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Seras mi luz siempre – Luna Dueñas Jaut

Me llamo Lucía Cruz. Tengo veintitrés años y estudio piano en el conservatorio público que está al lado de mi casa. Comencé a tocar el piano a los siete años y, desde entonces, no lo he dejado. ¿Que cuál es mi sueño? Ser una pianista y cantante de renombre. Y espero paciente el día en que alguien me descubra y me dé una oportunidad. ¿Mi gran problema? Mi extrema timidez. Mi padre es abogado y mi madre trabaja como editora en una revista de moda, así que nunca nos faltó de nada en casa, por eso mi hermano pequeño, Diego, y yo, siempre hemos vivido como reyes. La vida siempre nos ha sonreído, nos lo ha dado todo. Hasta el día en que mi padre se metió en el mundo de las drogas. Ni si quiera sé por qué lo hizo. Lo tiene todo, una gran casa, un estupendo trabajo bien remunerado, una familia a la que adora y que lo adora a él. Pero parece que nada de esto le impidió caer en las garras de la droga. Y, por desgracia, esas garras pocas veces te vuelven a soltar una vez que te han atrapado. No he parado de pensar en el porqué, mientras estoy aquí en el hospital con mi mano aferrada a la de mi padre, y él está inerte, ausente en la cama y lleno de artilugios médicos que entran y salen de su cuerpo. Llevamos ya seis meses aquí. Lo peor de todo es que no creo que pueda escuchar nunca su explicación, los médicos no nos han dado muchas esperanzas esta vez de que se vuelva a recuperar. Esta vez se ha pasado de la raya. Esta vez le puede costar la vida. Comienzo a llorar porque no quiero que mi padre muera, siempre he estado aferrada a él, él me enseñó a leer y escribir, me enseñó a tocar el piano, me enseñó todo lo que sé cuando mi madre estaba muy ocupada trabajando. No estoy preparada para afrontar su pérdida. Me acerco un poco más y le acaricio la mejilla, su incipiente barba me cosquillea los dedos, y mis lágrimas se derraman en nuestras manos. —Quédate conmigo papá. Te necesito—digo mientras le doy un beso en la mejilla. Está muy pálido y apenas noto su respiración. Comienzo a asustarme y me levanto para acercarme más a él.


—Papá —le doy unos golpecitos suaves en la mejilla, pero no reacciona. El pánico comienza a apoderarse de mí. Y se extiende como un veneno letal. —¡Papá! ¡Papá despierta! —apenas me sale la voz, porque comienzo a entender lo que acaba de pasar. El dolor comienza a hacer mella en mí y me derrumbo sin poder evitarlo. Ha sucedido. —¡Papá! —Repito una y otra vez sin parar de llorar y me abrazo a su cuerpo sin vida —¡Que alguien me ayude por favor! ¡Por favor! ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE!—grito lo más fuerte que puedo. Enseguida llegan las enfermeras acompañadas por el médico, estas me cogen de los brazos y me apartan de mi padre. El doctor se acerca y pone sus dedos sobre la muñeca y el cuello de mi padre. Y pone mala cara. Yo lo miro desde mi posición y me intento liberar de las enfermeras que me sujetan. —Ha muerto —me susurra con una mirada triste. Consigo librarme del agarre de las enfermeras y echo a correr por el pasillo todo lo rápido que puedo queriendo huir de la imagen de mi padre sin vida en la cama. Cuando llego a la planta baja hay un gran alboroto, una ambulancia acaba de llegar y muchos de los trabajadores del hospital se vuelcan en un muchacho tendido en una camilla al que no logro verle bien la cara, pero más o menos es de mi edad. Y no puedo evitar enfadarme con el mundo y con la vida por ser tan cruel. Y enfadarme con mi padre por lo que me ha hecho. Cuando meten al chico en urgencias, yo vuelvo a echar a correr con los ojos llenos de lágrimas de rabia y dolor. Corro, corro sin más, no sé a dónde me estoy dirigiendo, sólo sé que quiero salir de este maldito hospital y perder de vista todas las desgracias que alberga. ¿Qué va a pasar cuando Diego se entere de que papá ya no está? ¿Y mi madre cuando vea que su amor se ha ido? La noche es fría en el exterior, está a punto de llover. El invierno ha comenzado. Mis pies no paran de avanzar, hasta que choco con alguien y caigo al suelo. Comienza a llover con fuerza. —Lo siento mucho —me dice una voz preciosa. Me tiende su mano y me ayuda a ponerme de nuevo en pie. —Soy yo la que debe pedir disculpas.

Lo miro y me doy cuenta de que es un muchacho de mi edad o quizá mayor. Tiene el pelo rubio oscuro, casi castaño, y unos ojazos castaño oscuro enormes, no puedes evitar hundirte en ellos, en su hermosura. Es guapísimo. —Tengo que irme —dice con prisa y sale corriendo hacia el hospital, como desesperado. Tiene el rostro descompuesto y lleno de lágrimas. Quizá es un amigo del chico que acabo de ver. Me quedo aquí, observando la puerta principal del hospital, metida en mis cavilaciones y empapándome hasta los huesos. De pronto, la cara morena y descompuesta de mi amiga aparece por la puerta y echa a correr hacia mi posición tapándose de la lluvia con una revista —¡Lucía! ¡Lucía! —Me llama a gritos. Se para enfrente de mí— Lucía… Lo siento muchísimo. Comienza a llorar. Y yo también. Y nos abrazamos bajo la lluvia. Como si el cielo estuviese llorando nuestra pena también. Y cuando vuelvo a subir a la habitación y veo su cama vacía y a mi madre sentada, con la cara hinchada por el llanto y la mirada perdida, la abrazo y me doy cuenta de que es verdad. Mi padre se ha ido para siempre. Capítulo 2 La horrible nueva vida Ha pasado más de un mes desde que enterramos a mi padre, pero mi madre no levanta cabeza. Y eso me preocupa. Se ha quedado como en estado de catatonia. Apenas come, apenas bebe, apenas habla, cuando se levanta por las mañanas se baja al salón y se queda ahí con la foto de su boda abrazada en el regazo llorando silenciosamente. Por las noches grita el nombre de mi padre llorando desesperada y mi hermano comienza a llorar asustado, así que voy y lo abrazo hasta que se duerme y luego intento tranquilizar a mi madre. La ayudo en todo lo que puedo, limpio, friego, lavo y plancho la ropa, cocino, pago las facturas, pero todo esto se me está haciendo cuesta arriba, no puedo estar pendiente de la casa, de mi hermano y de mis estudios de piano todo al mismo tiempo. No he vuelto a ir desde que murió mi padre y tampoco he vuelto a tocar ni una sola tecla. He perdido las ganas. El dinero se acaba y no sé cómo hacer frente a eso. Es un nuevo día y voy a la habitación de Diego para despertarlo.

Pobrecito, está sufriendo tanto con todo esto. Solo tiene seis años y ya lleva una gran carga emocional. Tiene ojeras bajo los ojos de su bonito rostro infantil. Le acaricio la mejilla y le aparto el pelo de la cara. Un par de preciosos ojos grises oscuros iguales a los míos me miran brillantes. —Hora de despertar, dormilón, vamos a llegar tarde al colegio. —¿Dónde está papá? —me pregunta con cara triste y yo intento contener las lágrimas haciendo grandes esfuerzos. Me siento en la cama, lo cojo y lo siento encima de mí. —Está en el cielo. —¿Por qué nos ha dejado? —No nos ha dejado, él está allí arriba cuidándonos y queriéndonos mucho. —Pero yo le echo de menos, quiero que vuelva —sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. —Y yo, pero no puede volver, Diego. Es algo imposible. Asiente resignado. —Pero por las noches, cuando sientas que lo echas mucho de menos mira al cielo, piensa que él te está mirando, y dile cuánto le quieres. Le quieres mucho ¿verdad que sí? —Le quiero mucho —dice con un puchero. No puedo ver a mi hermano así, me parte el alma. Le abrazo y le beso la frente. Y lloramos a nuestro padre los dos en silencio hasta que llega la hora de irse a la escuela. Cuando llego a mi casa, mi madre no está sola. Mi tía Erica la acompaña y no trae buena cara. La saludo y hace que me siente a su lado. —Cariño, me temo que tengo malas noticias para vosotras. Suspiro —¿Qué pasa ahora? —Se trata de esta casa. —¿Qué ocurre con ella? —El banco la va a embargar.

Me levanto del asiento sorprendida. —Pero… ¿Cómo que el banco nos la va a embargar? No puede hacer eso, nosotras hemos pagado todas las facturas. Mi tía se levanta y viene a mi lado, sujetándome por el hombro. —Cielo, no es por vosotras. Es por tu padre. Pidió varios préstamos al banco, cantidades sumamente grandes —me tiende un papel que supuse que era una carta del banco—. Y no los ha devuelto. El banco os embargará, a no ser que podáis pagar el dinero que se os pide. Miro la cifra impresa en el papel y estoy a punto de desmayarme. —Es imposible, nosotros no podemos pagar esta cantidad de dinero. ¡No lo tenemos! Me acerco a ella suplicante. —Tía, tú trabajas en el banco, puedes hacer algo para…. —No puedo hacer nada, Lucía, si hubiese podido hacer algo ya lo hubiese hecho. Tenéis una semana para que Amanda, Diego y tú os marchéis de aquí. La habitación comienza a darme vueltas.

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