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Si me escogieras – Elizabeth Urian

Escocia, 1900 Ewan McDougall dio unos pasos firmes por el silencioso pasillo hasta llegar a una pequeña habitación llena de enseres, capas, sombreros y calzado. Se sentó en un banco de madera y empezó a sacarse las botas llenas de barro. Al instante apareció un lacayo, pero Ewan rehusó su ayuda, puesto que él solo era muy capaz de cambiarse las botas. —¿Dónde está mi madre? —preguntó al cabo de unos segundos, cuando ya estaba listo. Llevaba dándole vueltas a una idea y no quería que pasara otro día postergando sus deseos para no salir lastimado. El asunto resultaba extraño: su mente se distraía con frecuencia al recordar sus ojos y el bello rostro con el que Dios la había bendecido. Sin embargo, él no deseaba pensar más de lo debido en sus atractivos atributos, por eso era necesario hacer algo para solucionar aquella inquietud. —En el salón grande, señor McDougall —contestó el sirviente, antes de coger las botas sucias para limpiarlas, cepillarlas y pulirlas. Ewan se encaminó hacia el salón, pero esta vez sus pasos eran mucho más vacilantes, como si le costara enfrentarse a lo que vendría a continuación. En cierto modo, así era. —Madre… —murmuró con solemnidad. Se acercó a la chimenea encendida. Allí, Deirdre McDougall cosía sentada en una butaca. Levantó el rostro y sus labios dibujaron una dulce sonrisa. —Hijo, has vuelto pronto —dijo con afecto. Ewan besó su mejilla y, a continuación, buscó otra butaca para situarla junto a la de su madre. En aquel momento sintió el calor que desprendían las llamas; una sensación muy reconfortante. Se frotó las manos con vigor. —La reunión con los arrendatarios de Lanark Hill ha sido corta. —¿Todo bien? —se interesó ella. Ewan asintió lentamente. —Nada de lo que preocuparse —dijo sin concretar—. Solo asuntos habituales. —Tu padre lo querrá saber todo. Ewan suspiró con profundidad, apoyando la cabeza en el respaldo del asiento.


—Lo sé. —Pero tiene mucha confianza depositada en ti —matizó su madre. Liam McDougall creía en el buen criterio de su hijo y en el modo en el que llevaba los asuntos relacionados con las propiedades. No obstante, como jefe de familia no podía evitar supervisar sus decisiones para intervenir si se daba el caso. Ewan tenía sus propias tareas asignadas, aunque a veces no la última palabra. Y sí, quizás se enfurecía cuando minaban su autoridad. Sin embargo, después siempre terminaba reflexionando, recordándose que todo aquello que lo rodeaba pertenecía a su padre. Algún día sería suyo, si bien de momento tenía el deber de someterse a su voluntad. Decidió dejar aquel asunto de lado. Al fin y al cabo, no llevaba a ninguna parte. Ewan desvió la mirada hacia el tejido que su madre sostenía con las manos. —¿No te aburres, aquí sola? Los ojos de Deirdre McDougall sonrieron. —Nunca —declaró con contundencia—. Sabes que no me encargo tan solo de las cuestiones domésticas del castillo. Es mi obligación cuidar de la gente que vive y trabaja bajo nuestro techo, pero también de los peones que se ocupan de nuestras tierras. Hay que alimentarlos bien —prosiguió—, conseguirles un buen lugar para dormir… —Dejó la frase en el aire y observó tiernamente a su hijo—. No se trata solo de cobrar por los arrendamientos o las cosechas y dejarlos a su suerte. A veces hay que dejar relucir el lado más caritativo. Ya sabes en qué delicada situación se encuentra Sorcha Finley después de la muerte de su marido. Es muy joven, aunque no podrá sacar la granja adelante si solo cuenta con la ayuda de su suegra. —Por esta razón le hemos buscado dos hombres que harán los trabajos más pesados. Si se sabe administrar bien y las cosechas son propicias podrá pagar a tiempo. —Oh, Ewan —se lamentó su madre—. No puedes pensar siempre en las finanzas. —¿Por qué no? —replicó de inmediato—.

Padre quiere que aprenda a llevar las propiedades de los McDougall para hacer que den beneficios. —Me parece un motivo excelente, porque nos favorece a todos. Ahora bien, nuestros arrendatarios en ocasiones se encuentran con grandes dificultades. Ya eres mayor: debes decidir si quieres involucrarte en esta comunidad o dejar que solo te importe el dinero. Sorcha se pasa el día en el campo, al igual que su suegra. ¿Crees que tiene tiempo para pensar en la criatura que está por llegar? — Levantó las pestañas y lo miró con detenimiento—. Es por eso que ayudo con lo que puedo. He conseguido un poco de ropa para el bebé. Algunas piezas se encuentran en buen estado y otras necesitan ser zurcidas. Ewan se sintió orgulloso de ella. —Eres muy buena. Su madre encogió los hombros. —Como te he dicho antes, no me aburro. —Pero un poco de compañía te iría bien, ¿no? Ahora que mis hermanos ya han crecido no es necesario estar siempre pendientes de ellos. Los párpados de Deirdre McDougall bajaron ligeramente. —¿A dónde quieres llegar? —preguntó con suspicacia, lo cual hizo que Ewan se lamentara. Deseaba decir aquello con naturalidad, si bien no sabía cómo hacerlo. —Glenrow no tiene mucha vida social. Quiero decir… —Dudó—. ¿No echas de menos Londres? —¡Si hace treinta años que vivo en Escocia! —exclamó. —Que no tiene el mismo bullicio —le recordó él. —Me gusta Londres —manifestó—; por supuesto que sí. Pasar algunas semanas, ver familia y amigos, asistir a alguna cena elegante… Aunque eso es todo. Escocia es mi hogar y soy feliz en él. —Eso ya lo sé.

Ewan se rascó la cabeza. No estaba consiguiendo lo que buscaba. —¿Entonces? Se aclaró la garganta. —Pienso que sería agradable contar con un poco de distracción, aunque sea por unos días. Unas visitas, quizás. Ewan advirtió cómo la mente de su madre hervía de intriga y expectación a la vez. —¿En quién estás pensando? —preguntó con suavidad. —En nadie en particular —se dio prisa en aclarar, aunque no tenía sentido negarlo. Ella lo conocía bien: Ewan no era amante de las conversaciones superfluas a menos que la ocasión lo requiriera, que no era el caso—. Se trata de una sugerencia. —No lo creo, hijo. ¿Puedes explicarme qué está sucediendo? —quiso saber, con cierta impaciencia a la voz. —El asunto es… —Calló durante un instante, rezando por no enrojecer. No era un hombre tímido, pero algunas cuestiones eran difíciles de expresar en voz alta a su madre; y más, teniendo en cuenta que le daba vergüenza confesar lo que había tratado de ocultar—. Esta temporada —prosiguió—, hemos estado en Londres. —Así es —lo animó a continuar. —¿Por qué? Ella arrugó el entrecejo, buscando sentido en la extraña actitud de su hijo. —Si ya lo sabes… —contestó en un tono de cierto paternalismo—. Tiempo atrás, mi padre me obligó a casarme con el tuyo. La simple idea, cuando la supe, me pareció espantosa. Para mí, Liam McDougall no era más que un escocés cualquiera que, en cierto modo, debía cargar conmigo por una deuda. Y cuando nos conocimos… —Dejó la frase inacabada, puesto que no quería perderse con los recuerdos—. Quizás acabó triunfando el amor, pero lo que realmente importa es que yo nunca haría una cosa así con mis hijos. —Ya lo sé. —No obstante, tienes veintiocho años.

