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Todas las malditas decisiones – May Boeken

Aquel pub apestaba, casi tanto como la despedida de soltera a la que me había obligado a asistir, aunque algo menos que el resto de tugurios por los que ya habíamos pasado. Como si no fuera suficiente castigo soportar el vuelo de Bilbao al lado de un roncador profesional, que no me dejó pegar ojo ni cinco minutos, ahora tenía que aguantar la euforia etílica de mis amigas, además de sus ansias por hacer el ridículo. Las dejé moviendo el esqueleto en algo parecido a una pista de baile y me acerqué a la barra. Encontré un taburete libre y, tambaleándome un poco, me encaramé a él. El alcohol, los tacones y el cansancio no eran buenos compañeros de viaje. —¡Eh, amigo! —grité al camarero—. Cuando puedas, ponme una cerveza. Se acercó paseando por la barra con parsimonia, mientras saludaba a todos los parroquianos que se encontraba por el camino. —¿Kilkenny, Guinness, Murphy’s, Smithwick’s, Beck’s…? —me preguntó con tono cansino. —Que sea una Beck’s. No tenía ni puñetera idea de cervezas, solo quería quitarme el sabor rancio a hierbas silvestres de los últimos chupitos que habíamos tomado. Mientras esperaba a que me sirviera, los estridentes grititos de júbilo y diversión de mis amigas llamaron mi atención. Me giré y observé con los dientes apretados cómo interpretaban su famoso «bailecito de la seducción implacable», que consistía en contonearse sobre una mesa creyéndose Shakira, ajenas al hecho de que para el resto de los mortales parecían una manada de hipopótamos en celo protagonizando una lamentable danza del vientre. —¡No estoy lo suficientemente borracha para ver esto! —dije en alto mientras me daba una palmada en la frente. —El alcohol no es la respuesta, pero si bebes lo suficiente quizás olvides la pregunta —contestó una voz cálida y profunda a mi izquierda. Apoyé el codo en la barra y miré extrañada en esa dirección. Me encontré con un tío alto, atlético y ancho de espaldas, bastante prometedor a primera vista. Llevaba unas botas negras, unos vaqueros ajados de color gris oscuro, rotos en ambas rodillas, y una camiseta blanca ajustada. En el pecho tenía la imagen vintage de un trasatlántico similar al Titanic, rodeada por la frase en inglés «DARLING, THIS HOLIDAY WILL SOLVE ALL OUR PROBLEMS». SE ME ESCAPÓ UNA RISITA. Intentando no parecer una babosa pervertida, alcé la mirada y le puse cara a aquel imponente cuerpo. Los ojos azules más profundos y expresivos que había visto en toda mi puñetera vida estaban clavados en mí. Había algo latente en su mirada, una peligrosa combinación de ternura y picardía, de las que te abrasan, te desnudan y te tientan hasta cometer un disparate. Tal vez había subestimado el pedo que llevaba encima. Por suerte para mí, él también me estaba estudiando con interés.


Tenía una ceja levantada y la boca ligeramente abierta. El gesto sugerente de sus labios carnosos pedía a gritos un buen mordisco. Pese a ser consciente de que parecía boba y que era evidente que se me estaba cayendo la baba, no pude evitar seguir examinándolo con descaro. Tenía el pelo negro y algo largo, por encima de los hombros, lleno de rizos sedosos y rebeldes. Me sorprendí a mí misma deseando acariciarlo como si fuera un cachorrito. No era el guapo malote de turno que conquistaba a todas las féminas de un pub nada más asomar la nariz por la puerta. No. Era mucho peor que eso. Cada uno de sus rasgos poseía una belleza propia y demoledora. Y el conjunto era… atractivo, atractivo de narices. Fascinante. Se acercó un poco, haciéndome sentir un hormigueo inapropiado por toda la piel, y deseé que me hablara otra vez, que hiciera cualquier cosa, porque yo no iba a conseguir articular ni una mísera palabra. Cogí la Beck’s que el camarero me acababa de poner delante y le di un buen trago tratando de volver a conectar con la realidad. Él exhaló el aire con intensidad, concentró su mirada en mis labios húmedos por la bebida mientras me dedicaba una sonrisa traviesa. Volvió a moverse con lentitud, y se sentó en un taburete a mi lado. Carraspeó con suavidad. —Si vuelves a mirarme así voy a tener que escribirte una canción. Las palabras salieron de su boca disfrazadas de cachondeo, pero eso no evitó que yo reaccionara llenándome de expectación. Y la noche no había hecho más que empezar. —¡Eh, Joe! ¡Me estoy secando! —gritó al camarero. En menos de lo que canta un gallo, una Guinness, oscura y densa, se deslizó por la barra hasta sus manos. Dio un trago y alargó la mano hacia mí—. Me llamo Gary, y soy estrella del rock. Salí de golpe del trance en el que me había tenido acorralada escupiendo la cerveza que tenía en la boca de una manera bastante poco femenina. Había oído presentaciones extrañas y ridículas, pero, sin duda, la suya era la más memorable.

