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Trilogia berlinesa – Philip Kerr

COSAS más extrañas suceden en los oscuros sueños del Gran Persuasor… Esta mañana, en la esquina de la Friedrichstrasse y la Jägerstrasse, vi a dos hombres de las SA descolgando una vitrina roja del Der Stürmer de la pared de un edificio. Der Stürmer es el periódico antisemita dirigido por Julius Streicher, el principal acosador de judíos del Reich. El impacto visual de esas vitrinas, con sus dibujos casi pornográficos de doncellas arias abrazadas voluptuosamente por unos monstruos de largas narices, tiende a atraer al lector de mente débil, proporcionándole una rápida excitación. Es algo que no afecta a las personas respetables. Sea como sea, los dos hombres de las SA colocaron la Stürmerkästen en la parte trasera de su camión, junto a otras. No hacían su trabajo con demasiado cuidado, porque había por lo menos un par con el cristal roto. Una hora más tarde, vi a los mismos hombres retirando otra Stürmerkästen de una parada de tranvía, frente al ayuntamiento. Esta vez me acerqué y les pregunté qué hacían. —Es por las Olimpiadas —dijo uno—. Nos han ordenado que las quitemos todas para no escandalizar a los visitantes extranjeros que vendrán a Berlín a ver los juegos. Que yo sepa, tanta sensibilidad por parte de las autoridades es algo nunca visto. Fui a casa en mi coche —un viejo Hanomag negro— y me cambié de ropa, poniéndome mi último traje bueno; hecho de franela de color gris claro, me costó ciento veinte marcos cuando me lo compré hace tres años, y es de una clase que resulta cada vez más rara en este país; lo mismo que la mantequilla, el café y el jabón, los tejidos de lana son, la mayoría de las veces, sucedáneos. El nuevo material es bastante práctico, sólo que no es muy duradero y no sirve de mucho en lo que respecta a abrigar contra el frío del invierno. O, si a eso vamos, del verano. Comprobé qué apariencia tenía en el espejo del dormitorio y luego cogí mi mejor sombrero. Es de fieltro de color gris oscuro, con ala ancha y una cinta de trencilla alrededor. Bastante corriente, pero, como la Gestapo, yo llevo mi sombrero de forma diferente a los demás hombres, con el ala más baja por delante que por detrás. Esto me sirve, claro está, para ocultar los ojos, con lo que resulta más difícil reconocerme. Es un estilo que se originó en la policía criminal de Berlín, la Kripo, y allí es donde lo adquirí yo. Deslicé un paquete de Murattis en el bolsillo de la chaqueta y, sujetando cuidadosamente una pieza de porcelana de Rosenthal envuelta para regalo debajo del brazo, salí a la calle. La boda iba a tener lugar en la Luther Kirche de la Dennewitz Platz, justo al sur de la estación de ferrocarril Potsdamer, y a un tiro de piedra de la casa de los padres de la novia. El padre, Herr Lehmann, era un maquinista de la estación Lehrter y conducía el D-Zug, el tren expreso a Hamburgo ida y vuelta, cuatro veces a la semana. La novia, Dagmarr, era mi secretaria, y yo no tenía ni idea de lo que iba a hacer sin ella. Además, no me apetecía mucho averiguarlo: a menudo había pensado en casarme yo con ella. Era bonita y sabía organizarme, y a mi extraña manera supongo que la quería; pero con treinta y ocho años, probablemente era demasiado viejo para ella y quizá también un tanto aburrido.


