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Tengo un plan (A la deriva 1) – Sira Duque

No son las horas, son tus recuerdos —dije, por vigésimo tercera vez en la mañana. Luis, el director, resopló. Y para mi desgracia, aquel frenesí tan violento expulsando aire, significaba que tenía que repetir la maldita frasecita otra vez. Bizqueé y descrucé las piernas, intentando parecer sexy, pero sin enseñar la mariscada. El vestido que me habían obligado a llevar para grabar el anuncio me apretaba tanto que, estando de pie, se podían leer las recomendaciones de lavado de la etiqueta. Y claro, bajo semejantes circunstancias, lo de llevar ropa interior lo dejamos en un segundo plano. Dónde desearía haber estado yo en ese momento… Por si acaso, respiré lo justo. —¡Vamos, nena, regálanos la lujuria que escondes detrás de esa mirada felina! Seduce al objetivo; imagina que eres Eva y estás hipnotizada por lo prohibido… Tomé aliento y desvié la mirada. Y, entonces, lo vi. Vi el pecado y me arrodillé mentalmente a sus pies. Estaba al fondo, recostado contra el quicio de la puerta, con una mano en el bolsillo del pantalón y otra retirando un mechón dorado de sus ojos. Era tan alto que estaba a punto de darse un cabezazo contra un foco. Se sacó la mano del bolsillo y se recolocó la hebilla del cinturón. Un tatuaje irrumpía en su brazo izquierdo. De lejos, parecían garabatos que querían expresar algo, aunque mi miopía me impidió darle una forma concreta. —…imagina que estás a nada de morderla —continuó en susurros Luis, como si fuera la dichosa serpiente del Edén. Intenté apartar la vista de mi manzana para centrarme. Imposible. Nuestros ojos se encontraron y me estremecí al ver el brillo canalla de esa mirada verdosa, inexpresiva si la comparabas con todo lo que decía su pose arrogante y autoritaria, pero capaz de absorber todo el espacio de nuestro alrededor y guiar mi atención a su antojo. Él parecía bastante cómodo sabiendo que lo devoraba con la mirada, y me lo hizo saber; me guiñó un ojo y torció la boca para mostrar lo que supuse uno de sus puntos fuertes: su sonrisa. Al instante, noté el calor que me producía el bullir de mi propia sangre, que abrasaba las venas de mi antebrazo por la temperatura con la que las recorría. Aquella reacción era absurda. Tenía que recuperar el control de mí misma. Había una veintena de personas analizando cada uno de mis parpadeos, ansiosos por que terminara para poder irse y continuar con sus quehaceres. Y yo ni atinaba ni me centraba.


