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Trilogía de la Ocupación – Patrick Modiano

Trilogía de la Ocupación reúne las tres primeras novelas breves de Patrick Modiano, El lugar de la estrella (1968), La ronda nocturna (1969) y Los paseos de circunvalación (1972). La Trilogía de la Ocupación es el primer y más brillante bisturí novelístico de la turbiedad, la complicidad social y la fantasmagoría, del antisemitismo, el crimen organizado y la fiesta de algunos en este negro período del siglo XX francés. Concretamente del París ocupado, su gestación y consecuencias. Entre el delirio, el sueño y la falsificación desfilan todos los fantasmas de la época. Entre ellos, el padre —ese eterno modianesco—, una banda criminal que gira en su provecho la amenaza del enemigo y la locura ideológica —retrato del soporte intelectual de aquellos años— de un judío antisemita. Y todo ello contado, en palabras del prologuista a esta edición —el escritor José Carlos Llop—, «como si Scott Fitzgerald y Dostoievski salieran de correría nocturna y en vez de bares hubieran visitado varios círculos del infierno con un espíritu entre la frescura fitzgeraldiana y el fatalismo nihilista del ruso, mezclado con cierta atmósfera a lo Simenon. Su Virgilio burlón es, sin duda, Céline. Y del equilibrio entre todos surge Modiano. ¿Su estilo?: una respiración lenta e hipnótica, con el dring cristalino y el swing jazzístico de los felices veinte, desplazado hacia la luz negra de un fragmento de los primeros cuarenta europeos, que aporta el ingrediente guiñolesco. Sin olvidar ni el chic morandiano, ni la cosificación del Nouveau Roman, ni las listas a lo Perec».


 

Era la época en que andaba dilapidando mi herencia venezolana. Había quien no hablaba más que de mi radiante juventud y de mis rizos negros; y había quien me colmaba de insultos. Vuelvo a leer por última vez el artículo que me dedicó Léon Rabatête en un número especial de Ici la France: « … ¿Hasta cuándo tendremos que presenciar los desatinos de Raphaël Schlemilovitch? ¿Hasta cuándo va a andar paseando ese judío impunemente sus neurosis y sus epilepsias desde Le Touquet hasta el cabo de Antibes y desde La Baule hasta Aix-les-Bains? Lo pregunto por última vez: ¿hasta cuándo la gentuza forastera como él va a seguir insultando a los hijos de Francia? ¿Hasta cuándo tendremos que estar lavándonos continuamente las manos por culpa de la mugre judía?…» . En ese mismo periódico, el doctor Bardamu soltaba, al hablar de mí: « … ¿Schlemilovitch?… ¡Ah, qué moho de gueto más apestoso!… ¡soponcio cagadero!… ¡Mequetrefe prepucio!… ¡sinvergüenza libano-guanaco!… rataplán… ¡Vlam!… Pero fíjense en ese gigoló y iddish… ¡ese jodedor desenfrenado de niñas arias!… ¡aborto infinitamente negroide!… ¡ese abisinio frenético joven nabab!… ¡Socorro!… ¡que le saquen las tripas… que lo capen!… Ahorradle al doctor ese espectáculo… ¡que lo crucifiquen, me cago en Dios!… Rastacuero de los cócteles infames… ¡judiazo de los hoteles de lujo internacionales!… ¡de las juergas made in Haifa…! ¡Cannes!… ¡Davos!… ¡Capri y tutti quanti!… ¡enormes burdeles de lo más hebreos!… ¡Que nos libren de ese petimetre circunciso!… ¡de sus Maserati rosa asalmonado!… ¡de sus yates al estilo de Tiberíades!… ¡De sus corbatas Sinaí!… ¡que sus esclavas arias le arranquen el capullo!… con esos lindos dientecillos suyos de este país… y con esas manos suyas tan bonitas… ¡que le saquen los ojos!… ¡abajo el califa!… ¡Motín en el harén cristiano!… ¡Pronto! Pronto… ¡Prohibido lamerle los testículos!… ¡y hacerle dengues a cambio de dólares!… ¡Liberaos!… ¡a ver ese temple, Madelón!… ¡Que si no el doctor llorará!… ¡se consumirá!… ¡espantosa injusticia!… ¡Complot del Sanedrín!… ¡Quieren acabar con la vida del doctor!… ¡creedme!… ¡el Consistorio!… ¡la banca Rothschild!… ¡Cahen de Amberes!… ¡Schlemilovitch!… ¡ayudad a Bardamu, chiquillas!… ¡socorro!…» . El doctor no me perdonaba mi Bardamu desenmascarado, que le había enviado desde Capri. En ese estudio contaba yo mi maravillado estupor de judío joven cuando, a los catorce años, me leí de un tirón El viaje de Bardamu y Las infancias de Louis-Ferdinand. No silenciaba sus panfletos antisemitas, como hacen las piadosas almas cristianas. Escribía al respecto: « El doctor Bardamu dedica buena parte de su obra a la cuestión judía. No hay de qué extrañarse; el doctor Bardamu es uno de los nuestros, es el mejor escritor judío de todos los tiempos. Y por eso habla apasionadamente de sus hermanos de raza. En sus Obras puramente novelescas, el doctor Bardamu recuerda a nuestro hermano de raza Charlie Chaplin por su afición a los detallitos lastimeros, por sus conmovedores prototipos de perseguidos… Las frases del doctor Bardamu son aún más “judías” que las frases enrevesadas de Marcel Proust: una música tierna, lacrimosa, un poco buscona, un poco comedianta…» . Y terminaba diciendo: « Sólo los judíos pueden entender de verdad a uno de los suyos; sólo un judío puede hablar con conocimiento de causa del doctor Bardamu» . Por toda respuesta, el doctor me envió una carta insultante: según él, y o dirigía a golpe de orgías y de millones la conspiración judía mundial. Le hice llegar en el acto mi Psicoanálisis de Dreyfus en donde afirmaba sin andarme con paños calientes que el capitán era culpable: menuda originalidad por parte de un judío. Había desarrollado la siguiente tesis: Alfred Drey fus sentía un amor apasionado por la Francia de San Luis, de Juana de Arco y de los chuanes, lo cual explicaba su vocación militar.


