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Tres poetas de sus vidas – Stefan Zweig

Dentro de la literatura universal, Casanova figura como un caso excepcional, un caso fortuito y único, y ello se debe, sobre todo, a que ese famoso charlatán ha entrado de un modo tan ilegítimo en el panteón del espíritu creador como Poncio Pilatos en el Credo. Porque su abolengo poético no es menos volátil que aquel título de caballero de Seingalt, entresacado del alfabeto con absoluto descaro; y porque sus pocos versos, improvisados con prisa en honor de alguna damisela, en el trayecto entre la cama y la mesa de juego, huelen a almizcle y a engrudo académico, y cuando el bueno de Giacomo empieza a filosofar, haríamos bien en apretar las mandíbulas para evitar la convulsión del bostezo. No, Casanova forma tan poco parte de la aristocracia poética como de la recogida en el Almanaque de Gotha, [1] y también en ello se revela como un parásito, un intruso sin derecho ni rango. Sin embargo, del mismo modo audaz con que consigue codearse a lo largo de su vida con emperadores y reyes, para finalmente morir en brazos del último aristócrata, el príncipe de Ligne, a pesar de ser el pobre hijo de una comediante, un sacerdote expulsado del clero, un soldado degradado y un tahúr tristemente célebre, su sombra se pasea por entre los mortales, aunque no sea más que como un pequeño hombre de ingenio, unus ex multis, ceniza en el viento disperso de los tiempos. ¡Hay, sin embargo, un dato curioso! No ha sido él, sino todos sus célebres compatriotas y sublimes poetas de la Arcadia (el «divino» Metastasio, el noble Parini y tutti quanti), los que se han convertido en deshechos de bibliotecas o en pábulo para filólogos, mientras su nombre, pronunciado siempre con una respetuosa sonrisa, sigue estando presente en boca de todos. Por si fuera poco, y con toda probabilidad, su Ilíada erótica perdurará todavía muchísimo tiempo, encontrando lectores fervientes aun cuando ya la Jerusalén liberada o el Pastor fido no sean más que decorosas antigüedades históricas que nadie lee y se cubren de polvo en las estanterías de libros. Este experto jugador les ha ganado con un golpe de suerte a todos los poetas de Italia desde Dante y Boccaccio. Y algo todavía más descabellado: para obtener esa desmesurada ganancia, Casanova no arriesga absolutamente nada, sólo se limita a timar a la inmortalidad. Jamás este tahúr cobra noción de la inenarrable responsabilidad del artista verdadero. No sabe nada de noches en vela, ni de días pasados forzosamente sumido en la monótona y esclava labor de limar las palabras, hasta que, por fin, el sentido puro irradia su luz a través de la lente del lenguaje y forma un arco iris; nada sabe tampoco de la múltiple e invisible labor del poeta, poco recompensada o a menudo sólo reconocida en la vejez; nada, tampoco, de su heroica renuncia al calor y a la plenitud de la existencia. Él, Casanova —y eso bien lo sabe Dios— sólo sabe hacerse la vida más fácil, sin sacrificar jamás a la severa diosa de la inmortalidad ni un ápice de su alegría, ni una gota de sus deleites, ni una sola hora de sueño, ni un minuto de placer; ni un solo día de su vida mueve un dedo para trabajar por la gloria, sin embargo, el muy afortunado la obtiene, ésta fluye a sus manos en torrentes. Mientras siente que le queda un doblón de oro en el bolsillo o una gota de aceite en la lámpara, no piensa seriamente en mancharse los dedos de tinta. Sólo cuando lo echan de todas partes, cuando ya las mujeres se burlan de él y vive solitario, pobre e impotente, sólo entonces el anciano maltrecho y gruñón se refugia en el trabajo como sucedáneo de las vivencias, y sólo por desgana, por aburrimiento, corroído por la cólera como un perro desdentado por la sama, se dispone a contar su propia vida, entre gruñidos y quejas, a un acabado y septuagenario Casaneus-Casanova. Se cuenta a sí mismo su vida —ése es todo su mérito literario—, pero, a decir verdad, ¡qué vida la suya! Cinco novelas, veinte comedias, un sinnúmero de novelas cortas y episodios, un rebosante racimo de situaciones y anécdotas encantadoras, todo eso encerrado en una sola existencia fluida y desbordante. Aparece entonces una vida en sí misma plena y rica como una obra de arte perfecta que no ha contado con el auxilio ordenador del artista o el creador. Y es en ello donde se revela del modo más convincente el desconcertante misterio de su fama, porque no es la manera de describir y relatar su vida la que revela a Casanova como un genio, sino la forma en la que la ha vivido. Lo que otros tienen que inventarse, él