debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Sex Club del Demonio – Magela Gracia

«El mismo diablo citará las sagradas escrituras si viene bien a sus propósitos». William Shakespeare —No esperaba que fueras a ser tú el primero en dar un paso al frente, Ángel mío. —Los años no pasan en vano para nadie —me respondió mirando el horizonte oscuro y anaranjado. Una visión a la que todos, en mayor o menor medida, nos acabábamos acostumbrando. Humo, polvo, sombras—, y para ti ni para mí… tampoco. Se me escapó una sonrisa irónica, pero no se fijó en ella. Tenía la vista perdida en eso que pronto dejaría de estar a su alcance. Nuestro Infierno, después de todo, había sido su hogar durante muchos años. Demasiados…, según parecía. Y era hermoso a su manera. —Sabes que puedes cambiar de opinión —le comenté con tono convincente, sabiendo de antemano que la sugerencia no iba a hacer mella en él. Había hombres que cuando tomaban una decisión ya podían arder en Infierno que no daban su brazo a torcer con tal de no admitir que se habían equivocado. Y él… ya había ardido. O, quizá, para complicarlo todo, no era un hombre. Y, para colmo, tal vez tampoco se estaba equivocando. ¿Cuánto tiempo podía permanecer alguien inmóvil en el mismo sitio sin aburrirse? —A ti también te vendría bien un cambio de aires —me soltó palmeándome el hombro, mientras de su boca salía humo. Le encantaba eso de calentarse las entrañas. La suerte que tenía era que su salud no podía estar más perjudicada. El tabaco, el alcohol y las drogas se habían encargado de ello, por no hablar del exceso de comida que todo el mundo se empeñaba en llamar poco saludable…, aunque deliciosa. ¿Veganos? Esos sí que deberían arder en Infierno. Y, por último, estaba el pequeño detalle de que no estaba vivo, ¿o sí? —. Pero estás demasiado hecho a… esto. Y abarcó todo el horizonte con sus largos brazos. Los tatuajes de sus manos se movieron sobre la piel al cerrar los puños y, al extender los dedos con las palmas hacia el color anaranjado, el humo lo empezó a invadir todo. Era mi reino.


¿Cómo iba a renunciar a esto? —Sabes de sobra que hay personas que no lo hacen, y yo no me adaptaría como tú. Probablemente eso sonaba más bien a un: «no me da la puta gana y punto». —¿Y tú te consideras a estas alturas persona? —me preguntó socarrón. Touché. Era gracioso que en nuestras cabezas rondaran las mismas ideas—. Hubo una época… —Todo tiempo pasado siempre fue mejor, ¿te refieres a eso? —le interrumpí agitando la mano—. Ya sabes que era una forma de hablar. —No iba a decirte eso. Se mesó la barba haciéndose el interesante. Volvió a soltar humo por la boca y yo lo respiré para molestarlo. No había nada en ese lugar que se pudiera desperdiciar si a mí se me antojaba. —Sé lo que ibas a decir. Es solo… —Hice una pausa observando el humo que salía de la tierra. Agité la mano para que formara las imágenes que a mí se me antojaban. Cualquier mago habría dado un ojo por saber hacer mis truquitos—. Esto no va a ser igual sin ti. —No haberme dejado firmar. —Como si hubiera podido impedírtelo. No iba a comenzar una nueva discusión con nadie y menos con él. Ese día quería paz y tranquilidad. Para eso había convocado aquella fatídica reunión. Teníamos superpoblación en Infierno. La gente ya no tenía tanto miedo de ir al inframundo. Lo del cielo estaba sobrevalorado, ya se lo había dicho al «jefe», pero no me había hecho caso. En la última partida de cartas que nos habíamos marcado —no recordaba bien hacía cuánto tiempo— había insistido en que la fe siempre acababa moviendo montañas, y le aseguré que las montañas se movían inclinando la balanza a mi favor.

