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Tiempo de promesas – Elena Garquin

BATALLA DE CASTROMOROS. SEPTIEMBRE DE 917 El día tocaba a su fin. Las sombras se acercaban a la siniestra alfombra de despojos humanos que ascendía la colina y traspasaba la entrada de la fortaleza. El resplandor de los fuegos que aún ardían en diversos lugares, junto con las columnas de humo, rompía el avance de la noche, simulando ser la entrada al mismísimo infierno. Nadie sabría decir dónde comenzaba tan macabro espectáculo. Hombres y bestias parecían confundirse en una amalgama de carne ensangrentada que cruzaba el puente sobre el río Duero hasta más allá de donde abarcaba la vista. Ni uno solo de aquellos dieciséis ojos de piedra quedaba libre de cadáveres. Las aguas habitualmente claras del río corrían rojas por la sangre de los soldados sarracenos. Sus bajas se contaban por miles sobre los campos castellanos. El resultado de la batalla había remendado años de pillajes, saqueos, violaciones horrendas y esclavitudes. Desde lo alto de la muralla podían contemplarse cuerpos desmembrados y moribundos que se arrastraban, sorteando las pilas de cadáveres, para terminar encontrando la muerte. La tela de los estandartes, cuyos mástiles aún se encontraban en las manos de sus portadores, cubría sus caras negruzcas. Las catapultas ya permanecían inmóviles, en un asedio al que las huestes del rey Ordoño acababan de poner fin. Pero quedaba el olor. Aquel hedor insoportable, tan denso y potente que parecía eclipsar los alaridos desquiciados de los heridos y los lamentos de los moribundos. Días antes, el contingente militar de Abderramán había rodeado la fortaleza que se alzaba en lo alto de un cerro, dispuesto a terminar con sus habitantes como antes lo habían hecho con tierras, animales y campesinos, pero el ejército cristiano lo había reducido a un número ridículo. Los refuerzos leoneses, comandados por Ordoño, cayeron sobre los musulmanes por sorpresa, como ángeles de la muerte. Eran superiores en número, y sus caballos, más pesados que las monturas árabes que fueron sorprendidas en la retaguardia. Los gritos de terror se convirtieron en salvajes alaridos de victoria cuando, al fin, los cristianos pudieron contemplar la cabeza seccionada de Abi-Abda, comandante de los ejércitos musulmanes, clavada en lo alto de la muralla, acompañando a la de un jabalí. Solo era una representación. Nadie era tan estúpido como para creer que aquello significaba la victoria definitiva, pero sí eran conscientes de que suponía una enorme brecha en las filas sarracenas difícil de olvidar. Y tenían al artífice del éxito asomado a las almenas. Alto y orgulloso, con su porte regio enfundado en una cota de malla ensangrentada; tenía el sobreveste atado con un cinturón que sujetaba la funda de la espada y un gesto triunfal que abarcaba a todos. Llevado por un primitivo sentido guerrero heredado de su difunto padre Alfonso, el rey Ordoño alzó la pesada espada y reclamó para sí la plaza, con un alarido ensordecedor que fue secundado por todos sus súbditos. No se volvió cuando escuchó tras él los esperados pasos.


—¿Y bien? —preguntó—. ¿Muchas bajas? —Insignificantes en comparación con las sufridas por los sarracenos, mi señor. Dos terceras partes de la muralla han sufrido serios daños, aunque no irreparables. —¿Y los víveres? —El ganado ha sido esquilmado. El asedio hubiera dado pronto sus frutos de no haber acudido a tiempo. —Ordoño asintió apesadumbrado. Solo había que ver los cuerpos calcinados de las reses mezclados con los cadáveres humanos—. Pero los infieles no llegaron al silo. El grano almacenado en él parece suficiente para asegurar que no habrá hambruna. Os aman, mi señor. Con vuestra victoria, os habéis granjeado la fidelidad absoluta de quienes habitan estas tierras. Buscarán vuestra protección en un futuro. —Me alegrará que así sea. El mejor de los amigos puede tornarse fácilmente en el más despiadado de los enemigos. Conviene tener cerca a ambos. Los ojos del caudillo destilaban una prudente inteligencia cuando se clavaron en el hombre que le informaba. Odón de Montoya, conde de Trabada, era uno de los muchos notables que asistieron a su coronación como rey de León después de la muerte de su hermano García, uniendo con ello este reino al de Galicia, y que habían apoyado aquella campaña contra los moros con sus propios efectivos. El conde rezumaba ambición por los cuatro costados. Se sabía poderoso, pero poseía la astucia necesaria como para reconocer en el rey un poder aun mayor al que no debía contradecir. Ordoño controló el desprecio que sentía hacia él. Las maldades y atropellos cometidos por Odón eran tan amplios como sus dominios en Álava. Su ambición no tenía límites, pero no abandonó ni por un instante su actitud sumisa. Con una breve sonrisa, el rey dejó su posición de altura con la intención de celebrar el triunfo con sus hombres, seguido por Odón y el resto de notables. Los guerreros se inclinaron a su paso, abriéndole un pasillo para que pudiera llegar hasta una pequeña elevación a la que Ordoño se encaramó para hacerse oír. Los observó uno por uno.