No me va mucho eso de pasármelo en grande y Dagmarr era la clase de chica que se merecía pasárselo bien. Así que ahí estaba, casándose con aquel aviador. Y a juzgar por las apariencias era todo lo que una chica podría desear: era joven y apuesto, y vestido con el uniforme gris azulado de las Fuerzas Aéreas Nacionalsocialistas, prometía ser la personificación del joven y gallardo varón ario. Pero cuando lo vi en la recepción de la boda me sentí decepcionado. Al igual que la mayoría de los miembros del partido, Johannes Buerckel tenía el aspecto y el aire de un hombre que se tomaba a sí mismo verdaderamente muy en serio. Nos presentó Dagmarr. Johannes, fiel a su imagen, saludó uniendo los tacones con un seco golpe e inclinó la cabeza con un gesto austero antes de estrecharme la mano. —Enhorabuena —le dije—. Eres un tipo con suerte. Le habría pedido que se casara conmigo, pero no creo que yo tenga tan buen aspecto como tú de uniforme. Eché una mirada más de cerca al uniforme: en el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba las insignias de deportista y piloto de las SA; por encima de esas dos condecoraciones estaba la omnipresente y «temible» insignia, la del partido, y en el brazo izquierdo llevaba el brazalete con la esvástica. —Dagmarr me dijo que eras piloto de la Lufthansa, destacado temporalmente en el Ministerio de Aviación, pero no tenía ni idea… ¿Qué me dijiste que era, Dagmarr? —Aviador deportivo. —Eso es. Aviador deportivo. Bien, no tenía ni idea de que llevaran uniforme. Por supuesto, no hacía falta ser detective para darse cuenta de que «aviador deportivo» era otro de los floridos eufemismos del Reich, y de que éste en concreto tenía que ver con la instrucción secreta de los pilotos de caza. —Tiene un aspecto espléndido, ¿no es verdad? —dijo Dagmarr. —Y tú estás bellísima, cariño —respondió el novio rápidamente. —Perdóname por preguntártelo, Johannes, pero ¿va a ser reconocida oficialmente la fuerza aérea alemana? —dije yo. —Cuerpo aéreo —dijo Buerckel—, es un cuerpo aéreo. —Pero no añadió nada más—. Y usted, Herr Gunther, es un detective privado, ¿verdad? Debe de ser interesante. —Investigador privado —le corregí—. Tiene sus buenos momentos. —¿Qué es lo que investiga? —Casi cualquier cosa, excepto divorcios.

La gente actúa de una forma extraña cuando los engaña su marido o su mujer, o cuando son ellos los que engañan. Una vez me contrató una mujer para que le dijera a su marido que pensaba dejarle. Tenía miedo de que se la cargara. Así que se lo dije yo y, ¿sabes qué?, aquel hijo de puta trató de cargárseme a mí. Me pasé tres semanas en el hospital St. Gertrauden con un collarín. Eso puso punto final a mi trabajo matrimonial. Ahora me dedico a todo, desde las investigaciones para las aseguradoras hasta vigilar regalos de boda o buscar a personas desaparecidas; es decir, a aquellas de las que la policía todavía no sabe nada, además de aquellas de las que sí sabe. Sí, ésa es una parte de mi negocio que ha mejorado notablemente desde que los nacionalsocialistas tomaron el poder. —Sonreí todo lo afablemente que pude y moví las cejas sugerentemente—. Me parece que a todos nos ha ido bien con el nacionalsocialismo, ¿eh? Unas auténticas Violetas de Marzo. —No hagas caso de Bernhard —dijo Dagmarr—. Tiene un extraño sentido del humor. Yo habría querido añadir algo más, pero la orquesta empezó a tocar y, muy sensatamente, Dagmarr se llevó a Buerckel a la pista de baile, donde recibieron cálidos aplausos. Aburrido con el sekt que ofrecían, fui al bar a buscar una bebida de verdad. Pedí una Bock y un Klares, un alcohol claro e incoloro, a base de patata, que me gusta; me las bebí con bastante rapidez y pedí lo mismo otra vez. —Eso de las bodas da sed —dijo el hombrecito que estaba a mi lado; era el padre de Dagmarr. Volvió la espalda al bar y miró orgullosamente a su hija—. Está preciosa, ¿verdad Herr Gunther? —No sé qué voy a hacer sin ella —dije—. Quizá podría usted convencerla para que cambie de opinión y se quede conmigo. Estoy seguro de que deben de necesitar el dinero. Las parejas jóvenes siempre necesitan dinero cuando se casan. Herr Lehman sacudió la cabeza. —Me temo que Johannes y su nacionalsocialismo piensan que sólo hay una clase de trabajo para el que las mujeres están capacitadas, y es el que tienen que hacer al cabo de nueve meses. —Encendió su pipa y dio unas chupadas filosóficamente—.

