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Sr. Moore – Myriam Ojeda Moran

—¡Joder! Levanté la vista de mi cubículo deseando que nadie me hubiera escuchado, por suerte parecía que mi salida de tono había quedado oculta. Era habitual que solo se escucharan leves murmullos: nada lo suficientemente alto para llamar la atención y tener que levantar la cabeza; no es que no fuéramos cotillas, que sí que lo éramos, sino que preferíamos dejar los cotilleos para la sala del café. Siempre era reconfortante evadirse hablando de otros temas, sobre todo si se trataba de amoríos entre compañeros; así era más fácil volver a la rutina. Estaba a punto de volver a bajar la vista y centrarme en lo mío, que en aquel momento no era nada relacionado con mi trabajo, cuando, de pronto, me topé con los ávidos ojos azules de mi querida compañera de trabajo y mi mejor amiga: Carlota, que me miraba sorprendida. Después de unos segundos de duro escrutinio, decidió levantarse. Llevaba un dosier en las manos y al verlo resoplé; lo último que esperaba es que viniera a preguntarme algo. Yo no solía ser muy mal hablada, exceptuando cuando me enfadaba mucho o estaba resentida, algo un poco habitual en mí; en esos casos, las perlas que salen por mi boca son genuinas. No me enorgullezco de ello, pero es algo que nunca he podido evitar. Tengo un humor cambiante: tan pronto estoy feliz, como me siento en la más mísera desgracia. Mucha gente diría que sufro de una enfermedad mental —que no digo yo que en algún momento de mi vida no haya sido así—, aunque en línea generales prefiero pensar que es porque soy géminis; me resulta más confortante y menos preocupante, la verdad. Por suerte, después de las vacaciones de Navidad estábamos hasta los topes de trabajo; el día de los enamorados estaba más cerca que lejos y había que pulir bastantes libros para mandarlos a la imprenta, así que, mi querida amiga no se movió de su zona. Le entregó el dosier a su compañera y devolvió la vista a su mesa. Suspiré aliviada mientras escuchaba música celestial, y al rato recibí un mensaje en mi ordenador: Te has librado por muy poco. Luego me cuentas. Y ¡controla esa boca! ¡Puta loca! Se me escapó una risita que intenté ocultar con un estornudo, me atusé el pelo y devolví la vista a mi escritorio; estaba nerviosa, aun así, me froté la cara y volví a lo mío, tenía mucho trabajo por hacer. Yo solo me encargaba del sello romántico-erótico, y aunque parezca que últimamente está de moda, mis compañeros encargados del sello de thriller y misterios estaban aún más desbordados, por no mencionar el puñado de manuscritos que me estaban esperando ansiosos. Dudé si aquella música era real o producto de mi subconsciente, que había encontrado la forma de avisarme que tenía mucho que hacer. El caso es que, de una manera algo perturbadora, cada vez que apartaba los ojos de ellos podía escuchar una música de tambor insistente. ¡Vamos!, el mismo sonido que hace el juego de Jumanji. Me encanta esa película, pero la versión antigua, la de Robin Williams, no la mierda de remake que han querido hacer; deberían matarlos a todos por convertir esa película tan chula, en una vergonzosa «ida de olla». Bueno, quizá matarlos no, Joe Black me cae bien: con unos azotes me conformaba. Mi amigo Izan, que aparte de ser mi amigo fue mi psicólogo, se echó a reír cuando le pregunté si eso confirmaba mi teoría de que estaba como una auténtica regadera, pero él no dijo nada. ¿El que calla otorga? Me recosté en la silla resoplando, miré la pantalla de mi ordenador, en la que ahora lucía un salvapantallas con distintas fotos molonas que había seleccionado un día que estaba de muy buen humor, me miré los dedos y, con un suave roce de mi índice sobre el ratón, la pantalla volvió a mostrarme ese mail que me había dejado con la boca abierta. Pero ahora tenía mucho trabajo, tenía que concentrarme en leer varios capítulos de distintos manuscritos, hacer anotaciones y entregárselos a mi jefe esa misma tarde. No solía retrasarme con las tareas, pero había estado con una gripe «postvacacional» que casi acaba conmigo.