—¿Estrella del rock? —pregunté llorando de la risa—. ¿Es tu mejor táctica, colega? ¿El resto de las tías también acaban haciendo el aspersor o directamente se desmayan? —Búscame en Google. —Lo haré —prometí sin dejar de reír mientras le estrechaba la mano—. Soy Rebeka, actriz porno. Se quedó paralizado, con el vaso pegado a sus labios y una expresión a medio camino entre la sorpresa y la diversión. —Nunca había conocido una actriz porno; escribiré una canción sobre eso también. La mezcla entre su acento y su voz resultaba dulce y melosa. No era una experta, ni siquiera era capaz de distinguir de qué zona del Reino Unido era, pero, afortunadamente, su pronunciación era clara. —Si tú puedes fingir que eres un rockero famoso, yo soy una actriz porno de alto nivel. ¿De acuerdo? Mucho tiempo después seguí preguntándome por qué no había elegido ser una astronauta. —De acuerdo. ¿Y qué te trae por Londres, Rebeka? ¿Alguna grabación? — preguntó guiñándome un ojo. Me encantó la manera en la que sus labios dibujaron mi nombre. —¡Ojalá! Es mucho peor que eso. Una despedida de soltera. —Señalé a mi espalda y resoplé asqueada: organizar una despedida en Londres no había sido una gran idea, aunque me librara de tener que asistir a la boda. Él se giró en su taburete para estudiar a mis amigas con atención y una sonrisa descarada. Vi de reojo que, cambiando de estrategia, las chicas habían acorralado a un tío contra la pared y hacían bailecitos sexys a su alrededor. Aunque, en realidad, parecía un ritual satánico en el que iban a sacrificar al pobre hombre a algún dios a cambio de que lloviera y la cosecha fuera buena. Ni siquiera el alcohol era capaz de hacerme la situación más tolerable. —Vaya espectáculo… —comentó satisfecho. —¡Sois todos iguales! —Le di un golpe en el hombro. —Yo solo me limito a observar con inocencia y comentar lo evidente. —Volvió a girarse hacia la barra para mirarme con curiosidad—. ¿Qué tiene de malo una despedida? —Las odio.

Una de las razones son esas exhibiciones gratuitas de bailes eróticos mientras llevas un pene de plástico en la frente. Es denigrante. El mío se había caído de manera accidental a la taza del baño en el hotel. Un hecho fortuito que necesitó ocho vaciados de cisterna consecutivos y un montón de palabrotas. —¿Dónde están tus modales? ¿No llevamos ni cinco minutos hablando y acabas de decir «pene»? —Se hizo el indignado con una sonrisa de medio lado, que provocó que unos suaves hoyuelos aparecieran en sus mejillas. Joder. Hoyuelos. Justamente lo que me faltaba para subirme al taburete y cantar bingo a todo pulmón. En ese mismo instante me declaré muy fan de sus expresivos ojos azules, amante de su pelo rizado revuelto y fetichista de los hoyuelos que acompañaban a su sonrisa rompedora. Menos mal que no era una mujer enamoradiza. —Deberías ser más comprensiva. Algunas tías se comportan así porque creen que, a partir de mañana, pasado, o cuando cojones se vayan a casar, su vida solo consistirá en dedicarse a sus maridos con devoción. El día de la boda llegarán vestidas de princesas, rodeadas de castidad, virginidad…, todo ese rollo…, y con la ilusión de que será para siempre, como una condena a muerte. Por eso se llaman «despedidas» y por eso las tías llevan un pene en la cabeza. —Has dicho «cojones» y un montón de tópicos uno detrás de otro. —Y tú, «pene». Como te iba diciendo, esas tías se piensan que en las despedidas está todo permitido, y dan por hecho que es la última oportunidad que tienen para comportarse así. Como si cruzar la línea imaginaria del matrimonio fuera a cambiar hasta el sentido de la rotación de la Tierra… Apuesto a que tu amiga va a celebrar una boda a lo grande, con doscientos invitados, un querubín tallado en hielo, un cuarteto de cuerda, carroza… —¡Y gallos nadando en un estanque! —exclamé irritada. —¿Gallos? —Se rio a carcajadas mostrándome los hoyuelos en todo su esplendor —. Tal vez la palabra que buscas es «cisne»… Lo miré extrañada, pero sin poder ocultar una sonrisa: ¿tan gracioso era confundir «gallo» con «cisne»? —Me fascina cómo perviertes el inglés. —Sonaba un poco ronco de tanto reír. Nunca me había sentido tan agradecida y orgullosa de mis diez años en una academia de inglés como aquella noche, aunque las estrictas clases «tipo Oxford» no te preparan para una conversación hilarante con un tío en un pub. Cosa que me llevó a pensar en que deberían inventar cuanto antes el Second English Certificate in real life y valorar la pronunciación después de unas cuantas cervezas. Yo estaba a punto de rozar el sobresaliente. —Odio las bodas para princesas, con cisnes o con gallos.