Infierno ya no asustaba. El que seguía dando miedo… era yo. Pero como los humanos no creían en Satán… Imbéciles. Infierno no era un lugar, sino una emoción. Y yo sabía manejarlo a mi antojo. Había solicitado que empezaran a dejar espacio. Lo cierto era que lo había ordenado, pero dejando que mis encantadores subalternos se desvivieran por hacerme feliz. Querían complacerme, cosa muy lógica, por lo que me senté a esperar. En su momento me pareció buena solución. Demonios pululando a sus anchas por la tierra era casi tan buena idea como desatar las diez plagas, solo que en esta ocasión se me había ocurrido a mí. Cierto era que alguna que otra vez dejaba que hicieran de las suyas, pero regularmente les hacía regresar para que no se acostumbraran. Aquello era diferente. De un tiempo a esta parte sentía que había demasiada agresividad en mis tierras, incluso para mí. Se me había metido en la cabeza que de un momento a otro se alzaría una revuelta. Los demonios más jóvenes habían llegado pisando fuerte y, aunque podía convertirlos en polvo con solo desearlo, no me apetecía fulminar a la mitad de mi especie; a mis hijos, como quien dice, porque hubiera amistades o lazos de sangre entre los caídos. Y luego siempre existían los traidores y los rencorosos. Nada que me hubiera inventado yo. Por ello, y porque ya lo decía el refrán de la tierra, que «más sabía el diablo por viejo que por diablo», había decidido que había que dejarles espacio. Otro espacio. Cualquier espacio. Que cada uno decidiera lo que quería hacer con su vida. O su no-vida. Yo también había sido joven. Aunque nadie se lo creyera. —Ha sido una buena jugada, no te quepa la menor duda.

—Pero te marchas… Era mi mano derecha, mi consejero, mi hermano. Habría sido el padrino de mi boda si llego a albergar algún tipo de sentimiento por alguien. Y había decidido… cambiar de aires. Como si resultara muy asfixiante el sulfuro de Infierno. —No puedo explicarte el motivo. Pero, dime una cosa, ¿no intentarías encontrar tu paraíso, aunque para ello tuvieras que pecar? —¿Me hablas tú de pecado? Se encogió de hombros y seguimos a lo nuestro. Aquel iba a ser uno de nuestros últimos atardeceres juntos, o amaneceres, ya no los distinguía. Cuando llevabas tantos siglos contemplando el mismo paisaje llegabas a perder un poco el norte. O el tiempo. Desorientación lo llamaban. Quizá, sin más, Ángel lo que buscaba era eso. Perspectiva. Encontrarse. Orientarse. Y, para localizarla, había que mirar desde otro punto de vista. —Va a ser interesante vigilarte —le aseguré pasándole un dedo sobre sus excitantes labios. Sí, habíamos compartido mucho, mucho, ese diablo y yo. De todo… Y nadie podía juzgarme o reprochármelo—. ¡A ver qué demonios piensas hacer allá arriba! Ángel me devolvió la mirada. Hacía muchos años que no nos besábamos, pero siempre quedaba tiempo para una noche más. O un día. O lo que fuera aquello. Sus ojos envejecidos chispearon ante lo que le esperaba. Tenía unas enormes ganas de cambiar de aires. Quizá consiguiera que se le alisaran hasta las arrugas que rodeaban esos penetrantes ojos.

