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Trilogia Mas alla de la razon – Antoni Scaluggia

Sus ojos se abrieron súbitamente tras el repentino ruido. El sueño plácido se vio interrumpido para dar paso a un estado de alerta. Entre tanta oscuridad, la habitación que ahora atravesaba únicamente podía distinguirse unos muebles difuminados por la tenue luz de la luna reflejada en el mar que entraba por la ventana. El joven trataba de moverse sigilosamente pero la penumbra y el frío calado en su torso desnudo hacían difícil la tarea, algo extraño teniendo en cuenta que era una época calurosa. El ruido volvió a surgir, esta vez mucho más nítido que el que le despertó. Era un chirriar metálico, como el desenvaine de una espada o el afilar de un cuchillo. Tras coger su revólver de la cómoda salió al pasillo siempre con paso firme pero silencioso. El corredor estaba más opaco aún si cabe que la habitación. Avanzando más por instinto que por certeza, atravesó el estrecho corredor comprobando cuarto por cuarto, todos en calma. El crujido insistió una vez más, ahora desde la cocina junto a la puerta de entrada a la casa. Al llegar, revólver en ristre, asomó lo justo para vislumbrar lo máximo posible la habitación. A pesar de la poca visibilidad, todo parecía tal cual lo había dejado. Comprobó las cerraduras de la entrada y dio la luz, la cual le molestó sensiblemente los ojos acostumbrados a tales horas de la noche. Con su único ojo abierto registró de un barrido toda la cocina, cerciorándose de que todo estaba correcto. Lo único que no terminaba de entender es de dónde había venido aquel ruido. Mucho más relajado depositó el arma sobre la mesa junto al adorno floral, abrió la nevera y echó mano de una de las botellas de agua. Mientras bebía no pudo evitar percatarse de reojo de algo que no terminaba de reconocer. Al fijarse mejor pudo ver que encima del fregadero había un cuchillo oxidado que jamás había visto. Justo cuando iba a dejar la botella en su sitio, aquel cuchillo giró por sí solo sobre sí mismo. Un extraño escalofrío recorrió entonces su cuerpo paralizándolo totalmente. El corazón latía ahora con mucha más fuerza y aumentando a cada segundo. El cuchillo volvió a agitarse esta vez de modo más salvaje, como el animal que recorre su jaula desesperado en busca de una salida. Se arrastraba por el fregadero provocando ese sonido férreo que le había despertado. Todas las convicciones y escepticismo de las que siempre hacía gala se evaporaron en un instante. Los latidos, cada vez más potentes, le hacían temblar casi a la par que aquel instrumento poseído.


De pronto el objeto detuvo su agitada danza como si alguien lo hubiera sujetado con firmeza justo cuando la hoja apuntaba directamente al inmóvil y asustado joven que nada podía hacer salvo contemplar aquella escena surrealista. El cuchillo salió disparado hacia él clavándose justo en su vientre, sin dejar de girar, taladrando los órganos que encontraba a su paso y regando de sangre el suelo de mármol de la cocina. En un último esfuerzo por salvarse, el joven arrojó un grito desgarrador, un grito que de pronto se mezcló con otro zumbido eléctrico mientras caía de espaldas. El dolor cedió. Al abrir los ojos el ruido intermitente continuaba sonando justo desde su izquierda. Por acto reflejo echó sus manos al estómago para arrancar el cuchillo, pero no había nada. Ni sangre, ni cuchillo, nada. Se encontraba tirado en su cama, y aquel molesto ruido no era otro que el de su despertador, el cual apagó de un golpe llevándose por delante la lámpara y el móvil. La luz ya ingresaba por los resquicios de la persiana bañando casi todo el cuarto. Con aire sofocado y respiración acelerada se incorporó sobre la cama comprobando que todo había sido un mal sueño. “Tengo que dejar de ver pelis de miedo antes de acostarme”, pensó Fran para sí. Durante todo el desayuno no pudo apartar la mirada del televisor oyendo las noticias y tratando de obviar la mala noche que había pasado. Una hora de ejercicio en su cuarto-gimnasio y una ducha templada bien le valieron recuperar la compostura y el ánimo por empezar el día más positivamente. Los miércoles no eran su día preferido precisamente, más bien los detestaba ya que, por lo general, sus cualidades mermaban y sus ambiciones estaban más orientadas al fin de semana que al trabajo, una muestra más de su gran inmadurez. Una camiseta y un vaquero ceñido eran ropa más que suficiente para los calurosos veranos de Málaga. Fran siempre contaba cinco antes de irse de casa, así nunca olvidaba nada. Llaves, móvil, cartera, tabaco y revólver, listo para salir. 