No importa —continué. —Tal vez es que tu príncipe nunca te ha hecho sentir como una princesa —se burló mientras se mordía la lengua. Contuve el aliento y me puse seria. ¿Tan transparente me había vuelto con el alcohol? —Ahí has acertado: nunca me he sentido como la princesa de nadie. Y menos ahora que el castillo y sus aledaños están vacíos, sin nadie de la realeza o de la plebe esperándome. Y, aunque lo hubiera, tampoco me casaría pretendiendo ser «Su Alteza Real la inmaculada» por un día, mientras llevo un vestido que me hace parecer un exuberante merengue. No es mi estilo. De hecho, no entiendo a las mujeres que dicen que el mejor día de su vida ha sido el de su boda. ¿Nunca les han salido por error dos chocolatinas de una máquina expendedora en pleno síndrome premenstrual? —Brindo por ti. No hay muchas tías que opinen como tú. Alzó su cerveza con solemnidad y brindamos. —¿Y qué me cuentas de tu princesa? —Yo siempre he sido el pueblerino oportunista que acecha la torre en la que se esconde, dispuesto a apartarla del príncipe para llevarla por el mal camino. Se echó a reír, a la vez que yo me preguntaba qué demonios había querido insinuar. —¿De dónde eres, Beck’s? Supongo que no te importa que te llame como a la cerveza que te estás tomando, en lugar de Rebeka; así mañana recordaré tu nombre con facilidad. —Soy de Bilbao. ¿Mañana? —pregunté desconcertada. —Sí, cuando te despiertes con el sonido de mi guitarra, tirada en mi cama. Sé por experiencia que no recordar el nombre de una chica a la mañana siguiente, o confundirla con otra, es una situación incómoda. Soléis cabrearos bastante. Ambos nos echamos a reír, sin dejar de mirarnos. —Supongo que te sucede a menudo, ¿verdad, querida estrella del rock? ¿O prefieres «leyenda»? Llevas una vida llena de desenfreno, dinero y fama tan complicada… —dije con sarcasmo. —Claro, ya sabes, sexo, drogas y rock and roll. Es mi lema, y lo sigo a rajatabla. — Sonrió—. En cuanto a lo de mañana, no te asustes; me refería a que nunca sabes cómo va a terminar una noche como esta.

Si amanecemos tirados en el patio central de la Torre de Londres, desnudos en mi cama con los pies en la almohada, o incluso en la ducha de uno de los setenta y ocho baños de Buckingham Palace, me gustaría poder llamarte por tu nombre y no cagarla. Se mordió el labio, trataba de recular; tal vez pensó que me había asustado, pero mi rubor no tenía nada que ver con el miedo. —No estoy preocupada —balbuceé. Le di un trago al botellín; necesitaba valentía y descaro en estado líquido para seguirle el juego. —Tu inglés está empezando a volverme loco. Nunca hubiera imaginado que un idioma podría hacer a una tía más atractiva. Voy a apuntar en mi cuaderno de ideas —hizo un gesto de comillas, mientras sacaba una libreta vieja del bolsillo trasero de su pantalón— escribir una canción sobre tu manera de hablar inglés. ¡Ah! Y sobre los gallos que nadan en los estanques de Bilbao —dijo a la vez que garabateaba. Alguien me tocó el hombro; me giré y me encontré con Ana, mi mejor amiga. Tenía la cara empapada en sudor y parecía que una vaca le había chupado el pelo, dejándoselo pegajoso y revuelto. ¿Tendría yo la misma pinta? ¡Joder! Ella no era de las que bebían hasta no saber ni cómo se llamaba —esa solía ser yo—, pero aquella noche estaba desatada. Sin duda, era el instinto de protección mental por llevar un pene en la cabeza y no querer tener secuelas graves. —Rebeka, ronda de chupitos. Pide. Llevaba semejante melocotón que me resultó de lo más gracioso. —Mira, Ana, este es Gary, una estrella del rock —dije alzando una ceja. —¿Qué hay, Gary? —Lo miró como si fuera un vagabundo y volvió a girarse hacia mí con la mirada desenfocada—. Chupitos. —Hey, Joe, saca nueve chupitos de tequila para estas chicas —gritó Gary por encima de la música, mientras dejaba un billete de cincuenta libras sobre la barra. —Que sean diez, y mejor de Jägermeister, gracias —lo corregí sonriendo, porque a esas alturas ya no era capaz de hacer otra cosa. El camarero sirvió diez chupitos de color marrón. Las chicas se acercaron a la barra, gritaron algo todas juntas, se los bebieron de trago y volvieron a la pista a bailar. Estaban muy perjudicadas. O me agarraba una buena cogorza yo también o acabaría cargando con alguna de ellas hasta el hotel. Y no pensaba ser la niñera de nadie.

No estaba dispuesta a aguantar sus ataques de amor etílico y comentarios irracionales.

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