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Tierra sin hombres – Inma Chacon

El aguacero descargó sobre el camposanto como si quisiera cobrarse una deuda. Los goterones rebotaban sin interrupción sobre los paraguas que rodeaban el ataúd, resignado a recibir el diluvio soportando el sonido constante de la lluvia al estrellarse contra la tapa. Mientras, los deudos permanecían con la mirada clavada en el hoyo. Ni una sola corona de flores, ni una lágrima, ni un ramo descuidado, ni un suspiro, ni un rezo, ni un gesto de desolación. Sólo el ruido del agua. Y, a lo lejos, el mar, embravecido y triunfante, levantado sobre sí mismo para que todos supieran que también él había acudido al entierro. Ninguno de los presentes recordaba haber vivido un temporal semejante. Se había formado cinco días atrás, cuando el horizonte comenzó a llenarse de nubes que se ennegrecían a medida que se acercaban a tierra y alcanzaban la costa, alimentándose unas a otras, despacio, amenazantes, hasta formar una masa de nubarrones que encapotó el cielo de Cobas y se precipitó sobre las colinas donde se desperdigaba la aldea. Desde entonces, no había dejado de llover. Desde el promontorio donde se encontraba el cementerio se divisaba el monte que albergaba la mina de oro que cambió el destino de Elisa, una mina explotada a cielo abierto en tiempos de los romanos, que permaneció dormida hasta poco antes de la Gran Guerra, cuando una empresa británica decidió abrir un túnel para acceder a la antigua explotación, en busca de recursos con que financiar el conflicto que se avecinaba. Las expectativas de la compañía fueron tan grandes que comenzó a extenderse por los alrededores, como una plaga invisible, una enfermedad contra la que los lugareños trataron de protegerse: la contagiosa fiebre del oro. La aldea empezó a llenarse de mineros que alteraron la vida cotidiana de la localidad. Se construyeron casas importantes para los ingenieros —con sus trajes de chaqueta, sus pajaritas y sus sombreros de bombín— y barracones para los trabajadores, cuyas constantes trifulcas se resolvían con demasiada frecuencia a tiros de pistola que resonaban como el presentimiento de una maldición. Los ingleses comprendieron enseguida que los beneficios no compensaban los costes y, para alegría de los vecinos, no tardaron en marcharse. Pero aún no se habían apagado los últimos suspiros de alivio cuando llegó una empresa francesa para horadar una nueva galería desde la mina hasta la orilla del mar. Para lavar los minerales construyeron una estructura de hormigón frente a la playa de Ponzos, que muy pronto se convertiría en la mayor atracción de la chiquillería y en lugar prohibido para las mozas casaderas. Elisa no recordaba si aquel laberinto de hormigón llegó a funcionar alguna vez, porque la presencia de los franceses en la zona también resultó muy breve. Sin embargo, ya fuera producto de su memoria o de su fantasía, se veía a sí misma extasiada, mirando cómo llegaba hasta el lavadero el oro entreverado en la piedra, en vagonetas que se desplazaban por medio de raíles, para terminar después en unas balsas de decantación donde se separaba el metal noble de las impurezas. Tampoco sabía si era cierto o no, pero ella diría que desde cualquier punto y desde cualquier casa, imponiéndose de nuevo como la premonición de un maleficio, se podía oír el sonido que producían las calderas de vapor al impulsar las ruedas de dos inmensos molinos donde se trituraban las extracciones. Y mientras los parroquianos vivían los ecos de la mina como una amenaza constante, Elisa los escuchaba como el preludio de una emoción desconocida. Con los franceses volvieron las peleas y las pistolas, los escándalos de faldas, los conflictos entre trabajadores y patronos, el alcohol, el juego, el espejismo de la abundancia en las manos de los mineros y el derroche. La fiebre y el delirio. El mal del que habían intentado protegerse los aldeanos. El tiempo había pasado sobre la mina como un tornado, el antiguo lavadero se encontraba abandonado a su suerte, cubierto de hierbas, envuelto en el mismo manto de agua que rebotaba sin misericordia sobre los paraguas del cementerio y había convertido el suelo de Cobas en un lodazal. Elisa se miró los zapatos, empapados y hundidos en la tierra que esperaba el cuerpo sin vida del hombre con el que hubiera querido ser feliz.


Junto al cúmulo de arena que le cubriría para siempre, había una pila de conchas que ella misma ordenó recoger en la playa de Ponzos para que las colocasen sobre la sepultura. Las más pequeñas irían en los bordes y las grandes sobre el lecho, a modo de un manto que le protegiese de la humedad. El viento desplazaba las rachas de agua de un lado a otro, transformadas en remolinos que acabaron por traspasar la tela de su vestido negro. El rugido era tan fuerte que ni siquiera permitía escuchar el rezo del sacerdote en el último responso. Sin embargo, entre acometida y acometida, Elisa creyó oír el sonido de las campanas que doblaban desde la ermita de la isla de Santa Comba, el lugar donde había empezado la historia que estaba a punto de enterrar. Antes de que los oficiales cargasen sus palas, mientras el cura pronunciaba el Requiescat in pace, y sin que nadie lo hubiera podido predecir, las nubes comenzaron a abrirse y dejó de llover. Elisa cerró su paraguas, miró hacia arriba y prestó atención a las campanas. ¡Sí, eran las de la ermita! Las mismas que redoblaban en las romerías de cada último domingo de agosto desde que ella tenía memoria. Las que sonaban la tarde en que se comprometió con el hombre más bueno de la tierra. El que la había querido toda una vida. El más dulce y sonriente de la vecindad. Eloy el de las cesteiras, el hijo del tío Mauricio y la tía Juanita. No había otro, desde el cabo Prior al alto de La Bailadora, que supiera mirar con más ternura que él, con sus ojos enormes y oscuros, profundos como la bocamina y serenos hasta decir basta. Las mujeres de su familia se habían dedicado, de generación en generación, a vender cestos de mimbre en las ferias del concejo. Elisa las había visto desde su ventana cientos de veces, una detrás de otra, desde la zona donde se situaba su casa, las Covarradeiras, hasta perderse de vista en la ladera del monte, cargadas de cestos que transportaban sobre la cabeza atados entre sí para formar un solo bulto que superaba con creces el tamaño de sus cuerpos. Y a medida que avanzaban aquellas procesionarias por la carretera bordeada de pinos que conducía a Ferrol, se iban incorporando las vendedoras de leche con tres grandes cántaras de zinc cargadas del mismo modo, unidas por las asas, sobre la cabeza, sin más protección que «la molida», un pañuelo enrollado como un pequeño cilindro que actuaba de base para la carga. Cuando era pequeña, Elisa solía preguntarse cómo conseguían aquellas mujeres mantener el equilibrio durante las dos horas que tardaban en cubrir la distancia que las separaba de Ferrol: casi nueve kilómetros que también harían de vuelta en fila de a uno. Su madre, Rosalía la de las leiteiras, era una de esas mujeres. La hija de un marinero que se pasaba la vida en barcos mercantes y de una mujer enfermiza que aprendió a escribir para que nadie tuviera que leerle las cartas que de vez en cuando le enviaba el marido, y que murió antes de que Rosalía cumpliese los catorce años, no sin haberle enseñado a equilibrar el peso de las lecheras sobre la cabeza, y a leer y a escribir cuando llegaba la noche. Rosalía se había casado a los dieciséis años con Mateo, un mozo de la zona del Priorato que regresó de la emigración argentina para hacerse cargo de la herencia de sus abuelos, y le dio a Rosalía dos hijas y una vida repleta de ausencias.

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