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Tiempo de Odio – Andrzej Sapkowski

La catástrofe se abate sobre el mundo de Geralt de Rivia. Decir que la conocí sería una exageración. Pienso que, excepto el brujo y la hechicera, nadie la conoció de verdad jamás. Cuando la vi por vez primera no me causó especial impresión, incluso pese a las extraordinarias circunstancias que lo acompañaron. Sé de algunos que han afirmado que al instante, a primera vista, percibieron el hálito de la muerte que seguía a esta muchacha. A mí sin embargo me pareció completamente normal, y ya por entonces sabía yo que no era normal, por eso me esforcé en mirar, descubrir, percibir lo extraordinario en ella. Pero nada vi y nada percibí. Nada que pudiera haber sido señal, presentimiento ni profecía de los trágicos acontecimientos posteriores. Aquéllos de los que fue causa. Y aquéllos que ella misma provocó.


 

Brujeros, a. brujos entre los norteños (V.). Misteriosa y elitaria casta de sacerdotes-guerreros, seguramente desgajada de los druidas (V.). Dotados según la imaginación popular de fuerza mágica y capacidades sobrehumanas, se suponía que los b. tenían que enfrentarse a los malos espíritus, monstruos y toda clase de fuerzas oscuras. En realidad, maestros en el arte de las armas, los b. eran usados por los gobernantes del norte en las luchas tribales entre los mencionados gobernantes. En la lucha los b. caían en un trance producido, se cree, por autohipnosis o medios embriagadores, luchaban con energía ciega, siendo totalmente insensibles al dolor e incluso a heridas bastante serias, lo que reforzaba la creencia en su fuerza sobrenatural. La teoría según la cual los b. eran producto de mutaciones o ingeniería genética no ha sido confirmada. Los b. son protagonistas de numerosas leyendas de los norteños (V.


F. Delannoy, Mitos y leyendas de los pueblos del norte) Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Maxima Mundi, tomo XV Para poder ganarse la vida como mensajero a caballo, solía decir Aplegatt a los chavales que entraban al servicio, hacen falta dos cosas: una cabeza de oro y un culo de hierro. La cabeza de oro es indispensable, enseñaba Aplegatt a los jóvenes mensajeros, puesto que en el saquito de piel que se lleva cruzado sobre el pecho desnudo y por debajo de la ropa, porta el mensajero únicamente noticias de poco peso, que se pueden confiar sin miedo al traidor papel o pergamino. Las novedades verdaderas, importantes, secretas, de las que todo depende, tiene el mensajero que aprendérselas de memoria y repetírselas a quien haya que hacerlo. Palabra por palabra, y a veces estas palabras no son sencillas. Si ya es difícil pronunciarlas, qué no será el recordarlas. Por eso, para recordarlas y no confundirse al repetirlas hay que tener, ciertamente, una cabeza de oro. Y para lo que se necesita un trasero de hierro, ay ay, eso lo aprende pronto todo mensajero, cuando tiene que pasar en la silla tres días y tres noches, arrastrarse cien o doscientas millas por caminos reales y a veces, cuando es necesario, campo a través. Ja, es cierto que uno no está sentado todo el tiempo en la silla, a veces se baja uno, se descansa. Porque el hombre aguanta mucho, pero el caballo menos. Y luego del descanso, cuando hay que encaramarse de nuevo a la montura, sucede que el culo grita: « ¡Socorro, que me matan!» . Y a quién le es necesario en estos días un mensajero a caballo, señor Aplegatt, preguntaban de vez en cuando los muchachos. Desde Vengerberg hasta Wy zima, por ejemplo, no llega uno más deprisa que en cuatro o cinco días, aunque corra con la yegua más rápida del mundo. ¿Y cuánto necesita un hechicero de Vengerberg para transmitirle un mensaje mágico a un hechicero de Wy zima? Como una hora o incluso menos. Al mensajero se le puede romper una pata del caballo. Lo pueden matar los ladrones o los Ardillas, lo pueden devorar los lobos o los grifos. Había un mensajero, ya no lo hay. Y una noticia necromántica siempre llega, no equivoca el camino, no se retrasa ni se pierde. ¿Para qué sirven los mensajeros si por todos lados hay hechiceros, en cada corte de cada rey? Ya no son necesarios los mensajeros, don Aplegatt. También durante algún tiempo el propio Aplegatt había pensado que ya no le era necesario a nadie. Tenía treinta y seis años, era pequeño pero fuerte y nervudo, no temía al trabajo y poseía, se sobreentiende, una cabeza de oro. Podía haberse buscado otro trabajo para alimentarse a sí mismo y a su mujer, para sacar unos duros para la dote de las dos hijas casaderas que todavía tenía, para seguir echando una mano a aquélla ya casada a cuyo marido, un torpe sin remedio, le salían siempre mal los negocios. Pero Aplegatt ni quería ni se imaginaba otro trabajo. Era un mensajero real a caballo. Y de pronto, después de un largo periodo de olvido y de inactividad humillante, resultó que Aplegatt era otra vez necesario.