lo experimenta mientras respira; lo que otros crean con su intelecto, él lo hace con su cuerpo cálido y voluptuoso. Es por eso que aquí la pluma y la imaginación no necesitan adornar a posteriori la realidad con sus trazos: basta con que sean el soporte de una existencia configurada de un modo dramático. Ningún poeta de su tiempo ha inventado tantas variaciones y situaciones como las vividas por Casanova, y mucho menos existe una biografía real que describa tantas curvas pronunciadas a lo largo de todo un siglo. Si intentáramos comparar con la suya, en el mero cúmulo de acontecimientos (no en la sustancia espiritual ni en la profundidad del entendimiento) la biografía de Goethe, por ejemplo, o la de Jean-Jacques Rousseau y otros contemporáneos, veríamos cuán pobres son estas últimas en diversidad, cuán restringidas por el espacio o cuán provincianas en la esfera social nos parecen esas biografías conscientes y dominadas por la voluntad creadora frente a esta otra biografía tumultuosa y elemental del aventurero, que cambia países, ciudades y clases, oficios, universos y mujeres, como quien se cambia de ropa; los primeros nos parecen unos diletantes en cuestiones de goce, del mismo modo que éste nos parecía un diletante en la creación. Porque es ésa, y no otra, la eterna tragedia del hombre de espíritu: que él, justamente él, llamado a conocer y a añorar toda la plenitud y la voluptuosidad de la existencia, permanece atado, sin embargo, a su misión, esclavo de su oficio, prisionero de deberes que él mismo se ha impuesto, encadenado al orden y a la tierra. Cualquier artista verdadero vive la mayor parte de su existencia en soledad y en una doble lucha con su creación; el hombre no creativo, en cambio, puede vivir entregado del todo a la realidad inmediata, de forma libre y disipada, puede ser el sibarita que vive la vida por el mero hecho de vivirla. Quien se traza determinados objetivos, no presta atención al azar: todo artista crea únicamente, la mayoría de los casos, lo que no ha podido vivir. El sibarita libertino, el tipo opuesto, carece casi siempre de la fuerza para dar forma a las múltiples cosas vividas. Estos últimos se pierden en el instante, y con ello ese instante se pierde también para los demás, mientras que el artista verdadero sabe eternizar lo mínimo que ha vivido.


De ese modo, los extremos se separan, en lugar de complementarse de una manera fructífera: a uno le falta el vino; al otro, el recipiente. Una paradoja insoluble: los hombres de acción, los sibaritas tendrían muchas más vivencias que contar que todos los poetas juntos, pero no están en condiciones de hacerlo; los creativos, por su parte, tienen que hacer poesía porque en pocas ocasiones han vivido acontecimientos suficientes que merezcan ser narrados. Sólo en muy contados casos tienen los poetas una biografía, y muy pocas veces, a su vez, tienen los hombres con auténticas biografías el talento para escribirlas. Es entonces cuando aparece ese magnífico y único caso fortuito llamado Casanova: por fin un apasionado sibarita, el típico devorador de instantes, narra su vida desmesurada y lo hace sin tapujos morales, sin dulcificaciones poéticas, sin atavíos filosóficos, sino de una manera absolutamente concreta, tal y como fue: apasionada, arriesgada, licenciosa, desconsiderada, divertida, vulgar, indecente, atrevida y desordenada, pero siempre interesante e imprevista; y la narra, además, no por ambición literaria o por jactancia dogmática, ni movido tampoco por el remordimiento penitente o por una rabia expiatoria estimulada, a su vez, por el exhibicionismo, sino con desparpajo y despreocupación, como un veterano sentado a la mesa de una taberna que revela a oyentes desprejuiciados, sin soltar la pipa de la boca, algunas de sus apetitosas y, en ocasiones, arriesgadas aventuras. En su caso, no se trata de un esforzado fantaseador ni de un hombre de ingenio haciendo poesía; aquí la que habla es la maestra de todos los poetas, la vida misma, mientras que él, Casanova, sólo tiene que satisfacer la más modesta de las exigencias del artista: hacer creíble lo increíble. Hacia ese objetivo se encaminan, a pesar de su barroco uso del francés, todo su arte y toda su fuerza. Sin embargo, ni en sueños pudo imaginar este anciano gruñón y tembloroso, aquejado por la gota en su sinecura de Dux, que sobre esas memorias se inclinarían alguna vez filólogos e historiadores de blancas barbas para estudiarlas como un valiosísimo palimpsesto del siglo XVIII; y por mucho que al bueno de Giacomo le complazca mostrarse como un hombre preciado de sí mismo, consideraría