Pero Francia no quería saber nada del judío Alfred Drey fus. Así que él la traicionó, de la misma forma que se venga uno de una mujer desdeñosa que lleve espuelas con forma de flor de lis. Barrès, Zola y Déroulède no entendieron en absoluto ese amor no correspondido. Esta interpretación debió de dejar desconcertado al doctor. No volvió a darme señales de vida. Los elogios que me dedicaban los cronistas de sociedad ahogaban las vociferaciones de Rabatête y de Bardamu. La may oría de ellos citaban a Valery Larbaud y a Scott Fitzgerald: me comparaban con Barnabooth, me apodaban « The Young Gatsby » . En las fotografías de las revistas me sacaban siempre con la cabeza ladeada y la mirada perdida en el horizonte. Mi melancolía era proverbial en las columnas de la prensa del corazón. A los periodistas que me hacían preguntas delante del Carlton, del Normandy o del Miramar, les declaraba incansablemente mi condición de judío. Por lo demás, mis hechos y mis dichos contradecían esas virtudes que cultivan los franceses: la discreción, el ahorro y el trabajo. De mis antepasados orientales he sacado los ojos negros, el gusto por el exhibicionismo y por el lujo fastuoso y la incurable pereza. No soy hijo de este país. No he tenido esas abuelas que le preparan a uno mermeladas, ni retratos de familia, ni catequesis. Y, sin embargo, no dejo de soñar con las infancias de provincias. La mía está llena de ay as inglesas y transcurre monótonamente en playas falsas: en Deauville, Miss Evelyn me lleva de la mano. Mamá me da de lado por atender a unos cuantos jugadores de polo. Viene por las noches a darme un beso a la cama, pero a veces ni se molesta en venir. Entonces me quedo esperándola, y no hago caso y a ni a Miss Evely n ni a las aventuras de David Copperfield. Todas las mañanas, Miss Evelyn me lleva al Poney Club, en donde me dan clases de equitación. Voy a ser el jugador de polo más famoso del mundo para darle gusto a mamá. Los niños franceses se saben todos los equipos de fútbol. Amí sólo me interesa el polo. Me repito estas palabras mágicas: « Laversine» , « Cibao la Pampa» , « Silver Leys» , « Porfirio Rubirosa» . En el Poney Club me hacen muchas fotos con la princesita Laila, mi novia.