Cuando levanté la vista de la lectura, todo el mundo empezaba a moverse por la estancia de arriba abajo. Era la hora de comer, pero yo no podía permitirme ese lujo si quería salir a tiempo: debía quedarme y seguir leyendo; tenía que hacer anotaciones que luego repasaría mi ser superior, y enviar varios libros, ya casi perfectos, a falta de un último repaso para la imprenta; aunque en ese momento hasta una simple mota de polvo me pareciera toda una maravilla. Entré a trabajar en la editorial como becaria unos años atrás. Conseguí el puesto por pura suerte, ya que era una editorial muy importarte, en plena expansión, y conseguir que admitieran un currículum, era una locura. Trabajé muy duro para mantener mi puesto y, si era posible, poder ascender. Y lo conseguí. No es porque me llevara a las mil maravillas con mi jefe, que también, sino porque siempre solía ser muy concienzuda y eficaz. Menos hoy. —Nadia, ¿no piensas comer hoy? —Levanté la vista y me encontré con los ojos de Carlota, que me escudriñaban intentando adivinar, sin éxito, mi salida de tono anterior—. Tengo que adelantar esto, Carlota. Mira mi mesa… Me está dando una ansiedad de cojones—. ¿Ya estás en pleno siroco? —Fruncí el ceño y negué con la cabeza—. ¿Quieres que te traiga algo cuando suba?—Pues si me trajeras un café… no podría negarme—. Pero ¡si ya tienes uno casi lleno! — dijo señalando mi enorme taza—. Ya, pero necesitaré otro. Me he tomado un antigripal y estoy en modo zombi. Sonrió con ganas y salió de aquella sala acompañada por otra de nuestras compañeras. Las observé de la misma forma que se observa a alguien que va a hacer algo divertido y tienes que quedarte en casa, haciendo nada y sintiéndote una basura sin reciclar. Pegué un sorbo al café, ahora helado, y empecé a leer varios capítulos. Conseguí concentrarme más de diez minutos seguidos y eso me animó a seguir; ya había conseguido despejar un cuarenta por cien de la mesa: eso me puso de muy buen humor. —¿Nadia? —Levanté la cabeza ensimismada por la historia que estaba leyendo, y casi me caigo de culo—. ¡Jacqueline! —Pegué un bote y salí disparada hacia ella, que me acogió en un abrazo típico de la señorita Amorós —. ¿Qué haces aquí? ¿Tenías cita con Alejo?—No —Sonrió—. Sé que está en Madrid. Jacqueline Amorós es una de las escritoras estrella de los últimos años.

Acababa de entrar a trabajar en la editorial cuando me topé con su manuscrito. Me entusiasmó al instante, y no fue porque a esa edad me entusiasmara con facilidad , sino porque, en realidad, era un proyecto increíble. Hice tal resumen de él, que mi jefe —por aquel entonces, desconocido— no pudo hacer otra cosa que leérselo de cabo a rabo. Gracias a su manuscrito ascendí—. Sí, ayer tuvo la presentación de Aníbal, pero esta tarde sobre las siete estará aquí. ¿Quieres que le diga algo?—No, he venido a verte a ti. Me quedé de piedra. ¿A mí? ¿Por qué? La miré detenidamente: estaba radiante; todo lo radiante que se puede estar criando tres hijos de la misma edad y escribiendo bestsellers a la vez. Pero aun así estaba muy guapa. Me pregunté dónde estaría aquel adonis que tenía como marido. Luego deseché el pensamiento, ya que, creo que las pupilas se me habían dilatado un poco al pensar en ese mastodonte de testosterona que nos saludaba todas las mañanas desde la valla publicitaria situada cerca de nuestro edificio. Los primeros meses, todas nos tomábamos el café frente a la ventana del cuarto piso. Organizábamos un encuentro especial cuando cambiaban la foto según la temporada. Los encuentros los seguimos haciendo, ¡y que no falten!—Nadia, no quiero ser inoportuna, pero necesito un café más que respirar, estoy que me duermo por las esquinas—. No lo eres —Sonreí—. Yo también estoy algo zombi, aunque creo que lo mío es genético. —Lo mío también. Aunque tener tres Pitbull como hijos, creo que también influye —Se llevó las manos a la cabeza—. ¿Cómo pueden no cansarse? Me gustaría saber exactamente qué narices le ponen a la leche de bebés, creo que los inflan a LSD o algo. Ayer hicieron llorar a Klaus —La miré sorprendida—. Hablo en serio, se echó a llorar, literal. Nos echamos a reír y nos pusimos en camino a una de mis salas preferidas de la editorial. Era una sala espaciosa con grandes ventanales. Al entrar allí parecía que se viajara a otro lugar. Las paredes estaban pintadas de un blanco impoluto y había varios cuadros colgados, la mayoría correspondía a los libros con más éxito de la editorial.