Los caminos capdales y las trochas del bosque resonaron de nuevo con los cascos de los caballos. Los mensajeros, como antiguamente, hubieron de cruzar de nuevo el país, llevando las nuevas de un castillo a otro. Aplegatt sabía por qué era así. Había visto mucho y había escuchado todavía más. Se esperaba de él que borrara de su memoria el contenido de los mensajes que acabara de transmitir, que los olvidara de forma que no pudiera recordarlos siquiera bajo tortura. Pero Aplegatt recordaba. Y sabía por qué los reyes habían dejado de pronto de comunicarse con ayuda de la magia y de los magos. Las noticias que transportaban los mensajeros tenían que constituir un secreto para los hechiceros. Los reyes habían dejado de pronto de confiar en los magos, habían dejado de confiarles sus secretos. Cuál había sido la causa del repentino enfriamiento de la amistad entre reyes y hechiceros era algo que Aplegatt no sabía ni le interesaba demasiado. Tanto rey es como magos eran, en su opinión, seres incomprensibles, indescifrables en sus actos, sobre todo cuando los tiempos se hacían difíciles. Y que los tiempos se habían puesto difíciles no había manera de no verlo mientras se cruzaba el país de fortaleza en fortaleza, de castillo en castillo, de reino en reino. Los caminos estaban llenos de soldados. A cada paso se tropezaba uno con columnas de infantería o de caballería, y cada comandante con el que se encontraba estaba nervioso, absorto, enfurruñado y tan serio como si la suerte del mundo entero dependiera de él solo. También las fortalezas y los castillos estaban llenos de gentes armadas, hervían de día y de noche con una actividad febril. Los burgraves y castellanos, quienes por lo general eran invisibles, corrían ahora sin tregua por murallas y patios, malhumorados como avispas antes de la tormenta, se afanaban, maldecían, daban órdenes, repartían puntapiés. De las fortalezas y guarniciones salían de día y de noche pesadas columnas de carros muy cargados, dejando a un lado las columnas que regresaban, rápidas, ligeras y vacías. Se levantaba el polvo de los caminos impulsado por bandadas de desbocados potros de tres años salidos directamente del establo. Faltos de costumbre del freno y del jinete armado, los caballejos se aprovechaban de los últimos días de libertad, proporcionando muchas tareas adicionales a los palafreneros y no pocos problemas a otros usuarios de los caminos. En pocas palabras: en el ambiente sofocante e inmóvil se palpaba la guerra. Aplegatt se puso de pie sobre los estribos, miró alrededor. Abajo, al pie de la colina, rebrillaba un riachuelo, retorciéndose en meandros entre prados y grupillos de árboles. Al otro lado del río, al sur, se extendían los bosques. El mensajero apuró al caballo. El tiempo apremiaba.