De cualquier modo, supongo que van a solicitar uno de esos préstamos matrimoniales del Reich, y eso impediría que ella trabajara, ¿no? —Sí, supongo que tiene razón —dije, y me tragué el Klares. Por su cara vi que nunca había pensado que yo fuera un borracho, así que le dije: —No deje que esto le engañe, Herr Lehman. Sólo lo uso para hacer enjuagues; lo que pasa es que soy demasiado perezoso para escupirlo. Soltó una risita al oírme, me dio un par de palmadas en la espalda y pidió dos largas. Las bebimos y le pregunté dónde iba la pareja para su luna de miel. —Al Rin —dijo—, a Wiesbaden. Frau Lehman y yo fuimos a Königstein para la nuestra. Es un sitio muy bonito. Pero él no hace mucho que ha vuelto, y luego se marcha a hacer un viaje de «La Fuerza por la Alegría», por cortesía del Servicio Laboral del Reich. —¡Oh! ¿Adónde? —Al Mediterráneo. —¿Usted se lo cree? El viejo torció el gesto. —No —dijo en tono grave—. No se lo he dicho a Dagmarr, pero calculo que se va a España… —Y a la guerra. —Y a la guerra, sí. Mussolini ha ayudado a Franco, así que Hitler no va a perderse la diversión, ¿verdad? No estará contento hasta que nos haya metido en otra maldita guerra. Después de eso bebimos un poco más, y más tarde me encontré bailando con una bonita compradora de medias de los almacenes Grunfeld. Se llamaba Carola y la convencí para irnos juntos, así que fuimos a despedirnos de Dagmarr y Buerckel y desearles buena suerte. Fue algo extraño, pensé, que Buerckel escogiera aquel momento para referirse a mi historial de guerra. —Dagmarr me ha dicho que estuvo en el frente turco. Me pregunté si no estaría un poco preocupado por tener que ir a España. —Y que ganó la Cruz de Hierro —añadió. —Sólo la de segunda clase —dije encogiéndome de hombros. Así que era eso, pensé, el aviador estaba sediento de gloria. —No importa —dijo—. Una Cruz de Hierro.

La del Führer también fue de segunda clase. —Bueno, no puedo hablar por él, pero según mis propios recuerdos, bastaba que un soldado fuera honrado —honrado por comparación— y sirviera en el frente, y resultaba bastante fácil conseguir una de segunda clase. ¿Sabes?, la mayoría de las medallas de primera clase se las daban a los hombres que estaban ya en los cementerios. A mí me dieron mi Cruz de Hierro por no meterme en problemas. —Me iba entusiasmando con el tema—. ¿Quién sabe?, si todo va bien, puede que tú también consigas una. Luciría mucho en esa guerrera tan estupenda. Los músculos de la enjuta cara de Buerckel se tensaron. Se inclinó hacia mí y le llegó el olor de mi aliento. —Está bebido. —Sí —dije. Poco seguro sobre mis pies, me di media vuelta—. Adiós, hombre.[1] 2 Era tarde, más de la una, cuando cogí el coche para volver a mi piso en la Trautenaustrasse, que está en Wilmersdorf, un barrio modesto, pero mucho mejor que Wedding, el distrito de Berlín en el que me crié. La calle va hacia el noroeste desde la Güntzelstrasse y más allá de la Nikolsburger Platz, donde hay una especie de fuente paisajística en medio de la plaza. Yo vivía, bastante cómodamente, en el otro extremo, el de la Prager Platz. Avergonzado por haberme burlado de Buerckel delante de Dagmarr y por las libertades que me había tomado con Carola, la compradora de medias, en el Tiergarten, cerca del estanque de los peces, me quedé sentado dentro del coche fumando un cigarrillo pensativamente. Tenía que admitir que la boda de Dagmarr me había afectado más de lo que yo habría esperado. Comprendía que no ganaba nada con amargarme pensando en ello. No creía que pudiera olvidarla, pero podía apostar sin miedo a perder a que encontraría un montón de maneras para dejar de pensar en ella. Fue sólo después de salir del coche cuando vi el gran Mercedes descapotable de color azul oscuro, aparcado unos veinte metros calle abajo, y a los dos hombres apoyados en él, esperando a alguien. Me preparé cuando uno de los dos tiró el cigarrillo y se dirigió rápidamente hacia mí. Cuando estuvo más cerca vi que iba demasiado bien vestido para ser de la Gestapo y que el otro llevaba uniforme de chófer, aunque con su musculatura de levantador de pesos de un teatro de variedades habría parecido mucho más cómodo dentro de unas mallas de piel de leopardo. Su presencia, que distaba mucho de ser discreta, le daba al hombre bien vestido y más joven una evidente confianza. —¿Herr Gunther? ¿Es usted Herr Gunther? Se detuvo delante de mí y yo le lancé mi mirada más dura, de la clase que hace parpadear a un oso.