Jacqui, así la llamábamos cariñosamente los que más confianza teníamos con ella, se quedó prendada mirando todas aquellas portadas. Las había visto millones de veces, pero siempre las miraba como si fuera la primera vez que las veía. Yo, mientras, me dispuse a preparar el café: personalmente prefería el café de cafetera, pero la Nespresso era demasiado tentadora, y todo lo que consistiera en ahorrar tiempo me parecía perfecto. Siempre tenía prisa, siempre. Coloqué las tazas sobre la mesa redonda y cogí el bol de galletas. No tenía hambre, pero aun así cogí una galleta. Jacqui me miraba divertida observando todas mis expresiones; le sonreí intentando ignorar la incipiente vergüenza que estaba empezando a apoderarse de mí. —Dime, Jacqui, ¿en qué puedo ayudarte? Parpadeó varias veces con sus pequeños ojos verdes y sonrió después de torcer su cabeza en un gesto que me hizo sonreír. —Quiero que leas esto —Abrió su bolso y sacó un dosier con muchas páginas. La miré sorprendida: sus manuscritos pasan directamente a Alejo. A veces echo alguna ojeada, pero nada relevante—. Es un manuscrito, me gustaría que lo leyeras. —Pero, Jacqui…, esto es cosa de Alejo. —No es mío —Abrí los ojos de par en par—. Sé que este no es el método habitual, pero te agradecería que me hicieras el favor de leerlo. Luego toma la decisión que consideres. —¡Madre mía! —Suspiré con el manuscrito en mis manos—. Jacqueline, tienes mucho talento, reconoces un buen libro en cuanto lo lees, ¿para qué me necesitas? Sabes que Alejo lo publicaría si eres tú quien se lo recomienda. —Eso lo sé, pero tú eres muy buena. Sabes ver el ángel de las historias, sabrás hacerle una buena recomendación a Alejo, y el destino hará el resto. —Jacqueline, yo… —Nadia, tú fuiste la primera en leer mi primer borrador, hiciste un resumen de los capítulos magnifico, puede que si otra hubiera topado con la historia jamás se habría publicado. Fuiste capaz de ver algo en Si tan solo fuera sexo que solo creía ver yo. Léete esto, me lo tomaré como un favor personal. Asentí agachando la cabeza y mirando con atención aquel manuscrito. ¡Como si no tuviera ya trabajo! Bueno, lo leería fuera del horario laboral.

Me alagaba que Jacqueline me confiara aquel manuscrito; si a ella le parecía bueno, a mí me gustaría mucho, estaba completamente segura. Miré con atención el título impreso en letra gruesa y negra: IDEM. Fruncí el ceño y miré a Jacqui que estaba haciendo una mueca. —De acuerdo, estaré encantada de… —La observé detenidamente—. Jacqui, ¿estás bien? —Sí, sí tranquila, tan solo me ha dado un leve vahído. —Te has quedado blanca. ¿Necesitas algo? —No, tranquila —Se pasó las manos por la cara—. Es normal en mi estado. Bajé la vista al manuscrito y pasé mis dedos por el plástico que cubría la primera página, de repente caí. —¿En tu estado? —Ella me sonrió —. ¡Oh! ¡Por Dios! ¿No estarás…? —Sí —Se echó a reír, y a mí me entró el pánico—. De dos meses. Nadia, estoy embarazada, no me voy a morir, quita ya esa cara de terror. Me avergoncé al instante. —Lo siento, Jacqui. Tengo dos sobrinos de la edad de tus hijos, y cuando mi hermana los deja a mi cargo algún fin de semana, acabo pensando en el suicidio. No quiero imaginar lo que será para ti. Tienes tres terremotos de cuatro años, pensaba que no te habrían quedado ganas. —Supongo que sigo subestimando la puntería de Klaus. ¡Mea culpa! Sonreí como una tonta. —¡Jacqui! —Dio un brinco—. El café no es bueno en tu estado, no deberías tomarlo. —Bobadas, si no fuera por el café caería muerta varias veces al día — Estaba riéndome cuando sentí sus manos sobre las mías—. Te agradezco de corazón que leas esto, de veras. —¡Cállate, mujer! Será todo un placer.

