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Sin un adiós – Harlan Coben

Sería un error mirarla mientras hablaba. Sabía que sus palabras no podrían afectarle; su rostro y su cuerpo, sí. Sinclair se dio la vuelta para mirar a través de la ventana mientras ella cerraba la puerta. Era un día caluroso, y fuera vio a muchos estudiantes haraganeando al sol. Unos pocos jugaban al fútbol americano, pero la mayoría estaban tumbados sobre mantas; parejas acurrucadas, con los libros de texto desparramados a su lado, ignorados, ofreciendo la ilusión de que al menos habían tenido la voluntad de estudiar. Los reflejos dorados de una melena rubia llamaron su atención. La joven se volvió, y Sinclair reconoció a la bonita estudiante que asistía a su clase de las dos de la tarde. Media docena de chicos la rodeaban, todos ellos afanándose por captar su atención, todos ellos deseosos de atraer su sonrisa. De una de las habitaciones salía la música del último disco de Buddy Holly, que se desparramaba por todo el campus. Sinclair miró una vez más a la atractiva rubia. Distaba mucho de ser tan guapa como la morena que se hallaba tras él. —¿Y bien? —preguntó. La despampanante belleza asintió desde el otro lado de la habitación, pero se dio cuenta de que él evitaba mirarla. —Sí. Sinclair soltó un fuerte suspiro. Debajo de su ventana, algunos muchachos se apartaron de la rubia con rostros desilusionados, como si los hubieran eliminado de una competición; lo que, supuso, era exactamente lo que había sucedido. —¿Estás segura? —Por supuesto que estoy segura. Sinclair asintió, aunque no sabía por qué lo había hecho. —¿Qué vas a hacer ahora? Ella lo miró incrédula. —Corrígeme si me equivoco —comenzó muy enfadada—, pero creo que tú también estás implicado en esto. Una vez más, él asintió sin ningún motivo. En el campus, otro chico había sido expulsado del cuadrilátero, lo que solo dejaba a dos luchando por los presuntos favores de la rubia. Volvió su atención al partido de fútbol, y vio cómo un pase flotaba lentamente a través del aire húmedo. Un muchacho con el pecho desnudo alzó los brazos. El balón dio vueltas hacia él, le rebotó en la punta de los dedos y cayó al suelo.


Sinclair, concentrado en el juego, intuyó la desilusión del muchacho y continuó esforzándose por no hacer caso del poder que ella ejercía sobre su mente. Su mirada se volvió de nuevo hacia la chica rubia. Había escogido a un ganador y el perdedor se marchaba, cabizbajo y malhumorado. —¿Quieres hacer el favor de darte la vuelta y mirarme? Una sonrisa apareció en los labios de Sinclair, pero no era tan tonto como para caer en la trampa. No se expondría a sus increíbles armas. No permitiría que ella lanzase sobre él su hechizo sensual. Observó al joven que había conquistado a la rubia. Incluso desde su ventana del primer piso, podía ver el deseo en los grandes ojos del muchacho, que ahora se acercaba a ella para reclamar la presa ganada con tanto esfuerzo. El muchacho la besó, y sus manos comenzaron a moverse. El vencedor tomaba su trofeo. Sinclair desvió la atención hacia el edificio de la biblioteca. Tenía la sensación de estar invadiendo la intimidad de la joven pareja, ahora que la situación se había convertido en algo físico. Se puso un cigarrillo entre los labios. —Vete. —¿Qué? —Que te vayas. Haz lo que prefieras, pero no quiero verte aquí nunca más. —No puedes decirlo en serio. —Claro que puedo. —Encendió el cigarrillo—. Y lo hago. —Pero yo iba a decir… —No le digas nada a nadie. Esto ya ha ido demasiado lejos. Se produjo un silencio. Cuando ella habló de nuevo, su voz era suplicante y su tono lo exasperó. —Pero yo creía… Sinclair le dio una larga calada al cigarrillo, como si quisiera acabarlo de una vez.