No me gusta la gente que me aborda frente a mi casa a la una de la madrugada. —Soy su hermano. Él está fuera de la ciudad. El hombre sonrió. No se lo había tragado. —¿Herr Gunther, el investigador privado? A mi patrón le gustaría hablar con usted. —Señaló el Mercedes—. Está esperando en el coche. He hablado con la portera y me ha dicho que esperaba que volviera esta noche. Eso fue hace tres horas, así que, como puede ver, llevamos esperando bastante rato. De verdad, es muy urgente. Levanté el brazo y lancé una ojeada al reloj. —Amigo, son las dos menos veinte de la madrugada, así que, cualquier cosa que venda, no me interesa. Estoy cansado y borracho y quiero irme a la cama. Tengo un despacho en la Alexanderplatz, o sea que hágame un favor y déjelo para mañana. El hombre, un tipo agradable, con una cara de aspecto lozano y una flor en el ojal, me cerró el paso. —No puede esperar hasta mañana —dijo con una sonrisa encantadora—; por favor, hable con él, sólo un minuto, se lo ruego. —¿Que hable con quién? —murmuré mirando hacia el coche. —Aquí tiene su tarjeta. Me la dio y yo me quedé mirándola fijamente con un aire estúpido, como si fuera un boleto de una tómbola. Él se inclinó y me la leyó, mirándola al revés. —Doctor Fritz Schemm. Abogado alemán, de Schemm & Schellenberg, Unter den Linden, número 67. Es una buena dirección. —No me cabe duda —dije—.

Pero un abogado en medio de la calle y a estas horas de la noche y, además, de una firma tan prestigiosa… No pensará que creo en las hadas. Pero, de cualquier modo, lo seguí hasta el coche. El chófer me abrió la puerta. Con un pie en el estribo, eché una ojeada al interior. Un hombre que olía a colonia se inclinó hacia delante, aunque sus rasgos quedaban ocultos en la oscuridad, y cuando habló, su voz era fría y poco hospitalaria, como alguien con estreñimiento. —¿Es usted Gunther, el detective? —Exacto —dije—, y usted debe de ser… —fingí leer su tarjeta— el doctor Fritz Schemm, abogado alemán. Pronuncié «alemán» con un énfasis deliberadamente sarcástico. Siempre he odiado esa palabra en las tarjetas y en los letreros por lo que sugiere de respetabilidad social; y todavía más ahora cuando —por lo menos, en lo que se refiere a los abogados— es algo redundante, ya que a los judíos se les prohíbe la práctica de la abogacía. Yo no me describiría como «investigador privado alemán» más de lo que me llamaría «investigador privado luterano» o «investigador privado antisocial» o «investigador privado viudo», aunque sea, o haya sido en algún momento, todas estas cosas (ahora no se me ve mucho por la iglesia). Es verdad que muchos de mis clientes son judíos. Trabajar para ellos es muy rentable (pagan a tocateja), y siempre se trata de lo mismo: personas desaparecidas. Los resultados son también casi siempre los mismos: un cuerpo arrojado al canal Landwehr por cortesía de la Gestapo o de las SA; un suicidio solitario en una barca en el Wansee, o un nombre en una lista policial de condenados enviados a un KZ, un campo de concentración. Así que aquel abogado, aquel abogado alemán, me cayó mal desde el principio. —Mire, Herr Doktor —dije—, como le decía aquí, a su muchacho, estoy cansado y he bebido lo suficiente para olvidar que al director de mi banco le preocupa mi bienestar. Schemm metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y yo ni siquiera me moví, lo que demuestra lo zumbado que estaba. Por suerte, sólo sacó su cartera. —Me he informado sobre usted y me han dicho que ofrece un servicio solvente. Le necesito durante un par de horas, por las cuales le pagaré doscientos Reichsmarks, lo que, en la práctica, equivale al dinero de una semana. —Se puso la cartera sobre la rodilla y sacó dos papeles azules, que dejó sobre la pernera del pantalón, algo que no debió de resultarle fácil, teniendo en cuenta que sólo tenía un brazo—. Y después Ulrich lo devolverá a casa en el coche. Cogí los billetes. —Diablos —dije—, total, sólo me iba a la cama a dormir. Eso lo puedo hacer en cualquier momento. —Bajé la cabeza y me metí en el coche—. En marcha, Ulrich.

