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Tres mujeres y una historia – Lily Carmona

Madrid es una de esas ciudades lo suficientemente grandes como para que dos personas que habitualmente vivan allí no crucen sus pasos en toda su vida. Pueden pasar ambas por la misma calle a distintas horas del día, o con solo unos minutos de diferencia, ir en metro, bajo la ciudad, y en líneas contrarias, una va, la otra vuelve, o en el mismo metro, pero en distintos vagones, a solo unos metros de distancia, a pocos pasos de encontrarse. Es posible que, en algún momento de sus vidas, ambas hayan ocupado el mismo asiento en la fila de un cine o un teatro, que las atiendan las mismas dependientas de algunos grandes almacenes en la sección de ropa, cine, discos e incluso que salgan por los mismos bares de copas sin cruzarse por apenas unos segundos… los suficientes para conocerse o reconocerse. En cierta ocasión, tomó el metro que la dejaba cerca de casa, a unos quince minutos de la Puerta del Sol. Iba sentada con la mirada fija en ningún lado, perdida en sus pensamientos; el metro aminoró su marcha para detenerse en la siguiente parada. Un grupo de personas entró apresuradamente y, casi en el mismo instante en que sonó el timbre anunciando que se cerrarían las puertas para proseguir el viaje, la vio, corriendo hacia una de las puertas, la más alejada de donde se encontraba, pero ya se había cerrado, y el metro aceleraba lentamente reanudando su marcha. Era una imagen típica: personas intentando subir al metro en el último segundo para no tener que esperar al siguiente. Todo era cotidiano en esa escena, habitual, pero a ella se le había encogido la boca del estómago y su corazón se había acelerado; en pocos segundos, mientras el vagón pasaba de largo, ignorándola y dejándola en el andén, pudo contemplarla, aprehenderla en su retina y reconocerla. Llevaba una gabardina beige desabrochada, jersey de cuello alto y pantalones marrones. Su pelo parecía algo más oscuro, seguramente por efecto de algún tinte, y se lo había alisado. Su expresión era de fastidio. Cargaba con varios libros y respiraba acalorada, resultado de la carrera que acababa de dar. Al perderla de vista, su pulso progresivamente volvió a la normalidad y la respiración se hizo pausada: había cerrado los ojos como queriendo retener esa imagen. Lo que no imaginó es que quedaría tan profundamente arraigada en su mente, tanto que no pasaría ni un solo día sin que en algún momento la recordara; cada vez que hacía aquel recorrido en el metro, esperaba y deseaba con todo su corazón que se volviera a repetir esa escena, pero cambiando el final: corre hacia la puerta y consigue llegar a tiempo para subir al vagón. ¿Qué podría haber sucedido de encontrarse cara a cara en un vagón de metro y rodeadas de otras muchas personas completamente desconocidas? Se hacía la misma pregunta una y otra vez, mientras el metro continuaba su trayecto sin Laura dentro. OOOOOO Aquel metro se aleja y va asimilando que la carrera que acaba de dar tan solo la lleva a intentar recuperar el aliento, mientras espera unos minutos la llegada del siguiente, sentada en uno de los bancos fríos y metálicos del andén. Aquel ir y venir de personas y trenes la confundían; había notado que durante sus trayectos por el subsuelo de Madrid se sentía como aletargada, como si se observara a sí misma desde otro plano o a un tiempo más estirado, más pausado y, curiosamente, se tranquilizaba y dejaba ir sus pensamientos. La mayoría de las veces no nos damos cuenta de cómo las decisiones que vamos tomando condicionan el resto de nuestras vidas; no vemos cómo nuestros comportamientos pueden llegar a afectar a las formas de actuar de otras personas o tratamos de atenuar las consecuencias. Cómo saber que, si un día das el paso de entregarte a alguien sin reservas, ese alguien con el tiempo no dará un paso en otra dirección dejándote a ti en el camino, sola de nuevo, y temiendo volver a tomar ese riesgo. «No me dejes nunca», le pedía, y esas palabras probablemente surgían de su propia inseguridad, temor a ser abandonada o a desaparecer, dejar de creer en algo y perderse de nuevo en la jungla de amar y ser amada. Pronunciaba esas palabras por miedo y no por la seguridad de desear pasar su vida a su lado; ahora, con el tiempo, lo ha comprendido, mientras piensa que el Amor es un gran embustero, un impostor y un puñetero, que hace que te sientas especial para después poder demostrarte que solo eres una más, una más que creyó y una más que sufrió. Sonríe, con un libro entre sus manos; alguna frase o algún párrafo que leía la han llevado a esa reflexión que le parece algo patética, aunque en cierta forma tenga un poco de razón… El Amor es un cabrón. Alguien, sentado a su lado en el banco de metro, ha debido de pensar que su libro es divertido, puesto que sonreía, y le ha preguntado de qué libro se trataba muy educadamente. —Un clásico —contesta—. Cumbres Borrascosas.