2 Aquel extraño sueño seguía siendo una interferencia en el agradable recreo que solía disfrutar cada mañana con las vistas marítimas y turísticas que ofrecía el paseo del Rincón de la Victoria mientras se desplazaba a su oficina en Málaga. Ese cuchillo, y lo real que parecía todo, le provocaba una sensación de inquietud extraña que nunca había resultado de algo tan simple como una pesadilla. Deseoso de llegar cuanto antes a la oficina y ocuparse del papeleo de los últimos dos casos, aún pendientes de cierre, aceleró un poco más la velocidad de su Lexus descapotable, rozando casi lo ilegal. No sería la primera vez que le pusieran una multa por exceso de velocidad, ni la última que Rivas le quitase a modo de favor en honor a su amistad. El aire golpeaba con fuerza su rostro y cabello secando el fijador que mantenía impertérrito el conservador peinado que ostentaba ya desde hace muchos años, una muestra más de lo tradicional de su personalidad y su extraño afán por lo constante y lo duradero. Fran se definía a sí mismo como “un animal de costumbres”, simple, franco, y sencillo, al menos fuera del trabajo, aunque en esto último discreparía su más que amiga Elisa, pues le conoce bien y sabe cuán complicado puede llegar a ser en ocasiones. Pero si Fran era un animal de costumbres, Elisa rozaba lo maniático. Veinte minutos más tarde tras evitar en última instancia un atasco en la N340ª, desviándose por la Avenida Sebastián Elcano y callejeando monótonamente por el mismo recorrido de siempre, llegó por fin a la oficina.

El tráfico era extrañamente liviano hoy, quizá por la hora; un día más llegaba tarde, no así el resto de habitantes, lo cuales ya llevaban un buen rato en sus respectivos trabajos aligerando el tránsito de vehículos por la ciudad. Pero eso no le llamó la atención tanto como el extraño personaje que aguardaba en la entrada de la oficina en actitud expectante. Su porte elegante y vestimentas aparentemente caras, combinadas de forma extremadamente simple a base de tonalidades oscuras, le presuponían un estado importante en la jerarquía socio-económica. Fran detuvo el vehículo en su “aparcamiento habitual” justo en frente del intercepto, con el cual no pudo evitar un cruce de miradas. Se tomó su tiempo para examinarlo; sus rasgos no parecían latinos, más bien arios o de Europa del Este. Una piel tersa, nívea, y unos ojos añiles cristalinos como la aguamarina le daban un aspecto enigmático a la vez que atractivo a pesar de su avanzada edad reflejada en el escaso cabello platino que contrastaba con el resto del opaco traje. Sin apartar la mirada, Fran apagó el motor y se apeó de su lujoso coche dirigiéndose al hombre. – Buenos días – el acento rudo y la contundencia consonántica hacía presuponer que el individuo era alemán o austriaco – estoy buscando al Señor Velasco. – ¿En qué puedo ayudarle? – preguntó precavido. – ¿Es usted? – Sí, soy yo – Fran vio innecesario aquello de evitar las presentaciones; fuera lo que fuese lo que quería, ya no valía de nada esconderse. Este temor no era infundado, no sería la primera vez que un marido receloso o algún objetivo de cliente le buscaba para devolverle el “favor” de investigarle. Gajes del oficio. – ¿Podríamos hablar en privado? – el hombre resultaba más preocupado que preocupante, en su tono de voz destacaba sobremanera cierta penalidad. Esto alivió en gran parte a Fran. – Claro, hablemos dentro, en mi oficina. Acompáñeme por favor. Levantó la persiana metálica de seguridad con su minúsculo mando anidado en el llavero, abrió la puerta y le invitó a pasar. La oficina presentaba el aspecto perdulario habitual en épocas de excesivo trabajo, aunque a decir verdad, para alguien tan desaliñado como él, cualquier cosa que no fuera estar en su piscina, la playa, o de fiesta, era excesivo trabajo. – Siéntese, por favor – indicó amablemente a lo que el señor accedió de inmediato tras recoger su chaqueta en un gesto de clase antes de recostarse sobre la silla. En la mente de Fran ya se iban sucediendo las imágenes a modo de trailer sobre lo que el viejo iba a contarle, “Quiero que espíe a mi mujer…”, “Me han robado mis salchichas…” – Cuénteme – se encendió un cigarrillo mientras le ofrecía otro al cliente. – Tiene usted buena fama, Señor Velasco – hizo caso omiso a la invitación – sobre todo por su discreción y su rapidez a la hora de resolver… casos. – Trabajo lo justo para resolver los… casos – imitó el lapso y la expresión insidiosa del rostro del hombre a modo de réplica – De ahí mi rapidez. – También me avisaron de su peculiar sentido del humor. – ¿Y quién le ha dicho eso? Si no es mucho preguntar… – Usted estuvo trabajando en la Agencia Thomas, en Marbella ¿Es correcto? – Si, así es – no quiso entrar en detalles dado el nefasto final que allí aconteció y dio paso a su independencia. – Me dijeron que es un profesional, a saber, a pesar de su aspecto y su actitud descarada – eso si que fue un desconcierto para Fran.

¿Los chicos de la Agencia Thomas hablando bien de mi? Era como oír a los pitufos hablando bien de Gárgamel – Parece extrañado, ¿hay algún problema? – preguntó en un perfecto castellano. – No, en absoluto – sonrió – No quiero hacerle perder más tiempo, señor… – Ohlfan, Klaus Ohlfan. Está usted en lo cierto, no debemos perder el tiempo con banalidades – ahora se mostraba más serio – Soy propietario de varios negocios en la ciudad junto con mi socio, Rafael Álamo, ¿ha oído hablar de él? – “esto se pone interesante”, pensó Fran para sí. – Me suena, sí – aunque su pretensión era disimular, sabía perfectamente de quién le estaba hablando, uno de los empresarios más prolíferos de Málaga. Dueño de restaurantes, pubs, salas de fiesta y todo lo que se pudiera referir al ocio y la diversión de la ciudad. De hecho Fran y sus amigos eran clientes asiduos a muchos de ellos. Después de todo, a pesar de ser un caso más de disputa entre socios, quizá sirviera de aliciente el hecho de que los clientes fueran económicamente reconocidos. Aunque bien sabía él que estos asuntos eran armas de doble filo – ¿Qué problema tiene? – Lo que le voy a contar – se inclinó hacia delante en actitud prepotente – requiere la máxima discreción y seriedad, ¿queda claro? – Puede usted estar tranquilo señor Ohlfan, la seriedad es lo mío – ¿a qué vendrá tanta complicación?, se cuestionó Fran. No podía ser tan importante, aunque ya recelaba desde hace tiempo sobre cómo eran los millonarios de postín como él tras mucho tratar con ellos; les conocía bien y sabía que en sus asuntos eran de lo más excéntricos. – Eso espero – volvió a recostarse en la silla – Hace unas semanas, Rafael desapareció de su casa y su familia me llamó por si sabía dónde se encontraba, por desgracia, me encontraba tan desconcertado como ellos – la perfecta dicción y el espléndido vocabulario del extranjero hacía más placentero atender la explicación – Me sugirieron que tal vez podría encontrarse en su casa de campo a las afueras de Málaga, pero por algún motivo no se atrevían a ir hasta allí, me comentaron que su actitud se había vuelto… violenta, en los últimos días. Así que fui en su búsqueda y efectivamente, allí le encontré, pero no como yo esperaba. Lo hallé… inconsciente, por decirlo así. – ¿Inconsciente? – interrumpió involuntariamente. Fran oía el aire atento la definición de los hechos. – Rafael se encuentra en el Hospital Carlos Haya en observación, en una sala especial. Le agradecería que se pasara por allí y comenzase su investigación empezando por su familia. Ellos podrán contarle más detalles sobre los hechos acontecidos. – ¿Cuál es el estado del señor Álamo? – preguntó intrigado. – Eso deberá explicárselo un médico, señor Velasco, no me veo capacitado para hacerlo personalmente – aquella sentencia sonó tan extraña como parece. – Bien, lamento mucho lo ocurrido, pero… ¿cuál es el mi objetivo en todo esto? – Fran seguía sin ver su finalidad en la trama – No soy médico, soy detective. – No pretendo que cure a Rafael, señor Velasco. Pero quiero que investigue lo que sucedió antes de que mi socio entrase en… ese estado en que se encuentra – Ohlfan daba la impresión de no encontrar las palabras correctas para expresarse. – Está bien. Eso es otra cosa. Me veo en la obligación de hacerle saber que poseo la titulación requerida y las licencias 1.

741 y 767 que me permiten legalmente investigar las conductas de mis clientes y sus objetivos – una vez más debía repetir el discurso legal al cliente – así como hacer uso y tratamiento de la información confidencial investigada… – Ahórreselo – interrumpió – sé cómo funcionan estos asuntos. – Estupendo, empezaré lo antes posible, ahora si no le importa debemos firmar un contrato estándar de prestación de servicios, la APDPE es muy estricta en estos asuntos. – La Asociación Profesional de Detectives Privados de España, comprendo. Pero me temo que no seré yo quién firme ningún contrato, eso corre a cuenta de la familia Álamo. Vaya al hospital y hable con ellos – se mostró tan contundente en su última afirmación que Fran no tuvo más remedio que asentir con un leve gesto de cabeza – De sus honorarios si me encargaré personalmente, pero nada más. Por favor, vaya cuanto antes al hospital. – Desde luego – respondió finalmente. El germano se levantó de su silla y estrechó su mano con Fran a modo de acuerdo con la particular clase de caballero que había mostrado ser durante toda la reunión – Descuide, haré cuanto esté en mi mano, señor Ohlfan. – Estoy seguro. Le dejaré mi tarjeta por si necesita ponerse en contacto conmigo – abrió ligeramente la solapa de su impecable chaqueta y sacó del bolsillo interior una pequeña cartulina con sus datos personales que en seguida le entregó en mano – Gracias por todo. – A usted. 3 El buen clima favorecía el tener que circular por la ciudad hasta llegar al Hospital. El Carlos Haya de Málaga era reconocido en toda Andalucía tanto por su reputación como por su carácter vanguardista en investigación e innovaciones, como pudo verse hace pocos años en las noticias con la inauguración de un centro de alta resolución de especialidades, orientado a la consecución de una mayor rapidez en cuanto a diagnostico en problemas de salud en una sola visita, algo pionero en la sanidad pública andaluza y referente a día de hoy en cuanto a metodología de alta resolución. Si había un lugar idóneo para saber lo que le ocurría al señor Álamo, era ese. Al llegar a la rotonda que daba acceso a su destino, Fran recordó lo imponente que resultaba a la vista aquel complejo hospitalario. Los cuatro hospitales, tres de ellos unidos en forma de hélice, y el centro de especialidades, conformaban un recreo para la vista y un reflejo del buen servicio que allí se ofrecía. De todos ellos, era obvio por descarte, que el señor Álamo debía estar ingresado en el centro especializado, ya que no sería lógico ingresarlo en el materno-infantil, el civil, o el ciudad jardín, este último destinado a hospitalización a domicilio y cuidados paliativos. El hospital general daba más la impresión de ser un hotel que otro tipo de edificio, pensaba Fran mientras volteaba la rotonda del complejo buscando aparcamiento, dado su impacto ornamental, así como por su prolongación estructural ovalada y cristalina que presentaba en la parte izquierda de la fachada, la cual se iluminaba en la noche con un color verdoso que daban un aspecto muy vivo y llamativo destacando del resto de la construcción. El estacionar no fue un problema, pues las dimensiones eran lo bastante amplias como para albergar multitud de vehículos. Al subir las escaleras principales y entrar al recibidor, pudo comprobar que el interior hacía justicia al aspecto externo. La transparencia de las puertas automáticas, únicamente visibles gracias a los símbolos de la Junta de Andalucía, y el brillo del suelo, el cual parecía incluso resbaladizo de tal pulcritud, daban una sensación de limpieza e higiene inmejorable. Había tanto movimiento de trabajadores y pacientes allí dentro que daba la sensación de que todo el edificio se agitaba a la par. Sin más remedio que el de ir esquivando a todo aquel que le cruzaba por delante a velocidad apresurada, se dirigió a recepción, donde hubo de esperar a que atendieran a dos personas que ya estaban antes que él. – Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? – preguntó por fin la chica de recepción sacando a Fran del asombro y atrayendo su atención. – Buenos días, estoy buscando al señor Álamo, me han dicho que está hospitalizado aquí.

– Un momento por favor – la muchacha comenzó a teclear rápidamente en su ordenador de sobremesa – Está en la cuarta planta, bloque B, habitación 343. – Muchas gracias –… – Disculpe, tiene que decirme su nombre – interrumpió al ver el amago de Fran de dirigirse hacia el ascensor. Este no tuvo inconveniente en detenerse y virar hacia recepción. – Claro, Fran Velasco. El ascensor ofrecía unas dimensiones excepcionalmente amplias y hacía factible el aforo para multitud de usuarios al mismo tiempo. Aun así, toda la capacidad estaba acaparada por unos y otros, creando gran incomodidad a todo el que allí se apilaba. Los servicios se encontraban francamente desbordados, o esa impresión daba, a pesar de tanta profesionalidad y tantos recursos modernos como los que disponía el Carlos Haya. A Fran le sobrevino entonces, a raíz de aquello, uno de tantos razonamientos de los que hacía su antiguo profesor de Historia y amigo, Alejandro León, mientras esperaba paciente la llegada a la cuarta planta: “No importa cuántos medios tengas ni lo bueno que seas, si no te organizas, siempre te desbordará el trabajo…”. El característico timbre de los ascensores públicos anunciaba el fin del fugaz viaje alargado quizá por tanta incomodidad. Fue un verdadero alivio salir del cubículo atestado y respirar un aire menos viciado. Deambulando pasillo tras pasillo, con unos carteles verdes resultones como única guía sobre unas paredes de colores neutros, iba dejando tras de sí familias, pacientes, enfermeras, celadores y médicos entre escenas variopintas, algunas dramáticas y otras esperanzadoras, a las que trató de no hacer excesivo caso. Una mujer de mediana edad, junto a un muchacho y una muchacha, ambos jóvenes de edad similar según su apariencia, llamaron su atención. La expresión de la mujer no era como ninguna otra que hubiera visto durante el recorrido en busca de la habitación 343. No era tristeza, pero tampoco indiferencia, era una actitud extraña, como de incredulidad, y totalmente distinta a la de los dos adolescentes que estaban con ella. Estaba apoyada en el quicio de la puerta, y su atención estaba perdida en el suelo muy lejos de querer prestar cuidado a nada ni a nadie. Su aspecto era cansado, y se notaba reflejado en el rostro, con ojeras y marcas propias de la falta de sueño y desorden del reloj vital. – ¿Señora Álamo? – preguntó Fran con cierto cuidado sacándola del profundo ensimismamiento. La mujer reaccionó con presteza levantando la mirada y prestando atención a quién la había nombrado – Soy Fran Velasco. El señor Ohlfan me ha pedido que viniera para ayudar a esclarecer… ciertos hechos referentes a su marido. – ¿Quién? – la mujer cuestionó lo explicado con gran desconcierto. – Klaus Ohlfan, el socio de su marido, esta mañana me ha pedido que me encargue de ciertos asuntos referentes al señor Álamo – el rostro de la mujer cambió levemente y ahora daba la impresión de darse cuenta de qué le estaba hablando. – Ah, sí, Klaus – su expresividad era casi nula, carente en gran parte de sentimiento – ¿Y qué quiere? – Entiendo que este no es el mejor momento pero debo hacerle algunas preguntas sobre el señor Álamo – en ese momento Fran se percató de que los chavales seguían la conversación con gran expectación – ¿Podríamos hablar en privado? – preguntó bajando ligeramente el tono de voz. – Hijos, id a la cafetería – ordenó la mujer sin dudar. Los jóvenes no rechistaron, se miraron entre ellos un instante y se marcharon sin decir nada. – Gracias.

No le robaré mucho tiempo. ¿Cuál es el estado de su marido? – Eso será mejor que se lo pregunte al médico, yo no terminé de entender lo que me dijo, solo sé que tiene que estar en observación y que no responde a nada. – ¿Qué quiere decir con que “no responde”? – Pues eso, que no reacciona. Lo curioso es que no está en coma, ni ningún estado que le impida moverse o hablar, pero… no lo hace. – Entiendo. ¿Cuánto hace que empezó a actuar de forma extraña? – Pues hará un mes que comenzó a dejar de lado el trabajo, cada vez más; se quedaba en casa haciendo llamadas y encerrado en su estudio, leyendo o yo que sé. – ¿Leyendo? ¿Qué clase de libros? – Pues de todo tipo, era una de sus grandes aficiones. – ¿Qué más aficiones tenía el señor Álamo? – Pues… – la mujer tuvo que pensar la respuesta – en realidad tenía varias. La lectura, la música, las antigüedades, y también le gustaba mucho trastear por Internet. – ¿Habían discutido antes de su cambio de actitud? – Fran recogía toda la conversación grabándola en su agenda electrónica. – No, nos iba muy bien. Es un buen hombre, muy trabajador, y un buen padre. Y de un día para otro… – las lágrimas amenazaron levemente con salir de los ojos de la señora. Cogió aire profundamente y consiguió relajarse un poco – Cuando empeoró la situación Rafael se volvió incluso violento si no le dejábamos en paz, intenté convencerle para que saliera del estudio y pasara más tiempo con nosotros pero ya no quería saber nada de nadie. Siempre que intentábamos entrar en su habitación lo encontrábamos leyendo con un montón de libros sobre la mesa y nos echaba de allí si lo interrumpíamos. Ni siquiera de noche dejaba de estudiar. Hace una semana, cuando nos levantamos, se había marchado llevándose consigo el coche un montón de esos libros. No lo entiendo – su mirada parecía un poco más perdida cuanto más avanzaba la explicación. – ¿Qué estudios tiene su marido señora Álamo? – María, prefiero ir acostumbrándome a que me llamen así – replicó resignada. – No lo de aún por perdido seño… María. Esto acaba de empezar – la señora trató vagamente de sonreír en modo de agradecimiento a las esperanzadoras palabras de Fran. – Mi marido no tenía estudios, pero no por falta de inteligencia. Es un hombre extremadamente culto e inteligente. Podría haber conseguido los títulos que hubiera querido, pero desde pequeño se vio obligado a aprender y continuar la vida de empresario que su padre le dejó como herencia. – ¿Los negocios iban bien? ¿Algún tipo de problema? ¿Económico, anímico, depresión? – Nada.

Ya le he dicho que todo iba bien, al menos es lo que yo tenía entendido. – Sin ánimo de ofender María, ¿cree usted que existiera la posibilidad de su marido intentara quitarse la vida? – No, ninguna. Es demasiado fuerte para llegar a eso. – Bien, le agradezco mucho su tiempo. Es todo por el momento, ahora debo hablar con el médico. Le importa indicarme su nombre o dónde puedo encontrarlo. – Ahora tiene que venir para una revisión, si se espera un momento lo conocerá en seguida. Es un hombre alto, mayor, con el pelo canoso y gafas doradas un tanto antiguas, es el doctor Fuentes. – Una vez más, gracias y ánimo – dijo francamente mientras le estrechaba la mano. – Puede pasar por casa si lo necesita, nuestra asistenta lo atenderá, la avisaré; busque, haga o coja todo lo que necesite. Ahora si no le importa me iré con mis hijos a la cafetería. Llámeme si quiere algo más – le dio una tarjeta con los datos de su marido, dirección, teléfonos y e-mail, aunque era de suponer que dichos medios de contacto habían pasado ahora a ser propiedad de la señora. – Así lo haré; la mantendré informada, hasta pronto. – Suerte – fue su única palabra de despedida antes de marcharse como alma en pena, lenta y desgarbadamente por el transitado pasillo. Tras detener la grabación de su agenda y reflexionar un instante sobre lo comentado, no pudo refrenar el impulso de avistar parcialmente desde el marco de la puerta la cama donde yacía el señor Álamo conectado a multitud de cables y máquinas que mantenían su estado controlado.

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