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Seleccion 13 – AA. VV

Estas antologías son una selección de los relatos publicados en la revista estadounidense The Magazine of Fantasy and Science Fiction, considerada la más importante del mundo en los géneros de anticipación y fantasía científica.


El lector asiduo (¡ha de haber al menos uno!) de estas antologías ya conoce a la señora Kit Reed (La parra, El tigre automático) y su certero, y a menudo escalofriante, sentido crítico. Si le parece exagerada la siguiente parábola sobre un ama de casa de un futuro inmediato… es que no tiene usted televisor.

—Puede que a la señora Brainerd le molesten los niños, Polly Ann; así que es mejor que te vayas a tu cuarto con «Puff» y «Ambrosio» hasta que lo sepamos.

Polly Ann se estiró el jersey sobre su torso de niña de diez años y recogió al gato, sacudiendo los rizos al andar.
—Sí, mamá. —Cerró la puerta de su habitación y volvió a abrirla con una sonrisa pícara y preadolescente—.

«Ambrosio» acaba de hacer un charco en la alfombra.
La campanilla de tres notas sonó en la puerta: Ding, dang, dong. Norma hizo un gesto frenético.
—No importa.
—Va-le.

La puerta se cerró tras Polly Ann.
Luego, dando unos golpecitos a sus almohadones de tejido de seda, y pasando la mano sobre el roble pulido del televisor, Norma Thayer, el ama de casa, fue a abrir la puerta.
Había sido ama de casa durante años.

Fregaba y cocinaba e iba al mercado y compraba todos los nuevos aparatos que anunciaban. Precisamente ahora estaba un poco susceptible a propósito de eso porque, a pesar de lo limpia que era, su marido acababa de dejarla, y ni siquiera había otra a quien culpar.

En adelante, tendría que ser extremadamente cuidadosa con ella misma, divorciada como estaba, especialmente ahora que ella y Polly Ann vivían en un nuevo vecindario. Realmente habían tenido un buen comienzo, porque su nueva casa en el nuevo polígono, era casi exactamente como todas las demás de la manzana,

sólo que pintada de rosa, y su mobiliario tenía la misma forma y estilo que los que había en las otras salas de estar, abierta al visible comedorcito de formica; ella lo sabía porque había ido a dar una vuelta en una noche oscura y se había fijado.

Pero, a la vez, ella y Polly Ann no tenían un papá que llegase a casa a las cinco, como ocurría en las otras casas; y aun cuando ella y Polly Ann habían marcado su casa con números de hierro dulce y sacaban la basura en bolsas de plástico de color claro, aun cuando habían centrado su mejor lámpara detrás de la ventana y la cocina era palmo a palmo tan bonita como el folleto decía,

la falta de un papi que sacara la basura y cultivara el jardín los sábados y domingos, como todo el mundo, ponía a Norma en desventaja.

Norma sabía, mejor que nadie en la manzana, que una casa seguía siendo una casa aunque no hubiera un padre, y las cosas podían ir incluso mejor, a la larga sin todas esas colillas y esos pijamas sucios que recoger. Pero ella era, en cierto modo, un pionero, porque, por el momento, era la primera en el bloque para demostrarlo.

En aquel instante su vecina estaba presentándose para su primera visita, y el hacendoso corazón de Norma se encogía. Si todo salía bien, la señora Brainerd miraría el sofá seccional y la alfombra moteada de algodón y lana —con el reverso de gomaespuma— y vería que con papá o sin él,

Norma era tan buena como cualquier ama de casa de las revistas, y que sus trapos de cocina estaban tan limpios como cualesquiera de los del vecindario.

Entonces, la señora Brainerd le daría una receta y la invitaría al próximo almuerzo, el cual, si su memoria no la engañaba, sería en casa de la señora Dowdy, la encalada de la manzana contigua.


Arreglándose la parte delantera de su bata Remolino, la señora Thayer abrió la puerta.

—Hola, señora Brainerd.
—Hola —dijo la señora Brainerd—. Llámame Clarice. —Pasó su mano por el montante—. Maderaje realmente agradable.
—Xerox —repuso Norma con una pequeña sonrisa de orgullo al dejarla pasar.

—El pomo de la puerta revestido de metal —siguió la señora Brainerd.
—Va maravillosamente. He preparado algo de café —dijo Norma—. Y un pastel…
—No pruebo el pastel —añadió la señora Brainerd.
—Es sin grasa…

—Galletas Metro —continuó la señora Brainerd, y su mandíbula se había puesto blanca y firme—. Y nada de azúcar. Sacarina.
—Si te sientas aquí…
Norma empujó la silla más cómoda.
—Gracias, no.

La señora Brainerd alisó su bata Remolino y siguió a Norma a la cocina. Era pequeña, cotilla, llevaba los labios pintados y estaba hecha de acero. Norma advirtió con un estremecimiento culpable que la señora Brainerd sujetaba el cuello de su bata con un alfiler «Sweetheart».

—Algo especial —dijo la señora Brainerd, dándose cuenta que ella lo había visto—. Lo conseguí con etiquetas de «La Verdadera Margarina». —Rozó a Norma al pasar, pero ni miró hacia el querido rincón para la cena—. Manchas que no se van ni blanqueando —prosiguió, fijando la vista en el fregadero.

Norma se sonrojó.
—Lo sé.


He restregado y restregado. Incluso usé directamente el líquido blanqueador.
Bajó la cabeza.

—Bueno —Clarice Brainerd buscó en el bolsillo de su falda floreada y sacó un recipiente de espolvorear—. Aquí está —repuso con una bellísima sonrisa.
Norma reconoció la marca.

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