Por las tardes, Miss Evelyn nos compra paraguas de chocolate en la Marquise de Sévigné. Laila prefiere los pirulíes. Los de la Marquise de Sévigné son alargados y tienen un palito muy mono. A veces me escapo de Miss Evely n cuando me lleva a la playa, pero sabe dónde encontrarme: con el exrey Firouz o con el barón Truffaldine, dos personas may ores que son amigas mías. El exrey Firouz me invita a sorbetes de pistacho mientras exclama: « ¡Tan goloso como yo, Raphaël, hijito!» . El barón Truffaldine siempre está solo y triste en el Bar du Soleil. Me acerco a su mesa y me quedo plantado delante de él. Este señor anciano me cuenta entonces historias interesantes cuyas protagonistas se llaman Cléo de Mérode, Otero, Émilienne d’Alençon, Liane de Pougy, Odette de Crécy. Deben de ser hadas, seguramente, como las de los cuentos de Andersen. Los demás accesorios que se acumulan en mi infancia son las sombrillas naranja de la play a, el Pré-Catelan, el colegio Hattemer, David Copperfield, la condesa de Ségur, el piso de mi madre en el muelle de Conti y tres fotos de Lipnitzki en donde estoy junto a un árbol de Navidad. Llegan los internados suizos y mis primeros flirteos en Lausana. El Duizenberg, que mi tío venezolano Vidal me regaló cuando cumplí dieciocho años, se desliza por el atardecer azul. Entro por una portalada, cruzo un parque que baja en cuesta hasta el lago Lemán y aparco el coche delante de la escalinata exterior de una villa iluminada. Unas cuantas jóvenes con vestidos claros me están esperando en el césped. Scott Fitzgerald describió mejor de lo que sabría hacerlo y o estos « parties» en que son demasiado suaves los crepúsculos y tienen demasiada viveza las carcajadas y el resplandor de las luces para que presagien nada bueno. Os recomiendo, pues, que leáis a ese escritor y os haréis una idea exacta de las fiestas de mi adolescencia. En el peor de los casos, leed Fermina Márquez de Larbaud. Aunque compartía las diversiones de mis compañeros cosmopolitas de Lausana, no me parecía del todo a ellos. Iba con frecuencia a Ginebra. En el silencio del Hotel des Bergues, leía a los bucólicos griegos y me esforzaba por traducir con elegancia La Eneida. En uno de esos retiros, conocí a un joven aristócrata de Touraine, Jean-François Des Essarts. Teníamos la misma edad y su cultura me dejó estupefacto. Ya en nuestro primer encuentro, me aconsejó, todas revueltas, la Délie de Maurice Scève, las comedias de Corneille y las Memorias del cardenal de Retz. Me inició en la gracia y la lítotes francesas. Descubrí en él virtudes valiosísimas: tacto, generosidad, una grandísima sensibilidad, una ironía incisiva.

Recuerdo que Des Essarts comparaba nuestra amistad con la que unía a Robert de Saint-Loup y al narrador de En busca del tiempo perdido. « Es usted judío como el narrador» , me decía, « y yo soy el primo de Noailles, de los Rochechouart Mortemart y de los La Rochefoucauld, igual que Robert de Saint-Loup. No se asuste, la aristocracia francesa lleva un siglo sintiendo debilidad por los judíos. Le daré a leer unas cuantas páginas de Drumont en las que el buen hombre nos lo reprocha amargamente» . Decidí no volver a Lausana y renuncié sin remordimientos a mis compañeros cosmopolitas en favor de Des Essarts. Rebusqué en los bolsillos. Me quedaban cien dólares. Des Essarts no tenía un céntimo. Le aconsejé no obstante que dejase su empleo de cronista deportivo en La Gazette de Lausanne. Acababa de acordarme de que, durante un fin de semana inglés, unos cuantos compañeros me habían llevado a una mansión cerca de Bournemouth para enseñarme una colección de automóviles antiguos. Localicé el nombre del coleccionista, Lord Allahabad, y le vendí mi Duizenberg por catorce mil libras esterlinas. Con esa cantidad podíamos vivir holgadamente un año sin echar mano de los giros telegráficos de mi tío Vidal. Nos instalamos en el Hotel des Bergues. Conservo de aquellos primeros tiempos de nuestra amistad un recuerdo deslumbrador. Por la mañana, andábamos dando vueltas por las tiendas de los anticuarios de la parte antigua de Ginebra. Des Essarts me contagió su pasión por los bronces 1900. Compramos unos veinte, un estorbo en nuestras habitaciones, sobre todo una alegoría verdosa del Trabajo y dos preciosos corzos. Una tarde, Des Essarts me comunicó que había adquirido un futbolista de bronce. —Los esnobs parisinos no tardarán en pelearse por estos objetos y pagarán su peso en oro. ¡Se lo predigo, mi querido Raphaël! Si sólo dependiera de mí, el estilo Albert Lebrun volvería a estar a la orden del día. Le pregunté por qué se había ido de Francia. —El servicio militar —me explicó— no le resultaba conveniente a mi constitución delicada. Así que deserté. —Vamos a arreglar eso —le dije—; le prometo que encontraré en Ginebra algún artesano mañoso que le haga una documentación falsa: podrá regresar a Francia cuando quiera sin preocuparse de nada. El impresor falsario con quien entramos en contacto nos entregó una partida de nacimiento y un pasaporte suizos a nombre de Jean-François Lévy, nacido en Ginebra el 30 de julio de 194… —Ahora soy hermano suyo de raza —me dijo Des Essarts—.

