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Sin Destino – Imre Kertész

Historia del año y medio de la vida de un adolescente en diversos campos de concentración nazis (experiencia que el autor vivió en propia carne), Sin destino no es, sin embargo, ningún texto autobiográfico. Con la fría objetividad del entomólogo y desde una distancia irónica, Kertész nos muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos más eficazmente perversos: aquéllos que confunden justicia y humillación arbitraria, y la cotidianidad más inhumana con una forma aberrante de felicidad. Testigo desapasionado, Sin destino es, por encima de todo, gran literatura, y una de las mejores novelas del siglo XX, capaz de dejar una huella profunda e imperecedera en el lector.


 

En los años setenta se produjo en Hungría una profunda transformación en el ámbito de la prosa. Un movimiento procedente de los márgenes de la producción literaria fue ocupando poco a poco el centro. Sus protagonistas eran, en muchos casos, autores alejados de la vida oficial que fueron minando los fundamentos sobre los cuales se basó la literatura húngara en toda la época de la posguerra. La situación política creada después de la Segunda Guerra Mundial marcó, como es lógico, la literatura establecida por el partido en el poder. Así presenta, por ejemplo, una encuesta de la Revista literaria de 1953 los proyectos de los escritores húngaros: « Tamás Aczél escribe una novela sobre la vida en nuestro ejército popular. El poeta László Benjámin escribirá pronto un poema sobre el amor entre un obrero y una obrera […] Sándor Nagy está trabajando en una pieza teatral ambientada en Yugoslavia sobre la lucha entre los bandidos titoistas y los verdaderos patriotas. István Orkény escribe una novela que abarca tres generaciones de ingenieros. Péter Veres intenta describir en su relato El buen agricultor a un presidente de una cooperativa agraria, que es al mismo tiempo un buen agricultor, un buen líder del partido y un verdadero socialista» . La ocupación rusa propició la introducción masiva del realismo socialista. Sólo en 1949, la tirada total de libros soviéticos alcanzó la impresionante cifra de 1.659.000 ejemplares. Por otra parte, seguían escribiendo algunos de los autores más significativos del período de entreguerras, como es el caso de Tibor Déry o de Gyula Illyés, expuestos, eso sí, a represalías, vejaciones, censuras o debates dirigidos para someterlos a la línea oficial. Algunos, como László Németh, se negaron durante un tiempo a escribir. Otros, como Béla Hamvas, fueron condenados al ostracismo. Y finalmente estaba también la literatura húngara creada en el exilio, como por ejemplo la obra de Sándor Márai. Esta división entre la producción interior y exterior se vivió siempre como un desgarro. Poco antes de morir, en 1983, Gyula Illyés solicitó a las altas instancias gubernamentales que se concediera el visado de entrada a algunos autores húngaros exiliados para que acudieran a su entierro. El gobierno accedió a la petición. El acontecimiento decisivo de este período fue la revolución de 1956, sofocada por las tropas rusas. Muchos escritores acabaron encarcelados. La mujer de Tibor Déry, condenado a nueve años de prisión, se dirigió directamente a Kruschov: « Mi marido es un hombre de sesenta y seis años gravemente enfermo… Desconozco la gravedad de sus errores, pero ha sido durante 40 años miembro del partido y ha puesto toda su vida al servicio del comunismo… Camarada Kruschov, si le es posible, interceda con el camarada Kádár […] para que mi marido no tenga que morir como un enemigo en la cárcel» .


