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Todas las cosas de nuestra vida – Hwang Sok-yong

EN LA ORILLA opuesta del río, hacia el final de los prados, se ponía el sol. Al volver al paisaje, su mirada, distraída unos instantes, le deparó un astro redondo, tan grande que le causó asombro, dado ya a una trayectoria descendente por el cielo que lo hacía asemejar a una manzana que cayera de un árbol. El camión dejó atrás los suburbios, avanzó por la carretera ribereña y, antes de reanudar su marcha, permaneció detenido unos instantes en las inmediaciones del puente, donde su avance se vio frenado por el tráfico. Fuertemente asido a una columna metálica, en pie justo detrás del asiento del conductor, el muchacho viajaba con su vista puesta en el sentido de la marcha, dominando tanto la orilla del río como la carretera por la que el vehículo progresaba. El joven y su madre habían subido a aquel camión de basura en un distrito del este de la gran ciudad. En pleno embotellamiento, el vehículo avanzaba con lentitud, se detenía con frecuencia, hasta que se desvió de la carretera ribereña y, bordeando el cauce del brazo estrecho del río, se adentró por una vía sin pavimentar. La oscuridad aumentaba por momentos; no quedaban más luces que las rojizas de poniente. En la orilla norte, de espaldas a un cerro, se asentaba una pequeña población suburbana y los tintineos de las ventanas delataban un acogedor crepitar de los hogares. El joven creyó que su madre y él iban a instalarse en alguna de aquellas casas. En la orilla de Poniente el viento doblaba las altas eulalias, causando la súbita sensación de llegar a alguna tierra desconocida y remota. Una nube de polvo iba envolviendo el camión, que encendió sus faros. A medida que el camino se iba arqueando hacia un rumbo contrario al del lugar donde el chico había divisado el pueblo y sus hospitalarias luces, el vehículo acometió un camino de pendiente pronunciada. En la oscuridad, comenzaron a impactar contra el rostro del joven cosas, quizá granos de cereal, que revoloteaban por doquier. La caja de aquel camión, cargado hasta los topes de la basura que había ido cargando en los puntos de recogida de la zona Este de la ciudad, iba abarrotada de pasajeros. Aparte de la mujer y el joven, viajaban tres hombres y dos mujeres más. Todos iban sentados en plásticos acondicionados al efecto, del tamaño adecuado y en los que enrollaban las piernas, fuertemente aferrados a los listones laterales. En aquel momento, comenzaba a colarse en el habitáculo un olor peculiar que los pasajeros tardaron en detectar, pues habían hecho todo el trayecto rodeados de basura. Sin embargo, tan pronto el camión, remontada la cuesta, se detuvo en un descampado de considerable amplitud, se vieron asaltados por un olor tan poderoso que dificultaba la respiración, una hediondez insoportable que parecía mezcla de heces y orines, de agua de cloaca y alimentos en descomposición, de soja pasada y chamuscada. En la oscuridad, enjambres enteros de moscas se pegaban incesantemente a la cara, a los antebrazos y a la ropa. Se posaban con todo descaro en la comisura de los labios y en torno a los ojos, donde desplegaban fríos y pegajosos tentáculos. El chico no le revelaba su nombre a cualquiera, y menos su apellido. Eso de decir el nombre en voz alta, con apellido y todo, era cosa de los chiquillos que iban a la escuela, ya fuese a la primaria o semejante. Él tenía catorce años, pero en el barrio donde se había criado era costumbre añadirse dos. Un momento tan crítico como aquel en que los hyong del barrio se dispusieron a hacerle una comprobación de vello púbico lo había resuelto acometiendo a uno de aquellos muchachos, que acabó con un diente roto. Como era de esperar, los demás se abalanzaron sobre él y sus fosas nasales no tardaron en sangrar copiosamente.


Acaso le hubieran roto alguna costilla pues, durante un mes entero, sintió entumecido y frío todo el pecho cada vez que inhalaba o exhalaba. Su honra, eso sí, había quedado a salvo. En aquellas callejuelas empinadas del barrio, sus compañeros de correrías le habían puesto varios motes diferentes, entre ellos Kebi, Larguirucho y Ojos Saltones. Lo de Kebi tenía su origen en el apodo Bangakebi, con que se refería a él aquel tutor del cuarto curso, porque tenía las extremidades largas y se le daba bien correr, y con el tiempo le acabaron quitando lo de banga. En cuanto a Larguirucho, hacía alusión a la longitud de su cuello y miembros, que guardaban una similitud nada desdeñable con los de una cigüeña o los de una grulla. Ninguno de aquellos apodos le agradaba en exceso, pero Ojos Saltones, al menos, no le molestaba. Aquel nombre se lo encasquetó un agente de policía del barrio donde vivía a raíz de un incidente. Un grupo de críos rompió un cristal del destacamento y se dio a la fuga, pero les dieron alcance y, a modo de castigo, les pusieron en una esquina con los brazos alzados y de rodillas. Estando el chico de aquella guisa, el policía le arreó diez golpes en la cabeza con un manojo de documentos mientras gritaba: «¡Habrase visto, qué fresco, cómo me mira con esos ojos saltones, que parece que me va a perforar! ¡Quiero hablar con tu padre, bichejo!». A partir de aquel día, el muchacho reaccionaba liándose a golpes cuando los chicos de su pandilla lo llamaban de cualquier forma que no fuese Ojos Saltones, mote que pasó a usar siempre que se presentaba a chicos de su edad. Así fue, en fin, como un apelativo que, en origen, le había sido asignado de un modo tan arbitrario y para distinguirlo de los chicos de clase media, que usaban sus nombres reales, acabó suponiendo para él una suerte de trofeo de su paso por la comisaría, algo equiparable a los antecedentes penales en un adulto. Ojos Saltones solo fue a la escuela hasta el primer bimestre de quinto de primaria. El puesto de venta ambulante que su madre tenía en el mercado les reportaba apenas lo suficiente para pagar la mensualidad del cuartucho donde vivían, situado en un barrio humilde y de callejas empinadas, así como para hacer tres comidas al día. El chico pasaba el día zascandileando con otros jóvenes por las callejuelas del barrio hasta que pasaba su madre y la acompañaba al mercado. Allí, la mujer montaba su tenderete y el chico se empleaba de recadero para tiendas de ropa y talleres de confección. Aquellas se ubicaban en edificios decentes de la calle principal; los talleres, en cambio, ocupaban locales alquilados por los dueños en tenebrosos callejones y recovecos del mercado, y cada uno de ellos empleaba a cuatro o cinco costureras y estaba equipado con unas cuantas máquinas. El trabajo del joven consistía en desplazarse a la carrera de los talleres a las tiendas, acarreando las piezas terminadas, o bien hacer el recorrido inverso con las telas, hilo, botones y materiales de costura en general. Una tarde, cuando la oscuridad se cernía ya sobre el mercado, Ojos Saltones no halló a su madre en el lugar donde esta montaba siempre su puesto. —Oiga, ¿adónde ha ido mi madre? —preguntó a una vendedora que estaba desmontando su tenderete. —Se debe de haber echao novio… —le respondió la comerciante, entre risas.

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