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Tu sonrisa mueve mi mundo – Paloma Perez

El sol del mes de mayo brilla en lo alto del cielo mientras una suave brisa acaricia su rostro arrugado. Le gusta aquel lugar, las vistas son increíbles y respirar ese aroma le sigue llenando de felicidad. Inspira, su pecho se hincha despacio mientras llena sus pulmones de ese aire fresco. Ahora sus ojos lo ven diferente, la experiencia de la vida y el paso del tiempo hacen que miren de una determinada manera. Sin embargo, hay una magia especial en aquel lugar, siempre la ha habido y por mucho que pasen los años la seguirá conservando. Con nostalgia piensa en los minutos que pasó allí rodeada de tanta gente, risas, llantos, miradas cómplices, abrazos, enfados y besos que han quedado grabados a fuego en sus labios. Todo era tan intenso que cada una de las emociones vividas hacían latir tan rápido el corazón que parecía como si fuese a salirse del pecho. Ahora sin embargo está completamente sola, pero le gusta esa tranquilidad. Recuerda cada instante de sus días allí, siempre había sido una persona llena de vida, se la había bebido día tras día, disfrutando de ella sabiendo lo dichosa que era por poder hacerlo. Despacio y con la torpeza propia de su edad, se ajusta su chaqueta azul apretando los hombros para cubrirse del aire que comienza a refrescar. Sus ojos ya cada vez más cerrados observan un atardecer precioso, ha visto muchos así en aquel lugar. El verde de los árboles se funde ligeramente con el marrón de las montañas, dejando el protagonismo a ese cielo teñido de tonos anaranjados y rosáceos. Siente como si cada instante que inhala allí fuese uno más de la vida que se ya se le escapa de las manos. Él vuelve a aparecer en su cabeza, siempre ha estado en su corazón y siempre lo estará. Recuerda sus ojos, sus manos, esa mirada que la había conquistado, las carcajadas mientras saltaban unidos por sus manos, los bailes porque sí, en el medio de la calle, las sonrisas provocadas por el otro, las caricias llenas de ternura y cada promesa que juraban no separarse nunca. Fue el amor de su vida, mirarlo a los ojos, sonreír y saber que esa persona era su felicidad. Valeria se siente afortunada, había sido feliz y él había sido responsable de esa dicha. Como cada jornada acudía a aquel sitio, era el lugar que le llenaba de paz, donde pasaba las horas recordando toda la vida que ahora se le escapaba de las manos. Valeria llegaba cada tarde, se sentaba a respirar aquel aire, a sentir aquel olor, a disfrutar de aquellas vistas propias de ese rincón. Serena, tranquila, pensativa y nostálgica siempre sujetaba en sus viejas manos una fotografía. Una pija de Madrid —¡Vamos Valeria, que al final salimos muy tarde y vamos a pillar el atasco! —dice su madre con paciencia. —Ya voy mamáaaa —contesta alargando la última letra—, que me queda por meter el calzado en la maleta —responde Valeria alterada mientras corre de un lado para otro buscando sus cosas. —¿Pero cómo llevas tanta ropa, hija? —Según pasan los minutos su madre empieza a incomodarse. —Ya lo sé mamá, pero en León nunca se sabe. Tendré que llevar varios modelos, aunque tampoco sé muy bien para qué me preocupo tanto… —comenta pensativa.