Por cierto, ¿tienes la carta de presentación del escritor? —No, escribe bajo un seudónimo, solo sé que es un hombre, ¡y qué hombre! —Levanté una ceja —. Cuando hayas leído dos líneas, me entenderás. —Sonreí—. Encontré su novela en un foro y me puse en contacto con él. Me facilitó el manuscrito hace apenas unos días, en la última página hay una dirección de correo electrónico de contacto. —¿Él sabe lo que estás haciendo? —Le comenté que se lo enseñaría a mis editores, pero no le aseguré nada. —¿Y te confió una obra suya, así sin más? —Supongo que tengo cara de ser una persona de la que se puede confiar. Además, está registrada. —De acuerdo, Jacqui, te diré algo cuando la empiece a leer. Estuvimos un rato más hablando, poco después se marchó y me dejó con un manuscrito de al menos cuatrocientas páginas. Lo metí en mi bolso y me dispuse a seguir con mi tarea, que ese día parecía no tener fin. Capítulo 2 Apuntaban las siete y media de la tarde cuando dejé los manuscritos con sus respectivos comentarios en la mesa vacía de Alejo. Resoplé al sentirme por fin libre. Agarré el bolso para irme, cuando caí en que tenía el ordenador encendido. Deshice mis pasos y volví a mi cubículo, que estaba hasta las narices de verme aquel día; siempre he pensado que si los objetos hablaran, acabarían con nuestra autoestima. Cuando moví el sensor, la pantalla se iluminó mostrándome el motivo por el cual hoy había estado tan dispersa. Y sale de un salto, volando del agua sueña con ser un ser vivo con alma, Necesitaría equilibrar, Fuerzas que hay entre el bien y el mal. Y viene mi hada y me caigo de la cama Me miro al espejo y ya no soy una rana Me vuelven a desequilibrar, fuerzas que se han vuelto, Que se han vuelto a desatar. ¿Recuerdas? Más abajo te dejo mi número. Avísame cuando leas esto. Atentamente, Alan. —¡La leche! —Sí, lo sé. —Me recosté en el cómodo asiento del coche de Carlota. —Joder, ¡la leche!, ha usado tú canción preferida de Extremoduro… ¡Joder! —Bueno, vale ya. Céntrate, que al final nos chocaremos con alguien — comenté refunfuñando mientras miraba por la ventanilla.