—Pues eso mismo voy a hacer…, el demonio. 1 «Llega el momento en el que tus demonios te piden un infierno más grande». Ángel miró cómo el whisky se deslizaba sobre el hielo y caía al fondo del vaso. Las piedras heladas empezaron a rajarse y sonrió pensando en que todo se derretía cuando lo tocaba. Y no hablaba solo de las mujeres, que también, sino de cualquier cosa que se encontrara a su paso por las calles de Madrid. La ciudad a la que había ido a parar hacía unos meses, para alejarse de mí. No era ni la mejor ni la peor de las opciones que había barajado, estoy seguro, pero con un ambiente revuelto en las calles, un Gobierno convulso, unos habitantes que pasaban de todo y la mayoría de sus compañeros eligiendo destinos más apetecibles en Estados Unidos, le había parecido que España tenía el suficiente nivel de corrupción como para que un demonio como él pudiera pasar lo suficientemente desapercibido… Hasta que le apeteciera que nadie pudiera ignorarlo. Así éramos los de nuestra especie. Volubles. El mundo de los hombres tenía cosas buenas, pensó Ángel mientras se llevaba a la boca el vaso y dejaba que el alcohol se calentara entre la lengua y el cielo del paladar. Sí, le gustaba calentar. El ambiente, por descontado, pero la entrepierna de una mujer se había convertido en todo un reto para él en ese último ascenso. Le costó un poco acostumbrarse a la voracidad y a la rebeldía de las chicas, pero tras un par de encontronazos serios había aprendido a domar su carácter en vez de acabar irritado, con dolor de cabeza y con ganas de deshacerse de más cadáveres de los que la pequeña agencia que tenía contratada era capaz de colocar sin llamar la atención. También podría haberlo hecho él, pero le gustaba que otros se encargaran del trabajo sucio y asegurarse, de ese modo, de que seguirían viniendo unas cuantas almas a rendirme cuentas en el momento en el que exhalaran su último aliento. Teníamos el negocio bien montado. Y nos gustaban los tipos emprendedores. —No te conviene que entren a tu club preguntando cuándo fue la última vez que metiste la polla entre las piernas de la chica que apareció en el vertedero la semana pasada —le sugirió otro de los demonios justo antes de despedirse, a poco más de medio kilómetro del suelo, mientras observaban desde esa distancia las luces parpadeantes de alguna de las ciudades. Era como si hiciese una eternidad de aquello y apenas si había pasado un año—. Puedo pasarte uno de mis contactos para facilitarte la adaptación. —Ya te digo algo —le respondió Ángel decidiendo si estaba o no molesto con el otro demonio por insinuar que iba a necesitar ayuda para gestionar su asentamiento. Sacó del interior de su chaqueta un enorme puro y se lo ofreció al otro. A esa altura la temperatura era baja de narices, pero como a él no le afectaba el frío se planteó lo de fumárselo allí mismo o esperar a llegar al suelo. —Dudo mucho que vaya a prender aquí —le comentó el otro—. Cosas del oxígeno. Ángel miró el puro y lo guardó otra vez, decidiendo que no pasaba nada por posponerlo unos minutos.

Llevaba demasiado tiempo fuera como para recordar esas cosas. Quizá sí que estaba desentrenado. Después del primer puro se había fumado ya unos cuantos, tantos como ratos tuvo libres tras decidir lo que quería hacer allí, en Madrid. Y, como no le costó demasiado trabajo centrarse en las opciones que le ofrecía la ciudad, en cuanto pudo negoció el precio de compra de un local magnífico en el mismo centro, en plena Gran Vía. Y, como el dueño no quiso venderlo…, sufrió un pequeño accidente. ¡Bien por mi chico! Un infarto sin importancia, mejor eso que hacerlo arder delante de sus abogados, en la reunión en la cual rechazó su oferta de compra. Fue entonces cuando entendió lo de la utilidad de esos limpiadores de los que había hablado su camarada aquella vez, pero por suerte no hicieron falta en esa ocasión. Un infarto no llamaba la atención por más que se pensara que aquel tipo tenía una salud de hierro. Esas cosas pasaban en las mejores familias. Se desplomó sobre la mesa cuando, indignado, acababa de rechazar el contrato que le había acercado Ángel a los morros. ¿Querían convertir su precioso teatro en un local de alterne? ¿Un templo dedicado al sexo, a la lujuria, al desenfreno? Bien mirado, con la edad que tenía el tipo era normal que hubiera sufrido un infarto de la impresión. Los abogados reconocieron —sin duda alguna, pues apreciaban mucho cada uno de los latidos de sus respectivos corazones— la firma falsa que se plasmó en el contrato de compraventa cuando todos y cada uno de ellos comenzaron a sentir una fuerte presión en el pecho, aún con el cuerpo de su representado caído sobre la mesa de caoba. Ojos abiertos y gesto de dolor en su último segundo de vida. Tuve que reconocer que Ángel no hizo un mal trabajo para ser un novato en la tierra, pero yo le habría aconsejado eso de convertirlo en cenizas delante de todos. Habría sido mucho más melodramático, aunque quizá igual de efectivo. Y la mesa era bonita… Cada uno tenía su estilo. —Gracias por su ayuda, caballeros —se despidió Ángel con los papeles bajo el brazo, acompañado de su equipo de abogados que también miraban el cadáver con cierta aprensión—. Enviaré una bonita corona al tanatorio. Una lástima su muerte. Espero que su viuda disfrute de los millones de la venta. Nadie osó no estrecharle la mano, pero ninguno logró que no se le acelerara el pulso o no le temblaran los dedos cuando lo hizo. Un par de semanas más tarde, ante el asombro de unos y la desaprobación de otros, abría las puertas Sex Club del Demonio, un local dedicado única y exclusivamente al placer de la carne en pleno centro de Madrid. ¡La burocracia estaba hecha por y para los demonios! ¡A joderse, mortales! Y allí estaba Ángel, ataviado con uno de sus impecables trajes, mesándose la barba blanca en pico mientras miraba su reflejo en el espejo que cubría toda la pared trasera de la barra de su pub. Delante, cientos de botellas del más exclusivo alcohol que se podía importar tapaban un poco parte de su cuerpo. Le había costado bastante conseguir que su imagen hiciera eso mismo en el espejo y, cuando se dio cuenta de que en verdad le importaba una mierda que la gente saliera huyendo de él porque no se reflejaba, fue cuando encontró la solución.