Se mantenían en pie a duras penas, pero desprendían admiración, respeto. Emoción. Llevaban tiempo separados de sus hogares, de sus familias. No obstante, vivían aquel momento como si no fuera a existir otro más importante en su existencia. —¡Esta victoria será el comienzo de una larga lucha sin tregua que terminará con la expulsión de los infieles! —comenzó Ordoño, paseando su mirada por todos y cada uno de los que le escuchaban en silencio—. ¡Pero el enemigo volverá, y nosotros estaremos aquí para recibirlo con todo el poder de nuestras armas y de nuestra fe en Dios! ¡Porque Él es la doctrina verdadera! ¡Porque solo Él nos guiará hacia la victoria absoluta! ¡Porque solo su palabra prevalecerá a través de alianzas que nos harán más fuertes y prósperos! —¡Mi señor, cuidado! El aviso precedió a un silbido familiar. Ordoño se arrojó al suelo por instinto, para incorporarse casi de inmediato, espada en mano. Y lo que vio le sorprendió. Muy gratamente. A su espalda, un sarraceno, con el brazo en alto y un puñal en la mano, caía atravesado por la lanza de uno de sus hombres. El rey no tuvo más que girarse para distinguir quién de todos ellos acababa de salvarle la vida. El guerrero le miraba fijamente, sin inclinarse ante él. Tenía un encrespado pelo negro desprovisto de la protección del yelmo. La cota de malla estaba manchada de sangre. El pecho se le agitaba por la tensión de lo que acababa de suceder, pero en sus ojos, de un verde luminoso y profundo, aún se podían ver el desconcierto y cierto grado de temor que no se molestaba en ocultar. El resto de sus rasgos estaban sumergidos bajo una capa considerable de mugre y una tupida barba que no ocultaba el comienzo de una profunda cicatriz en su párpado derecho, cuyo rastro se perdía entre la suciedad. Cuando el hombre recuperó la compostura, hincó una rodilla en tierra y agachó la cabeza en señal de respeto, envuelto en un silencio progresivo y profundo. —Levántate, noble guerrero, pues soy yo quien debería postrarse ante ti —murmuró Ordoño emocionado. —No merezco tales atenciones, mi señor. —Las mereces y las tendrás. Quiero verte en privado. El rey volvió a la parcial seguridad de las murallas, penetrando en una de las estancias que todavía permanecían intactas al ataque. Allí tomó asiento, flanqueado por los demás notables, que aguardaron de pie. Al poco el guerrero hizo su aparición, avanzando con paso firme hasta arrodillarse a los pies del rey. Parecía derrengado, pero su porte era digno.

Y su altura, más que considerable. Corpulento, de anchos hombros y fuertes brazos. —Quiero saber tu nombre —proclamó Ordoño. —Martín Ruiz de Vega, mi señor. Odón, situado a la izquierda del rey, frunció el ceño al escucharle. Le observó con disimulo. Buscó en su memoria aquel rostro que le dirigía una breve pero contundente mirada de reconocimiento, sin éxito. Aun así, una instintiva inquietud le advirtió de que se conocían. Los dos. —Martín, quizá no te des cuenta de la importancia de lo que acabas de hacer —comenzó Ordoño, inclinándose hacia delante. —Os he salvado la vida cuando un moro pretendía atravesaros con un puñal. —Y precisamente eso merece la mejor de las recompensas. Dime, ¿qué te gustaría conseguir a cambio? Martín, ya de pie, miró a Odón con los ojos entornados y una fiereza difícil de catalogar. —Mi señor, no ansío otra cosa que la paz en mi vida —respondió—. Deseo abandonar vuestras huestes. —¡Que Dios nos libre de la avaricia disfrazada de humildad! ¡Este miserable se ha erigido en salvador de nuestro caudillo de un modo muy oportuno! — acusó Odón, señalándole con el dedo—. ¿Quién puede asegurarnos que lo ocurrido en el campo de batalla no fue un complot urdido por él para conseguir posesiones? Martín se volvió, con un odio rescatado de algún lugar de su existencia para un único y desconocido fin. Ordoño vio aquel frío fulgor dirigirse hacia el conde de Trabada, y vio también cómo este recogía el desafío. Acababa de declararse una guerra delante de él. —¿Es así? —preguntó implacable, dirigiéndose al guerrero—. Di la verdad, porque en caso contrario la averiguaré, y si resultas culpable, recibirás un castigo ejemplar. —Os sirvo desde antes de que vuestro hermano García falleciera, y así seguirá siendo hasta mi muerte. No osaría utilizar mi fuerza en vuestro perjuicio, pero ser un buen guerrero no solo consiste en saber blandir la espada, sino en tener un motivo para desenfundarla —proclamó Martín con tranquila seguridad—. Y creo que esa espada, por sí sola, no será suficiente para terminar con la plaga sarracena. —¿Qué sabes tú de esas cuestiones? —preguntó Odón con desprecio.