La puerta se cerró de golpe y Ulrich se sentó en el asiento del conductor, con Caralozana a su lado. Nos dirigimos hacia el oeste. —¿Adónde vamos? —pregunté. —Todo a su tiempo, Herr Gunther —dijo—. Sírvase algo de beber o un cigarrillo. —Abrió un mueble bar que parecía rescatado del Titanic y sacó una pitillera—. Son americanos. Dije que sí al cigarrillo y que no a la bebida. Cuando alguien está tan dispuesto a separarse de doscientos marcos como el doctor Schemm, vale la pena estar alerta. —¿Sería tan amable de darme fuego, por favor? —dijo Schemm, poniéndose un cigarrillo entre los labios—. Las cerillas son lo único con lo que no puedo arreglármelas solo. Perdí el brazo en Ludendorff en la toma de la fortaleza de Lieja. ¿Ha estado en el servicio activo? La voz era remilgada, casi untuosa: baja y lenta, con un matiz de crueldad. El tipo de voz, pensé, que puede hacer que te incrimines a ti mismo fácilmente, y dando las gracias. El tipo de voz que le habría sido útil a su dueño si hubiera trabajado para la Gestapo. Encendí los dos cigarrillos y me recosté en el enorme asiento del Mercedes. —Sí, estuve en Turquía. Joder, de repente había tanta gente interesada en mi historial bélico que me pregunté si no tendría que solicitar la insignia de antiguo combatiente. Miré por la ventanilla y vi que nos dirigíamos hacia el Grunevald, una zona boscosa que se extiende al oeste de la ciudad, cerca del río Havel. —¿Con rango de oficial? —Sargento. Noté cómo sonreía. —Yo era comandante —dijo, poniéndome claramente en mi lugar—. ¿Y se hizo policía después de la guerra? —No, no enseguida. Fui funcionario durante un tiempo, pero no podía aguantar la rutina. No me incorporé a la policía hasta 1922.

—¿Y cuándo la dejó? —Escuche, Herr Doktor, no recuerdo que me hiciera prestar juramento cuando subí al coche. —Lo siento —dijo—, sólo tenía curiosidad por saber si se fue por voluntad propia o… —¿O me empujaron? Tiene mucha cara para preguntarme esto, Schemm. —¿Usted cree? —dijo inocentemente. —Pero responderé a su pregunta. Me fui. Me atrevo a decir que si hubiera esperado lo suficiente me hubieran echado como a todos los demás. No soy nacionalsocialista, pero tampoco soy un mierda de Kozi. Me gustan los bolcheviques tan poco como al partido, o por lo menos tan poco como creo que le gustan al partido. Pero eso no es del todo suficiente para la moderna Kripo o Sipo o como se llame ahora. En su libro si no estás con ellos, estás contra ellos. —Así pues, usted, un Kriminalinspektor, abandonó la Kripo —hizo una pausa y luego añadió, con un tono de falsa sorpresa— para trabajar como detective del hotel Adlon. —Es usted muy listo —dije con sorna—, haciéndome todas esas preguntas cuando ya sabe las respuestas. —A mi cliente le gusta saber cómo es la gente que trabaja para él —dijo con un aire petulante. —Todavía no he aceptado el caso. Puede que lo rechace sólo para ver qué cara pone. —Quizá. Pero sería estúpido. En Berlín hay una docena como usted… investigadores privados. Dijo el nombre de mi profesión con algo más que desprecio. —Entonces, ¿por qué me ha escogido a mí? —Ya ha trabajado para mi cliente, de forma indirecta. Hace un par de años llevó a cabo una investigación para la Germania Life Assurance Company, de la cual mi cliente es el mayor accionista. Cuando los de la Kripo seguían dando palos de ciego, usted recuperó con éxito unos bonos robados. —Lo recuerdo —dije. Y tenía buenas razones para hacerlo. Fue uno de mis primeros casos después de dejar el Adlon y establecerme como investigador privado.