No era que le disgustara infundir miedo; todo lo contrario. Pero había veces en las que era mejor que la persona con la que hablabas no saliera corriendo. A veces, hacía que su imagen apareciera y desapareciera solo para notar cómo se les erizaban los pelos de la nuca a los humanos. Terminó la copa, sacó otro puro de su bolsillo y lo encendió sin tener que echar mano al encendedor. Sus «amigos» se habían acostumbrado también a ese gesto, pero la primera vez que le ofrecieron fuego y lo prendió él mismo sin necesidad de echar mano al mechero más de uno se meó encima. Y no era una frase hecha. Sonrió al portero, el cual le pidió aprobación desde la entrada para abrir las puertas y dar la bienvenida a la noche madrileña. Asintió comprobando la hora en su reloj de pulsera. En verdad, tampoco le importaba demasiado cumplir los horarios de apertura. Ya sabía más de uno lo que podía pasar si le llegaba una multa o si entraba algún policía en el local. El boca a boca funcionaba que te cagas entre los humanos. No había ni que pagar a alguien para que difundiera un rumor. Empezó a sonar Justin Timberlake en el hilo musical. SexyBack le hizo mover una cadera mientras que la otra pierna permaneció perfectamente anclada al suelo de cristal que dejaba ver la piscina que había justo bajo la primera pista de baile. Las chicas que había contratado estaban de pie en el borde, desnudas, esperando a que entraran los clientes para zambullirse en el agua. Había sido un capricho de lo más excéntrico de Ángel, pero yo no iba a ser quien se lo recriminara. Me gustaban las excentricidades, la opulencia y el lujo sin medida. Tanto como a él. Se ajustó el gemelo de la camisa y se tapó la muñeca, donde en ese momento jugueteaba uno de sus tatuajes, decidiendo si quedaba a la vista o se ocultaba antebrazo arriba. No le prestó atención y dejó que los puños de la chaqueta fueran a su sitio mientras hacía crujir las vértebras de su cuello, moviendo después los hombros. Desde que había aterrizado en la tierra pocas veces se había permitido el lujo de dejar libres sus otras extremidades. Alas, cola, cuernos… y, a veces, crujían un poco. Tampoco los usaba mucho en Infierno, pero en la tierra seguro que causaban un poco más de impacto que entre los nuestros. Ángel tenía unas alas grises bastante imponentes. Era una pena que hubiera decidido hacer como si no existieran.

—Deja de meterte en mi cabeza —me pidió Ángel hablando como si tuviera un pinganillo en el oído, aunque bien sabía él que no me hacía falta que moviera los labios para nada—. Así es complicado trabajar. «Ya. Como si fuera más interesante mirarle el culo a las chicas de la piscina». Le respondí exultante, contento de que después de varios meses siguiera notando en él mi presencia. Volvió a observar el suelo. El agua se veía cristalina, muy diferente a como solía acabar después de un ajetreado sábado. A veces, incluso, acababa llena de sangre. La factura del agua estaba siendo desorbitada, pero nadie le iba a… cortar el grifo. Se me empezaban a pegar las expresiones humanas de tanto observarlos para ver cómo les iba. La sequía no estaba hecha para los demonios. Quizá en Infierno… sí. Pero en la tierra ya podían sacar agua de debajo de las piedras para que él pudiera cambiarla de su maldita piscina. Sí, se me estaban pegando sus expresiones de mortales. Ángel tenía ganas de nadar… Ángel tenía ganas de follar… La noche era joven. Siempre lo era. Cualquier cosa era más joven que nosotros.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |