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Tiempo de odio – Andrzej Sapkowski

Brujeros, a. brujos entre los norteños (V.). Misteriosa y elitaria casta de sacerdotes-guerreros, seguramente desgajada de los druidas (V.). Dotados según la imaginación popular de fuerza mágica y capacidades sobrehumanas, se suponía que los b. tenían que enfrentarse a los malos espíritus, monstruos y toda clase de fuerzas oscuras. En realidad, maestros en el arte de las armas, los b. eran usados por los gobernantes del norte en las luchas tribales entre los mencionados gobernantes. En la lucha los b. caían en un trance producido, se cree, por autohipnosis o medios embriagadores, luchaban con energía ciega, siendo totalmente insensibles al dolor e incluso a heridas bastante serias, lo que reforzaba la creencia en su fuerza sobrenatural. La teoría según la cual los b. eran producto de mutaciones o ingeniería genética no ha sido confirmada. Los b. son protagonistas de numerosas leyendas de los norteños (V. F. Delannoy, Mitos y leyendas de los pueblos del norte). Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Maxima Mundi, tomo XV Para poder ganarse la vida como mensajero a caballo, solía decir Aplegatt a los chavales que entraban al servicio, hacen falta dos cosas: una cabeza de oro y un culo de hierro. La cabeza de oro es indispensable, enseñaba Aplegatt a los jóvenes mensajeros, puesto que en el saquito de piel que se lleva cruzado sobre el pecho desnudo y por debajo de la ropa, porta el mensajero únicamente noticias de poco peso, que se pueden confiar sin miedo al traidor papel o pergamino. Las novedades verdaderas, importantes, secretas, de las que todo depende, tiene el mensajero que aprendérselas de memoria y repetírselas a quien haya que hacerlo. Palabra por palabra, y a veces estas palabras no son sencillas. Si ya es difícil pronunciarlas, qué no será el recordarlas. Por eso, para recordarlas y no confundirse al repetirlas hay que tener, ciertamente, una cabeza de oro. Y para lo que se necesita un trasero de hierro, ay ay, eso lo aprende pronto todo mensajero, cuando tiene que pasar en la silla tres días y tres noches, arrastrarse cien o doscientas millas por caminos reales y a veces, cuando es necesario, campo a través. Ja, es cierto que uno no está sentado todo el tiempo en la silla, a veces se baja uno, se descansa.


Porque el hombre aguanta mucho, pero el caballo menos. Y luego del descanso, cuando hay que encaramarse de nuevo a la montura, sucede que el culo grita: «¡Socorro, que me matan!». Y a quién le es necesario en estos días un mensajero a caballo, señor Aplegatt, preguntaban de vez en cuando los muchachos. Desde Vengerberg hasta Wyzima, por ejemplo, no llega uno más deprisa que en cuatro o cinco días, aunque corra con la yegua más rápida del mundo. ¿Y cuánto necesita un hechicero de Vengerberg para transmitirle un mensaje mágico a un hechicero de Wyzima? Como una hora o incluso menos. Al mensajero se le puede romper una pata del caballo. Lo pueden matar los ladrones o los Ardillas, lo pueden devorar los lobos o los grifos. Había un mensajero, ya no lo hay. Y una noticia necromántica siempre llega, no equivoca el camino, no se retrasa ni se pierde. ¿Para qué sirven los mensajeros si por todos lados hay hechiceros, en cada corte de cada rey? Ya no son necesarios los mensajeros, don Aplegatt. También durante algún tiempo el propio Aplegatt había pensado que ya no le era necesario a nadie. Tenía treinta y seis años, era pequeño pero fuerte y nervudo, no temía al trabajo y poseía, se sobreentiende, una cabeza de oro. Podía haberse buscado otro trabajo para alimentarse a sí mismo y a su mujer, para sacar unos duros para la dote de las dos hijas casaderas que todavía tenía, para seguir echando una mano a aquélla ya casada a cuyo marido, un torpe sin remedio, le salían siempre mal los negocios. Pero Aplegatt ni quería ni se imaginaba otro trabajo. Era un mensajero real a caballo. Y de pronto, después de un largo periodo de olvido y de inactividad humillante, resultó que Aplegatt era otra vez necesario. Los caminos capdales y las trochas del bosque resonaron de nuevo con los cascos de los caballos. Los mensajeros, como antiguamente, hubieron de cruzar de nuevo el país, llevando las nuevas de un castillo a otro. Aplegatt sabía por qué era así. Había visto mucho y había escuchado todavía más. Se esperaba de él que borrara de su memoria el contenido de los mensajes que acabara de transmitir, que los olvidara de forma que no pudiera recordarlos siquiera bajo tortura. Pero Aplegatt recordaba. Y sabía por qué los reyes habían dejado de pronto de comunicarse con ayuda de la magia y de los magos. Las noticias que transportaban los mensajeros tenían que constituir un secreto para los hechiceros. Los reyes habían dejado de pronto de confiar en los magos, habían dejado de confiarles sus secretos.

Cuál había sido la causa del repentino enfriamiento de la amistad entre reyes y hechiceros era algo que Aplegatt no sabía ni le interesaba demasiado. Tanto reyes como magos eran, en su opinión, seres incomprensibles, indescifrables en sus actos, sobre todo cuando los tiempos se hacían difíciles. Y que los tiempos se habían puesto difíciles no había manera de no verlo mientras se cruzaba el país de fortaleza en fortaleza, de castillo en castillo, de reino en reino. Los caminos estaban llenos de soldados. A cada paso se tropezaba uno con columnas de infantería o de caballería, y cada comandante con el que se encontraba estaba nervioso, absorto, enfurruñado y tan serio como si la suerte del mundo entero dependiera de él solo. También las fortalezas y los castillos estaban llenos de gentes armadas, hervían de día y de noche con una actividad febril. Los burgraves y castellanos, quienes por lo general eran invisibles, corrían ahora sin tregua por murallas y patios, malhumorados como avispas antes de la tormenta, se afanaban, maldecían, daban órdenes, repartían puntapiés. De las fortalezas y guarniciones salían de día y de noche pesadas columnas de carros muy cargados, dejando a un lado las columnas que regresaban, rápidas, ligeras y vacías. Se levantaba el polvo de los caminos impulsado por bandadas de desbocados potros de tres años salidos directamente del establo. Faltos de costumbre del freno y del jinete armado, los caballejos se aprovechaban de los últimos días de libertad, proporcionando muchas tareas adicionales a los palafreneros y no pocos problemas a otros usuarios de los caminos. En pocas palabras: en el ambiente sofocante e inmóvil se palpaba la guerra. Aplegatt se puso de pie sobre los estribos, miró alrededor. Abajo, al pie de la colina, rebrillaba un riachuelo, retorciéndose en meandros entre prados y grupillos de árboles. Al otro lado del río, al sur, se extendían los bosques. El mensajero apuró al caballo. El tiempo apremiaba. Llevaba en el camino desde hacía dos días. La orden y el correo real le habían alcanzado en Hagge, donde descansaba después de volver de Tretogor. Dejó la fortaleza por la noche, galopando por los caminos reales a lo largo de la orilla izquierda del Pontar, atravesó la frontera con Temeria antes del alba y ahora, en la tarde del día siguiente, estaba ya a la orilla del Ismene. Si el rey Foltest hubiera estado en Wyzima, Aplegatt le hubiera entregado el mensaje en aquella misma noche. Por desgracia, el rey no estaba en la capital, se encontraba en el sur del país, en Maribor, a unas doscientas millas de distancia de Wyzima. Aplegatt lo sabía, por eso había abandonado el camino que se dirigía al oeste al llegar a los alrededores del Puente Blanco y atravesaba los bosques en dirección a Ellander. Era un tanto arriesgado. Por los bosques seguían pululando los Ardillas, pobre de aquél que cayera en sus manos o se pusiera al alcance de sus arcos. Pero el mensajero real tenía que arriesgar.

Tal era su tarea

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