Mi reflejo era un espanto: mi pelo avellana, que esa mañana lucia recogido en una perfecta coleta, ahora estaba hecho una maraña de «pelajos» sueltos. Mis ojos miel parecían cansados junto a sus fieles acompañantes, mis amadas ojeras… En definitiva: ¡mi cara era un poema! Al menos estaba feliz porque aquella mañana había conseguido meterme la falda que me había motivado a hacer dieta durante tres meses; rezaba por no recuperar los kilos en solo quince días. —¿Cuánto hace que no habláis? —Unos cuatro años, hasta que la tarada de su novia le puso un ultimátum. —Nunca me contaste la historia de Alan del todo. Cuando te conocí me hablabas de él como un amigo —Sabía que me estaba mirando, pero yo seguía con los ojos puestos en la ventanilla, viendo la calle pasar. —No hay mucho que contar —Resoplé—. Salimos juntos cuando éramos unos críos. Él era un friki, algo gordito y encantador: me enamoré al instante. Le encantaba la lectura, los poemas y Extremoduro; creo que eso tuvo bastante que ver en que me pillara tanto de él. Era unos años mayor que yo y… ¡bueno!, lo experimenté todo con él —La miré y vi que sonreía—. No recuerdo exactamente por qué lo dejamos, hace unos siete años de aquello. —¿Y os hicisteis amigos? Yo te escuchaba hablar con él a menudo. —Amigos no, solo que él siempre fue especial, pero el momento no era el adecuado. Yo era más joven y tenía menos paciencia que ahora, y… ¡Yo que sé! Al tiempo de dejarlo empezamos a mandarnos mails y a llamarnos; era una relación algo rara, la verdad, pero nunca más volvimos a quedar. —¿Cómo? —Volvió la vista a mí—. ¿No lo has visto en siete años? —No. —¿Por qué? —Primero, porque era mejor así. Y segundo, porque se fue a estudiar fuera. En esa época fue cuando te conocí, por eso me llamaba tanto, se sentía bastante solo en otro país. —Y ahora, hace cuatro años que no hablabais… —Sí. —Porque su novia se puso celosa… —Imagino. —¿Y ahora te habla?¿Así sin más? —Sí. —¿Cuántos años tiene ahora? —Treinta y dos años, creo —Fijé la mirada en el techo del coche en actitud pensativa e hice un cálculo rápido—. Sí, creo que treinta y dos o por ahí: es cinco años mayor que yo. —Vaya, debes tener mucha curiosidad por verle otra vez.

—No ha dicho que quiera verme, solo quiere hablar conmigo —Me miró, pero no añadió nada más. Me despedí de Carlota y entré en mi casa con la energía de una pulga. Al menos, Carlos había tenido la decencia de dejar el piso. Había malgastado tres años de mi vida confiando en un capullo mentiroso, ¡qué menos que ser algo bondadoso! Me había dejado todos mis ahorros en comprarle su mitad de la casa, pero podía sentir aquel lugar como mi propia casa. Me arrastré por la amplia y silenciosa estancia, solo el sonido de mis pies rompía el silencio del lugar. Fui directa al baño, solo un baño relajante podría ayudarme a pensar. Estaba hirviéndome viva en el agua, aunque también abrumada por el aroma a vainilla de las sales de baño, y… pensé en Alan. Lo cierto es que sí que sentía bastante curiosidad por saber qué tal estaba. Mi vena cotilla y detectivesca había estado buscándolo por la red, pero por más que busqué nunca encontré nada. Alan no tenía Facebook ni ningún otro perfil público en internet. La verdad es que me moría por ver cómo estaba , saber si le habría cambiado la cara de niño a hombre, ver si se le había caído el pelo o lucía una melena heavy, ¡no sé…! Me moría por saber detalles. A mí, todo, me gustaba con detalles: no podía evitarlo. Sonreí al recordar cómo, durante nuestros primeros meses, nunca se quitó la camiseta, ni siquiera para hacer el amor. Le costó sentirse cómodo con su físico. Lo recordaba también como alguien muy tranquilo y vulnerable. Seguramente se habría casado, tendría algún hijo, estaría medio calvo y con algo de barriga. No tardó ni diez minutos en responder a mi mensaje, me sorprendió que no me llamara, pero de todas formas sonreí. Debía reconocer que me ponía algo nerviosa la situación. Al final quedamos en vernos al día siguiente, sobre las ocho de la tarde en la cafetería cerca de la editorial. No pude evitar corretear como una gallina por todos los armarios buscando algo que ponerme, pero terminé enfadándome: ¡necesitaba ropa! Y muchos millones de euros; por pedir, que no quede. Sobre las tres de la madrugada estaba en la cama tapada hasta las orejas y los ojos abiertos como los búhos, no había manera de conciliar el sueño. Llevaba días así: la ruptura con Carlos había tenido mucho ver el último mes con mi insomnio. Pero aquella noche había otro motivo añadido, mi próxima cita con Alan. Después de dar más vueltas de las que podía contar, me di por vencida, me levanté pesarosa de la cama y arrastré los pies hasta la cocina, donde me preparé un té con miel.

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2 comentarios

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  1. Amo essa escritora. Gracias me alegraram lá vida!

    1. Hola! Sabes porque ya se llama Sr.Moore y no Ídem?

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