voz de «a lo hecho, pecho»—. Vamos a ver qué daños han causado. Él entró primero. Las cúpulas estaban interconectadas mediante túneles. Unas escaleras conducían a los espacios subterráneos. Estos lugares siempre me producen escalofríos. Las sombras se persiguen por los mamparos, y reina una permanente sensación de que algo se mueve en el borde mismo del campo de visión. Recuerdo haber leído que, en un sitio como este, a Casmir Kolchevsky le atacó un robot de seguridad que se había activado sin que él se diera cuenta. Los vándalos habían sido implacables.

Recorrimos las secciones de Operaciones, el gimnasio, las dependencias privadas habitables. La cocina y el comedor. En todas las zonas en las que estuvimos, los cajones estaban abiertos y su contenido desperdigado por el suelo. Habían arrancado las puertas de las taquillas y los armarios estaban destrozados. Estaba todo desvalijado. No quedaba gran cosa que valiera la pena vender o que pudiera suscitar el interés de algún museo. Nos vimos obligados a caminar con precaución entre cristales rotos y discos de datos y mesas volcadas. Algunas prendas de vestir podían sobrevivir durante un período de tiempo sorprendentemente largo en el vacío. Pero solo encontramos un puñado de ellas, la mayoría víctima de cualesquiera que fueran los productos químicos que componían el material original. O lo suficientemente mundanas para que a nadie le interesaran. No importa mucho de dónde haya salido un jersey; a no ser que lo haya llevado puesto un general de leyenda o un dramaturgo inmortal, a nadie le importa. Sin embargo, los monos, que suelen llevar un parche en el hombro o una identidad impresa en un bolsillo, «Base Gideon» o algo por el estilo, valen su peso en oro. Solo encontramos uno, y bastante raído. Desde luego, la inscripción, que enmarcaba un pico muy elevado y estrecho, estaba escrita con caracteres celianos. —El escudo de la estación —comentó Alex. También habían destruido el centro de operaciones. Se habían llevado aparatos electrónicos. Habían arrancado los paneles para acceder a ellos. Una vez más, el objetivo había sido encontrar las partes marcadas como pertenecientes a la base. Daba la impresión de que habían descartado y echado por los suelos cualquier cosa que no se ajustara a esta premisa.

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