—Ah sí, lo leí, pero no recuerdo que fuera divertido —le dice la señora, algo extrañada porque, sin darse cuenta, continúa sonriendo con cierta ironía. —No lo es, es un drama, pero a mí a veces me da por reír cuando las cosas se ponen muy feas. —Ah… —La señora no parece quedar muy satisfecha con aquella respuesta que le ha dado, pero, cuando va a volver a la lectura, comenta—. Ya la entiendo, a mí me pasa a veces cuando veo la telenovela, llevan las cosas a tales extremos de drama y tragedia que te partes de risa… Asiente con la cabeza, y la señora se queda la mar de contenta; puede volver a su lectura, aunque ya no le apetece; esa mañana le había parecido buena idea volver a leer aquel libro, después de tantos años, pero ya no. Dramas como aquel no son lo que necesita su espíritu o su mente, y mejor no hablar de su corazón, que, si no fuera porque sabe a ciencia cierta que está dentro de su pecho bombeando sangre al resto de su cuerpo, a veces dudaría de si lo utiliza o no. Vuelve a sonreír. «Laura, hoy lo dramatizas todo, chica», se dice a sí misma, cerrando el libro; está a punto de parar el siguiente tren. El día continúa, aunque en ocasiones pareciera que el tiempo se detuviera para crear todo un mundo, volver al pasado e incluso imaginar un futuro; esa era la paradoja, aceptar todo eso en su mente mientras se encuentra en un instante de su vida; en concreto, en un vagón de metro y siguiendo los pasos de la rutina de cada día. OOOOOO «Puedo pasarme el día tumbada en un sofá, sentada, viendo la televisión. Intento leer, trabajar con el ordenador… todo comenzó en un punto de la nada que se me coló, imagino que lo aspiré, quizás alguien me lo transmitió al estornudar como si se tratase de un virus y, como tal, comenzó a viajar por mi cuerpo, apoderándose de células y haciéndose más y más grande… el punto de la nada se ha convertido en una gran masa de vacío. Es masa porque me pesa y es vacío porque no hay nada. ¿Puede la nada pesar? A veces pienso que pronto comenzaré a flotar, no habrá gravedad para mí. Mi padre ha dejado de recriminarme mi actitud, me observa preocupado cuando cree que yo no lo advierto y me habla como si nada sucediese, como si su hija no se estuviera convirtiendo en otra que él no puede reconocer. A fin de cuentas, lo que a mí me está ocurriendo no ha pasado de la noche a la mañana. No sé cuándo empezó, pero sí sé que ha sido un proceso lento que me ha ido carcomiendo por dentro. Soy joven; veinticinco años no son tantos, pero sí los suficientes para tener claras ciertas cosas en tu vida, como lo que pretendes hacer en ella. Mis amigas lo saben, puede que se equivoquen, pero ya han comenzado sus respectivos caminos, tienen sus novios, sus trabajos o estudios, se divierten los fines de semana haciendo casi siempre las mismas cosas y no se plantean su existencia de la forma en que yo lo hago. O lo hacía, porque creo que ya no me apetece ni pensar en esto. Simplemente, me da igual, o eso es lo que me digo: que, aunque no es lo mismo, en el estado en que me encuentro, lo mismo da». Alba se despierta inquieta. Ha tenido un sueño en el que se veía hablándose a sí misma como si fuera otra persona, y lo curioso de todo no era el sueño en sí, sino que pudiera recordarlo con tanta exactitud y detalle. Por ejemplo, la Alba que hablaba tenía un aspecto más amigable y tranquilo que la Alba que escuchaba. La que se oía a sí misma parecía acongojada, como si lo que estuviera escuchando fuera tan cierto que asustaba. Se tocaba el estómago, sintiendo como crecía la desazón. Pero, en algún momento de aquel extraño monólogo a dos voces, comenzó a sentirse en paz, como si la que le hablaba fuera una amiga que la quería y la apreciaba.