—Bueno, ¡venga! Coge tus cosas que nos vamos. Papá lleva por lo menos media hora esperándonos. —Valeria ha colmado su paciencia. Después de un largo año, por fin llegan las ansiadas vacaciones. Día 23 de julio, toca emprender el camino. Como todos los años, Valeria viaja con sus padres y su hermana Sandra al pueblo. Hace calor, sobre todo en Madrid, donde la sensación de sequía es odiosa, por eso, mientras viajan hacia Villa del Sil, piensa que León es una buena elección para pasar el sofocante verano. Valeria vive en Madrid y le encanta su ciudad, le gusta pasear por las calles del centro, Gran Vía, Princesa y Latina son sus preferidas. Además, le fascina entrar a las tiendas a probarse ropa, aunque no se compre nada. Sus padres, sin embargo, prefieren la tranquilidad y siempre aprovechan la mínima ocasión que sus trabajos les permiten para viajar a su pueblo, ellos nacieron allí y, aunque por motivos laborales tuvieron que viajar a la capital, donde están a gusto, adoran su pequeño pueblo, con sus plantas, sus tomates y la pequeña viña que es el deleite del padre de Valeria. A Sandra, la hermana mayor, no por mucho, también le gusta Madrid, pero disfruta inmensamente en el pueblo cada vez que van. Siempre decía que si tuviera que elegir entre Madrid o León no podría hacerlo. A pesar de estar emocionada por cambiar de aires, Valeria cree que quizá el destino, para disfrutar de sus días de vacaciones, habría sido mejor otro, puesto que teme pasar todo el mes aburrida, metida en casa. Pero los diecisiete años te hacen ver la vida de otra forma, expectante, con ganas de vivir emociones nuevas, de hacer locuras y luego arrepentirte por ellas, pero a medias, porque sabes que si no lo hubieras hecho, te arrepentirías mucho más. Valeria no puede negar que, en el fondo y aunque intenta disimularlo por la cantidad de veces que se ha negado a ir al pueblo, se siente emocionada ante lo que le deparará el mes de agosto. Quizá todos tenemos un sexto sentido. El viaje es largo y caluroso, con la carretera inundada de coches como todos los fines de mes de julio, cada poco el coche se detiene porque hay caravana. Mientras, Valeria y Sandra escuchan música en su MP3. De pronto, suena su canción preferida, una balada de Mago de Oz que cantan abrazándose, sujetando en la mano un micrófono imaginario, mirando al cielo y levantando las manos para darle intensidad a la canción. Se llevan la mano al pecho con cada estrofa emotiva y, a pesar del poco espacio que tienen dentro del coche, escenifican la letra de la canción. Después de tres horas y media de viaje llegan al pueblo. Valeria se baja del coche, siente las piernas entumecidas por haber pasado tantas horas sentada, las estira, pone las manos en sus caderas y mira la calle, que está completamente vacía. El sol le ciega, pone una mano encima de la frente a modo de visera y siente que hace bastante calor. —Pensé que iba a hacer menos temperatura aquí. Aunque lo que sí es cierto es que es un calor diferente y huele distinto… —comenta la joven mirando a un lado y a otro, inflando su pecho para inspirar con ganas el aroma que viene de la montaña.

En la puerta las espera su abuela. Valeria mira el lugar en el que va a pasar el resto del verano. Es una casa de dos plantas, la fachada está pintada de un blanco que destaca por las piedras que rodean las ventanas, en las que los geranios le dan un precioso toque de color. El tejado es de pizarra, como la mayoría de las casas de esa zona, para que, en invierno, la nieve resbale. La casa es muy grande, en la planta de abajo hay un gran patio y varias puertas que llevan a las cuadras. En la parte de arriba está la vivienda, por unas escaleras se llega a una gran cocina donde hay un horno de pan, es oscura, ya que solo tiene una pequeña ventana. Hay cuatro habitaciones, una sala con unos sofás y otra cocina donde hay un chapón, lugar en el que hacen lumbre. Tras los respectivos reencuentros con la familia, Valeria y Sandra comienzan a deshacer su equipaje. Ambas intentan organizar planes para así disfrutar del verano. Ninguna de las dos es muy familiar, necesitan su independencia y sentir esa libertad que siempre encuentran, paradójicamente, estando juntas. Esa misma noche, mientras cenan una maravillosa tortilla preparada por su abuela, suena el timbre. Como en todos los pueblos, la vecina suele hacer sus múltiples apariciones a lo largo del día, por lo que ninguno de los que están sentados alrededor de la mesa duda de quién se trata. La abuela va a abrir la puerta, pero la voz que Valeria escucha desde la cocina no es la de la señora que vive en frente, sino la de una chica joven. —Ahora les digo que salgan —dice la abuela—. ¡Niñas, han venido las chicas a buscaros! —¿Quiénes? —responden Valeria y Sandra al unísono alteradas y sorprendidas. —No sé de quién son, una creo que es la nieta de Regina —responde la abuela, haciendo gala de esa famosa expresión tan utilizada en los pueblos. Emocionadas, Valeria y Sandra terminan de cenar en dos minutos y salen a la puerta de su casa donde dos chicas que parecen de su edad las esperan sentadas en la acera. En ese momento se tranquilizan e intentan actuar con normalidad. No es cuestión de dar la impresión de que les va la vida en ello, así son los adolescentes. En cuanto les ven la cara las reconocen. Son Isabel y Lucía, y efectivamente, una de ellas es la nieta de Regina. Valeria y Sandra se miran, y sin decir una palabra saben lo que está pensando la otra. Están felices y expectantes. Desde pequeñas habían pasado todos los veranos, Semanas Santas, puentes y demás fiestas en el pueblo. Siempre compartían las vacaciones con más niños de allí, por eso, aunque pasara el tiempo, cada vez que iban al pueblo se reconocían a la perfección.

