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Sexo, Marcos y Rock and Roll – Myriam Ojeda Moran

Aquella mañana había amanecido lluviosa, a veces pensaba que el clima copiaba mis estados de ánimo para así ponerme más difícil el día. De haber estado en mi piso probablemente le hubiera puesto una excusa a mi madre para no acudir a la cita, y habría apagado el móvil para evitar las represalias, pero no, mi madre se había adelantado a mis planes maquiavélicos y me había obligado a dormir en su casa aquella noche. No la culpaba, a veces yo era una timadora. Alguna que otra vez me sentía culpable por mi comportamiento, no era una cría para huir de mis responsabilidades, ya era adulta… bueno, todo lo adulta que pueda ser una persona de veintiocho años con cierto desdén hacia las normas, claro está. Bajé las escaleras con severa desgana, si ya me apetecía poco ir a un nuevo psiquiatra, que el día estuviera oscuro e hiciera un frío espantoso no ayudaba en nada. Mi madre ya estaba despierta haciendo el desayuno, siempre que dormía en su casa me lo preparaba, lo cierto es que era algo de agradecer. Cuando estaba en mi piso apenas comía por no tener que cocinar. -¿Has dormido bien? -dijo mi madre al ver mi careto de aquella mañana. -Sí, tardé en poder dormir, pero sí. ¿Por qué lo preguntas? -Tu cara. -La miré, levantando una ceja-. No me mires así, es la verdad. -Gracias, madre, tú siempre tan atenta… Sonrió mientras me daba el zumo, me hacía gracia ver cómo se choteaba de mí, no la culpaba, toda yo era un meme. Me comí la tostada mientras miraba a la nada, estaba completamente abstraída de todo hasta que escuché su voz de nuevo. -¿Tienes ganas de ir al médico hoy? -No voy al médico, mamá, voy a un psiquiatra, no lo disfraces para que no me sienta mal – resoplé-. Y sinceramente no tengo muchas ganas, la verdad. No me apetece volver a contar todo otra vez… Me aburre. -Bueno, sabes que sin los informes de un psiquiatra no podrás volver a trabajar de lo tuyo y es lo que querías, ¿no? -Sí, mamá -mentí, realmente no sabía si quería volver o no-. Iré y todo saldrá bien. Asintió mientras sonreía ligeramente, parecía algo más consolada después de escuchar mi mentira. Y aunque lo último que quería era engañarla, a veces era un mal necesario. Subí de nuevo a mi habitación y empecé a arreglarme, primero me di una ducha de agua hirviendo, salí más roja que un tomate, pero cien por cien renovada. Estaba absolutamente segura de que el agua poseía poderes curativos. Me sequé el pelo con el secador mientras me quedaba en Babia mirando un azulejo del baño. Odiaba aquella sensación, era como si mi mente se quedara en blanco y fuera incapaz de pensar en nada, siempre había sido una persona muy recta y ordenada, pero ahora era incapaz de concentrarme en absolutamente nada.