Fue una fase de terror, pero poco a poco se hizo patente la necesidad de una mano más blanda para consolidar el régimen. De ahí las continuas fases aperturistas que a partir de los años sesenta concedieron cierto respiro a la producción artística, aunque no sin sobresaltos y cortapisas. La profunda transformación que vivió la narrativa húngara en los años setenta y a venía anticipada por algunos escritores, tales como Géza Ottlik (Escuela de la frontera, 1959) y Miklós Mészóly (Sanio, 1968), cuyas obras impregnaron de manera decisiva la producción literaria posterior. El suyo no era un rechazo frontal al régimen totalitario (lo frontal es precisamente el modo de actuar de ese poder), sino que se enfrentaba desde opciones formales y estéticas a los cánones vigentes y atacaba de manera sutil y radical ciertos elementos constitutivos del poder y del estándar literario: así por ejemplo, la narración cronológica y lineal (que arrastra y somete al lector), el yo fijo e inamovible (la contraparte necesaria de un sistema igualmente fijo e inamovible). Esta ruptura permitía, de un lado, echar un vistazo sutil al funcionamiento del poder y, de otro, suponía la activación del lector (cosa que ya Proust, en su ensayo sobre Flaubert, consideró un logro estético de primer orden). Autores como Péter Nádas, Péter Eszterházy, Gyórgy Konrád y el propio Imre Kertész son los principales representantes de este cambio. El trabajo consciente con el lenguaje, la utilización de perspectivas alejadas de las habituales (no es casual el empleo del punto de vista del niño en algunos textos, entre los que destacan El final de una saga de Péter Nádas y precisamente Sin destino de Kertész), el recurso de la memoria, de la historia familiar, del análisis sociológico, son todos los medios para minar una literatura que se volvió anquilosada o que y a lo era de entrada. En este proceso y este contexto se inscribe, pues, la obra de Imre Kertész. Nació en 1929 en Budapest, en el seno de una familia pequeño-burguesa judía asimilada. Su padre comerciaba con madera y su madre era empleada. Siempre sufrieron problemas económicos. Vivió en su infancia la separación de sus padres. En 1940 ingresó en el instituto de enseñanza secundaria Madách, cuando se crearon las clases judías en las escuelas. En 1944 le tocó vivir en primera línea el acontecimiento más sombrío de la historia húngara. Hungría, aliada de las potencias del Eje, ya había promulgado ley es que discriminaban a los judíos, sobre todo a partir de 1938. En marzo de 1944, ante el temor de que el gobierno húngaro quisiese separarse del Eje y buscar una paz por separado, las tropas alemanas ocuparon el país. Inmediatamente se inició, liderada por Adolf Eichmann, la operación de exterminio de la población judía, con la colaboración de las autoridades estatales y locales. Edmund Veesenmay er, plenipotenciario del Reich y embajador en Hungría, escribió a su Ministerio de Relaciones Exteriores que la deportación de 325.000 judíos de la región de los Cárpatos y Transilvania había de iniciarse el 15 de mayo: « tal como estaba previsto, se facturarán al destino [Auschwitz] cuatro trenes diarios con 3.000 judíos cada uno, de tal modo que la evacuación de las zonas mencionadas concluirá a mediados de junio» . En pocos meses cientos de miles de personas fueron concentradas en guetos y enviadas en vagones de transporte de ganado a Auschwitz. El número total de deportados superó el medio millón. De este modo, el comando especial de las SS y el ejecutivo húngaro llevaron a muchas más víctimas al campo de exterminio que, en dos años y medio, sus equivalentes en Francia. Imre Kertész, que por aquel entonces apenas tenía quince años, fue uno de esos prisioneros. Regresó en julio de 1945 a su país, concluyó la escuela y se dedicó al periodismo.

Ingresó en el partido comunista, trabajó en el diario Vilagosság [Claridad] hasta 1950, cuando fue expulsado. Llamado a filas, se licenció en 1953. Trabajó primero en una fábrica y se ganó luego la vida escribiendo musicales, comedias, textos publicitarios, guiones cinematográficos y traduciendo. A partir de 1958, cuando « había acabado todo cuanto podría llamarse la acumulación de la experiencia vital o de la filosofía de la vida» , empezó a concebir Sin destino. Primero intentó escribir diversas novelas. Los manuscritos se fueron acumulando. Tardó 13 años en concluir la novela. En las circunstancias húngaras (censura, aislamiento), la dificultad de encontrar material era enorme. Sin destino se publicó en 1975, después de que una editorial la rechazara primero « groseramente, por poco no dijeron que era un antisemita» . Las reacciones iniciales fueron escasas; el recibimiento, frío. El libro volvió a editarse diez años más tarde y, por lo visto, el momento era el adecuado. A partir de allí fueron apareciendo las otras obras de Imre Kertész: El fracaso (1988), Kaddish por el hijo no nacido (1989; de próxima aparición en cast.), La bandera inglesa (relatos, 1991), Diario de la galera (1992), Yo, otro. Crónica del cambio (1997), Un instante de silencio en el paredón (ensayos y conferencias, 1998; cast. 1999). En 1978 ya se había publicado El buscador de huellas. Así como el joven Imre Kertész fue deportado a Auschwitz, así también el joven Gyórgy Kóves, protagonista de Sin destino. Muchos son los indicios que apuntan a una novela autobiográfica. Los pasos dados por Gyórgy Kóves son los de Imre Kertész. Budapest, los padres, el transporte a Auschwitz, Buchenwald, el regreso. El propio autor señala en una entrevista el carácter autobiográfico (« Así llegué a mi libro titulado Sin destino, que el lector bien puede considerar una novela autobiográfica» ), De hecho, este elemento se halla presente en toda la obra de Kertész. Fracaso describe el encierro, el totalitarismo, los problemas para publicar el libro; en Kaddish por el hijo no nacido está el hecho de no tener hijos, la larga sombra de Auschwitz que marca toda una vida. Al mismo tiempo, sin embargo, Kertész se resiste a ver sólo este aspecto, insiste en la construcción, en la estructura musical, habla en el caso de Sin destino de música dode-cafónica (ahí están también, en Kaddish por el hijo no nacido, la fuga y la música de Mahler: Kaddish, colmado de fortísimos, pianísimos, crescendos y decrescendos, podría llenarse de indicaciones musicales). Resalta también el lenguaje y señala, en la entrevista antes mencionada: « me pareció conveniente poner en el centro a un personaje adolescente que no se me pareciera…» . Otro instrumento fundamental de esta construcción es la distancia.

La distancia se halla implícita en el tono del propio protagonista. También la ironía desempeña un papel fundamental. Proviene del hecho de que todos sabemos hacia donde conducen los acontecimientos narrados: a Auschwitz. El lector y a es consciente de la realidad de los campos de exterminio, mientras los protagonistas no la conocen todavía o no quieren conocerla. De ahí el sarcasmo inherente a frases como esta: « Mi madrastra decidió adquirir una navaja para mi padre» . (El padre, condenado a trabajos forzados, difícilmente podría utilizar la navaja, y a que sería despojado de todo cuanto poseía.) Gyórgy Kóves es detenido junto con otros (por un único policía, por cierto) y retenido en una oficina de aduanas; es el paso previo al envío al campo de concentración: « Todos coincidíamos que estábamos mejor allí que sudando en el trabajo… nos reímos mucho… Miré alrededor, como si se tratara de un juego…» . Sin embargo, la ironía enmascara en el fondo la aceptación activa de la realidad, la asunción de la voz y de los contenidos del poder. En Kaddish por el hijo no nacido, Kertész desarrolla la idea de que Auschwitz es la continuación del poder paterno, que el narrador experimenta primero en su padre, luego en la escuela y por último, de forma exacerbada, monstruosa, en el campo de exterminio. « Auschwitz, dije a mi mujer, se me presenta en la imagen del padre, sí, las palabras padre y Auschwitz producen en mí las mismas resonancias, le dije.» Podría decirse que Kaddish se escribe desde la perspectiva de este hijo no nacido que no viene al mundo para evitar la autoridad paterna. También desde el punto de vista de un niño, de un adolescente, está escrito Sin destino. El niño, inmerso en un mundo de adultos, se encuentra entregado a este poder. Toda la primera parte del libro es la descripción de tal entrega, mediante el recurso de la ironía. El libro empieza con una maestra, con las indicaciones paternas. La escuela, el padre, la madre, la madrastra, los tíos, las tías aparecen en las páginas iniciales. La primera parte de esta novela construidas con suma precisión culmina en la llegada a Auschwitz. Auschwitz ocupa el centro del libro. Se trata de una llegada sobre-cogedora. El protagonista y otros se han apuntado voluntariamente a trabajar en Alemania. Hombres y mujeres embanastados en un convoy se dirigen a un destino incierto (« algunos de los adultos sabían que nuestro destino era una localidad llamada Waldsee» [Bosque-lago], un nombre idílico). A todo esto, el joven Gy órgy Kóves siente « ansia por llegar» . En un alba « fresca y perfumada» se acercan a una estación. « Me preguntaron si veía el nombre de alguna localidad. Y sí, lo vi: eran dos palabras que a la luz del sol se distinguían perfectamente… Auschwitz-Birkenau.

» La primera parte está marcada por el sometimiento a la autoridad, por la aceptación de la realidad, por la asimilación del lenguaje adulto. A partir de Auschwitz, el protagonista toma conciencia de la prisión en que se encuentra, el desconcierto se apodera de él, y el sentimiento que empieza a predominar es el de odio y rabia. En este punto, la novela se torna sombría, la proximidad de la muerte resulta palpable. Auschwitz ocupa un lugar central en la novela y también en el pensamiento de Imre Kertész. Es lo que marca su destino, lo que le hace tener un destino. Le hace ser judío (« Para mi judaismo, Auschwitz significa mucho más que el hassidismo, por ejemplo» , señala en una ocasión). Es también un punto que lo separa de la ideología totalitaria del estalinismo: Kertész analiza a fondo las razones por las cuales los países estalinistas trataron de relegar al olvido la política nacionalsocialista del exterminio (véase « Sombra larga y oscura» , en Un instante de silencio en el paredón). Auschwitz supone un corte en Sin destino, y también en la historia de la humanidad. La inocencia de los pasos encaminados hacia el exterminio deja de existir. Gy órgy Kóves cambia a partir de ahí. Su asombro es enorme. Iba a trabajar, iba a Alemania, y de pronto está preso, de pronto es alguien que huele día a día el humo de los crematorios, de la muerte. A partir de allí empieza a resquebrajarse esa armonía, esa coincidencia entre Gy órgy Kóves y el poder del que emanan las órdenes. El adolescente ya no trata de hacerse portavoz de la realidad. El destino lo lleva después a Buchenwald, donde conoce el trabajo, la amistad y, luego, la decadencia física y espiritual. Las novelas de Imre Kertész buscan el diálogo como los sedientos el agua. De ahí que desemboquen en grandes conversaciones, las cuales tienen el rango de las mantenidas en las novelas de Kafka. Con dos conversaciones se cierra Sin destino: una con un periodista, la otra, con dos vecinos. En ellas se despliega el concepto de destino tan decisivo para la novela. Exhortado por sus vecinos a « olvidar… para poder vivir libremente» , Gyórgy Kóves se niega a olvidar y asume la memoria. Sin destino culmina en un estallido de las dos formas de la memoria, la voluntaria y la involuntaria. La primera contiene un aspecto ético: el deber de la verdad, del conocimiento, del no-olvido: « …las décadas me han enseñado que el único camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria» , señala Kertész en « ¿De quién es Auschwitz?» (Un instante de silencio en el paredón). Por otra parte, la novela concluye con una fiesta del recuerdo involuntario, el cual refuerza la individualidad: es el recuerdo de Gyórgy, el recuerdo de su vida, de su destino, de su experiencia. « Me acordé de todo…» El adolescente recuerda, pero a través de su creación, también recuerda Imre Kertész. El arte ha hecho posible esta fiesta.