Necesitaba salir de su casa, de su ciudad, de su vida diaria; intentar recomponerse y respirar, pero ¿a dónde ir? Y ¿qué hacer allá a dónde fuera? No tenía dinero ahorrado y en lo único que había trabajado era en el despacho de su padre, archivando y editando textos. Se sentía inútil para emprender la única opción que veía válida en esos momentos y no quería pedir dinero a su padre. Era Licenciada en Historia y consciente de que, con semejante carta de presentación, no iba a llegar a ningún lado. —¡Laura! —apenas susurró su nombre, pero enseguida sus ojos empezaron a brillar; ella era la mejor opción que podía haber encontrado. En muchas ocasiones, la amiga de su padre le había recriminado que no se dedicara a ese don que le había dado la vida: escribir. Hacía años que Laura había leído un cuento que Alba escribió para una revista universitaria y, desde aquel día, no perdía ocasión para animarla a ir por ese camino, pero la chica sentía un pudor extremo a exponer en público lo que escribía. No quería ni imaginar que otros ojos pudieran leer lo que ella plasmaba en un papel en sus momentos de intimidad más absoluta. Lo de escribir aquel cuento y publicarlo en la revista fue por una apuesta que perdió con la misma Laura, que, intrigada por lo que la chica escribía desde muy joven y habiendo obtenido mil y una negativas a dejarla acceder a sus textos, decidió conseguirlo a través del azar. Cuando Laura iba a su casa a pasar unos días o Alba la visitaba en Madrid, solían pasar horas jugando a las cartas y en vez de apostar dinero, se jugaban «hacer cosas por la otra», así lo llamaban. La que perdía debía hacer lo que la ganadora le pidiera; esa acción se estipulaba antes del juego y bastaba con la palabra de ambas: nunca ninguna dejó de hacer lo que se acordó antes del juego, las dos se conocían muy bien para saber lo que debían apostar e incluso a veces se pedían cosas que creían que no sabrían realizar y acababan sorprendiéndose a sí mismas. Así fue como Laura consiguió que Alba escribiese aquel cuento para la revista. Aún recordaba la sonrisa y la mirada de admiración de Laura al terminar de leer el cuento. Estaba convencida de que Alba sería una magnífica escritora. Años después, seguía insistiendo en que la chica se fuera a vivir con ella a Madrid para que asistiera a talleres de escritura, a conferencias, a encuentros con autores y cosas por el estilo. Alba no necesitaba publicar nada de lo que escribía, nunca lo hizo pensando en ser leída por otras personas, solo aquel cuento, por el que algunos profesores y compañeros la felicitaron, pero que, en general, pasó desapercibido, como la mayoría de las palabras que se escriben y se dicen. Miró hacia su tablón de corcho y madera, colgado en la pared, sobre la mesa de estudio. Estaba repleto de fotografías, dibujos, recortes de periódico y notas con palabras, frases, teléfonos. Era un collage de imágenes de personas y cosas, fijados en un momento concreto, de muchos instantes distintos a lo largo de años; había ido haciendo limpiezas superficiales, pero ni se podía imaginar todo lo que andaba oculto en las capas más profundas. Laura había fijado con una chincheta la columna del periódico universitario donde aparecía su relato. Lo buscó con la mirada, estaba semiculto entre notas y fotografías, apartó las notas y una de las fotografías, que era de sus amigas y ella en una excursión por el campo hacía ya dos años, y se observó detenidamente; parecía feliz y