Escuché el pitido de mi móvil mientras me repasaba el pelo con la plancha, por la hora que era estaba segura de que era mi padre, sonreí al pensar en él. Mi padre era un gran empresario de la antigua escuela, es decir, primero el trabajo y después todo lo demás. Ese fue el motivo por el cual mis padres decidieron separarse, bueno, a decir verdad, lo decidió mi madre. Y aunque en su momento lo pasé fatal, ahora la entendía. Y es que, aunque mi padre fuera una persona maravillosa, es muy duro llevar una relación con una persona a la que no ves nunca. Aun así, se llevaban muy bien y nunca nos había faltado de nada, al revés, no escatimaba en gastos. Debido a su constante ausencia, mi madre dejó su trabajo cuando yo nací para poder cuidar mejor de mí. En teoría iba a ser solo hasta que pudiera dejarme en una guardería, pero fue entonces cuando mi padre empezó a ganar mucho dinero y no hizo falta un sueldo extra. A raíz de la separación, y sin hacer falta, dada la economía familiar pese a la ruptura, volvió a trabajar. Echaba unas horas en el horno de su amiga como dependienta y parecía feliz por ello, y eso era lo que importaba. Por otro lado, estaba yo. Para mí, mi padre era el héroe al cual veía poco, pero cuando lo veía todo era una fiesta: regalos, viajes, risas, conversaciones ya entrada la adolescencia y amor, mucho amor. Era hija única, y por ello estuve superprotegida hasta que fui a la universidad. Tenía una muy buena relación con él, era como un amigo con el que hablaba diariamente por WhatsApp. Seguramente me había escrito para asegurarse de que no la liaba. Me hacía gracia la poca confianza que me tenían en aquel aspecto, podría ser ofensivo, pero no me ofendía. Me arreglé un poco la cara para evitar la perorata de mi madre, que haría alusión a mi deteriorado aspecto físico. ¡Joder! Yo no tenía la culpa de tener la tez un poco blanquecina, tampoco era tan raro. Era rubia con los ojos verdes, no era tan descabellado que mi tez fuera clara, vale que a veces se pasaba de clara y parecía enferma, pero no siempre le apetece a una adecentarse. Me retoqué lo justo y necesario y me puse en camino. Hacía un frío espantoso y por fin había tenido la oportunidad de ponerme un suéter de lana gordísimo que me quedaba enorme, pero que me hacía sentir dentro de un algodón. -Pareces un rollo de kebab rosa y blanco. -¡Papá! -Le vi reírse a través de la cámara-. Te voy a colgar… -Perdona, era una broma. -Los cojones una broma.

-Levanté una ceja-. Hace un frío horrible. ¿Si no me lo pongo hoy cuándo narices me lo voy a poner? Si me queda tan mal dímelo y me lo quito. -¡Que era broma! ¿Y tu madre, no tenéis que iros ya? -Está abajo esperándome, se ha empeñado en llevarme ella. Últimamente tengo el coche de adorno. Vi cómo negaba con la cabeza a través de la cámara del móvil y sonreí. -Tu madre no es tonta, y te conoce de sobra. Vete que llegarás tarde. -Vale, Reddington, te llamo cuando salga de consulta. Te quiero. -¡Te he dicho que no me llames… Colgué la videollamada mientras me echaba a reír. De un tiempo hasta aquí, me había dado por evadirme de mi propia vida viviendo la vida de personajes de series. No sabía cuántas había podido ver en poco tiempo, pero las suficientes para no tener claro si yo era una detective del FBI, una alumna de un colegio, donde a los dieciséis ya se folla con todo quisqui, o una puñetera pringada con un trauma irrecuperable. (La tercera era mi vida real). En fin, un día viendo la serie The Blacklist, me di cuenta de que uno de los personajes principales era muy parecido físicamente a mi padre, y ya no solo físicamente, sino que mi padre también tenía un toque de tío mafioso. Él lo pasaba fatal cuando mucha gente se lo decía, ya que es un buenazo de narices, pero la realidad es la que es: mi padre parece un mafioso, y yo una tarada, aquí cada cual lo suyo. Mi madre ya estaba esperándome en el coche. Me despedí de los gatos y salí corriendo. Llovía bastante y era un horror circular por la ciudad atestada de coches y autobuses. Me puse un poco nerviosa, pero nada que no pudiera disimular con algo de naturalidad. 1 La era del cambio y de los suéteres de kebab Me di cuenta de que habíamos llegado porque mi madre me acarició la pierna con suavidad, una vez más me había quedado en Babia, perdiendo la noción del tiempo. -¿Estás bien? Llevas todo el camino callada. -Sí mamá, tranquila. -Le di un beso en la mejilla y salí del coche-. Cuando salga te llamo, puede que me vuelva a mi piso dando un paseo.

