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Simona. Mi angel custodio – Fernando Neira (Golfo)

Para poder explicar como una leyenda medieval se inmiscuyó en mi vida, tengo que empezar por contaros la conversación que tuve mientras tomaba unas copas con un amigo. En ella, Manuel comentó que sabía que me había dejado tirado mi criada y me preguntó si andaba buscando otra. ―Estoy desesperado, mi casa parece una pocilga― reconocí y abriéndome de par en par, le expliqué hasta donde llegaba la basura y el desorden de mi antiguamente inmaculado hogar. Al escuchar mi respuesta, contestó que tenía la solución a todos mis males y sin dar mucha importancia a lo que iba a decir, me soltó: ― ¿Tienes alguna preferencia en especial? Conociendo que para las mentes bien pensantes Manuel era un pervertido, comprendí que esa pregunta tenía trampa y por eso le respondí en plan gallego: ― ¿Por qué lo preguntas? Captando al instante mis suspicacias, con una sonrisa replicó: ―Te lo digo porque ayer mi chacha me comentó si sabía de algún trabajo para una compatriota que acaba de llegar a Madrid. Me aseguró que la conoce desde hace años y que pondría la mano en el fuego por ella. Por lo visto es una muchacha trabajadora que ha tenido mala suerte en la vida. No tuve que exprimirme el cerebro para comprender que esa respuesta era incompleta y sabiendo que Manuel se andaba follando a su empleada, me imaginé que iban por ahí los tiros: ― ¿No la has contratado porque Dana no está dispuesta a compartir a su jefe? Soltando una carcajada, ese golfo me soltó: ― ¡Mira que eres cabrón! No es eso. Con la mosca detrás de la oreja, insistí: ―Entonces debe ser fea como un mandril. Viendo que me tomaba a guasa esa conversación, mi amigo haciéndose el indignado, respondió: ―Al contrario, por lo que he visto en fotos, Simona es una monada. Calculo que debe de tener unos veinte años. «Será capullo, no quiere soltar prenda de lo que le pasa», pensé mientras llamaba al camarero y pedía otro ron. Habiendo atendido lo realmente urgente, comenté entre risas: ―Conociendo lo polla floja que eres, algún defecto debe tener. No creo que sea por el nombre tan feo― y ya totalmente de cachondeo, pregunté: ― ¿Es un travesti? ―No lo creo― negó airadamente: –Hasta donde yo sé, los hombres son incapaces de tener hijos. Involuntariamente se le había escapado el verdadero problema: ¡La chavala tenía un bebé! Como comprenderéis al enterarme, directamente rechacé la sugerencia de Manuel, pero entonces ese cabronazo me recordó un favor que me había hecho y que sin su ayuda hubiera terminado con seguridad entre rejas. No hizo falta que insistiera porque había captado su nada sutil indirecta y por eso acepté a regañadientes que esa rumana pasara un mes a prueba en mi casa. ―Estoy seguro de que no te arrepentirás― comentó al oír mi claudicación: ―Si es la mitad de eficiente que su hermana, nunca tendrás quejas de su comportamiento. El tono con el que pronunció “eficiente” me reveló que se había guardado una carta y por ello, directamente le pedí que me dijera quien era su hermana. ― ¡Quién va a ser! Dana, ¡mi porno-chacha! 1 Al día siguiente amanecí con una resaca de mil diablos, producto de las innumerables copas que Manuel me invitó para resarcirme por el favor que le hacía al contratar a la hermanita de su amante. Por ello os tengo que reconocer que no me acordaba que había quedado con él que esa cría podía entrar a trabajar en mi chalé desde el día siguiente. ― ¿Quién será a estas horas? ― exclamé cabreado al retumbar en mis oídos el sonido del timbre y mirando mi reloj, vi que eran las ocho de la mañana. Cabreado por recibir esa intempestiva visita un sábado, me puse una bata y salí a ver quién era. Al otear a través de la mirilla y descubrir a una mujercita que llevaba a cuestas tanto su maleta como un cochecito de niño, recordé que había quedado. «Mierda, ¡debe ser la tal Simona!», exclamé mentalmente mientras la dejaba entrar. Al verla en persona, esa cría me pareció todavía más jovencita y quizás por ello, me dio ternura escuchar que con una voz suave me decía: ―Disculpe, no quise despertarlo, pero Don Manuel insistió en que viniera a esta hora. ―No hay problema― contesté y acordándome de los antepasados femeninos de mi amigo porque, a buen seguro, ese cabrón lo había hecho aposta para cogerme en mitad de la resaca, pedí a la joven que se sentara para explicarle sus funciones en esa casa.


«Es una niña», pensé al observarla cogiendo el carro y demás bártulos rumbo al salón, «no creo que tenga los dieciocho». Una vez sentada, el miedo que manaba de sus ojos y su postura afianzaron esa idea y por eso lo primero que hice fue preguntarle por su edad. ―Acabo de cumplir los diecinueve― respondió y viendo en mi semblante que no la creía, sacó su pasaporte y señalando su fecha de nacimiento, me dijo: ―Lea, no miento. No queriendo meter la pata y contratar a una menor, cogí sus papeles y verifiqué que decía la verdad, tras lo cual ya más tranquilo, le expliqué cuanto le iba a pagar y sus libranzas. La sorpresa que leí en su cara me alertó que iba bien y reconozco que pensé que la muchacha creía que el sueldo iba a ser mayor. En ese momento decidí ser inflexible respecto al salario, pero, entonces con lágrimas en los ojos, me rogó que la dejara seguir en la casa los días que librara porque no tenía donde ir y dejando claro sus motivos, recalcó: ―Según Don Manuel, puedo tener a mi hijo conmigo. Se lo digo porque apenas tiene tres meses y le sigo amamantando. Al mencionar que todavía le daba el pecho, no pude evitar mirar a su escote y os confieso que la visión del rotundo canalillo que se podía ver entre sus tetas me gustó y más afectado de lo que me hubiese gustado estar, respondí que no había problema mientras en mi mente se formaba un huracán al pensar en cómo sabría su leche. ―Muchas gracias― contestó llorando a moco tendido: ―Le juro que es muy bueno y casi no llora. Que se pusiera la venda antes de la herida, me avisó que inevitablemente mi vida se vería afectada por los berridos del chaval, pero era tanto el terror destilaba por sus poros al no tener un sitio donde criar a su niño que obvié los inconvenientes y pasé a enseñarle el resto de la casa. Como no podía ser de otra forma, comencé por la cocina y tras mostrarle donde estaba cada cosa, le señalé el cuarto de la criada. Por su cara, supe que algo no le cuadraba y no queriendo perder el tiempo directamente le pedí que se explicara: ―La habitación es perfecta, pero creía que… tendría que dormir más cerca de usted por si me necesita por la noche. No tuve que rebanarme los sesos para adivinar que esa morenita creía que entre sus ocupaciones estaría el calentar mi cama como hacía su hermana con la de mi amigo. Tan cortado me dejó que supusiera que iba a ser también mi porno―chacha que solamente pude decirle que de necesitarla ya la llamaría. Os juro que aluciné cuando creí leer en su rostro una pequeña decepción y asumiendo que la había malinterpretado, la llevé escaleras arriba rumbo a mi cuarto. Al entrar en mi cuarto y mientras trataba de disimular el cabreo que tenía porque me hubiera tomado por un cerdo, la cría empezó a temblar muerta de miedo al ver mi cama. Nuevamente asumí que Simona daba por sentado que iba a aprovecharme de ella y por eso me di prisa en enseñarle donde se guardaba mi ropa para acto seguido mostrarle mi baño. «Menudo infierno de vida debe de haber tenido para que admita en convertirse en la amante de su empleador con tal de huir», sentencié dejándola pasar antes. Al entrar, la rumanita no pudo reprimir su sorpresa al ver el jacuzzi y exclamó: ― ¡Es enorme! ¡Nunca había visto una bañera tan grande! Reconozco que antes de entrar en la tienda, yo tampoco y que, al ver expuesta esa enormidad entre otras muchas, me enamoré de ella. Me gustó tanto que pasando por alto su precio y el hecho que era un lujo que no necesitaba, la compré. Quizás el orgullo que sentía por ese aparato me hizo vanagloriarme en exceso y me dediqué a exponer cómo funcionaba. Simona siguió atenta mis instrucciones y al terminar únicamente me preguntó: ― ¿A qué hora se levanta para tenerle el baño listo? Sin saber que decir, contesté: ―De lunes a viernes sobre las siete de la mañana. Luciendo una sonrisa de oreja a oreja y con una determinación en su voz que me dejó acojonado, me soltó: ―Cuando se levante, encontrará que Simona le tiene todo preparado. No sé por qué, pero algo me hizo intuir que no era solo el baño a lo que se refería y no queriendo ahondar en el tema, le pedí que me preparara el desayuno mientras aprovechaba para darme una ducha. Nuevamente, surgió una duda en su mente y creyendo que era sobre qué desayunaba, le dije que improvisara pero que solía almorzar fuerte.

Mi sorpresa fue cuando, bajando su mirada, susurró muerta de vergüenza: ―Ya que no me ha dado un uniforme, me imagino que desea que limpie la casa como mi hermana. Desconociendo a qué se refería, di por sentado que era en ropa de calle y no dando mayor importancia al tema, le expliqué que tenía un traje de sirvienta en el armario de su habitación, pero que si se sentía más cómoda llevando un vestido normal podía usarlo. Fue entonces realmente cuando comprendí el aberrante trato que soportaba su hermana porque con tono asustado me preguntó: ― ¿Entonces no debo ir desnuda? Confieso que me indignó esa pregunta y queriendo resolver de una vez sus dudas, la cogí del brazo y sentándola sobre la cama, la solté: ―No te he contratado para seas mi puta sino para que limpies la casa y me cocines. ¡Nada más! Si necesito una mujer, la busco o la pago. ¿Te ha quedado claro? Al escuchar mi bronca, los ojos de la mujercita se llenaron de lágrimas y sin poder retener su llanto, dijo: ―No comprendo. En mi región si una mujer entra a servir en casa de un soltero, se sobreentiende que debe satisfacerlo en todos los sentidos…― y antes que pudiese responderla, levantándose se abrió el vestido diciendo: ― Soy una mujer bella y sé que por eso me ha contratado. Dana me contó que usted insistió en ver mi foto para aceptar. La furia con la que exhibía esos pechos llenos de leché no fue óbice para que durante unos segundos los recorriera con mi vista mientras contestaba: ― ¡Tápate! ¡No soy tan hijo de puta para aprovecharme de ti así! Si quieres trabajar en esta casa: ¡Hazte a la idea! ¡Tienes prohibido pensar siquiera en acostarte conmigo! Tras lo cual, la eché del cuarto y lleno de ira, llamé a Manuel y le expliqué lo que había ocurrido. El tipo escuchó mi bronca en silencio y esperó a que terminara para, muerto de risa, soltarme: ―Te apuesto una cena a que antes de una semana, Simona se ha metido en tu cama. Que en vez de disculparse tuviera el descaro de dudar de mi moralidad, terminó de sacarme de las casillas y sin pensar en lo que hacía, contesté: ―Acepto. 2 No pasó mucho tiempo para que me diera cuenta del lío en que me había metido porque nada más colgar, decidí darme esa ducha y mientras lo hacía, el recuerdo de los rosados pezones de la rumana volvió a mi mente. ¡Hasta ese momento nunca había visto los pechos de una lactante! Por eso y a pesar de que intentaba no hacerlo, no podía dejar de pensar en ellos, en sus aureolas sobredimensionadas, en las venas azules que las circuncidaban, en la leche que los mantenía tan hinchados, pero sobre todo en su sabor. «Estoy siendo un bruto, esa niña seguro que viene huyendo de un maltratador», me dije mientras de trataba de borrar de mi mente esa obsesión. Lo malo fue que para entonces era consiente que ante un ataque de mi parte esa criatura no pondría inconveniente en darme a probar y al saber que ese blanco manjar estaba a mi disposición con solo pedirlo, me afectó y entre mis piernas, nació un apetito salvaje que no pude contener. «¡Ni se te ocurra!», me repitió continuamente el enano sabiondo que todos tenemos, ese al que yo llamo conciencia y otros llaman escrúpulos: «¡Tú no eres Manuel!». Aun así, al salir del baño para secarme, mi verga lucía una erección, muestra clara de mi fracaso. Creyendo que era cuestión de tiempo que se me bajara, decidí vestirme e ir a desayunar. Al entrar a la cocina, fui consciente que iba a resultar imposible que bajo mi pantalón todo volviera a la tranquilidad porque Simona me había hecho caso parcialmente y aunque se había metido las ubres dentro del vestido gris que llevaba, no había subido la cremallera hasta arriba dejando a mi vista gran parte de su busto. «¡Ese par de tetas se merecen un diez!», valoré impresionado al observarlas de reojo y no era para menos porque haciendo caso omiso de las leyes de la gravedad, esas dos moles se mantenían firmes y con sus pezones mirando hacía el techo. Mientras me ponía el café, la rumanita no dejó de mirarme a los ojos de muy mal genio. Se notaba que estaba cabreada por lo que le había dicho. «No lo comprendo, debería estar contenta por librarla de esas “labores” y tenerse que ocupar solamente de la casa». Como no retiraba su mirada, decidí preguntar el motivo de su enfado y aunque había especulado con todo tipo de respuestas, jamás me esperé que me soltara: ― ¡Cómo no voy a estar molesta! Me ha quedado claro que no piensa usar sus derechos sobre mí y también que piensa satisfacer sus necesidades fuera de casa. Pero… ¿y qué pasa conmigo?… Cómo ya le he dicho, soy una mujer ardiente y tengo mis propias urgencias. Casi me atraganto con el café al escuchar sus palabras.

¡La chacha me estaba echando en cara no solo que no me aliviara con ella, sino que por mi culpa se iba a quedar sin su ración de sexo! Durante unos segundos no supe que contestar hasta que pensando que era una especie de broma, se me ocurrió preguntar qué necesitaba aplacar sus urgencias. Sé que parece una locura, pero no tuvo que pensárselo mucho para responder: ―Piense que llevo sin sentir una caricia desde que tenía seis meses de embarazo… ― y mientras seguía alucinado su razonamiento, Simona hizo sus cálculos para acto seguido continuar diciendo: ―…creo que si durante una semana, me folla cuatro o cinco veces al día, luego con que jodamos antes y después de su trabajo me conformo. La seriedad de su tono me hizo saber que iba en serio y que realmente se creía en su derecho de exigirme que aparte del salario, le pagara con carne. Sé que cualquier otro hubiese visto el cielo, pero no comprendo todavía porque en vez de abalanzarme sobre ella y darle gusto contra la mesa donde estaba sentada, balbuceé aterrorizado: ―Deja que lo piense. Lo que me pides es mucho esfuerzo. Luciendo una sonrisa y mientras se acomodaba en el tablero, me replicó de buen humor al haber ganado una batalla: ―No se lo piense mucho. En mi país, las mujeres somos medio brujas y si no me contesta rápido, tendré que hechizarle. El descaro de su respuesta, sumado a que, con el cambio de postura, uno de sus pezones se le había escapado del escote y me apuntaba a la cara, hicieron que por primera vez temiera el perder la apuesta. Me consta que lo hizo a propósito para que se incrementara mi turbación, pero sabiéndolo, aun así, consiguió que la presión que ejercía mi miembro sobre el calzón se volviera insoportable. «Está zorra me pone cachondo», no pude dejar de reconocer mientras me colocaba el paquete. Hoy pasado el tiempo, reconozco que fue un error porque mi movimiento no le pasó inadvertido y sin pedir mi opinión ni mi permiso, con un extraño brillo en los ojos se arrodilló ante mí diciendo: ―Deje que le ayude.

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  1. No descarga . saludos

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