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Soy el Número Cuatro – Pittacus Lore

VINIMOS NUEVE A LA TIERRA. Tenemos el mismo aspecto que vosotros. Hablamos igual que vosotros. Vivimos entre vosotros. Pero no somos como vosotros. Podemos hacer cosas que solo podéis imaginar. Tenemos poderes con los que solo podéis soñar. Somos más fuertes y rápidos. Somos los superhéroes a los que admiráis en las películas y los cómics… pero nosotros existimos de verdad. Nuestro plan era crecer y fortalecernos para enfrentarnos unidos a ellos. Pero ellos nos encontraron antes y empezaron a cazarnos. Ahora, todos vivimos huyendo, entre las sombras, en lugares donde nadie nos buscaría, mimetizándonos. Hemos vivido entre vosotros sin que lo supierais.


 

LA PUERTA EMPIEZA A TEMBLAR. ES MUY endeble, hecha simplemente con tallos de bambú sujetos con cordeles deshilachados. El temblor es leve, y cesa casi al momento. Ambos levantan la cabeza para escuchar: un muchacho de catorce años y un hombre de cincuenta, que todos toman por su padre pero que en realidad nació muy cerca de otra selva, en otro planeta, a cientos de años luz de distancia. Están desnudos de cintura para arriba, tumbados a ambos lados de la choza, con una mosquitera encima de cada catre. Oyen un crujido lejano, como de un animal rompiendo una rama, pero en este caso suena como si se hubiera roto el árbol entero. —¿Qué ha sido eso? —pregunta el muchacho. —Chist —responde el hombre. Oyen el chirriar de los insectos, nada más. El hombre acerca sus piernas al borde del catre cuando el temblor se reanuda. Un temblor más prolongado y firme, y después otro crujido, esta vez más cercano. Poniéndose en pie, el hombre camina despacio hacia la puerta.


Silencio. Haciendo una profunda inspiración, acerca cautelosamente la mano al pestillo. El muchacho se incorpora. —No —susurra el hombre, y en aquel instante el filo de una espada, largo y reluciente, de un brillante metal blanco que no existe en la Tierra, atraviesa la puerta y se hunde profundamente en el pecho del hombre, asomándose quince centímetros por su espalda para retirarse después con rapidez. El hombre gime. El muchacho emite un grito ahogado. El hombre respira una última vez y pronuncia una sola palabra—: Corre. Acto seguido, el hombre cae inerte al suelo. El muchacho se aleja de un salto del catre y atraviesa la pared posterior. No se molesta en buscar la puerta o una ventana; se abre paso literalmente a través de la pared, que se rompe como si fuera de papel aunque está hecha de resistente caoba africana. Irrumpe en la noche congoleña, salta sobre los árboles, corre a una velocidad cercana a los cien kilómetros por hora. Su visión y audición son superiores a las humanas. Esquiva árboles, rompe lianas enredadas, salva pequeños arroy os con un simple salto. Unos pasos firmes le siguen de cerca, acortando distancias por segundos. Sus perseguidores también tienen dones. Y llevan algo consigo. Algo de lo que el muchacho solo ha oído rumores, algo que nunca había creído que vería en la Tierra. Los crujidos se acercan. El muchacho oye un rugido bajo pero intenso. Sabe que lo que le persigue está ganando velocidad. Al frente ve un claro en la vegetación. Cuando llega, se encuentra frente a una enorme quebrada, de cien metros de ancho por cien metros de profundidad, con un río discurriendo al fondo. La orilla del río está cubierta de enormes peñascos. Peñascos que le destrozarían si cay era sobre ellos. Su única salida es atravesar la quebrada.