A través de la literatura vive Imre Kertész la gran catarsis que le fue negada por el estalinismo (« Me salvó del suicidio [de seguir el ejemplo de Borowski, Celan, Améry, Primo Levi y otros] la sociedad que tras la vivencia del campo de concentración demostró en la forma del llamado estalinismo que no se podía ni hablar de libertad, liberación, gran catarsis, etcétera» [Diario de la galera]). Porque si bien la novela es una ficción, es algo construido, y el personaje de Gy órgy Kóves un personaje inventado, lo autobiográfico desempeña un papel fundamental: no tanto en el plano de los detalles concretos, que existe (coincidencia de fechas, lugares, etc.), sino en un plano mucho más importante, mucho más interior. Escribir Sin destino fue el trabajo de liberación (esto vale también para Kaddish por el hijo no nacido). La escritura es lo que permite la gran catarsis. De este modo llegamos también al lugar que ocupa Imre Kertész en la literatura húngara, un lugar decisivo (por cuanto la ha liberado de las ataduras del pasado) y al mismo tiempo singular. Porque él vive la escritura como una experiencia vital, existencial. De ahí la presencia continua del « y o» en su obra, de un « y o» empeñado en la liberación, en asumir la verdad de la propia existencia. Da la impresión como si Kertész trabajara con esmero la forma, pero parece hacerlo con el único fin de ir más allá de la literatura. Esta es como la escalera que, cuando se ha llegado arriba, ya puede derribarse. Todo este trabajo artístico y existencial ha merecido finalmente el Premio Nobel de Literatura 2002. Así culmina una trayectoria literaria cuyos años iniciales estuvieron marcados por el más absoluto anonimato, que tropezó con toda suerte de trabas a la hora de publicar y que sólo en los últimos tiempos logró la resonancia que en verdad le correspondía. Se ha de resaltar asimismo que con Imre Kertész se ha premiado también la literatura húngara, tan rica y dinámica. Adan Kovacsics Adan Kovacsics, nacido en 1953 en Santiago de Chile, estudió en Viena y vive desde 1980 en Barcelona, donde se dedica a la traducción, preferentemente de obras de las literaturas austríaca y húngara. También ha escrito artículos y ensayos sobre este ámbito temático. H 1 oy no he ido a la escuela; mejor dicho, sólo fui para pedir permiso a la tutora y volver a casa. Le entregué la carta de mi padre, en la cual pedía que me dispensaran, alegando « razones familiares» . Ella me preguntó cuáles eran esas razones familiares, y yo le contesté que a mi padre lo habían asignado a trabajos obligatorios. Dejó de incordiarme. Al salir de la escuela, no fui a casa sino al almacén. Mi padre me había dicho que me esperarían allí. También dijo que debía darme prisa porque podían necesitarme. Por eso pidió que me dejaran faltar a la escuela. Quizá quería que estuviera « a su lado en el último día» , cuando tenía que « abandonar a la familia» , eso también lo dijo en otro momento. Habló con mi madre, si mal no recuerdo, por la mañana cuando le llamó por teléfono.

Hoy es jueves, y mis tardes de los jueves y de los domingos, en realidad, le corresponden a ella. Mi padre le comunicó: « No te puedo dejar a György esta tarde» , y entonces dio esa explicación. O tal vez no fue así. Yo tenía un poco de sueño esa mañana, debido a la alarma aérea de anoche, y a lo mejor no me acuerdo bien. Sin embargo, estoy seguro de que lo dijo, si no a mi madre, a otra persona. Yo también intercambié algunas palabras con mi madre, aunque no recuerdo qué le dije. Creo que hasta se enfadó un poco conmigo, porque fui muy parco con ella, por la presencia de mi padre: al fin y al cabo hoy tengo que complacerlo a él. Cuando salía para la escuela, también mi madrastra se sinceró conmigo. Estábamos a solas, en la entrada de casa y me dijo que en aquel día tan triste para todos nosotros esperaba « contar con un comportamiento adecuado» por mi parte. No sabía qué responderle, así pues no dije nada. Quizá haya interpretado mal mi silencio, porque continuó diciéndome que no había querido herir mi sensibilidad y que sabía que su advertencia era, en realidad, innecesaria. Estaba segura de que yo, un muchacho de quince años, era perfectamente capaz de calibrar la « gravedad del golpe que habíamos recibido» ; ésas fueron sus palabras. Asentí con la cabeza y vi que con eso le bastaba. Entonces, hizo un gesto con la mano, y temí que fuera a abrazarme. No lo hizo, se limitó a soltar un largo y profundo suspiro entrecortado. Me di cuenta de que sus ojos se ponían húmedos; me sentí incómodo. Después, me dejó ir. Fui andando desde la escuela hasta el almacén. Era una mañana limpia y tibia para ser el principio de la primavera. Hubiera podido desabrochar mi abrigo, pero desistí: la ligera brisa podía haber hecho que las solapas hubieran ocultado de manera antirreglamentaria mi estrella amarilla. De ahora en adelante tengo que cuidar más ciertos detalles. Nuestro almacén de maderas está cerca, en una de las calles laterales. Unas escaleras empinadas llevan a la oscuridad. Encontré a mi padre y a mi madrastra en la oficina, una pequeña cabina de vidrio, iluminada como los acuarios, justo al lado de la escalera. También estaba el señor Sütő a quien conozco bien, porque fue nuestro contable y administrador de otro almacén que teníamos al aire libre y que luego él nos compró.

O por lo menos eso decimos. El señor Sütő no tiene problemas de tipo racial ni lleva estrella amarilla y, de hecho, nos ayuda en nuestra situación legal, según y o sé, porque es él quien sigue administrando nuestros bienes para que nosotros no tengamos que prescindir de la totalidad de los beneficios. Lo saludé con más consideración que de costumbre, puesto que de alguna manera ahora estaba por encima de nosotros: mi padre y mi madrastra también eran más amables con él. Él, sin embargo, se empeñaba en tratar a mi padre como su jefe y a mi madrastra la seguía llamando « mi señora» , como si nada hubiese ocurrido, y continuaba besándole la mano cada vez que la veía. Aquel día a mí también me recibió con su tono campechano de siempre; no hacía caso de mi estrella amarilla. Me quedé de pie al lado de la puerta, y ellos continuaron con lo que habían interrumpido por mi llegada. Estaban intentando llegar a un acuerdo sobre algo, según entendí. Al principio no sabía de qué hablaban. Cerré los ojos por un momento, puesto que todavía estaba medio cegado por la intensa luz de la cabina. Entonces mi padre dijo algo que me sorprendió, y abrí los ojos. Observé el rostro redondo y moreno del señor Sütő, en el que destacaban un fino bigote, unos dientes grandes, muy blancos y ligeramente separados, y unas pequeñas manchas rojizas y amarillas, que parecían abscesos abriéndose. Mi padre dijo entonces algo sobre una « mercancía que convenía que el señor Sütő se llevara inmediatamente» . El señor Sütő no tenía inconveniente, por lo que mi padre sacó un paquetito del cajón del escritorio que estaba envuelto en papel de seda y atado con un lazo. Entonces supe de qué mercancía se trataba: por su forma reconocí la caja que había en el paquete. La caja en la que guardábamos los objetos de valor y las joyas. Creo que lo llamaban mercancía para que yo no supiera de qué hablaban. El señor Sütő guardó enseguida el paquete en su cartera. A continuación, se enzarzaron en una pequeña discusión: el señor Sütő sacó su pluma estilográfica e insistió en firmar un recibo a mi padre por la mercancía. Mi padre respondió que se dejara de tonterías y que no necesitaba ningún papel. El señor Sütő estaba muy agradecido. « Ya sé que tiene usted confianza en mí, jefe, pero en la vida hay que seguir un orden y conservar ciertas formas» , dijo. Después se dirigió a mi madrastra: « ¿No opina usted lo mismo, mi señora?» , preguntó, pero ella se limitó a sonreír y repuso que, por su parte, confiaba plenamente en las decisiones que ellos tomasen. Cuando y a empezaba a aburrirme, el señor Sütő por fin se decidió a guardar su estilográfica y empezaron a hablar del tema del almacén. Debían tomar una decisión sobre el destino de todas aquellas tablas de madera. Mi padre opinaba que tenían que actuar inmediatamente, antes de que las autoridades « echaran mano al negocio» , y le pidió al señor Sütő que con su experiencia profesional ayudara y aconsejara a mi madrastra en el asunto.

« Naturalmente, mi señora. De todas formas, estaremos en contacto permanente por las cuentas» , dijo el señor Sütő dirigiéndose a mi madrastra. Creo que se refería a nuestro antiguo almacén que ahora le pertenecía. Finalmente, se despidió de nosotros. Retuvo la mano de mi padre durante un largo rato; la expresión de su rostro era seria y triste. Sin embargo, opinó que « no eran momentos para palabrerías» . « Hasta pronto, jefe» , se despidió el señor Sütő. « Eso espero, señor Sütő» , respondió mi padre con una leve sonrisa. En ese momento, mi madrastra abrió su bolso de mano, extrajo un pañuelo y se lo llevó a los ojos, sollozando. Se produjo un silencio. La situación me resultó molesta, porque tuve la impresión de que yo también debía decir algo. Pero todo había acontecido con tanta rapidez que no se me ocurrió nada sensato. También el señor Sütő se sentía visiblemente incómodo. « Pero, mi señora, no haga esto, por favor. No debe hacerlo, de verdad que no» , dijo, asustado. Después se inclinó y casi dejó caer su boca en la mano de mi madrastra, para proceder a besarla como siempre. Corrió luego hacia la puerta y yo apenas tuve tiempo para hacerme a un lado. Se olvidó de despedirse de mí. Permanecimos en silencio escuchando sus lentos pasos por las escaleras de madera, hasta que mi padre dijo: « Bueno, y a está, otro peso que nos hemos quitado de encima» . Entonces, mi madrastra le preguntó, en un tono velado, si no habría sido mejor aceptar aquel recibo del señor Sütő. Mi padre le respondió que aquel recibo carecía de « valor práctico» e incluso sería más peligroso tenerlo escondido que guardar la caja. Le explicó que estábamos obligados a jugarlo todo a una sola carta y a tener plena confianza en el señor Sütő, puesto que, a esas alturas, no nos quedaba otra solución. Mi madrastra permaneció callada por un momento, pero luego continuó diciendo que, aunque mi padre tuviera razón, ella estaría más tranquila con « un recibo en la mano» . No supo explicar bien por qué. Mi padre estaba obsesionado por el tiempo, porque aún tenían muchas cosas que hacer.

Quería entregar a mi madrastra los libros de cuentas del almacén para que pudiera controlar y mantener el negocio mientras él estuviera en el campo de trabajo. También intercambió unas palabras conmigo. Me preguntó si había tenido problemas en la escuela. Después me dijo que me sentara y que estuviera tranquilo hasta que ellos terminaran con los libros. Claro, ese trabajo requería mucho tiempo. Al principio no lo tomé con tranquilidad. Pensaba en mi padre y en que se iría al día siguiente, y probablemente no volvería a verlo durante mucho tiempo. Al cabo de un rato me cansé de pensar en eso y, puesto que nada podía hacer por mi padre, empecé a aburrirme. Cansado de estar sentado en la misma posición, me levanté y, sólo por hacer algo, bebí agua del grifo. No me dijeron nada. Más tarde me fui a la parte trasera, entre las tablas de madera, para hacer pis. Regresé y me lavé las manos en la pila de azulejos y de grifo oxidado. Saqué el bocadillo de mi cartera y me lo comí. Volví a beber agua del grifo y tampoco me dijeron nada. Regresé a mi sitio, y allí permanecí mortalmente aburrido durante largo rato. Era más de mediodía cuando salimos a la calle. Otra vez se me cegaron los ojos, me molestaba la luz tan brillante. Mi padre echó la llave a los dos cerrojos de hierro gris. Tuve la impresión de que se demoraba ex profeso en hacerlo. Le entregó las llaves a mi madrastra, diciéndole que él y a no las necesitaría. Mi madrastra abrió su bolso. Asustado, pensé que otra vez sacaría el pañuelo, pero se limitó a guardar las llaves. Nos dispusimos a caminar con muchas prisas. Pensé que regresaríamos a casa pero primero fuimos de compras. Mi madrastra tenía una larga lista de todo lo que mi padre podía necesitar en el campo de trabajo.

La víspera había comprado y a una parte, pero aún faltaban algunas cosas. Yo me sentía un poco incómodo caminando a su lado: los tres llevábamos nuestras estrellas amarillas. Cuando iba solo, no me importaba llevarla e incluso me divertía pero cuando ellos me acompañaban, me molestaba. No podría explicar por qué. En todas las tiendas que recorrimos había mucha gente, excepto donde compramos la mochila, allí éramos nosotros los únicos clientes. El aire estaba cargado del fuerte olor de las tinturas utilizadas en la preparación de las telas. El tendero —un anciano de tez amarillenta y dientes postizos níveos que llevaba una codera en un brazo— y su mujer se mostraron muy amables con nosotros. Amontonaron gran cantidad de mercancías sobre el mostrador. Advertí que el tendero llamaba a su esposa —también anciana— « hija» y que la mandaba a ella en busca de los artículos. Yo y a conocía aquella tienda porque estaba cerca de nuestra casa pero hasta aquel día no había entrado en ella. Era una tienda de artículos de deporte, en la que también vendían otras cosas. Desde hacía un tiempo vendían incluso estrellas amarillas de fabricación propia debido a la escasez de tela amarilla. (Mi madrastra había conseguido las nuestras a su debido tiempo.) Las estrellas de la tienda, de tela amarilla, estaban fijadas a una cartulina recortada, con lo que resultaban mucho más bonitas que las caseras, que a menudo tenían las puntas desiguales. Observé que ellos también llevaban las mismas estrellas que vendían, como si desearan animar a los posibles compradores. El tendero nos preguntó, disculpándose por el atrevimiento, si los artículos que estábamos comprando eran para un campo de trabajo. Mi madrastra le respondió que sí. El viejo asintió con la cabeza y nos miró con una expresión triste. Levantó sus viejas y manchadas manos y las dejó caer, con un gesto de pena, sobre el mostrador. Entonces mi madrastra le preguntó si tenían mochilas, puesto que necesitábamos una. El anciano tardó en responder, pero por fin dijo: « Para ustedes, seguramente habrá alguna. Trae del almacén una mochila, hija, para este señor» . La mujer volvió con una mochila que parecía buena y apropiada. El tendero envió una vez más a su mujer por algunas cosas que —en su opinión— mi padre « podría necesitar allá donde iba a ir» . Hablaba con nosotros con mucho tacto y simpatía y trataba de evitar usar la expresión « trabajos obligatorios» .

Nos enseñó objetos muy útiles, como un recipiente hermético para la comida, un estuche que contenía una navaja y otros utensilios incorporados, un bolso muy práctico para colgar del hombro, cosas que —según decía— compraba la gente que se encontraba en « circunstancias parecidas» . Mi madrastra decidió adquirir la navaja para mi padre. También a mí me gustaba. Una vez escogido todo lo necesario, el tendero mandó a su esposa a la caja. Moviendo su cuerpo frágil, envuelto en un vestido negro, con bastante dificultad, la mujer se situó ante la caja que estaba sobre el mostrador, delante de un sillón acolchado. Después, el tendero nos acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse dijo que esperaba tener la suerte de poder servirnos en otra ocasión y, dirigiéndose a mi padre, añadió: « De la manera que usted, señor, y yo deseamos» .

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