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Tantos Dias Felices – Laurie Colwin

Guido y Vincent son amigos desde niños, estudian en Cambridge (Massachusetts) y comparten sueños: Guido quiere escribir poesía y a Vincent le gustaría ganar el Premio Nobel de Física. Cuando Guido se encuentra con la extravagante Holly a la salida de un museo se enamora perdidamente de ella, pero presiente que no tendrán una relación fácil. Vincent, más abierto y alegre, conoce a Misty en el trabajo y, aunque ella es una misántropa terrible, estaría dispuesto a darlo todo por salir con ella. A través de las relaciones de estos personajes, de sus cortejos, celos, rupturas y reconciliaciones en el Nueva York de finales de los setenta, Tantos días felices retrata a cuatro personas inteligentes y bienintencionadas que no pueden dejar de creer en el amor. Una maestra en la narración de sentimientos y relaciones afectivas, Laurie Colwin es uno de los secretos mejor guardados de la literatura norteamericana. Su prematura muerte en 1992 le privó del éxito que sin duda merecía; aun así, el número de devotos de sus peculiares comedias de costumbres no ha dejado de crecer desde entonces.


 

Guido Morris y Vincent Cardworthy eran primos terceros. Nadie recordaba ya qué Morris se había casado con qué Cardworthy y a nadie le importaba salvo en las grandes reuniones familiares, cuando de vez en cuando alguien sacaba el tema y lo sometía a benévola consideración. Vincent y Guido eran amigos desde su más tierna infancia. Los habían llevado de paseo juntos en el mismo cochecito y, ya de niños, solían reunirse en la casa que los Cardworthy tenían en Petrie, Connecticut, o en casa de los Morris, en Boston, para jugar a las canicas, trepar a los árboles y poner petardos en buzones y en cubos de la basura. De adolescentes habían bebido cerveza a escondidas y habían probado a fumar los puros del padre de Guido, que en vez de marearlos solían dejarlos muy contentos. Ya de mayores, ambos disfrutaban muchísimo con un buen puro. En la universidad, los dos habían hecho el tonto, habían gastado dinero y se habían preguntado qué sería de ellos cuando fueran mayores. Guido quería escribir poesía en dísticos heroicos y Vincent pensaba que acabaría ganando el Nobel de Física. A los veintimuchos volvieron a encontrarse en Cambridge. Guido había estudiado Derecho, y como varios años en un bufete de abogados de Wall Street le habían descubierto que su trabajo no lo entusiasmaba, había vuelto a la universidad para hacer un posgrado en lenguas románicas y literatura. Era bastante mayor para los estudios de posgrado, pero había decidido concederse unos años de placer improductivo antes de que las auténticas responsabilidades de la vida adulta se le echaran encima. Al final, Guido terminó recalando en Nueva York para administrar la fundación de la familia Morris, la Fundación Carta Magna, dedicada a la financiación de proyectos de arte público, de artistas de todo tipo y de asociaciones dedicadas a la conservación de monumentos y al embellecimiento de las ciudades. La fundación editaba una revista de arte bimensual que se llamaba Runnymeade. El dinero que lo costeaba todo salía de la pequeña fortuna que un antiguo capitán de barco llamado Robert Morris había amasado a principios del siglo XIX en el sector textil. En uno de sus viajes, Morris se había casado con una italiana, y a partir de entonces todos los Morris habían llevado nombres italianos. El abuelo de Guido se llamaba Almanso, y su padre, Sandro. En esos momentos, el administrador de la fundación era su tío Giancarlo, pero se estaba haciendo ya muy mayor y Guido había sido elegido para, a su debido tiempo, sucederlo. Vincent había estudiado en la Universidad de Londres y había vuelto al Massachusetts Institute of Technology. Su primera incursión la había hecho en el urbanismo, pero lo que de verdad le interesaba era lo que se conocía como gestión de residuos, a los que Vincent, sin embargo, siempre llamaba «basura».