una burda broma de su tristemente célebre enemigo en Dux, el mayordomo Feltkirchner, si se le hubiera dicho que ciento veinte años después de su muerte se fundaría una Société Casanovienne, cuyo único propósito era verificar cada papelito escrito por su mano, cada fecha, y seguir el rastro del nombre de cualquiera de esas damas tan agradablemente comprometidas y que en algún momento fue borrado prudentemente. Consideremos mejor una suerte el hecho de que ese hombre vanidoso no tuviera noción de su gloria, pues gracias a ello se mostró bastante ahorrativo en exhibiciones de ethos, de pathos o de psicología, porque sólo la falta de intenciones le permitió alcanzar esa sinceridad despreocupada y —por ello mismo— elemental. Negligente como siempre, el viejo tahúr, se sienta a su mesa de Dux como si se aproximase a la última mesa de juego de su vida, para lanzar al destino, en un último golpe de suerte, sus propias memorias: luego se levanta y la muerte se lo lleva antes de que pudiera ver el efecto causado. Y es maravilloso ver cómo es justamente este último lance el que le otorga la inmortalidad. Porque es así, Casanova el anciano «commediante in fortuna», el insuperable intérprete de su suerte, ganó su juego de un modo inmejorable, y contra ello no sirven ya ni el pathos ni la protesta. Se puede despreciar a nuestro estimado amigo, se le puede despreciar por su escasa moral y su poca seriedad en las costumbres, se le puede refutar como historiador y desautorizar como artista. Pero hay una sola cosa que no se puede hacer: matarlo de nuevo; porque, a pesar de todos los poetas y pensadores que han existido, desde entonces el mundo no ha inventado ninguna novela más romántica que su vida ni una creación más fantástica que su figura. Retrato del joven Casanova ¿Sabe una cosa? Es usted un hombre muy bello. Federico el Grande, en 1764, en el parque del palacio de Sanssouci, deteniéndose de repente y contemplando a Casanova. Teatro en una pequeña ciudad, residencia real: la cantante ha acabado un aria haciendo gala de una audaz coloratura, y los aplausos caen como el granizo estruendoso. Sin embargo, en ese momento, mientras empieza el lento recitativo, la atención se relaja en general. Los petimetres visitan los palcos, las damas examinan todo con sus imperdibles, comen con cucharilla de plata los sublimes helados y los sorbetes de naranja; es casi innecesario decir que mientras tanto, en el escenario, el Arlequín hace sus lazos y gira vertiginosamente alrededor de una Colombina que hace piruetas. Entonces, de repente, todas las miradas se vuelven hacia un extraño, un hombre desconocido para todos que entra al patio de butacas con paso descarado y negligente al mismo tiempo y la legítima desenvoltura de un hombre distinguido. El lujo cubre su hercúlea figura, lleva un traje de terciopelo color ceniza que se entreabre y deja ver un chaleco de brocado con ricos encajes; la pasamanería dorada resalta las líneas oscuras de su lujoso atuendo, desde los adornos del cuello de la pechera de Bruselas hasta las medias de seda. En la mano, con descuido, lleva un sombrero de gala con pluma blanca, y una tenue y dulce estela aromática de aceite de rosas o de alguna pomada de moda, rodea al distinguido forastero, que en ese momento se apoya con gesto negligente sobre el antepecho de la primera fila, con la mano llena de sortijas colocada con altanería sobre la espada cubierta de joyas y forjada con el mejor acero inglés. Como si no se percatara de la expectación general, levanta su monóculo de oro para examinar los palcos con fingida indiferencia. Desde todos los asientos y bancos se alza un murmullo: ¿será un príncipe, un rico extranjero? Las cabezas se agolpan, y el respetuoso cuchicheo se centra entonces en la orden orlada de diamantes que cuelga sobre el pecho en una banda carmesí (una banda que él ha cubierto enteramente de piedras brillantes para que nadie pueda reconocer la infame orden papal de la Espuela de Oro, más barata que un puñado de zarzamoras). Los cantantes sobre el escenario perciben de inmediato que la atención ha menguado; los recitativos fluyen de un modo más laxo, y desde los bastidores, por encima de los violines y las violas, las bailarinas se han apresurado hacia delante y espían a ver si es algún duque en busca de una noche exuberante. Pero antes de que el centenar de personas presentes en la sala puedan resolver la charada del forastero, el enigma de su origen, ya las mujeres en los palcos han notado, casi con turbación, otra cosa: lo hermoso que es ese hombre desconocido, cuán hermoso y cuán hombre.