—Tuve suerte —añadí. —No hay que subestimar nunca a la suerte —dijo Schemm pomposamente. «Seguro —pensé—, mira si no al Führer.» Para entonces estábamos al borde del bosque Grunevald, en Daglem, lugar donde vivían algunas de las personas más ricas e influyentes del país, por ejemplo los Ribbentrop. Nos detuvimos ante una enorme verja de hierro forjado limitada por dos sólidos muros y Caralozana tuvo que saltar del coche y abrirla después de forcejear con ella. Ulrich entró con el coche. —Sigue adelante —ordenó Schemm—. No esperes. Ya vamos con retraso. Recorrimos una avenida bordeada de árboles durante unos cinco minutos antes de llegar a un amplio patio de gravilla alrededor del cual se desplegaban, cubriendo tres de sus lados, un largo edificio central y las dos alas que comprendían la casa. Ulrich se detuvo al lado de una pequeña fuente y bajó para abrirnos las puertas. Salimos. Alrededor del patio había una galería cubierta por un tejado soportado por gruesas vigas y columnas de madera, y por ella patrullaba un hombre con un par de dóberman de aspecto fiero. No había mucha luz, excepto la procedente del farol de la puerta delantera, pero por lo que pude ver, la casa era blanca, con muros rugosos y un profundo tejado abuhardillado, tan grande como un hotel de buen tamaño, del tipo que yo no podía permitirme. En algún lugar entre los árboles, detrás de la casa, un pavo real chillaba pidiendo ayuda. Cuando estuve más cerca de la puerta, pude mirar bien por primera vez al abogado. Supongo que era bastante apuesto. Dado que por lo menos tenía cincuenta años, creo que podría decirse que tenía un aspecto distinguido. Era más alto de lo que me había parecido cuando estaba sentado en el coche, e iba vestido con sumo cuidado, pero con una total indiferencia por la moda. Llevaba un cuello duro con el que podría cortarse una barra de pan, traje de raya diplomática de un tono gris claro, chaleco y polainas de color crema; su única mano iba enfundada en un guante de cabritilla gris y en la cabeza, cuadrada y con el pelo gris, cortado a cepillo, llevaba un sombrero gris grande, con un ala rodeando la copa, con sus pliegues bien marcados, como el foso de un castillo. Parecía una armadura antigua. Me condujo hacia la gran puerta de caoba, que se abrió para mostrar a un mayordomo, con la cara pálida, que se apartó cuando cruzamos el umbral para dejarnos entrar en el amplio vestíbulo. Era la clase de vestíbulo que te hace pensar que tienes suerte sólo por haber pasado de la puerta. La escalinata, con un pasamanos blanco y brillante y dividida en dos tramos paralelos, llevaba a los pisos superiores, y del techo colgaba una araña de cristal de mayor tamaño que la campana de una iglesia y con más colgajos que los pendientes de una bailarina de striptease. Tomé mentalmente nota de subir mis honorarios.

El mayordomo, un árabe, se inclinó con solemnidad y me pidió el sombrero. —Prefiero conservarlo, si no le importa —dije, acariciando el ala con el dedo—. Me ayudará a mantener las manos alejadas de la plata. —Como desee, señor. Schemm le dio su propio sombrero como si hubiera nacido en un palacio. Quizá fuera así, pero cuando se trata de abogados siempre doy por hecho que llegaron a tener su riqueza y posición gracias a la avaricia y por medios nefandos; nunca he conocido a uno del que me pudiera fiar. El guante se lo quitó con una contorsión de los dedos, casi de doble articulación, y lo dejó caer dentro del sombrero. Luego se enderezó la corbata y le pidió al mayordomo que nos anunciara.

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