Lo fascinaban su producción, su eliminación y sus posibles usos. Gracias a sus monografías sobre el reciclaje, publicadas todas ellas en la revista City Limits, empezaba a hacerse un nombre en su campo. También había patentado un aparatito doméstico que transformaba las mondas de las verduras, los periódicos y otros desechos de la cocina en valiosísimo mantillo, pero la cosa no había llegado muy lejos y Vincent había acabado trasladándose a Nueva York para dedicar su talento y su energía al Consejo de Planificación Urbana. Con el futuro más o menos asegurado, se instalaron tranquilamente en Cambridge a pensar con quiénes iban a casarse. Una tarde de domingo de enero, Vincent y Guido contemplaban muy detenidamente una exposición de vasos griegos en el Museo de Arte Fogg. Afuera, el aire estaba cargado y había demasiada humedad. Adentro, la calefacción estaba demasiado alta. Era uno de esos días que te obligaban a salir de casa y luego no te daban nada a cambio. Como en casa estaban inquietos y en la calle, nerviosos, habían decidido ir al museo pensando que la contemplación de vasos griegos los calmaría. Dieron varias vueltas. Guido impartió toda una conferencia sobre la forma y la figura. Vincent dio una breve charla sobre el urbanismo de la ciudad-estado griega. Nada de eso logró apaciguarlos; los dos tenían ganas de acción, sin saber de qué tipo y sin ganas de ir a buscarla. Vincent estaba convencido de que el deseo infantil de pegar patadas a neumáticos y estrellar botellas contra las paredes nunca se perdía; de adultos, lo que hacíamos era relegarlo al subconsciente, donde ese deseo iba dando brincos y creando la tensión que él sentía en ese momento. Un sudoroso partido de frontón y un par de petardos bien tirados les habrían hecho a los dos muchísimo bien, pero para jugar hacía demasiado frío y ambos eran demasiado distinguidos para lo otro. Así que se quedaron solos con sus nervios. Cuando se dirigían a la salida, Guido vio a una chica sentada en un banco. Era esbelta y de huesos finos, y tenía el pelo más negro, más lacio y más brillante que Guido había visto jamás. Lo llevaba como lo llevan los niños japoneses, solo que más largo. Y la cara de aquella chica pareció quedar impresa en su corazón de forma indeleble. Se paró a mirarla, y cuando ella por fin le devolvió la mirada, estaba cargada de odio. Guido le pegó un codazo a Vincent y los dos se acercaron al banco en el que estaba sentada. —La perspectiva es perfecta —dijo Guido—. La inconfundible sutileza de la línea y de la intensidad del color. —Muy pictórica —dijo Vincent—.

¿Qué es? —Voy a tener que consultarlo. Parece una mezcla de escuelas. Esa inconfundible inclinación de la nariz: una ligerísima deformación que da la impresión de absoluta limpidez. —Señaló el cuello del vestido de la chica—. Los exquisitos pliegues alrededor del cuello y el ropaje del resto de la figura, inconfundibles. Durante aquel recitado la chica había permanecido completamente inmóvil. Luego, con mucha parsimonia, encendió un cigarrillo. —El inconfundible arco que describe el brazo —continuó Guido. La chica abrió su boca perfecta. —La debilidad mental que entre los estudiantes mayores pasa por ingenio. ¡Inconfundible! — dijo ella. Entonces se levantó y se fue. Cuando Guido volvió a verla, ella acababa de subir al autobús. Hacía un frío atroz y, muy apurada, trataba de sacar cambio del monedero, pero los guantes le molestaban. Por fin se quitó uno con los dientes. Guido la miraba embelesado. Iba abrigada con un gorro de piel y dos bufandas, y mientras avanzaba entre los asientos, Guido se escondió detrás de su libro y se quedó mirándola hasta que llegaron a Harvard Square, destino que resultó que compartían. En el quiosco se vieron las caras. Ella lo repasó de arriba abajo y se marchó. Al cabo de dos semanas, volvió a aparecer ante Guido en circunstancias más felices. Entró en un salón de té con una chica que se llamaba Paula Pierce-Williams, a la que Guido conocía de toda la vida. Paula lo saludó con la mano y él se acercó tranquilamente a su mesa. —Guido, Holly Sturgis —dijo Paula—. Y Holly, él es Guido Morris. —Ya nos conocemos —dijo Holly Sturgis.