Cada día que llegaba alguien nuevo a Villa del Sil se convertía en todo un ritual. Era una gran emoción, uno más para la pandilla. El único problema que se presentaba era que hubiera un voluntario que se encargara de ir a buscarlo a su casa. Esta era siempre la tarea más difícil, parece que la vergüenza se adueñaba de todos ellos, aunque al final, siempre había alguno que tomaba la iniciativa y se lanzaba a por la nueva incorporación del verano. Al salir de su casa, Isabel y Lucía les cuentan que el resto del grupo está en la plaza. Valeria se siente nerviosa y el camino, que son apenas cien metros, se le hace eterno. Está muy emocionada deseando ver quiénes estarán allí. Al llegar con sus nuevos amigos, se siente observada, pero a pesar de lo incómodo de la situación, no le disgusta. Se conocen de toda la vida, sin embargo, Isabel les presenta uno a uno y ellos, haciendo gala de ese querer ser mayores, se levantan y les van dando dos besos a las chicas. Valeria y Sandra se dan cuenta de que el verano ha tomado una dirección inesperada y muy divertida. Lucas, Pelayo, Isabel, Lucía, José Luis, Adrián, María, Azucena y Ángel son los nuevos amigos con los que van a pasar unas buenas vacaciones A los cinco minutos de estar con ellos ya sienten que son sus confidentes, las personas a las que más quieren en este mundo y por las que darían su vida. Así es la amistad sincera de cuando se tiene diecisiete años. Ya se ha roto el hielo, Valeria es consciente de ello, una vez que salen la primera vez, las demás vienen seguidas y hay mucha gente de su edad. Hoy toca jugar a pescadores, el juego consiste en algo así como esconderse por el pueblo y que cada uno de los capturados se convierta en una red para seguir pescando a los demás. Los lugares para no ser cogidos son los más insólitos, vale todo el pueblo, por lo que el juego nunca termina. Finalmente todos se juntan en la plaza mientras comentan la velada. Quizá son juegos que a los diecisiete años ya no vienen a cuento, quizá es solo una manera de acercarse al resto y sentirse parte de un grupo indisoluble. Intentan controlarse delante del resto para que ninguno haga más de la cuenta, por eso de que en los pueblos todo se sabe, pero poco a poco se irán dando cuenta de que, entre ellos, no hay enemigos, los enemigos, si es que los hay, están fuera de su círculo. Los días en el pueblo son prácticamente iguales, se levantan por la mañana, cogen sus bicis, dan un paseo por el pueblo o por los caminos y luego se sientan en el mirador a charlar. Llegan a casa, comen a toda velocidad y, la mayoría de tardes, van a la piscina, para por la noche, salir al mirador de nuevo a hablar, contarse historias, mirar las estrellas y disfrutar de la compañía del resto. Valeria vive en un continuo desasosiego cada vez que tiene que ir a casa a comer o cenar. Lo hace a toda velocidad para no perder ni un segundo de lo que pueda pasar en el grupo. A pesar de la rutina, a Valeria cada día le parece distinto del anterior. Se siente feliz, se divierte, piensa que está construyendo una amistad preciosa y que, cómo no, en esta historia también tiene que existir ese alguien que hace de un verano el mejor recuerdo para toda una vida. Valeria es una joven divertida, con ganas de comerse el mundo, no puede parar quieta ya que es muy activa, es amigable, buena, capaz de renunciar a su bien para que los demás estén a gusto, pero con sus objetivos bien definidos y con una gran fuerza para luchar hasta conseguirlos.