Podrá hacer una corta carrerilla y un solo salto, una sola oportunidad de salvar la vida. Incluso para él, o para cualquiera de los demás que hay como él en la Tierra, es un salto casi imposible. Retroceder, bajar o intentar enfrentarse a ellos implica una muerte segura. No habrá una segunda oportunidad. Detrás de él surge un rugido ensordecedor. Ellos se encuentran a cinco, diez metros de distancia. El muchacho da cinco pasos atrás, empieza a correr… y, justo antes del borde, se despega del suelo y vuela sobre la quebrada. Pasa tres o cuatro segundos en el aire. Grita, con los brazos extendidos frente a él, esperando la salvación o el fin. Alcanza el otro lado y da tumbos en el suelo hasta detenerse al pie de una secuoya. Sonríe. No puede creerse que lo haya conseguido, que vaya a sobrevivir. Deseando no ser visto, y sabiendo que debe alejarse de ellos, se levanta. Tendrá que seguir corriendo. El muchacho se da la vuelta hacia la vegetación. Al hacerlo, una enorme mano se enrosca en su garganta y le levanta del suelo. Él forcejea, patalea, intenta soltarse, pero sabe que es inútil, que es el fin. Debería haber supuesto que estarían a ambos lados, que una vez le encontraran ya no habría escapatoria. El mogadoriano levanta al muchacho para mirarle el pecho, para ver el amuleto que lleva colgado al cuello y que solo él y los de su especie pueden portar. Lo arranca y, tras guardarlo en alguna parte del interior de la larga capa negra que lleva puesta, su mano reaparece empuñando la reluciente espada de metal blanco. El muchacho mira los profundos, anchos e impasibles ojos negros del mogadoriano y habla. —Los legados viven. Se encontrarán unos a otros y, cuando estén preparados, os destruirán. El mogadoriano suelta una carcajada, una risotada desagradable y burlona. Levanta la espada, la única arma del universo capaz de romper el encantamiento que hasta hoy ha protegido al muchacho y que sigue protegiendo a los demás.

La hoja se enciende con una llama plateada al apuntar al cielo y parece cobrar vida, como si conociera su cometido y sonriera con una mueca de expectación. Y, mientras la espada cae atravesando la oscuridad de la selva con un arco de luz, el muchacho sigue convencido de que una parte de él sobrevivirá, que una parte de él llegará a casa. Cierra los ojos justo antes de que la espada le golpee. Y entonces llega el fin. CAPÍTULO UNO AL PRINCIPIO ÉRAMOS NUEVE. NOS FUIMOS cuando éramos pequeños, casi demasiado pequeños para recordarlo. Casi. Me han dicho que el suelo tembló, que los cielos se llenaron de luces y explosiones. Nos encontrábamos en el periodo anual de quince días en el que las dos lunas están suspendidas a ambos lados del horizonte. Era un momento festivo, y al principio las explosiones se confundieron con fuegos artificiales. No lo eran. Hacía calor, y soplaba una suave brisa procedente del mar. El tiempo siempre se menciona: hacía calor, soplaba una suave brisa. Nunca he entendido por qué eso es importante. Lo que recuerdo más nítidamente es cómo estaba mi abuela aquel día. Se la veía frenética y triste. Tenía lágrimas en los ojos. Detrás de ella estaba mi abuelo, y recuerdo la forma en que sus gafas reflejaban las luces del cielo. Hubo abrazos. Ambos intercambiaron algunas palabras, pero no recuerdo cuáles eran. Nada me atormenta más que eso. Tardamos un año en llegar. Yo tenía cinco. Debíamos integrarnos en la cultura hasta que Lorien pudiera albergar vida de nuevo y nosotros regresáramos al planeta. Los Nueve teníamos que dispersarnos, ir cada uno por nuestro lado.