—Sé que los conocimientos son la mejor defensa posible contra el enemigo. —Luego, como si la intervención de Odón no hubiera tenido lugar, se dirigió al monarca—: Yo siempre os serviré, mi señor. Y si se me requiere, allí estaré. Pero tengo veintitrés años. — Martín cerró los ojos para acoger la repentina imagen de unos cabellos rubios ondeando al viento. Unos ojos azules que lo miraban con adoración. Una mujer y un cuerpo hechos solo para él. Un ser inaccesible—. Aún estoy a tiempo de formar una familia. Mujer. Hijos. Envejecer junto a ellos. Esas parecían las únicas aspiraciones de aquel joven en absoluto intimidado por la estirpe de quienes le rodeaban. Tranquilo y humilde, con la vista nuevamente clavada en el suelo, esperó paciente una respuesta. Hasta que la obtuvo. Y con ella, su destino quedó sellado. —Necesito un hombre inteligente, temeroso de Dios y fiel a mi causa, que levante las ruinas de este lugar. Que proteja la frontera recién trazada de la amenaza del infiel, haciendo cumplir las leyes. Tú has demostrado con creces ser valedor de mi confianza. Llevarás el título de espadero del rey, con la responsabilidad que conlleva —dictaminó el caudillo—. Serás gobernador de Castromoros, y podrás aspirar a una mujer digna de ti. —¡Ambiciona el título, mi señor! ¿Acaso no lo veis? —¡¡Silencio!! —La voz atronadora de Ordoño enmudeció a Odón y le obligó a retroceder—. En breve redactaré una Carta Puebla por la que se te concederá la propiedad de este feudo, Martín. A cambio, te comprometerás a multiplicar el número de sus habitantes, recaudar tributos en mi nombre y rendirme pleitesía. Martín no mostró alegría desmedida.

Ni el brillo inconfundible de la codicia. No. El rostro indescifrable de Martín solo reflejó agradecimiento y alivio. Por tercera vez, se postró ante el caudillo y llevó el dorso de la mano regia a su frente. —Gracias, mi señor. Cumpliré con creces la misión encomendada —dijo simplemente—. Ahora, solicito permiso para retirarme. Ordoño asintió, preparándose para utilizar la excepcional diplomacia que se le atribuía con los lobos que le rodeaban, ávidos de un botín que ya tenía dueño. —No deberías sentirte tan ofendido —comenzó con sorna cuando Martín desapareció, encarando el rostro congestionado de Odón—. Le he concedido un título menor. —Y el gobierno de uno de los puntos más importantes de nuestra frontera. Mi señor, me veo en la obligación de apuntaros que quizá hayáis cometido un error irreparable. Ordoño se levantó muy despacio, hasta estar seguro de que intimidaba al conde. —He visto ceder a mi padre Alfonso ante pretensiones que nacieron en el seno de mi propia familia —apuntó, con una voz engañosamente suave—. Recibí la corona leonesa de mi difunto hermano García, y fui ungido por diecinueve obispos. Tú mismo presenciaste el acto. ¿Estás poniendo en duda mis decisiones? —Nunca —respondió Odón, inclinando la cabeza con fingida humildad—. Pero decidme: ¿qué sabe un soldado del arte de gobernar? —A menudo más que un señor —replicó Ordoño, haciendo una muda advertencia al resto de los notables para evitar que intervinieran—. Has ambicionado estas tierras desde que iniciamos la ofensiva. Pero la frontera de nuestro reino necesita de constante vigilancia. Nadie mejor que un guerrero fuerte y experimentado para tal menester. Nadie mejor que un hombre noble y fiel. Eso es lo que he visto en Martín, y con eso me basta. —Mi señor, los aquí presentes os han servido mucho y bien. Somos de rancia estirpe.

Nuestra sangre es de noble cuna. —¡Sangre que no habéis derramado en el campo de batalla! —Ordoño se controló para no castigar la insolencia del conde como se merecía. Desde muy joven había aprendido que, en numerosas ocasiones, el poder de un rey se debía a las mediaciones de los notables. Unas mediaciones que siempre esperaban retribución—. Todos tendréis vuestra recompensa — concedió, haciendo una señal con la mano para abarcarlos. Después, se acercó al oído de Odón y añadió—: Si te place, te concederé la mano de doña Jimena de Medina, hermana de don Hernán, señor de Laciana. Sus dominios se encuentran al norte de mi querida León. La consulta era un mero formalismo. Odón sabía que debería aceptar, tanto si le placía como si no

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