Dejé escapar un calculado suspiro, paseé la lengua por el labio inferior y me lo pincé antes de volver a articular: —No son las horas, son tus recuerdos —susurré, como si me estuviera reponiendo del mejor de los orgasmos. —¡¡Eso es!! ¡¡Lo hemos conseguido!! Todos aplaudieron al oír la aprobación de Luis. Las palmadas de alguien sobresalían entre el equipo. Sin localizar de dónde o quién provenían exactamente, imaginé que su artífice era César, mi hermano mayor. No lo busqué para confirmarlo, tan solo parpadeé varias veces conforme asimilaba que mi tortura había terminado y el revoloteo cesaba. Odiaba con toda mi alma estar frente a la cámara, y eso que, viendo la desvergüenza con la que troto por el mundo, pocos se percatarían de lo muchísimo que detesto ser el centro de todas las miradas. Pero César lo sabía y se lo pasaba de fábula con mi sufrimiento. Me incorporé y me alejé a trompicones de los focos. Un minuto más en su punto de mira, y aún estaría limpiándome el rastro que habrían dejado mis retinas derretidas al descender por las mejillas. —¿Tan mal he estado? —Gesticulé en susurros a unos metros de Bárbara. Me deshice de los complementos que aparecerían en la nueva campaña de publicidad y se los entregué a una de las chicas encargadas del atrezo conforme me acercaba a Bárbara. —¿Mal? —Zarandeó una mano y puso cara de estar a punto de vomitar cuando llegó hasta mí, y me palmeó el trasero—. Peor. Bárbara, además de ser la directora del departamento de gemólogos de Shapir, era uno de los pocos seres vivientes con paciencia para aguantar las fallidas sinapsis de mis neuronas. Según sus propias palabras, cuando me alteraba, alguna de mis conexiones cerebrales cortocircuitaba, impidiendo que mi filtro mental fuera capaz de discernir entre cosas o acciones que pueden decirse o hacerse en presencia de otros y las que bajo ningún concepto debieran salir al exterior. Te diría que hacía todo lo posible por conectar la cabeza con la boca y, así, evitar soltar patochadas, pero ni destacaba por mi sosiego ni por mi tranquilidad, más bien todo lo contrario. Soy intensa y pasional, tanto como para que duela más de lo deseado a veces, y lo suficiente como para sentir vértigo de mis propios impulsos la mayor parte del tiempo. Eso y que, como dice mi padre, tengo dos pedradas bien dadas. Y, en consecuencia, solía arrepentirme con demasiada frecuencia de un porcentaje de palabras y acciones en las que terminaba envuelta bastante elevado. —Por un momento he dudado de si estaba en el rodaje de la campaña de la nueva temporada de relojes y bisutería o de un Magnum —dijo lo bastante alto como para que César la escuchara y le siguiera la corriente—. Dinos, Cleopatra Shapir, ¿quién era el helado al que mirabas con tanto apetito? En mi defensa diré que el estrés y la presión a la que estaba sometida podrían haber influido en la revolución de mis hormonas, porque por más que miré con disimulo en derredor buscando a mi manzana, no logré encontrarla. Llegué a pensar que me lo había imaginado y que mi inconsciente estaba partiéndose de la risa. Ojalá. —Pues habrá cambiado de acera después de lo de Miguel, porque lo más agradable a la vista en toda la mañana han sido las maquilladoras. Mejorando lo presente, claro está —rectificó César, al ver la mirada asesina de Bárbara.

—Si te molestaras en usar algo más que tus instintos primarios, habrías entendido la cara de porno star de tu hermana. —Carraspeó y me dio con el codo—. Igual puedes sugerirle a Luis que traiga a tu muso para el siguiente anuncio en el que participes. Se ve que con la vista contenta te concentras más… ―Dios, ¿de verdad estamos teniendo esta conversación? ¿Qué te hace pensar que espero ver a nadie? —Las telarañas de tu castaña. ¡Anda, mira, a lo Garcilaso…! La contención de César expiró y estalló a reír a carcajada sorda. Gracias al amplísimo número de genes que compartimos, supe que estaba maquinando algo que apoyara la teoría de Bárbara. Y, si me preguntas, sin miedo a equivocarme, puedo asegurar que tocarme las narices era una de las pocas cosas que tenían en común. Bueno, había muchas más. Aunque, por aquel entonces, los únicos que parecían no enterarse eran ellos. Por eso, cuando no era la diana de sus gracias, la mayor parte del tiempo que pasaban juntos lo empleaban en asesinarse verbalmente o hacerse putadas. Por lo que, sin darle mucho margen, me acerqué despacio a su oído y lo advertí. —Si se te ocurre insinuar o decir lo más mínimo acerca de mi vida sexual, juro que el próximo nudo windsor que te sujete la corbata serán tus pelotas — dije, tirando del extremo de la tela. —¿Qué? ¡No! ¡Qué asco! —Me enseñó las palmas a modo de tregua—. ¡Eres mi hermana, coño! Lo último que se me ocurriría es imaginarte a ti con un tío, haciendo… eso… Poco después, César y yo nos despedíamos de Bárbara en la entrada de la cafetería. Y, en los pocos minutos que tardamos en llegar al ascensor y bajar unos pisos hasta allí, César no abrió la boca, escarmentado por mi advertencia, pero Bárbara se recreó haciendo chistes malos sobre mí y mi negativa a relacionarme con el género masculino desde que rompí con Miguel y volví a casa. No me malinterpretes. La cuestión no era que la ruptura con mi novio de la facultad me hubiera creado un trauma y en consecuencia me hubiese bloqueado o cerrado en banda a conocer a alguien. Simplemente, fui consciente de que si quería encontrar la manera de volver a empezar o de seguir más bien, tenía que olvidar mis expectativas previas sobre las cosas que debería haber conseguido a los veintiséis y terminaron siendo polvo. Por ello, en lugar de atravesar las fases habituales de cualquier ruptura, replanteé mis prioridades. Y mi amiga no conseguía entenderlo. No comprendía que centrarme en el trabajo era mi forma de sentirme en casa y el primer paso para ser capaz de ordenar todo lo demás. A sus ojos, mi entrega se había convertido en una obsesión, una que utilizaba para consumir la mayoría de mis fuerzas y eludir pensar en el resto de facetas de mí, que tenía abandonadas. Su forma de sacarme de esa burbuja era presionarme con bromas y cosas que, por muy chalada que estuviera, no saldrían de mí. Ser la «actriz» del anuncio de promoción, por ejemplo. Entre tú y yo; no picaré otra vez para hacer otro.

—Según Alberto, el de montaje —me explicaba César, sacándome de mi abstracción—, el anuncio estará listo en unas semanas, así que, si todo sigue así, nada impedirá que su estreno sea un poco antes de lo previsto. —De haber sabido que tendría que prestar mi imagen para semejante circo, jamás de los jamases se me habría ocurrido abrir la boca para aportar ninguna idea. —¡No me jodas! Si papá está como un niño con un caramelo de dos mil pesetas, tú estás como uno que tiene otro, pero de cuatro mil. Riendo, le tiré una servilleta a la cara. Lo cierto es que nada de lo que dijo era mentira. Tanto trabajo y dedicación estaba dando sus frutos. Hasta papá estaba impresionado, algo bastante complicado en un hombre como él, ya que, quienes lo conocían sabían que Augusto Shapir era una de los hombres más exigentes del continente. Y no es para menos, como heredero de una las firmas de joyería y relojería de lujo más conocida de Europa, permitir que la competencia llegara a superarte por descuidar detalles no era una opción. Más bien, una responsabilidad que requería recordar desde cuando nuestros antepasados comenzaron a congratular al mundo con diseños famosos por su exclusividad, belleza y materiales. Y precisamente por ello, en poco más de un mes, celebraríamos el centenario de la creación de la empresa con una emotiva sorpresa. Pero… ¡Era secreta! Vale… ¡Te la cuento! El tataranieto del primer cliente de mi tatarabuelo sellaría oficialmente su noviazgo, poniendo en el dedo de la afortunada la primera sortija que creó un Shapir. Así, en honor a ambas celebraciones, cien réplicas de una de las piedras preciosas más bellas y escasas del planeta, el rubí rojo, pudieron ser adquiridas por clientes de todo el mundo antes de la celebración. ¿Te haces una idea de quién fue la cabeza pensante de todo el barullo? Exacto, ¡qué rápida has estado! Yo, Cleopatra Shapir, su hija mediana y estrella del fantástico spot de publicidad, nótese la ironía. La misma que tendría intereses en horas de sueño cuando todo hubiera terminado. Y también la que tenía que hacer lo imposible para que su padre confiara en algún talento oculto suyo y empezara a verla como algo más que una hija que no tenía ni idea de qué hacer con su vida. —Es Bárbara —me informó, enseñándome su móvil. Estiré el brazo y lo cogí. —¿Hola? —¿Tienes el manos libres?—preguntó —Mmm… No… —¿Estás sentada? —Sí —afirmé, desconcertada. «Por favor, que no haya ningún problema con el catering, la decoración, o lo que sea», recé al oír su tono.

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