Nadie sabía por cuánto tiempo. Todavía no lo sabemos. Ninguno de los demás sabe dónde estoy, ni yo sé dónde están ellos, ni qué aspecto tienen ahora. Es así como estamos protegidos, gracias al encantamiento que lanzaron sobre nosotros cuando nos fuimos. Un encantamiento que garantiza que solo se nos pueda matar por orden numérico, uno a uno, siempre y cuando nos mantengamos separados. Si nos reuniéramos, se rompería el encantamiento. Si encuentran y matan a uno de nosotros, una cicatriz circular aparece en torno al tobillo derecho de los que quedamos vivos. En nuestro tobillo izquierdo, formada cuando se conjuró el hechizo lórico, se encuentra una pequeña cicatriz idéntica al amuleto que portamos cada uno de nosotros. Las cicatrices circulares también forman parte del encantamiento. Es un sistema que nos advierte de cuál es nuestro lugar respecto a los demás, y de cuándo vendrán a cazar al siguiente de la lista. La primera cicatriz llegó cuando tenía nueve años. Me despertó mientras dormía, al sentirla quemándose en mi carne. Vivíamos en Arizona, en una pequeña localidad fronteriza cerca de México. Me desperté gritando de dolor en mitad de la noche, aterrorizado, mientras la cicatriz se grababa a fuego en mi carne. Era la primera señal de que los mogadorianos habían encontrado finalmente nuestro escondite en la Tierra, y de que estábamos en peligro. Hasta que se presentó la cicatriz, casi había llegado a convencerme de que mis recuerdos eran erróneos, de que lo que me había contado Henri no era cierto. Quería ser un chico normal con una vida igual de normal, pero entonces supe, más allá de cualquier duda o argumentación, que no lo era. Al día siguiente nos trasladamos a Minnesota. La segunda cicatriz llegó cuando tenía doce años. Estaba en la escuela, en Colorado, participando en una competición de deletreo. En cuanto empezó el dolor, supe lo que estaba ocurriendo, lo que le había sucedido al Número Dos. El dolor era lacerante, aunque más soportable que en la primera ocasión. Podría haber permanecido en el escenario, de no ser porque el calor acabó incendiándome el calcetín. La maestra que estaba dirigiendo la competición me roció con un extintor y me llevó a toda prisa al hospital. El doctor que estaba en la sala de urgencias vio la primera cicatriz y avisó a la policía.

Cuando Henri se presentó, amenazaron con detenerle por malos tratos. Sin embargo, como no estaba cerca de mí cuando apareció la segunda cicatriz, tuvieron que dejarle en libertad. Nos subimos al coche y nos fuimos a otra parte, esta vez a Maine. Dejamos atrás todas nuestras pertenencias excepto el cofre lórico que Henri se lleva en cada uno de los traslados, veintiuno en total. La tercera cicatriz apareció hace una hora. Estaba sentado en un pontón, una embarcación perteneciente a los padres del chico más popular del instituto, que estaba dando una fiesta allí sin que ellos lo supieran. Nunca me habían invitado a una fiesta del instituto. Como era consciente de que podríamos tener que hacer las maletas en cualquier momento, siempre había sido un chico reservado. Pero todo parecía haberse calmado en los dos últimos años. Henri no había visto nada en las noticias que pudiera conducir a los mogadorianos hacia nosotros, o que pudiera alertarlos de nuestra presencia. Fue así como hice un par de amigos. Y uno de ellos me presentó al chico que daba la fiesta. Nos reunimos en un muelle. Había tres neveras, música y chicas a las que había admirado desde lejos pero a las que nunca había hablado, aunque me habría gustado. El pontón se separó del muelle y se adentró media milla en el golfo de México. Yo estaba sentado en el borde de la embarcación con los pies en el agua, hablando con una chica muy guapa, morena y de ojos azules llamada Tara, cuando noté que iba a llegar otra cicatriz. El agua que estaba en contacto con mi pierna empezó a hervir, y el tobillo brillaba en la parte donde la cicatriz estaba grabándose. El tercero de los símbolos lóricos, la tercera advertencia. Tara se puso a chillar y la gente empezó a apiñarse a mi alrededor. Sabía que no habría forma de explicar aquello. Y que tendríamos que irnos de inmediato. Ahora, hay mucho más en juego. Han encontrado al Número Tres, estuviera donde estuviera, y ahora estaba muerto o muerta. Intenté calmar a Tara, le di un beso en la mejilla, y le dije que me alegraba de haberla conocido y que esperaba que tuviera una vida larga y maravillosa. Salté al mar desde la borda de la embarcación y empecé a nadar (bajo el agua todo el tiempo, excepto en una ocasión a medio camino para tomar aire) tan rápido como pude hasta alcanzar la orilla.