Con su melena morena pasea a diario vivaracha por el pueblo en su bici, teniendo que esquivar a las innumerables señoras que parece que no entienden del paso del tiempo y no se cansan de preguntar «¿de quién eres?» —Podríamos ir esta tarde a la piscina —se anima a proponer Ángel un día. —¡Qué buena idea! Hace un calor horrible estos días —le apoya Lucía. —¿Y quién nos lleva? Mi padre creo que podría acercarnos, pero luego me parece que no puede ir a recogernos —dice Valeria. —No, Valery, papá no puede porque ha ido a comprar —añade Sandra. —¡No os preocupéis! Mi padre puede —asegura Isabel, dando por terminada la conversación. Efectivamente el padre de Isabel y el de José Luis los llevan a la piscina. Valeria prepara su toalla, crema de sol, peine, bikini y chanclas a conciencia. Le apetece muchísimo pasar la tarde en el agua. Sale de casa con su bolso de última moda, vestida con una minifalda vaquera y una camiseta negra. En los pies ha decidido ponerse directamente las chanclas. Lleva el pelo suelto, ¡ya se lo atará en la piscina!, y con sus gafas de sol camina rumbo al punto de encuentro sintiéndose una diva. —¡Qué pija eres, cómo se nota que eres de Madrid! —le espeta Lucas nada más verla aparecer. —¡Y tú qué idiota eres! —responde Valeria sin el más mínimo miramiento. Le ha hecho bajar de las nubes. A Valeria, el comentario de Lucas no le molesta nada. Sabe que es para hacerle rabiar y bromear con ella, se ha estado comportado así desde la primera noche, cuando estaban jugando a pescadores. Ya entonces a ella le llamó la atención él. Era el chico más guapo que había visto jamás. Lucas es moreno, tiene los ojos negros de una intensidad casi indescriptible, es de mediana estatura y suele vestir con los pantalones un pelín caídos y tiene una sonrisa propia de anuncio. Cualquier chica que lo viera de lejos caería rendida a sus pies. Sin embargo, había algo que a Valeria le llamaba la atención. Sus ojos, y no era por el color, sino por la forma en que tenía de mirar. Era como si sonriera con ellos. —¡Ten cuidado!, ¡vas corriendo como un loco y casi me tiras! —le gritó Valeria a Lucas en su primer encontronazo, cuando hacía apenas unos segundos que los habían presentado. —Perdone usted, princesita, no vaya a ser que se le ensucie su ropa.

Que por cierto, le queda muy bien —le soltó ni corto ni perezoso con ese tono de autosuficiencia del que presumía. Después de aquella bienvenida, los comentarios similares por ser de la capital no habían cesado, pero Valeria sabía que todo aquello formaba parte de un juego, que con las palabras decía una cosa, pero su mirada le demostraba otra, hasta que aquella famosa tarde de la piscina, al fin, lo hizo con palabras. —Pija, pero preciosa, estás pasando de ser una princesita de ciudad a convertirte en una verdadera princesa de villa. —Lucas suelta el bombazo mientras toman el sol en las toallas, y justo después enmudece, es como si por un momento se parara a pensar lo que había dicho, cosa que no había hecho nunca antes. El joven, que jamás había sentido vergüenza, de pronto experimenta esa sensación, y decide levantarse a toda velocidad e ir a comprar algo para comer y así huir de aquel momento. Mientras va hacia el bar se gira y ve cómo Valeria le dedica una mirada, acompañada de una preciosa sonrisa. En ese momento Lucas se da cuenta de que la jugada le ha salido bien. Valeria se queda sentada mirando al chico que la trae de cabeza desde que llegó a Villa del Sil. Se pone nerviosa y siente ese extraño y a la vez tan común revoloteo en el estómago del que la gente habla. Respira con dificultad y, tímida, pasa el resto de la tarde ignorando a su particular príncipe azul. Lucas vive en Bilbao, es un chico divertido pero a la vez tranquilo, no le gusta hablar de los demás ni meterse en problemas, pero cuando alguien toca lo que él quiere sabe pelear como si le fuera la vida en ello y la balsa de aceite que suele ser, se convierte en un hervidero a punto de estallar. Valora la amistad por encima de todas las cosas. Una de sus frases predilectas