llena de vida. ¿Se sintió así alguna vez? Ahora lo dudaba. Vio el recorte y, cuando iba a empezar a leer aquel cuento que no había vuelto a mirar desde que Laura lo colocara allí, algo despertó su curiosidad. Bajo aquel trozo de papel, sobresalía la imagen de dos mujeres sonrientes, una a cada lado del recorte. Se fijó en Laura, estaba radiante y mucho más joven y, al otro lado, Ruth, tal y como Alba la recordaba, guiñaba un ojo y reía a carcajadas. Quitó la chincheta que fijaba el recorte, tapando justo el centro de aquella fotografía, y se vio, diez años atrás, sentada entre ellas y haciendo burlas a la cámara.

Se quedó con la fotografía entre las manos. Qué curioso que Laura colgara su cuento tapando aquella fotografía. ¿Lo había hecho aposta o era un guiño del tiempo? No sabía por qué extraña razón se le metió en la cabeza que aquello tenía que tener algún sentido oculto, un cúmulo de casualidades: ella pensando en ir a vivir con Laura para dar un cambio a su vida, el recuerdo de aquel cuento que escribió y el recorte del periódico bajo el cual aparecían las dos mujeres. Volvió a mirar la fotografía: Laura y Ruth felices, y ella en medio. ¿Eran las dos amigas las que la agarraban a ella o era Alba la que se aferraba a los brazos de ambas? Se vio como un nexo en común entre Laura y Ruth, y también quiso imaginar que aquella fotografía intentaba comunicarle algo. ¿Y si volviera a aferrarse a ellas como entonces? ¿La ayudarían a encontrar su camino esas dos mujeres? Sabía que se habían distanciado, a Ruth no había vuelto a verla desde hacía más de diez años. ¿Y si era Alba el puente de unión hacia un reencuentro entre ellas? Fuera como fuese, Alba tuvo más claro que nunca su destino inmediato. Capítulo 2: El hilo de Ruth Qué fue lo que le sucedió a su cabeza desde que vio a Laura en el metro es algo que se preguntaba cada día, cuando ya no soportaba más el continuo flashback que parecía haberse apoderado de su mente. No lo entendía, intentaba razonarlo y simplemente se le escapaba. ¿Por qué, cuando todo en la vida parece ir sobre aguas tranquilas, la sola imagen de alguien viene a embravecer esa calma, hasta el punto de dejarte llevar por esas olas que te arrastran, alejándote irremediablemente de donde te encontrabas? Reconocía que Laura había sido como una aparición. No fue una simple imagen; hubo algo mágico en aquella visión, algo que conectó con esa parte que ni ella conocía, por lo primitiva, profunda e irrazonable, y ahí se asentó, sin dejar que pudiera comprender lo que aquello significaba. Era obvio que la había impactado volver a verla después de ¿cuánto tiempo? Once años. Pero eso era algo que siempre le había sucedido al verla, aparecía y se iba encogiendo, a la vez que su estómago, sorprendida de lo que sentía. El efecto que causaba en ella la aturdía más de lo que deseaba, incluso cuando quiso dejar de sentirlo y se lo negaba. Creía haberlo conseguido, ya apenas pensaba en ella. Cuando su mente volaba a su antojo y al encuentro de aquellos recuerdos, lograba apartarlos con una velocidad de vértigo, con un dominio que la satisfacía, porque le daba control sobre ellos. Se sentía dueña y señora de esa cosa que tenemos sobre el cuello a la que llamamos cabeza. ¡Ja! Qué ingenua. Ahora se sentía incapaz de apartar aquella visión de su vida, esa imagen que había tocado los resortes precisos para derrumbar todo cuanto creía asentado. Aun así, lo intentaba, cada día. Se esforzaba por librar aquella