Oyó un fuerte bofetón procedente del campus. La rubia había frenado de golpe las hormonas del joven cuando este estaba intentando ir más allá del inocente magreo. —Es obvio que has cometido un error. Ahora vete. —Eres un cabrón… —susurró ella. Él asintió de nuevo, pero esta vez en total acuerdo con lo dicho. —Haz el favor de largarte de mi despacho. —Cabrón… —repitió ella. Oyó el portazo. Los tacones altos resonaron en el suelo de madera, mientras la mujer más hermosa que había conocido salía del edificio cubierto de hiedra. Siguió mirando a través de la ventana sin fijarse en nada en particular. Con la visión desenfocada, su mundo se convirtió en una borrosa masa de hierba verde y edificios de ladrillos, y su mente se llenó con una serie de «¿y si…?». El rostro de la mujer flotó delante de sus ojos. Los cerró, pero la imagen no desapareció. «He hecho lo correcto. He hecho lo correcto. He hecho lo…». Abrió los ojos. El miedo lo dominó. Tenía que encontrarla, tenía que decirle que nada de lo que había dicho tenía sentido. Estaba a punto de girar la silla, levantarse y correr tras ella, cuando sintió que algo metálico se apoyaba en su nuca. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. —Cabrón. El disparo retumbó en el aire inmóvil. 1 17 DE JUNIO DE 1989 Laura abrió la ventana y dejó que la suave brisa tropical refrescase su cuerpo desnudo.

Cerró los ojos mientras el aire fresco de las palmeras le hacía cosquillas en la piel. Todavía le temblaban los músculos de las piernas. Se volvió hacia la cama y sonrió a David, el responsable de que sus piernas estuviesen en esa precaria situación. —Buenos días, señor Baskin. —¿Buenos días? —repitió David, y miró el reloj que había en la mesilla de noche, en medio de un silencio solo roto por el rumor de las olas al otro lado de la ventana—. Ya es media tarde, señora Baskin. Hemos pasado casi todo el día en la cama. —¿Y te quejas? —Desde luego que no, señora B. —Entonces no te importará hacer un poco más de ejercicio. —¿Qué tienes en mente? —¿Qué tal ir a nadar? —Estoy agotado —respondió él, y se dejó caer sobre las almohadas—. No podría moverme ni aunque la cama estuviese ardiendo. Laura sonrió, seductora. —Bien. Cuando ella empezó a acercarse lentamente hacia la cama, David abrió los ojos como platos y recordó la primera vez que había visto aquel cuerpo; de hecho, la primera vez que el mundo había visto aquel cuerpo. Fue hace una década, casi ocho años antes de que se conocieran. Laura había debutado a los diecisiete como chica de portada del Cosmopolitan vestida con… ¿Quién demonios vio lo que fuera que llevara? Por aquel entonces, él era estudiante de primer curso en la Universidad de Michigan, y aún recordaba cómo todos los miembros del equipo de baloncesto se habían quedado boquiabiertos cuando vieron la portada en un quiosco de Indiana, antes del partido de la Final Four. —¿Adónde vas? —le preguntó, fingiendo miedo. La sonrisa de ella se ensanchó. —Vuelvo a la cama. —Por favor, no. —Levantó una mano para detenerla—. Harás que acabe en el hospital. Ella continuó acercándose. —Vitamina E —suplicó David—. Por favor.

Ella no se detuvo. —Voy a gritar que me violan. —Grita. —Ayuda —dijo él con una voz apenas audible. —Relájate, Baskin. No voy a atacarte. En el rostro de David se reflejó la desilusión. —¿Ah, no? Ella negó con la cabeza, se volvió y comenzó a alejarse de nuevo. —Espera —la llamó él—. ¿Adónde vas? —Al jacuzzi. Te invitaría a que me acompañases, pero sé lo cansado que estás. —Noto que recupero las fuerzas. —Tu capacidad de recuperación es realmente increíble. —Gracias, señora B. —Pero todavía estás en baja forma. —¿En baja forma? —repitió David—. Jugar contra los Lakers no es tan agotador. —Necesitas hacer ejercicio. —Lo intentaré, entrenador, lo intentaré. Solo dígame qué debo hacer.

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