Después, corrí en paralelo a la autopista, justo dentro del linde del bosque, alcanzando velocidades may ores que las de cualquier coche. Cuando llegué a casa, Henri estaba frente a la batería de pantallas y monitores que utilizaba para seguir no solo las noticias de todo el mundo, sino también la actividad policial en nuestra zona. Supo lo que ocurría sin que yo abriera la boca, si bien me remangó el pantalón empapado para ver las cicatrices. Al principio éramos nueve. Tres han muerto. Ahora quedamos seis. Están persiguiéndonos, y no cesarán hasta que nos hayan matado a todos. Soy el Número Cuatro. Sé que soy el siguiente. CAPÍTULO DOS ESTOY PLANTADO EN EL CAMINO DE ENTRADA, observando la casa por última vez. Es de color rosa claro, parecido al glaseado de un pastel, con unas columnas de madera que la sostienen tres metros por encima del suelo. Una palmera se balancea en la parte frontal. Detrás de la casa, un muelle se adentra veinte metros en el golfo de México. Si la casa estuviera un kilómetro más al sur, el muelle se encontraría ya en el océano Atlántico. Henri sale de la casa cargando con la última de las cajas, algunas de las cuales se habían quedado sin abrir después de nuestra última mudanza. Cierra la puerta y cuela las llaves por la ranura para el correo. Son las dos de la madrugada. Lleva unos pantalones cortos de color caqui y un polo negro. Es de tez muy morena, y su cara sin afeitar le da un aire alicaído. Marcharse también le entristece. Deja caer las últimas cajas en la parte trasera de la camioneta con el resto de nuestras cosas y dice: —Se acabó. Yo asiento con la cabeza. De pie, contemplamos la casa y escuchamos el viento que atraviesa las hojas de la palmera. En la mano llevo una bolsa de apios. —Echaré de menos esta casa —digo—.

Más que las demás, incluso. —Yo también. —¿Hay que hacer la quema ahora? —Sí. ¿Quieres hacerla tú, o prefieres que la haga yo? —Ya la hago yo. Henri se saca la cartera del bolsillo y la tira al suelo. Yo saco la mía y hago lo mismo. Él se acerca a la camioneta y vuelve con pasaportes, certificados de nacimiento, tarjetas de la seguridad social, talonarios de cheques y tarjetas bancarias, y lo arroja todo al suelo. Todos los documentos y materiales vinculados con nuestra identidad, todos ellos falsificados, en un solo sitio. Cojo de la camioneta un pequeño bidón de gasolina que guardamos para emergencias y la vierto sobre el montoncito. Mi nombre actual es Daniel Jones. Mi historia es que crecí en California y me mudé aquí debido al trabajo de programador informático de mi padre. Pero Daniel Jones está a punto de desaparecer. Enciendo una cerilla y la dejo caer sobre el montoncito, que prende fuego. Otra de mis vidas, eliminada. Henri y yo observamos el fuego, como hacemos siempre. « Adiós, Daniel —pienso—. Ha sido un placer conocerte» . Cuando el fuego se extingue, Henri me mira. —Tenemos que irnos. —Lo sé. —Estas islas no eran un lugar seguro. Es demasiado difícil abandonarlas con rapidez, demasiado difícil escapar de ellas. Ha sido una imprudencia venir aquí. Asiento otra vez. Tiene razón, lo sé.

Pero aun así me cuesta irme. Vinimos por decisión mía: Henri me había dejado elegir nuestro destino por primera vez. Llevábamos aquí nueve meses, el mayor tiempo que habíamos estado en un lugar desde la huida de Lorien. Echaré de menos el sol y el tiempo cálido. Y la salamanquesa que me observaba desde la pared todas las mañanas mientras desay unaba. Aunque hay millones de salamanquesas en el sur de Florida, juraría que esta me seguía al instituto y a todas partes adonde iba. Echaré de menos las tormentas que llegaban sin avisar, y la quietud y el silencio que reinaban a primera hora de la mañana antes de la llegada de las golondrinas de mar. Echaré de menos los delfines que a veces salían a comer cuando se ponía el sol. Y echaré de menos incluso el olor a azufre de las algas que se pudrían en la orilla del mar, y la forma en que llenaba la casa e impregnaba nuestros sueños cuando dormíamos. —Encárgate de los apios, y yo te esperaré en la camioneta —dice Henri—. Tenemos que irnos ya. Me adentro en una arboleda que queda a la derecha de la camioneta. Unos ciervos de cola blanca estaban ya esperándome. Dejo la bolsa de apios a sus pies y me agacho para acariciarlos uno por uno. Me dejan tocarlos, pues hace tiempo que no se asustan de mí. Uno de ellos levanta la cabeza hacia mí. Sus ojos oscuros e inexpresivos me devuelven la mirada, y casi parece que esté transmitiéndome algo. Un escalofrío me sube por la columna. Después, baja la cabeza y sigue comiendo. —Buena suerte, amigos —les digo, y entonces vuelvo a la camioneta y salto al asiento del acompañante. Vemos empequeñecerse la casa por los retrovisores, hasta que Henri entra en la carretera principal y la casa desaparece. Es sábado. Me pregunto qué estará ocurriendo en la fiesta sin mí. Qué estarán diciendo sobre la forma en que me he ido y qué dirán el lunes cuando no vaya a clase. Ojalá hubiera podido despedirme.

Ya no volveré a ver nunca a las personas que he conocido aquí. Ya no volveré a hablar nunca con ellos. Y ellos nunca sabrán lo que soy ni por qué me he ido. Pasados unos meses, o tal vez unas semanas, seguramente y a nadie volverá a pensar en mí. Antes de llegar a la autopista, Henri para la camioneta para poner gasolina. Mientras aprieta la pistola del surtidor, decido echar un vistazo a la guía de carreteras que guarda junto al asiento. Tenemos esta guía desde que llegamos a la Tierra. Tiene unas líneas que unen todos los lugares donde hemos vivido. A estas alturas, las líneas se entrecruzan por todo el mapa de los Estados Unidos. Sabemos que deberíamos deshacernos de ella, pero la verdad es que es el único pedazo que tenemos de nuestra vida en común. La gente normal tiene fotos, vídeos y diarios; nosotros tenemos la guía. Cuando la cojo y la miro, me doy cuenta de que Henri ha trazado una nueva línea desde Florida hasta Ohio. Este estado me trae a la mente vacas, maizales y gente amable. Y sé que en las matrículas dice « EL CORAZÓN DE TODO» . Lo que significa ese « todo» , ya no lo sé, pero supongo que y a lo descubriremos. Henri vuelve a la camioneta. Ha comprado un par de refrescos y una bolsa de patatas. Arranca el motor y se dirige a la autopista US 1, que nos llevará al norte. Después, recoge la guía. —¿Tú crees que habrá gente en Ohio? —bromeo. —Alguien habrá, supongo —ríe él entre dientes—. Y puede que tengamos suerte y haya incluso coches y televisores. Yo asiento. Quizá no vay a tan mal como esperaba. —¿Qué te parece el nombre de John Smith? —pregunto.

—¿Te vas a quedar con ese? —Creo que sí —contesto—. Nunca me he llamado John, ni Smith. —Más común que ese nombre, no lo vas a encontrar. Debo decir que es un placer conocerle, señor Smith. —Sí, creo que John Smith me gusta —digo, y sonrío. —Fabricaré tus documentos cuando paremos. Un par de kilómetros después, hemos salido de la isla. Estamos cruzando el puente, con las aguas moviéndose bajo nosotros. Están tranquilas, y la luz de la luna centellea sobre las pequeñas olas, creando motas blancas en las crestas. A la derecha queda el Atlántico, y a la izquierda, el golfo; en esencia, se trata del mismo mar, pero con dos nombres distintos. Siento el impulso de llorar, pero no lo hago. No es solo porque esté triste por irme de Florida, sino porque estoy cansado de huir. Cansado de inventarme un nuevo nombre cada seis meses. Cansado de cambiar de casa, de instituto. Me pregunto si alguna vez podremos parar. CAPÍTULO TRES CUANDO LLEGA LA HORA DE COMER, PONER gasolina y comprar teléfonos nuevos, nos paramos en un área de servicio para camioneros, donde comemos pastel de carne y macarrones con queso (que es una de las pocas cosas superiores, según Henri, a cualquier cosa que tuviéramos en Lorien). Durante la comida, nos crea documentación nueva con su portátil, utilizando los nombres que hemos elegido. Los imprimirá cuando lleguemos y, para el resto del mundo, seremos quienes digamos que somos. —¿Seguro que quieres ser John Smith? —me pregunta. —Sí. —Naciste en Tuscaloosa, Alabama. —¿Cómo se te ha ocurrido eso? —digo, riendo. Él sonríe y me señala a dos mujeres sentadas a unas pocas mesas de distancia. Las dos están buenísimas. Una de ellas lleva una camiseta donde dice: « LAS DE TUSCALOOSA LO HACEMOS MEJOR» .

—Y allí es adonde iremos a continuación —dice. —Aunque suene raro, ojalá nos quedemos mucho tiempo en Ohio. —No me digas. ¿Te gusta la idea de vivir en Ohio? —Me gusta la idea de hacer amigos, de no tener que cambiar de instituto durante muchos meses, de tener una vida normal, si puede ser. Es lo que estaba empezando a tener en Florida. Era una vida bastante chula, y por primera vez desde que estamos en la Tierra, me sentía casi normal. Quiero encontrar un sitio en el que quedarme. Henri se queda pensativo. —¿Te has mirado hoy las cicatrices? —No, ¿por qué? —Porque no es en ti en quien tienes que pensar. Tienes que pensar en la supervivencia de nuestra especie, que fue exterminada casi por completo, y en la forma de mantenerte con vida. Cada vez que muere uno de nosotros… cada vez que muere uno de vosotros, los de la Guardia, nuestras posibilidades disminuy en. Eres el Número Cuatro, el siguiente de la lista. Tienes una raza entera de crueles asesinos persiguiéndote. Nos iremos a la primera señal de peligro, y no pienso debatirlo contigo. Henri conduce todo el tiempo. Entre los descansos y la creación de los nuevos documentos, tardamos unas treinta horas. Me he pasado casi todo el rato durmiendo o echando partidas de videojuegos. Gracias a mis reflejos, puedo dominar la may oría de los juegos rápidamente. Lo máximo que he tardado en completar un juego entero es un día. Los que más me gustan son los de naves espaciales y batallas con alienígenas. Me imagino que estoy en Lorien, combatiendo a los mogadorianos, haciéndoles pedazos, reduciéndolos a cenizas. A Henri eso le parece un poco raro, e intenta convencerme de que deje de hacerlo. Dice que tenemos que vivir en el mundo de verdad, donde la guerra y la muerte son reales, no imaginarios. Al terminar una partida más, levanto la vista. Estoy cansado de estar sentado en la camioneta.

El reloj del salpicadero señala las 7.58. Bostezo y me froto los ojos. —¿Cuánto falta? —Ya casi hemos llegado —contesta Henri. Fuera está oscuro, pero hay un tenue resplandor al oeste. Vemos granjas con caballos y rebaños, y luego campos yermos, y después seguimos hasta que los árboles ocupan todo el campo visual. Eso es justo lo que Henri quería, un lugar tranquilo en el que pasar desapercibidos. Una vez por semana, se pasa seis, siete, ocho horas seguidas haciendo búsquedas por Internet para poner al día su lista de viviendas alquilables en cualquier parte del país que cumplan sus requisitos: aisladas, rurales, disponibilidad inmediata. Me ha dicho que ha sondeado tres sitios más (una llamada a Dakota del Sur, otra a Nuevo México, otra a Arkansas) antes de encontrar la casa donde viviremos ahora. Unos pocos minutos más tarde vemos luces diseminadas que anuncian la presencia del pueblo. Pasamos junto a un cartel que dice: BIENVENIDOS A PARADISE, OHIO 5243 HABITANTES —¡Menudo paraíso! —digo—. Este sitio es más pequeño todavía que donde estuvimos en Montana. —¿Para quién dirías que es un paraíso? —dice Henri, sonriendo. —¿Para las vacas? ¿Los espantapájaros, tal vez? Dejamos atrás una vieja gasolinera, un lavadero de coches, un cementerio, y poco después empezamos a ver viviendas. Son casas hechas de tablones, con unos diez metros de separación entre sí. La mayoría de ellas tienen adornos de Halloween colgados en las ventanas. Un camino enlosado atraviesa el jardín que separa las casas de la carretera. En el centro del pueblo hay una rotonda, y en mitad de ella se erige la estatua de un hombre a caballo empuñando una espada. Henri se detiene. Los dos miramos el monumento y nos reímos, más que nada porque esperamos que no se presente nadie más con espadas por aquí. Después, tomamos la rotonda y, cuando la hemos rodeado, el aparato GPS nos dice que giremos, y entonces empezamos a alejarnos del pueblo en dirección oeste. Conducimos seis kilómetros más antes de coger una carretera de gravilla a la izquierda, para pasar luego por campos sin cultivar que deben de estar repletos de maíz en verano, y atravesar después un frondoso bosque a lo largo de cerca de un kilómetro. Y es entonces cuando nos sale al paso, escondido entre la vegetación sin cortar: un oxidado buzón con unas letras negras pintadas a un lado que dicen: « 17 OLD MILL RD» . —La casa más cercana está a tres kilómetros de distancia —dice Henri, girando el volante. La maleza se abre paso a lo largo del camino de entrada de gravilla, que está lleno de charcos de agua turbia.

Finalmente, se detiene y apaga el motor. —¿De quién es ese coche? —pregunto, señalando el todoterreno negro tras el cual ha aparcado Henri. —Supongo que será la agente inmobiliaria. La casa está rodeada por siluetas de árboles. Tiene un aire inquietante en la oscuridad, como si quien viviera aquí antes se hubiese ido asustado, o expulsado, o ahuy entado. Salgo de la camioneta. El motor todavía crepita, y noto el calor que sale de él. Cojo mi mochila de la plataforma de carga de la camioneta y me quedo allí plantado, sin soltarla. —¿Qué te parece? —pregunta Henri. La casa tiene una sola planta. Tablones de madera. Gran parte de la pintura blanca se ha desconchado. Una de las ventanas delanteras está rota. Los tablones negros que cubren el tejado parecen combados y frágiles. Tres escalones de madera llevan a un pequeño porche con sillas desvencijadas. El jardín en sí es largo y descuidado. Hace mucho tiempo de la última vez que se cortó el césped. —Pues sí, es como un paraíso —comento. Nos acercamos juntos a la casa. En ese momento, una mujer rubia y bien vestida, de la edad de Henri más o menos, sale de la puerta principal. Va con traje de oficina y lleva un sujetapapeles y una carpeta; en la cintura de la falda tiene un BlackBerry enganchado. Nos sonríe. —¿El señor Smith? —Sí —dice Henri. —Soy Annie Hart, la agente de Paradise Realty. Hemos hablado por teléfono.

He intentado llamarle hace un rato, pero parecía tener el móvil apagado. —Sí, lo siento. La batería se ha agotado mientras veníamos. —Ah, a mí me da mucha rabia cuando me pasa eso —dice ella. Se acerca a nosotros y le da la mano a Henri. Me pregunta cómo me llamo y se lo digo, aunque por un momento estoy a punto, como me pasa siempre, de decirle « Cuatro» . Mientras Henri firma el contrato, ella me pregunta cuántos años tengo y me dice que su hija va al instituto del pueblo y que tiene más o menos mi edad. Es muy simpática y cordial, y se ve que le gusta charlar. Henri le devuelve el contrato y los tres entramos en la casa. Casi todos los muebles del interior están cubiertos con sábanas blancas. Los que no están tapados, tienen encima una gruesa capa de polvo e insectos muertos. Las mosquiteras de las ventanas parecen que vayan a romperse al tacto, y las paredes están recubiertas de láminas baratas de madera contrachapada. Hay dos dormitorios, una cocina de tamaño modesto con suelo de linóleo verde lima, y un baño. El salón es espacioso y rectangular, y está situado en la parte frontal de la casa. Hay una chimenea en el rincón más alejado. Cruzo el salón y dejo caer mi mochila en la cama de la habitación más pequeña. En ella hay un enorme póster descolorido de un jugador de fútbol americano con un uniforme naranja chillón. Está lanzando un pase, y parece estar a punto de ser aplastado por un jugador enorme con un uniforme de color negro y oro. Al pie dice: « BERNIE KOSAR, QUARTERBACK, CLEVELAND BROWNS» .

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