batalla, había llegado a la conclusión de que luchar contra la aparición no hacía más que acrecentarla en importancia, mientras se sentía más y más pequeña al darse cuenta de su poder; decidió dejarla a sus anchas, acogerla cuando apareciera y recrearse en ella, sin esfuerzos, con la mayor naturalidad del mundo, como si convivieran y no se estuviera apoderando de su voluntad. No supo qué fue peor porque, cuando menos lo esperaba, se le ponía cara de boba, ya estuviera trabajando, con sus amigos, andando sola por la calle… Era difícil sacarla de ese trance, de ese revivir aquel momento una y otra vez, cuando le daba la gana de aparecer; ni que decir tiene que todo se complicó y que, hasta los más cercanos a ella, o precisamente ellos, no sabían lo que le estaba pasando. ¿Qué iban a saber? ¿Acaso lo sabía ella? Lo único claro que le dejaba todo aquello era su irrefrenable deseo de volver a ver a Laura, de saber de ella. Qué hacía en Madrid cogiendo el metro aquella tarde cargada de libros, por qué su pelo estaba más oscuro, qué había hecho todos aquellos años en los que no tuvo noticias de ella, ni hizo por tenerlas… Pero no quería dar su brazo a torcer, reconocerse vencida por aquel pensamiento. Se empeñaba en apartarlo de su vida, que se desgastara de tanto usarlo, para volver a recuperar el instante inmediatamente anterior a esa visión, ese saber estar ante la rutina que se había creado a su antojo, hacer y deshacer sin aspavientos ni sorpresas, estar en tierra de nadie, sin apasionamientos ni excesivo dolor.

Todo eso pasaba por su mente, ráfagas de electricidad conectando las mismas neuronas cada día. ¿Se habrían muerto todas las demás? ¿Solo había actividad en esa parte de su cerebro? ¿Acaso no podía pensar en todas las cosas que le atraían antes de aquel encuentro? ¿Se puede obsesionar alguien por la misma persona en dos momentos muy distintos y muy distantes de su vida? Seguro que sí, daba fe de ello. OOOOOO Tal era el desbarajuste en el que se encontraba que decidió no postergar más el momento de quedarse embarazada. Desde que había cumplido los treinta, no había parado en el intento de convencer a los que la rodeaban y a sí misma de cuánto deseaba ser madre; su trabajo tampoco ayudaba, ser azafata de vuelo y pasar la vida entre aviones y hoteles le hacía retrasar año tras año aquel anhelo; aparte del hecho de que no había vuelto a amar a nadie desde hacía muchos años. Y eso que llevaba un año con Luis y antes había tenido otras relaciones. Estaba a punto de cumplir los cuarenta años y, como por arte de magia, Luis resultó ser el candidato ideal; qué más daba si no lo amaba, ¿era el amor garantía de algo? Tenía una teoría: las parejas que más duran en el tiempo son aquellas que han dejado de amarse y así lo asumen; su relación se convierte en un compromiso gratificante, en una especie de compañía compartida. El amor no duraba, no el amor compartido día a día. Así que, si no estaba enamorada de Luis, mucho mejor; ni siquiera tendría que pasar por la fase del desenamoramiento. Todo era perfecto y, si dejaba de serlo, siempre podía separarse de él, pero con el deseo cumplido de ser madre. Y su hijo tendría un buen padre, porque, aunque no le amara, Luis era un buen hombre. Qué cosas se le ocurren a una cuando no hace más que asirse a las ruinas de todo lo que ha construido durante años. Más tarde lo sabría, pero en aquel instante era su escapatoria.

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