es: Unas copas con los amigos charlando de nuestras vidas son esos momentos que me encantan, porque aunque es una persona tranquila, también tiene su punto de locura. Le gusta bromear, divertirse, tomarse unas copas y hacer el tonto. En realidad, y aunque le gusta mostrarse sereno, es una persona muy alegre. Las fiestas de Villa del Sil se acercan y esa misma tarde deciden que tienen que ir al pueblo vecino a comprar bebida porque sus padres no pueden verlos tomar copas. Si alguien los ve beber, irá a decírselo a sus padres, «en los pueblos todo se sabe», les caerá una charla insufrible y se habrán terminado las fiestas para ellos. ¡Eso sería una hecatombe! Así que, hay que cuidarse y buscar las provisiones por su cuenta. En el bar tampoco podrían comprar las copas porque nadie se las serviría, aunque por supuesto, ninguno se va a arriesgar a tal hazaña. Lucas siempre hace gala de su valentía, por lo que decide coger su bici y con su mochila al hombro se encamina a cumplir la misión. —¿Qué queréis que compre? —dice Lucas con chulería mientras coge un pedazo de papel para hacer la lista. —A mí me da igual, pero yo siempre suelo beber ron —comenta Isabel, intentando hacer ver a los demás que es una de las más expertas en el tema. —¡Compra lo que sea, pero que nos emborrachemos pero bien! —grita José Luis. —Bueno, según el dinero ya veré lo que voy cogiendo, creo que ron, Martini y vino. ¿Os parece?—comenta Lucas.

—Yo quiero whisky —añade José Luis. —Vale, compraré una botella de whisky también. Los que no decís nada, ¿os da igual lo que compre? —comenta un tanto molesto por la pasividad de los que no se habían pronunciado. —Sí, compra lo que tú veas, que cada uno beba lo que más le guste y punto —sentencia Sandra. —Yo quiero tabaco. Compra para todos porque si no, tiene uno y fuman todos —dice Pelayo—, que esto parece como el programa ese de televisión donde se meten a vivir todos juntos, que solo discuten por ese tema. A mí me pasa igual aquí. Así que, o se compran varios paquetes entre todos, o que cada uno tenga el suyo. El tabaco es un tema que siempre causa problemas entre el grupo. Todos son chicos jóvenes que cuentan con la paga que les dan sus padres para comprar todo y, a muchos, no les llega para el maldito vicio Siempre hay alguno que compra regularmente y al final es el que le da a todo el mundo, en este caso, Pelayo, que ya se había cansado de ser el estanco, aunque tenía miramientos con algún que otro amigo, sobre todo con Sandra. Pasan los días de agosto en un mirador sin hacer nada especial. Hablan, se ríen, bromean, se pegan unos a otros, viven en sus casas como si se tratara de un hotel: comer, cenar y dormir. Mientras, poco a poco se van acercando las fiestas que para el resto del pueblo empiezan el viernes y acaban el domingo, pero que sin embargo, para este grupo de jóvenes comienzan el jueves y no terminan hasta el lunes de madrugada. El miércoles, antes de las fiestas, Valeria se siente un tanto extraña. Nota que Lucas está empezando a gustarle. A pesar de sus impertinencias, ambos se miran de una forma diferente. Ella no puede evitar sonreír cada vez que posa sus ojos encima de los de él, siente que el corazón le palpita a toda velocidad cada vez que nota un gesto suyo, le hace ser tímida y a la vez la persona más atrevida del mundo, se pierde en sus labios, siempre que lleva sus gafas de sol para no ser descubierta, e imagina lo que sería besarlos, sentir lentamente su calor, el roce de cada caricia y perderse con él. Perderse en un mundo de esos en los que solo existen dos. Pero hay algo que no termina de convencerla, hay algo en Lucas que Valeria no consigue comprender y hace que su sueño se desvanezca, cuando su cerebro se pone a trabajar. —Reconócelo Valery, te está empezando a gustar Lucas —le espeta su hermana Sandra mientras ambas eligen la ropa que se van a poner durante las fiestas. —¡No, no me gusta! —le responde ella alterada como si la estuviera acusando de haber cometido un delito.

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