De imponente estatura, ancho de hombros, manos grandes y musculosas, agradables al tacto; no hay ni una sola línea de afeminamiento en el cuerpo tenso, viril y fornido. Está allí de pie, con la nuca un poco hundida, como un toro antes de la embestida. Visto de perfil, su faz remeda el relieve de una moneda romana, tan afilada y metálica resalta cada línea individual en el cobre de esa oscura cabeza. De su frente, que provocaría la envidia de cualquier poeta, cae en hermosa cascada su cabello castaño, delicadamente rizado; como un gancho atrevido y osado, sobresale la nariz, y bajo el recio mentón se ve una nuez abultada, dos veces más grande que lo normal (lo que, según la creencia de las damas, es la más segura garantía de una virilidad enérgica). Es algo inconfundible, cada rasgo de ese rostro indica ataque, conquista, decisión. Sólo los labios, muy rojos y sensuales, se abultan suaves y húmedos y muestran, como la pulpa de una granada, las semillas de los dientes. Poco a poco, el atractivo hombre vuelve su perfil hacia el oscuro escenario del teatro: bajo las cejas parejas, arqueadas y tupidas titilan sus negras pupilas en una mirada inquieta e impaciente, la mirada de un cazador ante su presa, presta a arrojarse como un águila sobre su víctima. Pero sus ojos todavía titilan, aún no llamean; como una luz intermitente, roza los palcos y, sin reparar en los hombres, examina, como algo que puede comprarse, eso cálido, desnudo y blanco que se oculta en aquellos nichos oscuros: las mujeres. Las observa una tras otra, seleccionando, con ojo de experto, al tiempo que se siente observado. Al hacerlo, los sensuales labios se abren un poco, y un amago de sonrisa surge en torno a la boca llena y meridional, dejando relucir por primera vez la ancha dentadura de tigre, blanca como la nieve. Todavía no dedica su sonrisa a ninguna mujer en específico, todavía va dirigida a todas, a esa esencia llamada mujer que se oculta, cálida y desnuda, bajo los vestidos. Pero en ese preciso momento descubre a una conocida en uno de los palcos: de inmediato la mirada se concentra, un brillo aterciopelado y centelleante recorre el ojo, que todavía escudriña con descaro; la mano izquierda deja la espada, la derecha agarra el pesado sombrero de plumas, y así se adelanta un paso, con una insinuante palabra de reconocimiento en los labios. Graciosamente, inclina el músculo de la nuca para besar la mano ofrecida, y le habla con la mayor cortesía; sin embargo, en la manera en que la cortejada se echa hacia atrás, en su turbación, se nota cómo penetra en ella el delicado y melodioso sonido de esa voz, pues la mujer se inclina tímidamente hacia atrás y presenta el forastero a sus acompañantes: «Le chevalier de Seingalt». Reverencias, ceremonias, cumplidos. Le ofrecen al huésped un sitio en el palco, pero él lo rechaza con modestia, y en ese ir y venir de cumplidos surge la conversación. Poco a poco, Casanova va subiendo el tono de su voz, superando a los demás. A la manera de los actores, deja que las vocales canten suavemente, y que las consonantes desplieguen su ritmo, y es cada vez más obvio que habla de un modo alto y ostentoso, porque sus palabras llegan hasta más allá del palco. Quiere que también los vecinos inclinados hacia delante escuchen su manera ingeniosa y fluida de hablar el francés y el italiano, su forma oportuna de citar a Horacio. Con gesto aparentemente fortuito, ha colocado la mano ensortijada de tal modo sobre el pretil del palco, que pueden verse desde lejos sus lujosos puños de encaje y, sobre todo, el enorme solitario que brilla en uno de sus dedos. Entonces les ofrece a los caballeros