Eres bastante maduro para empezar a pensar en la idea del matrimonio —declaró. —Ya lo sé —volvió a repetir él. Su madre quería tener nietos. Además, como primogénito y heredero de las tierras y propiedades, era suyo el deber de hacerlo para garantizar la supervivencia de la familia McDougall. —No pareces interesado en ninguna mujer de las cercanías. Por eso pensé que sería bueno asistir durante unas semanas a la temporada social de Londres. Y Ewan había aceptado con facilidad acompañar a su madre. Dejó toda la planificación en sus manos, su ayuda de cámara se encargó de hacer el equipaje y de las tareas importantes se ocupó su padre durante su ausencia, puesto que había rehusado viajar con ellos. ¿Por qué tanta docilidad de su parte? Pues porque no se trataba solo de lo que se esperaba de él; en realidad, Ewan quería casarse. No le importaba tener que asistir a cenas, bailes y veladas musicales, mantener aburridas charlas con gente que no conocía o ser juzgado. Ni siquiera sufría por cómo podían ser calificadas sus rentas, si sustanciosas o escasas. Sin embargo, se negaba a competir con otros candidatos por las atenciones de una dama. Su intención era conocer alguna bastante inteligente y bonita —por qué no— con la que compartir una vida. Era imprescindible que a ella le gustara el campo, así como su estilo de vida, que nada tenía de bucólico. Escocia era fría y áspera. La supuesta dama debería ser serena, paciente, sensata, cálida y apacible con la gente, benévola y con buena disposición. Y que nunca se arrepintiera del paso que fuera a dar. Si lo pensaba con detenimiento, buscaba alguien que se adaptara igual de bien que su madre, que había dejado las comodidades de Londres y todas las delicadezas para construir un hogar. Los McDougall no eran una pandilla de bárbaros sin modales. Comían correctamente con cubiertos, habían estudiado y sabían moverse en ambientes elegantes. Aun así, vestían con bastante sencillez, dado que ellos vivían de los frutos de la tierra. Así pues, no se podían permitir el lujo de ser perezosos. A pesar de su larga lista de cualidades, Ewan pensaba haber encontrado una dama de su gusto, aunque no podía estar del todo seguro, puesto que en contra de sus intenciones, ella tenía unos cuantos pretendientes. —Quiero que hagas una cosa —dijo al cabo de unos momentos. No tenía sentido esconderlo, y más cuando su madre no tardaría al adivinar sus intenciones—.

Aunque me gustaría que respetaras mi voluntad, puesto que de momento prefiero ser prudente. —Y contar poco —añadió por él. —Sí —respondió—. ¿Puedes hacerlo por mí? Su petición fue suficiente para que su madre accediera al instante. —Por supuesto. Dime qué puedo hacer. Ewan respiró con profundidad. —Sería bueno que invitaras a tu amiga Edith, la duquesa de Dunham — concretó. Una inevitable expresión de sorpresa apareció en el rostro de su madre. No porque fuera mala idea, sino porque provenía de su hijo. —¿Edith? —repitió el nombre, como si no lo hubiera escuchado de los labios de su hijo. Ewan asintió despacio, tragando saliva. Era el momento clave. —Sí. He pensado que a ti y a ella os gustaría pasar unas semanas juntas. Todavía no hace bastante frío para que este asuste a los invitados —trató de bromear. Su madre estaba tan concentrada en aquella extraña petición que ni siquiera esbozó una sonrisa. Le costó reaccionar. —¿Eso es el que me querías pedir? ¿Por qué tanta ceremonia? —Prométeme que no se lo dirás a nadie. Y cuando digo nadie, quiero decir nadie. Tampoco a padre —matizó. —Ewan, ¿te has metido en algún lío? —le preguntó su madre, evidentemente preocupada. —Entiendo tu desconcierto, pero no puedo explicar mucho. —¡Una cosa es no explicar mucho y la otra nada! —exclamó ella—. ¿Quieres que Edith deje durante unas semanas a su familia para venir en Escocia y no debo saber por qué? Ewan apartó la mirada para encontrar cierto confort contemplando las llamas.

—Cuando te diga más lo adivinarás, puesto que no se trata solo de Edith, sino también de la señora Burton y de sus hijas. Me gustaría que todas ellas vinieran una temporada. —¿Odethe? ¿Por qué pretendes…? ¡Oh! —comprendió al final. No se trataba ni de Edith ni de Odethe. No obstante, la sorpresa fue mayúscula—. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Los músculos del cuerpo de Deirdre McDougall se destensaron y de repente mostró un talante alegre, además de mostrar una gran sonrisa. En cambio, Ewan se mostraba cohibido. Se obligó a hablar, no fuera caso que su madre proclamara aquello a los cuatro vientos. —Me tienes que prometer que lo mantendrás en secreto. ¿Comprendes el motivo por el cual me cuesta tanto hablar? —¡Por supuesto! Ewan no supo si aquella exaltada afirmación hacía referencia a no decir nada, sobre las reticencias de él o las dos cosas a la vez. —Mamá, es importante. —Oh, Ewan, tienes mucha razón. Y ahora dime: ¿se trata de Marian Elizabeth o de Grace? La pregunta fue formulada en voz queda, puesto que se trataba de una confidencia. —Prefiero no revelarlo todavía. Pero ella no pudo dejarlo pasar. Más bien se puso a pensar cuál de las dos mellizas, hijas de Odethe, había podido conquistar el corazón de su hijo. —Mmmm… Recuerdo perfectamente nuestra estancia en Londres y no observé que te inclinaras por una de ellas. —Correcto. Ewan bailó con las dos por igual para no despertar sospechas, aunque tenía a su preferida. Y no solo con ellas, sino con todas las debutantes que había conocido. —Es más, mientras nos acompañabas a todas aquellas fiestas —prosiguió su madre— te comportaste como un verdadero caballero. La ceja de Ewan se inclinó hacia arriba. —¿Acaso querías que la raptara como un bandido? —preguntó con ironía. Ella negó haciendo unos movimientos con la cabeza, siguiendo el hilo de sus reflexiones. —¿Cómo podía imaginar que sentías un amor secreto? De repente, al sentir aquello, Ewan tosió con fuerza, aunque tardó un poco al recuperarse.

¡Él no sentía un amor secreto por nadie! —Tú querías que me interesara por una chica, ¿no? Pues aquí lo tienes. No se trata de nada más. Su madre lo miró con intensidad, como si intentara leer sus pensamientos. —¿Estás seguro? No tienes por qué avergonzarte de tus sentimientos. —Por supuesto que lo estoy. —Se conocía mejor que nadie—. Solo necesito un espacio tranquilo donde pueda conocerla de verdad, porque no sé con seguridad si ella está interesada en mí. Deirdre McDougall frunció los labios. —¡Pero si eres un gran partido! Ewan no pudo evitar sonreír. —Hablas con amor de madre, aunque en realidad no todas las mujeres caen rendidas a mis pies y esta tampoco es mi intención. —Si te conocieran de verdad, lo harían —insistió. —Vuelvo a reafirmarme en que no sé cómo me ve ella. Ahora bien, si este problema estuviera resuelto, quedaría otro de importante: Odethe Burton. Aquella mujer todavía le daba más miedo solo de pensar en la situación en la que se encontraba. Era más que una piedra en un zapato. Incluso su madre se quedó muda durante unos segundos. —Estoy segura de que aprecia a nuestra familia —concluyó. La mueca de Ewan evidenció que aquello no era suficiente. —Tenemos nuestro patrimonio… —Que es mucho —puntualizó ella. Él se encogió de hombros. —¿Será suficiente para la señora Burton? Yo no soy un príncipe encantador y los dos hemos escuchado cómo decía que busca títulos para sus hijas. Los McDougall vivían con comodidad. El antiguo castillo había sido reformado poco a poco hasta darle una apariencia acogedora, tanto en el interior como en el exterior. Además, tenían una casa en Londres; en una buena zona. Gracias a la dote de su madre y al buen saber hacer de su padre estaban libres de créditos y hacía años que podían hablar de la fortuna familiar.

No obstante, carecían de títulos nobiliarios. Odethe Burton, madre de Marian Elizabeth y de Grace, era una mujer difícil. Viuda desde hacía años se había ido a vivir con su primo, el duque de Dunham, y su esposa Edith. Ewan los conocía desde tiempo atrás, cuando su madre decidió dar dinero al hospital St. George Women’s Charity de Londres. Desde entonces, ella pertenecía a la junta. Así que sabía que el carácter de la señora Burton podía amargar a cualquiera si se sentía a disgusto. Solo vivía para buscar candidatos adecuados para sus hijas —pues en ese momento ya tenían la edad casadera— y observaba la conducta de las chicas como si se tratara de un halcón. Le gustaban las apariencias, el saber estar y era demasiado rígida. Sí, aquella era la palabra exacta que la definía. Así que era normal estar preocupado. —Yo me encargaré de que lo sea. Deirdre McDougall dejó a un lado la ropa que cosía, acarició dulcemente la mejilla de su hijo y se levantó con presteza, dispuesta a escribir a su amiga. Pero al momento tranquilizó sus maneras para no asustarlo. Ewan no lo sabía, pero con su confesión le había dado a Deirdre una misión: conseguir ser aceptado por una de las mellizas Burton. Todavía no sabía si la escogida era Marian Elizabeth o Grace. De cualquier manera, un impulso les iría bien. Era cierto que Odethe podía suponer un problema, pero si la invitaba a Escocia y le enseñaba cómo vivían y el amor que sentían los unos por los otros, acabaría comprendiendo que un enlace entre las dos familias sería una bendición. Como una madre loba, haría lo que fuera necesario para que sus deseos fueran cumplidos. Porque Ewan era un buen hijo y se merecía la oportunidad de ser feliz.

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