-¿Dando un paseo? Pero ¿tú has visto la que está cayendo? -Abrió mucho los ojos y me eché a reír-. Bueno, avisa con lo que sea. Ten cuidado para volver. Te quiero. Sonreí y cerré la puerta del coche. Fui corriendo hasta el portal de aquel enorme edificio, que ya estaba abierto. El portero se había adelantado y ya me estaba esperando con las puertas de par en par. Sonreí al pasar por su lado y le di las gracias. ¿A quién se le ocurría repasarse el pelo con la plancha en pleno aguacero? ¡A mí! Me miré en el espejo del ascensor y, por suerte, no me había mojado en exceso, pero lo cierto era que sí que parecía un rollo de kebab. Supuse que aquellos suéteres de lana tan gruesos y grandes eran para chicas de la talla 34 y no para una chica de cuerpo voluptuoso con tetas, cadera, y mucho culo… pero bueno, iba a visitar a un loquero, no a Brad Pitt, así que no me importó demasiado, aunque, eso sí, ese suéter sería donado a la beneficencia en cuanto lo hubiera lavado después de aquella puesta. Llegué al piso donde supuestamente estaba la consulta y me dio la bienvenida un enorme escritorio que estaba justo delante del ascensor. No sabía exactamente por qué, pero pensaba que sería una consulta algo más humilde, y para nada, por lo visto toda aquella planta estaba llena de consultas y salas que en aquel momento estaban vacías. Era algo así como un bufete de psiquiatras. ¿Acaso existía eso? Di mi nombre en recepción y me acompañaron hacia una parte de aquella enorme estancia. Me dejaron en una pequeña sala de espera delante de una puerta blanca y, muy amablemente, me ofrecieron un café. Estuve tentada, pero finalmente lo rechacé, el café me daba unas taquicardias alucinantes. Parecía una broma, no hacía mucho tiempo atrás me alimentaba básicamente de café, estaba muchísimo más delgada, sí, pero más irascible también. Hay cosas que realmente no compensan, como el hecho de tener un cuerpo alucinante y soñar cada día con unas patatas fritas con salsa. Yo era de las que querían tener un cuerpo alucinante, pero también soñaba con patatas, me comía las patatas, y luego hacía algo de deporte para no sentirme del todo mal. ¿Tenía un cuerpo alucinante? Pues no lo sé, depende de qué cuerpo consideres alucinante. ¿Tenía un culo delicioso para bailar twerking y ponérsela dura a más de uno y de dos? ¿Sabía bailar twerking? Por supuesto que no. La vida y sus sinsentidos. Debía reconocer que estaba algo nerviosa. Había pasado por aquello muchas veces, ya estaba acostumbrada, aunque, si tenía que ser sincera, debía admitir que no había sido una muy buena paciente. La idea de contar absolutamente todo a un desconocido no era algo que me hiciera sentir cómoda, pero, vistos los resultados anteriores, iba a procurar sacar todo lo chungo el primer día, puede que así se pudiera avanzar en algo de una jodida vez.

Estuve tentada a ponerme a leer una de las revistas de cotilleo, que había en una pequeña mesa delante de la silla donde estaba, pero justo en aquel momento la puerta se abrió y un hombre, bastante atractivo de unos cuarenta y pocos, me sonrió. -¿Daniela Solaz? -Asentí algo colorada, pues era un hombre muy apuesto, demasiado para pretender abrirme a él del todo, y no hablo de piernas, que oye…-. Pasa, por favor. Sonreí y pasé por su lado evitando mirarlo descaradamente, su perfume era embriagador, todo hay que decirlo. Di unos pasos hasta que vi dos sillones delante de aquel elegante escritorio con ese ventanal de fondo, lo cierto es que aquel espacio desprendía paz, y él… él desprendía de todo, para qué nos vamos a engañar. Llevaba el pelo elegantemente cortado, moderno, pero sin querer pretender parecer más joven de lo que era. Pequeños resquicios de canas empezaban a ser ligeramente visibles, cosa que le daba un toque sexy. Tenía el pelo oscuro y unos ojos grandes y azules. -Hola, Daniela, me llamo Martín. -Sonrió y me puso nerviosa. -Yo, Daniela… -Ya, ya lo sé. -Se echó a reír con ganas y yo me sentí ridícula. -Ya. -Me miré las manos-. Ya sé que lo sabes, perdona, es que estoy algo nerviosa. -Tranquila, mujer. -Me sonrió amablemente y lo imité-. Tenía ganas de conocerte al fin. Asentí durante unos segundos hasta que reparé en lo que me había dicho. -¿Al fin? -Sí. Debo decirte que ya sé algo de ti. -Lo miré sin entender a qué se refería-. Conozco a tu padre, mucho, a decir verdad. -¡Ah, vale! -resoplé-. Sé que él ha intercedido para que puedas atenderme tú, debes ser muy bueno para que mi padre me haya insistido tanto.

Fijo que te dio la tabarra hasta que aceptaste atenderme.

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