Esto de ser un goy [2] me resultaba aburrido. Decidí en el acto enviar un comunicado anónimo a los periódicos parisinos de izquierdas. Lo redacté como sigue: «Desde el mes de noviembre pasado, soy reo de deserción, pero a las autoridades militares francesas les parece más prudente guardar silencio en lo que a mí se refiere. Les he hecho saber esto mismo que hago saber hoy en público. Soy JUDÍO y el ejército que desdeñó los servicios del capitán Dreyfus tendrá que prescindir de los míos. Me condenan porque no cumplo con mis obligaciones militares. Hace tiempo ese mismo tribunal condenó a Alfred Dreyfus porque él, un JUDÍO, había osado escoger la carrera de las armas. A la espera de que me aclaren esa contradicción, me niego a servir como soldado de segunda clase en un ejército que, hasta el día de hoy, no ha querido contar con un mariscal Dreyfus. Animo a los judíos jóvenes franceses a que hagan lo mismo que yo». Firmé: JACOB X. La Izquierda francesa se adueñó febrilmente del caso de conciencia de Jacob X, tal y como y o deseaba. Fue el tercer caso judío de Francia después del caso Drey fus y del caso Finaly. Des Essarts se enganchó a este juego y redactamos juntos una magistral « Confesión de Jacob X» que salió publicada en un semanario parisino: a Jacob X lo había acogido una familia francesa cuyo anonimato deseaba amparar. La componían un coronel partidario de Pétain, su mujer, excantinera, y sus tres hijos varones: el mayor había optado por los cazadores alpinos; el segundo, por la marina; y al menor acababan de admitirlo en Saint-Cy r. Esa familia vivía en Paray-le-Monial, y Jacob X pasó la infancia a la sombra de la basílica. Los retratos de Gallieni, de Foch, de Joffre y la cruz militar del coronel X adornaban las paredes del salón. Por influencia de sus deudos, el joven Jacob X brindó un culto frenético al ejército francés: él también preparaba el ingreso en Saint-Cyr e iba a ser mariscal como Pétain. En el internado, el señor C., el profesor de historia, habló del caso Dreyfus. El señor C. ocupaba antes de la guerra un puesto importante en el Partido Popular Francés. Estaba al tanto de que el coronel X había denunciado a las autoridades alemanas a los padres de Jacob X y que la adopción del niño judío le había permitido salvar la vida por los pelos al llegar la Liberación. El señor C. despreciaba el petainismo beato y ñoño de los X: le alegró la idea de sembrar la discordia en esa familia. Al acabar la clase, le hizo una seña a Jacob X para que se acercase y le dijo al oído: « Estoy seguro de que el caso Drey fus lo apena mucho.

A un judío joven como usted lo afecta una injusticia así» . Jacob X se entera, espantado, de que es judío. Se identificaba con el mariscal Foch y con el mariscal Pétain y cae en la cuenta, de repente, de que es como el capitán Drey fus. No obstante no intenta recurrir a la traición para vengarse, como Drey fus. Le llegan los papeles para el servicio militar y no ve más salida que desertar. Esta confesión introdujo la discordia entre los judíos franceses. Los sionistas aconsejaron a Jacob X que emigrase a Israel. Allí podría aspirar legítimamente al bastón de mariscal. Los judíos vergonzantes e integrados aseguraron que Jacob X era un agente provocador al servicio de los neonazis. La izquierda defendió apasionadamente al joven desertor. El artículo de Sartre « San Jacob X, comediante y mártir» puso en marcha la ofensiva. Quién no recuerda el párrafo más pertinente: «A partir de ahora querrá ser judío, pero judío con abyección. Bajo las miradas severas de Gallieni, de Jof re, de Foch, cuyos retratos están en la pared del salón, va a comportarse como un vulgar desertor, él, que lleva desde la infancia venerando al ejército francés, la gorra del compadre Bugeaud y las franciscas, ese emblema de Pétain. En pocas palabras, va a notar la vergüenza deliciosa de sentirse el Otro, es decir, el Mal». Circularon varios manifiestos que pedían el regreso triunfal de Jacob X. Hubo un mitin en La Mutualité. Sartre suplicó a Jacob X que renunciase al anonimato, pero el silencio obstinado del desertor desanimó las voluntades más fervientes. Almorzamos en Les Bergues. Por la tarde, Des Essarts escribe un libro sobre el cine ruso anterior a la Revolución. Y y o traduzco a los poetas alejandrinos. Hemos escogido el bar del hotel para entregarnos a esas nimiedades. Un hombre calvo con ojos como brasas se sienta regularmente en la mesa de al lado. Una tarde, nos dirige la palabra mientras nos mira fijamente. De pronto, se saca del bolsillo un pasaporte viejo y nos lo alarga. Leo, estupefacto, el nombre de Maurice Sachs.

El alcohol le afloja la lengua. Nos cuenta sus desventuras desde 1945, fecha de su supuesta desaparición. Fue sucesivamente agente de la Gestapo, soldado norteamericano, tratante de ganado en Baviera, corredor de comercio en Amberes, encargado de un burdel en Barcelona, payaso en el circo de Milán con el apodo de Lola Montes. Se estableció por fin en Ginebra, donde regenta una librería pequeña. Bebemos hasta las tres de la mañana para celebrar el encuentro. A partir de ese día no nos separamos ya de Maurice ni a sol ni a sombra y le prometemos guardar el secreto de que ha sobrevivido. Nos pasamos el día sentados detrás de los montones de libros de su trastienda y oímos cómo resucita para nosotros el año 1925. Maurice recuerda, con voz que enronquece el alcohol, a Gide, a Cocteau, a Coco Chanel. El adolescente de los años locos no es y a sino un señor grueso que gesticula al acordarse de los Hispano-Suiza y del café Le Bœuf sur le Toit. —Soy mi superviviente desde 1945. Tendría que haberme muerto en el momento oportuno, como Drieu la Rochelle. Pero, claro, es que soy judío, y tengo el aguante de las ratas. Tomo nota de esta reflexión y al día siguiente le llevo a Maurice mi Drieu y Sachs: adónde conducen los caminos torcidos. Muestro en ese estudio cómo a dos jóvenes de 1925 los perdió su falta de carácter: Drieu, un joven alto que estudiaba Ciencias Políticas, un pequeñoburgués a quien tenían fascinado los coches descapotables, las corbatas inglesas, las muchachas americanas y que se hizo pasar por un héroe de 1914-1918; Sachs, un judío joven encantador y de costumbres poco claras, el producto de una guerra que empieza a oler a podrido. Alrededor de 1940, la tragedia cae sobre Europa. ¿Cómo van a reaccionar nuestros dos petimetres? Drieu se acuerda de que nació en Cotentin y se pasa cuatro años cantando el Horst Wessel Lied con voz de falsete. Para Sachs, París ocupado es un edén por el que se extravía frenéticamente. Ese París le aporta sensaciones más intensas que el París de 1925. Se puede traficar con oro, alquilar pisos para vender luego los muebles, cambiar diez kilos de mantequilla por un zafiro, convertir el zafiro en chatarra, etc. Con la noche y la niebla se ahorra uno tener que darle cuentas a nadie. Pero, sobre todo, ¡qué dicha comprarse la vida en el mercado negro, robar todos y cada uno de los latidos del corazón, sentirse la presa perseguida de una montería! Cuesta imaginarse a Sachs en la Resistencia, luchando con funcionarios franceses de poca monta para que vuelvan la ética, la legalidad y las actuaciones a la luz del día. Allá por 1943, cuando nota que lo amenazan la jauría y las ratoneras, se apunta como trabajador voluntario en Alemania y llega luego a miembro activo de la Gestapo. No quiero que Maurice se enfade: lo mato en 1945 y silencio sus reencarnaciones varias desde 1945 hasta el día de hoy. Concluyo como sigue: « ¿Quién habría podido suponer que a aquel joven encantador de 1925 lo iban a devorar, veinte años después, unos perros en una llanura de Pomerania?» . Tras leer mi estudio, Maurice me dice: —Queda muy bien, Schlemilovitch, ese paralelismo entre Drieu y yo, pero, vamos, preferiría un paralelismo entre Drieu y Brasillach.

Ya sabe que, comparado con esos dos, yo sólo era un bromista. Escriba algo para mañana por la mañana, ande, y le diré lo que me parece. A Maurice le encanta aconsejar a un joven. Debe de acordarse seguramente de cuando iba a ver, con el corazón palpitante, a Gide y a Cocteau. Mi Drieu y Brasillach le gusta mucho. He intentado responder a la pregunta siguiente: ¿por qué fueron colaboracionistas Drieu y Brasillach? La primera parte del estudio se llama: « Pierre Drieu la Rochelle o la eterna pareja de SS y la judía» . Había un tema que volvía con frecuencia en las novelas de Drieu: el tema de la judía. Gilles Drieu, ese altanero vikingo, no tenía inconveniente en chulear a las judías, a una tal My riam por ejemplo. Podemos también explicar esa atracción por las judías de la siguiente forma: desde Walter Scott, es algo admitido que las judías son unas cortesanas afables que se doblegan ante todos los caprichos de sus amos y señores arios. Con las judías, Drieu conseguía la ilusión de ser un cruzado, un caballero teutónico. Hasta ahí, no había nada original en mi análisis, pues todos los comentaristas de Drieu insisten en el tema de la judía en ese escritor. Pero ¿y el Drieu colaboracionista? No me cuesta nada explicarlo: a Drieu lo fascinaba la virilidad dórica. En junio de 1940, los arios auténticos, los guerreros auténticos irrumpen en París: Drieu da de lado a toda prisa el disfraz de vikingo que había alquilado para maltratar a las muchachas judías de Passy. Recobra su naturaleza auténtica: cuando lo miran los ojos de azul metalizado de los SS, se afloja, se derrite, le entra de pronto una languidez oriental. No tarda en desfallecer en brazos de los vencedores. Tras la derrota de éstos, se inmola. Tanta pasividad, un gusto tan grande por el nirvana extrañan en este normando. La segunda parte de mi estudio se titula: « Robert Brasillach o la señorita de Núremberg» . « Fuimos unos cuantos quienes nos acostamos con Alemania» , admitía, « y siempre conservaremos de ello un tierno recuerdo» . Esta espontaneidad suy a recuerda a la de las jóvenes vienesas durante el Anschluss. Los soldados alemanes desfilaban por el Rin y ellas se habían puesto, para tirarles rosas, unos vestidos tiroleses muy coquetos. Luego, se paseaban por el Prater con esos ángeles rubios. Y después venía el crepúsculo encantado del Stadtpark donde besaban a un joven SS Totenkopf susurrándole unos lieder de Schubert. ¡Dios mío, qué hermosa era la juventud en la otra orilla del Rin…! ¿Cómo era posible no enamorarse del joven hitleriano Quex? En Núremberg, Brasillach no se podía creer lo que estaba viendo: músculos del color del ámbar, miradas claras, labios vibrantes de los Hitlerjugend y sus vergas, cuya tensión se intuía en la noche ardorosa, una noche tan pura como la que vemos caer sobre Toledo desde lo alto de los cigarrales… Conocí a Robert Brasillach en la Escuela Normal Superior. Me llamaba cariñosamente « su buen Moisés» o « su buen judío» .

Descubríamos juntos el París de Pierre Corneille y de René Clair, cuajado de tabernas simpáticas en donde tomábamos vasitos de vino blanco. Robert me hablaba con picardía de nuestro buen maestro André Bellessort e ideábamos algunas bromas sabrosas. Por la tarde « desasnábamos» a unos cuantos zotes judíos, tontos y presumidos. Por la noche, íbamos al cine o saboreábamos con nuestros amigos ya « titulados» brandadas de bacalao muy abundantes. Y en torno a la medianoche bebíamos esos zumos de naranja helados que tanto le gustaban a Robert porque le recordaban a España. En todo esto consistía nuestra juventud, la honda mañana que nunca más recuperaremos. Robert inició una brillante carrera de periodista. Recuerdo un artículo que escribió acerca de Julien Benda. Paseábamos por el parque de Montsouris y nuestro Gran Meaulnes estaba denunciando con voz viril el intelectualismo de Benda, su obscenidad judía, su senilidad de talmudista. « Disculpe» , me dijo de repente. « He debido de ofenderlo. Se me había olvidado que era israelita» . Me puse encarnado hasta la punta de las uñas. « ¡No, Robert, soy un goy honorífico! ¿Acaso no sabe que un Jean Lévy, un Pierre-Marius Zadoc, un Raoul-Charles Leman, un Marc Boasson, un René Riquier, un Louis Latzarus, un René Gross, todos ellos judíos como yo, fueron vehementes partidarios de Maurras? ¡Pues yo, Robert, quiero trabajar en Je suis partout! ¡Presénteme a sus amigos, se lo ruego! ¡Me haré cargo de la sección antisemita en vez de Lucien Rebatet! ¿Se imagina qué escándalo?» . A Robert le encantó esa perspectiva. No tardé en simpatizar con P.-A. Cousteau, « bordelés, moreno y viril» ; con el cabo Ralph Soupault; con Robert Andriveau, « fascista pertinaz y tenor sentimental de nuestros banquetes» , con el jovial Alain Laubreaux, oriundo de Toulouse; y, finalmente, con el cazador alpino Lucien Rebatet (« Es un hombre, coge la pluma igual que cogerá el fusil cuando llegue el día» ). Le di enseguida a ese campesino de Le Dauphiné unas cuantas ideas adecuadas para guarnecer su sección antisemita. Más adelante, Rebatet me pedía consejos continuamente. Siempre pensé que los goyim son demasiado burdos para entender a los judíos. Incluso su antisemitismo es torpe. Usábamos la imprenta de L’Action française. Me subía a las rodillas de Maurras y le acariciaba la barba a Pujo. Maxime Real del Sarte tampoco estaba mal.

¡Qué ancianos tan deliciosos! Junio de 1940. Me voy del grupito de Je suis partout echando de menos nuestras citas en la plaza de Denfert Rochereau. Me he cansado del periodismo y me tientan halagüeñas ambiciones políticas. He resuelto ser un judío colaboracionista. Me lanzo primero al colaboracionismo de salón: asisto a los tés de la Propaganda-Staffel, a los almuerzos de Jean Luchaire, a las cenas de la calle de Lauriston y cultivo celosamente la amistad de Brinon. Evito a Céline y a Drieu la Rochelle, excesivamente enjudiados para mi gusto. No tardo en convertirme en indispensable; soy el único judío, el buen judío del Colaboracionismo. Luchaire me presenta a Abetz. Concertamos una cita. Le expongo mis condiciones: quiero 1.º sustituir en el Comisariado para la Cuestión Judía a Darquier de Pellepoix, ese innoble francés de poca monta; 2.º contar con libertad de acción total. Considero que es absurdo cargarse a 500.000 judíos franceses. Abetz parece interesadísimo, pero no da salida a mis propuestas. Aunque sigo en excelentes relaciones con él y con Stülpnagel. Me aconsejan que hable con Doriot o con Déat. Doriot no me agrada demasiado, por su pasado comunista y los tirantes que lleva. Me huelo en Déat al maestro radical-socialista. Un recién llegado me impresiona al verle la boina. Me estoy refiriendo a Jo Darnand. Todos los antisemitas tienen su « judío bueno» : Jo Darnand es mi francés bueno de estampa popular « con esa cara de guerrero que escruta la llanura» . Me convierto en su brazo derecho y hago en la milicia amistades sólidas: hay mucho bueno en estos muchachos azul marino, créanme. En el verano de 1944, tras varias operaciones en Vercors, nos refugiamos en Sigmaringen con nuestros cuerpos francos. En diciembre, durante la ofensiva Von Rundstedt, me alcanza el disparo de un soldado norteamericano que se llama Lévy y se me parece como si fuera hermano mío

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