Llevaba en el camino desde hacía dos días. La orden y el correo real le habían alcanzado en Hagge, donde descansaba después de volver de Tretogor. Dejó la fortaleza por la noche, galopando por los caminos reales a lo largo de la orilla izquierda del Pontar, atravesó la frontera con Temeria antes del alba y ahora, en la tarde del día siguiente, estaba y a a la orilla del Ismene. Si el rey Foltest hubiera estado en Wyzima, Aplegatt le hubiera entregado el mensaje en aquella misma noche. Por desgracia, el rey no estaba en la capital, se encontraba en el sur del país, en Maribor, a unas doscientas millas de distancia de Wyzima. Aplegatt lo sabía, por eso había abandonado el camino que se dirigía al oeste al llegar a los alrededores del Puente Blanco y atravesaba los bosques en dirección a Ellander. Era un tanto arriesgado. Por los bosques seguían pululando los Ardillas, pobre de aquél que cayera en sus manos o se pusiera al alcance de sus arcos. Pero el mensajero real tenía que arriesgar. Tal era su tarea. Cruzó el río sin esfuerzo. Desde junio no llovía, el agua en el Ismene había bajado significativamente. Manteniéndose al borde del bosque, llegó a la ruta que conducía de Wyzima al sureste, en dirección a los asentamientos, herrerías y hornos de los enanos en la cordillera de Mahakam. Por la ruta avanzaban carros que iban a menudo precedidos por patrullas a caballo. Aplegatt dio un suspiro de alivio. Donde había muchedumbres no había Scoia’tael. La campaña contra los elfos que combatían a los humanos duraba ya en Temeria cerca de un año. Los comandos de los Ardillas, perseguidos por los bosques, se habían dividido en grupos menores y los grupos menores se mantenían lejos de los caminos frecuentados y no organizaban bases en ellos. Antes de la noche se hallaba y a en la frontera occidental del condado de Ellander, en una encrucijada en los alrededores de la aldea de Estorvo, desde donde tenía una ruta directa y segura hasta Maribor, cuarenta y dos millas de camino batido y bien cuidado. En la encrucijada había una venta. Decidió dejar descansar al caballo y a sí mismo. Sabía que si se echaba al camino al alba, incluso sin cansar demasiado a su montura, antes de que se pusiera el sol vería los gallardetes negroplateados sobre los rojos tejados de las torres del castillo de Maribor. Desensilló la y egua y él mismo la limpió, diciendo a los criados que se largaran. Era un mensajero real y un mensajero real no permite a nadie tocar su caballo. Comió una sólida ración de tortilla con chorizo y un cuartón de pan candeal, bebió un cuartillo de cerveza.

Escuchó los rumores. Variados. Por la venta pasaban viajeros de todos los confines del mundo. Aplegatt se enteró de que de nuevo en Dol Angra habían tenido lugar incidentes, de nuevo un pelotón de la caballería lyria se había tropezado en la frontera con un carro de nilfgaardianos, de nuevo Meve, la reina de Lyria, había acusado a voz en grito a Nilfgaard de provocaciones y había requerido la ay uda del rey Demawend de Aedirn. En Tretogor se había efectuado la ejecución pública de un barón redaño que se había encontrado en secreto con emisarios del emperador Emhy r de Nilfgaard. En Kaedwen, unos comandos de Scoia’tael unidos para formar un gran batallón habían perpetrado una matanza en el fuerte de Ley da. En revancha por la masacre, la gente de Ard Carraigh había llevado a cabo un pogromo, matando cerca de cuatro centenares de no humanos que habitaban en la capital. En Temeria, contaban unos mercaderes que iban hacia el sur, reinaba la tristeza y el luto entre los emigrados de Cintra reunidos en torno al estandarte del mariscal Vissegerd. Se había confirmado la terrible nueva de la muerte de la Leoncilla, la princesa Cirilla, última de la sangre de la reina Calanthe, llamada la Leona de Cintra. Se contaron aún unos cuantos rumores todavía más terribles y de peor agüero. He aquí que en algunas aldeas de los alrededores de Aldersberg las vacas de ordeño comenzaron de pronto a chorrear sangre de las ubres y a la aurora se había visto en la niebla a la Doncella del Pantano, mensajera de terribles tragedias. En Brugge, cerca del bosque de Brokilón, el reino prohibido de las dríadas del bosque, había aparecido la Persecución Salvaje, el cortejo de espectros que galopa por los cielos, y la Persecución Salvaje, como todo el mundo sabía, siempre anunciaba guerras. Y desde el cabo de Bremervoord se había visto un barco espectral, y en su cubierta un fantasma, un caballero negro con un casco adornado con las alas de un ave de presa… El mensajero no escuchó más, estaba demasiado cansado. Se fue al dormitorio comunal, se derrumbó sobre el camastro y se durmió como un tronco. Se levantó al alba. Cuando salió al patio se asombró un tanto: no era el primero en prepararse para el camino y esto sucedía muy raras veces. Junto al pozo había un semental moro ensillado y al lado, junto al dornajo, se lavaba las manos una mujer vestida de hombre. Al escuchar los pasos de Aplegatt, la mujer se dio la vuelta, con las manos mojadas se recogió y echó hacia atrás los abundantes cabellos negros. El mensajero hizo una reverencia. La mujer inclinó levemente la cabeza. Al entrar en el establo casi se chocó contra otro pájaro mañanero, una joven muchacha con una boina de terciopelo que precisamente estaba sacando al patio a una y egua pinta. La muchacha se limpió el rostro y bostezó, mientras se apoy aba en el costado de su montura. —Ay, ay —murmuró al pasar al lado del mensajero—. Creo que me voy a dormir en el caballo… Estoy que me duermo… Aaaah… —El frío te refrescará cuando ensilles tu yegua —dijo con voz amable Aplegatt al tiempo que tomaba la montura que estaba sobre una viga—. Buen viaje, señorita.

La muchacha se dio la vuelta y le miró, como si solamente ahora se hubiera dado cuenta de su presencia. Tenía los ojos grandes y verdes como esmeraldas. Aplegatt puso el telliz sobre su caballo. —Os deseé buen viaje —repitió. Por lo general no era efusivo ni parlanchín, pero ahora sentía la necesidad de hablar con el prójimo, incluso si este prójimo no era más que una mocosa adormilada común y corriente. Puede que esto lo causaran los largos días de soledad en el camino o puede que fuera el que la mocosa le recordaba a su hija mediana. —Que os protejan los dioses —añadió— de accidentes y malaventuras. Sólo dos sois y a esto hembras… Y los tiempos no son buenos hoy día. Por caminos y senderos acecha el peligro… La muchacha abrió mucho sus ojos verdes. El mensajero sintió frío en la espalda, le atravesó un temblor. —El peligro… —habló de pronto la muchacha con una voz extraña, distinta —. El peligro es silencioso. No lo escuchas cuando vuela con sus plumas grises. Tuve un sueño. Arena… la arena estaba más caliente que el sol… —¿Qué? —Aplegatt se quedó quieto con la silla apoyada en la barriga—. ¿Qué dices, señorita? ¿Qué arena? La muchacha se agitó con fuerza, se limpió el rostro con mano. La y egua pinta movió la testa. —¡Ciri! —gritó la mujer morena desde el corral, mientras colocaba la cincha y las albardas del semental moro—. ¡Date prisa! La muchacha bostezó, miró a Aplegatt, parpadeó, dando la impresión de estar sorprendida de su presencia en el establo. El mensajero guardó silencio. —Ciri —repitió la mujer—. ¿Te has quedado dormida? —¡Ya voy, doña Yennefer! Cuando Aplegatt le puso la montura por fin al caballo y lo sacó al patio, ya no quedaban huellas ni de la mujer ni de la muchacha. Un gallo cantó larga y roncamente, comenzó a ladrar un perro, entre los árboles se escuchó al cuco. El mensajero se encaramó a la silla. Recordó de pronto los ojos verdes de la adormilada muchacha, sus extrañas palabras.

¿Peligro silencioso? ¿Plumas grises? ¿Arena caliente? Igual la muchacha no estaba del todo en su juicio, pensó. Muchas de éstas se ven ahora, mozas chifladas, maltratadas durante la guerra por desertores u otros merodeadores… Sí, seguro que chiflada. O puede que sólo la hubieran despertado, arrancado del sueño, aún no estuviera despierta del todo. Raro, cuan horrible habla a veces la gente si a la amanecida aún se columpia entre el sueño y la vela… Otra vez le recorrió un escalofrío y entre las paletillas se hizo presente un dolor. Se masajeó la espalda con el puño. En cuanto que se encontró en la ruta de Maribor, le apretó al caballo con los talones en la barriga y pasó al galope. El tiempo apremiaba. En Maribor el mensajero no descansó mucho tiempo. No había pasado un día y el viento le silbaba de nuevo en los oídos. Un nuevo caballo, un potranco rucio de los establos de Maribor galopaba deprisa, alzando el cuello y agitando la cola. Dejaban a un lado los sauces del camino. El puño de Aplegatt apretaba el saquete con el correo diplomático. El culo dolía. —¡Lagarto, lagarto, así te rompas el pescuezo, apestoso vagamundos! —le gritó a sus espaldas un carretero que tiraba de las riendas de sus animales, alterados al pasar a su lado el rucio a todo galope—. ¡Vedlo cómo corre, como si la muerte le fuera pisando los talones! ¡Pues galopea, galopea, desatinado, que de la parca no te escapas! Aplegatt se limpió el ojo, que estaba lloroso a causa de la velocidad. El día anterior le había transmitido al rey Foltest la carta y luego recitó el mensaje secreto del rey Demawend. —Demawend a Foltest. En Dol Angra todo está preparado. Los disfrazados esperan órdenes. Fecha prevista: la segunda luna de julio después de la luna nueva. Los barcos tendrán que tomar tierra en aquella orilla dos días después. Sobre el camino volaba una bandada de cuervos, graznando generosamente. Volaban hacia el este, en dirección a Mahakam y Dol Angra, en dirección a Vengerberg. Mientras cabalgaba, el mensajero repetía en su memoria las palabras del mensaje secreto que enviaba, por intermedio suyo, el rey de Temeria al rey de Aedirn. Foltest a Demawend.

Primero: detengamos la acción. Los Listillos han organizado un congreso, van a encontrarse y a debatir en la isla de Thanedd. Este congreso puede cambiar mucho. Segundo: la búsqueda de la Leoncilla puede finalizar. Se ha confirmado que la Leoncilla está muerta. Aplegatt azuzó al rucio con los talones. El tiempo apremiaba. La angosta trocha del bosque estaba atascada de carros. Aplegatt redujo el paso, se acercó al trote hasta el último vehículo de la larga columna. Inmediatamente se dio cuenta de que no iba a poder atravesar el obstáculo. No era posible volver, sería una pérdida de tiempo excesiva. Sumergirse en la espesura pantanosa con objeto de rodear el atasco tampoco le apetecía mucho, y cuanto más que estaba anocheciendo. —¿Qué ha pasado? —preguntó a los carreteros del último vehículo, dos viejecillos de los cuales uno parecía dormitar y el otro parecía estar muerto—. ¿Un ataque? ¿Los Ardillas? ¡Hablad! Tengo prisa… Antes de que ninguno de los viejecillos acertara a responder, se escucharon unos gritos que provenían de la cabeza de la columna que se hallaba oculta por los árboles del bosque. Los carreteros se apresuraron a saltar al carro, azuzaron a los caballos, acompañando esto de escogidas blasfemias. La caravana se movió pesadamente del sitio. El viejecillo dormido se animó, se tocó la barba, chasqueó la lengua en dirección a las mulas y les dio de palos en las ancas. El viejecillo que parecía estar muerto revivió, se quitó las pajas del sombrero de los ojos y miró a Aplegatt. —Mirailo —dijo—. Tiene prisa. Eh, hijo, suerte tienes. A tiempo te has allegado acá. —Pues sí. —El segundo viejecillo se tocó la barba y espoleó las mulas—. A tiempo.

Si te hubieras allegado acá a la media mañana, habrías estado parado con nosotros, esperando campo libre. Todos habemos prisa, pero tocó esperar. ¿Cómo íbamos a seguir, si la trocha está cerrada? —¿La trocha cerrada? ¿Y a cuento de qué? —Un terrible comegentes apareció por acá, hijo. Se le echó por cima a un caballero, el cual sin más acompañamiento que un paje por este camino iba. A lo que parece, el monstruo le arrancó la testa al caballero junto con el y elmo, al caballo le sacó las morcillas. El paje acertó a escapar, disparatando que había un horror, que el camino estaba colorado de tantas tripas… —¿Y qué monstrum era? —preguntó Aplegatt, reteniendo al caballo para poder continuar la conversación con los conductores del rechinante carro—. ¿Un dragón? —Quita, quita, un dragón no —dijo el otro viejecillo, el del sombrero de paja —. Dicen que mandigora o algo así. El paje habló que era bestia de vuelo, enorme de grande. ¡Y sañuda! Pensaron que se comería al caballero y echaría a volar, ¡pero quiá! Otra vez se sentó al camino, la muy puta, y está allá, silba, saca los dientes… Va, y atrancó la senda como un corcho una botella, puesto que todo el que se arrimaba allá y vía al monstruo, dejaba el carro y echaba a correr de vuelta. Se juntaron así carros como para media milla, pues alrededor, como tú mismo ves, monte y pantano, ni se puede rodear, ni se puede volver. Estuvieron entonces… —¡Tantos hombres! —resopló el mensajero—. ¡Y se quedaron quietos como momios! Se tendría que haber tirado de hacha o de pica y echar a la bestia del camino o matarla. —Pues sí, alguno lo probó —dijo el vejete que conducía, azuzando a la mula porque la columna se movía más deprisa—. Tres enanos de la guardia de los mercaderes y con ellos tres recién casados, que andaban a Carreras, a la fortaleza, a servir. La bestia les dio buena leña a los enanos y los recién casados… —… salieron pitando —terminó el otro vejete, después de lo cual escupió abundantemente y bien lejos, acertando en el espacio libre entre las ancas de los mulos—. Salieron pitando en no más vieron la mencionada mandigora. A lo visto uno hasta se cagó en los calzones. ¡Oh, mira, mira, hijo, ahí está! ¡Ahí! —Pero, ¿qué me queréis? —se enfadó Aplegatt ligeramente—. ¿A un cagón me queréis mostrar? No me interesa… —¡No, hombre! ¡El monstruo! ¡El monstruo muerto! ¡Los soldados lo están arremetiendo al carro! ¿No lo veis? Aplegatt se puso de pie sobre los estribos. Pese a la oscuridad que sobrevenía y a la multitud de curiosos, distinguió un cuerpo leonado que era alzado en aquel momento por los soldados. Las alas de murciélago y la cola de escorpión del monstruo se arrastraban impotentes por el suelo. Gritándose a coro, los guerreros alzaron más el cadáver y lo echaron en un carro. Los caballos que estaban atados al carro, nerviosos al parecer por el olor de la sangre y por el cadáver, relincharon, tiraron del timón. —¡No os quedéis quietos! —gritó a los viejos el decurión que comandaba a los soldados—.

¡Seguid avanzando! ¡No cerréis el paso! El abuelete espoleó las mulas, el carro saltó sobre las rodadas. Aplegatt clavó los talones en el caballo, se equilibró. —A la visto los soldados se cargaron la bestia. —Pero qué decís —negó el viejecillo—. Los soldados, na más allegarse acá, pusieron mala cara y faltaron a la gente. Y tú de pie y tú siéntate y tú tal y tú cual. Prisa de echarse al monstruo no tenían. Mandaron a por un brujo. —¿A por un brujo? —Asimismo —le aseguró el otro viejecillo—. A no sé quién se le vino a la memoria que había visto un brujo en el pueblo, así que mandaron por él. Y se allegó acá por detrás de nosotros. Los pelos tenía blancos, la jeta sombría y una espada afilada a la espalda. No había pasado ni una hora y uno de delante chilló que y a se iba a poder seguir jornada pues el brujo había despachado a la bestia. Así que por fin nos meneamos y justo entonces te presentaste tú, hijo. —Ja —dijo Aplegatt, pensativo—. Tantos años ha que corro los caminos y todavía no me había tropezado con un brujo. ¿Alguno vio cómo se las apañó con el monstruo? —¡Yo lo vi! —gritó un muchacho de desgreñada cabellera, viniendo al trote por el otro lado del carro. Iba montado a pelo, conduciendo un penco delgado y manchado con ay uda de una brida—. ¡Lo vi todo! ¡Pues allá andaba y o, junto a los soldados, alantito del todo! —Mirailo al mocoso —dijo con sorna el vejete—. Todavía tiene calostros en las narices y se hace el listo. ¿Y una zurra no querrás? —Dejarlo en paz, tío —intercedió Aplegatt—. En cuanto que os deje, allá que me voy para Carreras, y antes gustaría de saber lo que fue del brujo. Habla, rapaz. —Pues fue así —comenzó el muchacho con rapidez, poniéndose al paso del tiro—, que se allegó el tal brujo al comandante de los soldados. Dijo que Geralt era su nombre.

El comandante fue y le contestó que se llamara como se llamara, que lo mejor era ponerse al tajo. Y le señaló a donde andaba el monstruo. El brujo se allegó más, miró al bicho. Hasta el engendro había media legua, y puede que más, pero él sólo que miró de lejos y al punto dice que es una mantícora más grande de lo acostumbrado y que la mata si le pagan doscientas coronas. —¿Doscientas coronas? —silbó el otro viejecillo—. ¿Es que se agelipolló por completo? —Lo mismo dijo el señor comandante, salvo que un tanto más feamente. Y el brujo a esto, que tanto habrá de costar y que a él le da igual, así se quede el monstruo en el camino hasta el día del juicio. Y el comandante a esto que tanta tela no paga, que mejor se aguanta y espera hasta que el bicho de por sí se vaya. Y el brujo le contesta que el bicho no se va puesto que tiene hambre y está rabioso. Y si se fuera, pues pronto volvería, pues éstos son sus tero… terote… teritor… —¡Jodío mocoso, no farfulles! —se enfadó el viejecillo irónico, intentando sin éxito visible limpiarse las narices con los dedos entre los que, al mismo tiempo, sujetaba las riendas—. ¡Pos venga, di cómo fue! —¡Pues si y a hablo! Dijo así el brujo: si no se va el monstruo, entonces se pasará toda la noche comiéndose al caballero muerto, poquino a poquino, pues un caballero dentro de su armadura es difícil de sacar de dentro della. A esto que se vinieron los mercaderes y venga a porfiar de convencer al brujo, por unas u otras, de que harían una colecta y le darían cien coronas. Y el brujo que aquesta bestia nómbrase mantícora y es muy periculosa, por lo que las cien coronas se las pueden meter por el culo, que él no se va a jugar el pescuezo. Y a esto el comandante que se botó y dijo que aquélla era la tarea de los brujos y de los perros, el jugarse el pescuezo, lo mismo que la del culo es cagar. Y los mercaderes, a lo visto medrosos de que el brujo se enojara y pusiera pies en polvorosa, pues accedieron a las ciento cincuenta. Y el brujo echó mano a la espada y se fue al camino hacia donde estaba el monstruo.

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