—No te veo nunca, Guido —dijo Paula—. ¿Sigues trabajando en la tesis? —Ya casi he terminado —respondió Guido. —No hay manera de que me acuerde de qué trata —dijo Paula. —Del derecho patrimonial medieval y su relación con el amor cortés —dijo Guido. Holly Sturgis disimuló una risita. Guido no tenía por costumbre enamorarse de las chicas a las que veía en el autobús o en un museo. Había tenido dos relaciones serias y contados encuentros superficiales. De esos, que lo habían dejado perplejo y herido, trataba de no acordarse. En los tiempos modernos que corrían, él era un hombre a la antigua, se decía Guido, esclavo de la idea de que todas las relaciones auténticas conducían al matrimonio. De no hacerlo eran, por fuerza, falsas, basadas en la mala fe o en la falta de verdadero sentimiento. Y, por tanto, en cuanto terminaban eran malas, sin importar lo ardientemente que uno las hubiera empezado. Los encuentros superficiales Guido los atribuía al mero impulso: algo que no dura más que un día no puede llamarse relación. Vincent trataba de explicarle que esas cosas formaban parte de un proceso, del proceso de madurar, pero eso a Guido no le servía de consuelo. En el caso de sus dos relaciones serias, la despedida había sido serena pero difícil de entender: las dos chicas se habían casado y le habían enviado felicitaciones de Navidad. ¿Dónde habían quedado los sentimientos?, se preguntaba él. A punto de entrar en la treintena, Guido creía que en el amor uno iba cometiendo errores hasta dar con la certeza absoluta. Y esa certeza halló su objeto en Holly Sturgis. Él era muy serio para los asuntos del corazón y muy serio para los asuntos de estética y algo en Holly lo había tocado profundamente: una mirada había anunciado su elegancia y su precisión. Todo en ella —lo calculado de sus movimientos, la elegancia con la que caminaba, que se hubiera quitado los guantes con los dientes— lo conmovía. Según Guido, el deseo no era más que otra manera de referirse a la estética y la intuición. Deseaba a Holly Sturgis, lisa y llanamente. Deseaba poder tocarle ese pelo japonés tan brillante y lleno de vida. La deseaba desnuda entre sus brazos desnudos. Imaginaba el fresco olor a jazmín de sus hombros. Como la gente que fantasea en vez de analizar, Guido sabía que Holly sería una persona complicada, seguramente, extravagante y de convivencia difícil.

Era meticulosa, eso era evidente, meticulosa hasta en el pelo. Todo eso Guido lo sabía porque sus fantasías solían ser muy precisas; era un pensador visual, como le decía Vincent. Y, así, se imaginaba tumbado con Holly sobre las almidonadas sábanas blancas del Hotel Ritz-Carlton. No se molestaba en imaginar cómo podrían haber llegado hasta allí o qué habría dado pie a aquella situación. Habría anémonas en la mesilla de noche. Sobre la almohada, el pelo de Holly parecería un pincel de marta cibelina, y en la fantasía de Guido ella fumaba sosteniendo el cenicero en equilibrio sobre el estómago. El humo empañaría la luz de las últimas horas de la tarde. Holly guardaría un silencio absoluto. A él, por supuesto, el momento lo habría dejado consumido —sería la primera vez que estaban juntos—, y se veía mirando cautelosamente a Holly, incapaz de saber lo que ese rostro inteligente y encantador expresaba u ocultaba. Paula Pierce-Williams sirvió el té y luego se marchó a hacer una llamada telefónica. —¿Esto lo has planeado tú? —preguntó Holly. —Por supuesto que no —dijo Guido—. No puedo evitar que me sigas por todos lados. —No me hace gracia. ¿Qué quieres? —Quiero que seas más gentil con aquellos que se postran a tus pies. —No veo que te hayas postrado a mis pies. —Puede que no sepas mirar bien —dijo Guido. Vio que Paula se les acercaba y al instante le preguntó a Holly si querría cenar con él. Para su sorpresa, le dijo que sí. Su primer encuentro no tuvo lugar en el Ritz-Carlton, sino en casa de Holly. En vez de las anémonas con las que Guido había fantaseado, había unos helechos que colgaban sobre la cama y que, cuando te incorporabas, se te metían en los ojos. Las sábanas estaban almidonadas, pero no eran blancas, sino con un estampado de violetas. Las fundas de las almohadas tenían unas rosas azules. Holly fumaba, y el cenicero que sostenía en equilibrio sobre el estómago era un platito de Wedgewood decorado con enredaderas negras. El apartamento de Holly era blanco y espacioso y tan meticuloso como Guido había imaginado.

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