rapé mexicano, que guarda en una petaca cubierta de diamantes. «Mi amigo, el embajador español, me lo envió ayer a través del correo.» (La frase se escucha en el palco vecino), y puesto que uno de los hombres, cortésmente, admira la miniatura que adorna la petaca, él le responde, como quien no quiere la cosa, pero lo suficientemente alto para que pueda oírse en toda la sala: «Un presente de mi amigo, Su Alteza, el príncipe de Colonia». Parece hablar por hablar, pero en medio de su jactancia exhibicionista el fanfarrón echa de vez en cuando una rápida ojeada de ave de rapiña a un lado y a otro, a fin de comprobar el efecto de sus palabras. Sí, todos están pendientes de él, siente que la curiosidad femenina se centra en su persona, se siente observado, admirado, respetado, y eso lo vuelve cada vez más atrevido. Con un hábil giro, dirige la charla hacia el palco vecino, donde se sienta la favorita del rey y donde —según intuye— han escuchado con satisfacción su auténtico acento parisino; entonces, con un gesto devoto, mientras habla de una hermosa mujer, suelta ante la favorita una galantería que la dama recoge con una sonrisa.

Entonces a sus amigos no les queda más remedio que presentar al caballero a tan distinguida dama. El juego está ganado. Mañana a mediodía comerá con lo más exquisito de la ciudad; por la noche propondrá en alguno de los palacios jugar a una partida de Faraón y desplumará a sus anfitriones; por la noche dormirá con una de esas mujeres chispeantes, desnudas bajo sus vestidos, y todo será gracias a su descarada manera de presentarse, segura y enérgica, a su voluntad de triunfo y a la belleza varonil de su rostro moreno, al que se lo debe todo: la sonrisa de las mujeres y el solitario en el dedo, la cadena de diamantes del reloj y la dorada pasamanería, el crédito con los señores banqueros, la amistad de la aristocracia y algo aún más magnífico: la libertad en la infinita variedad de la vida. Mientras tanto, la prima donna ya se dispone a empezar una nueva aria. Tras una profunda reverencia, invitado ya insistentemente por los caballeros hechizados por su conversación mundana, solicitada ya su presencia en el círculo de la favorita de Su Majestad, Casanova regresa a su sitio y se sienta, con la mano izquierda apoyada en la empuñadura y la hermosa cabeza morena inclinada hacia delante, para escuchar el canto con gesto de entendido. Detrás de él, de un palco al otro, se cuchichea la indiscreta pregunta que recibe, de boca en boca, la misma respuesta: «El caballero de Seingalt». Nadie sabe mucho más acerca de él, se desconoce de dónde viene, lo que hace o adonde va; sólo su nombre recorre, entre susurros y murmuraciones, la oscuridad de la sala ansiosa por saber, y llega, danzando, invisible, como una vibrante llama en los labios, hasta el escenario donde se encuentran las también expectantes coristas. De repente, sin embargo, una pequeña bailarina veneciana suelta una carcajada. «¿El caballero de Seingalt? ¡Menudo farsante! Ése es Casanova, el hijo de la Buranella, el pequeño abate, el mismo que le robó la virginidad a mi hermana hace cinco años; el bufón de la corte del viejo Bragadin, un fanfarrón, un sinvergüenza y un aventurero.» No obstante, la vivaracha joven no parece tomarle muy a mal sus desmanes, pues le hace un guiño desde los bastidores, a modo de reconocimiento, llevándose coquetamente la punta del dedo a los labios. Él toma nota y recuerda: no hay de qué preocuparse, la joven no le va a estropear su juego con aquellos necios distinguidos y, seguramente, querrá dormir con él esa noche.

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