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Se Vende Magia – AA. VV

Seleccionador: Avram Davidson. Con este volumen se inica la publicación de una serie de antologías escogidas que, a lo largo de la colección, irán dando a conocer los mejores relatos de fantasía. Para ello, nada más indicado que el que ahora aparece bajo el subtítulo de «Se vende magia», presentado por Avram Davidson.

«Los mejores relatos de fantasía I» reúne de modo casi milagroso los dos aciertos que debe tener una buena antología. El primero, obviamente, es una hábil selección de las historias que la forman, cuyo nivel medio sólo puede calificarse de soberbio.

El segundo, aún más raro, es el haber sabido encontrar un concepto original que le sirva de marco temático: los relatos incluidos aquí se centran alrededor de comercios enigmáticos e inexplicables en los que puede hallarse, literalmente, de todo.

Cuando el cliente empuja sus puertas polvorientas, no sabe qué va a saludarle desde los estantes cubiertos de telarañas y los sucios mostradores…, todo puede encontrarse, en este mundo o en otro, siempre que se esté dispuesto a pagar su precio.

A veces de forma terrorífica, otras con un humor chispeante, pero siempre derrochando imaginación, firmas del calibre de Alfred Bester, Robert Bloch, Ray Bradbury, Sprague de Camp, Terry Carr, Harlan Ellison, Robert Silverberg, Theodore Sturgeon, H. G. Wells y Jane Yolen, entre otros, desarrollan este apasionante tema de modo magistral.
CONTENIDO:

Introducción, Avram Davidson
Tienda de chatarra, John Brosnan
Del tiempo y la Tercera Avenida, Alfred Bester
Cada cual su botella, John Collier
Tal como está, Robert Silverberg
La capa, Robert Bloch

Piedra de toque, Terry Carr
Doctor Bhumbo Singh, Avram Davidson
El héroe es único, Harlan Ellison
El tritón malasio, Jane Yolen

Bébase entero: contra la locura de masas, Ray Bradbury
Elephas Frumenti, L. Sprague de Camp y Fletcher Pratt
Tellero Bo, Theodore Sturgeon
El huevo de cristal, H. G. Wells
La mujer del vestido genético, Daniel Gilbert


El lugar que él recorría ociosamente era uno de esos receptáculos de objetos viejos y curiosos que parecen agazaparse en raros rincones de esta ciudad para ocultar de la vista del público, celosos y desconfiados, sus mohosos tesoros.

Había cotas de malla erectas igual que monjes con armadura, fantásticas tallas adquiridas en monasterios, oxidadas armas de diversos tipos, distorsionadas figurillas de porcelana, madera, metal y marfil, cortinas y extraños muebles quizá diseñados en sueños…

—Charles Dickens
La tienda de antigüedades
Acerca de las descripciones de tiendas en la antigüedad clásica, puede decirse que aquellos establecimientos parecían ser pequeños y no estar particularmente atestados de mercancías; y ello parece que siguió siendo cierto durante el Renacimiento.

La tienda de artículos diversos se desarrolló en siglos posteriores, probablemente con el declive de los gremios. Numerosos mercaderes operaban en recintos o zonas de mercados, y si tenían que guardar las mercancías en sus puestos (suponiendo que poseyeran puestos, y no meramente una manta en el suelo) tras el trabajo del día, sus existencias debían de ser forzosamente limitadas.

La descripción de un típico comercio al por menor en el Brasil de principios del siglo XIX puede muy bien ser válida para las tiendas de cualquier otro lugar: el tendero estimaba lo que iba a vender en el curso del día, y a primera hora visitaba a su mayorista y adquiría el género.

Si faltaba algo a la hora del cierre, el minorista se disgustaba y se reprendía por su mala planificación. Posteriormente, en ese mismo siglo, existieron ciertos mayoristas del África occidental, y ciertamente de otros lugares, que se jactaban de que ellos jamás «sacaban parte de la carga».

Es decir, si uno de ellos recibía con el último barco cien cajas de, por ejemplo, muselina sin blanquear en rollos, el mayorista no vendía menos de una caja entera. Sólo un mayorista de segunda categoría compraba la caja y, tras «sacar parte de la carga»,

vendía la tela por rollos. El comprador del rollo lo ponía en su estantería, y de ahí lo trasladaba al mostrador para medirlo, cortarlo y venderlo por metros. Después de eso, la cuestión se reducía a hacer un buen negocio.

Recuerdo muy bien los «ludes», aquellos cigarrillos sueltos que se vendían a un penique.


El paquete entero costaba entonces quince centavos y el beneficio del detallista era únicamente de un penique si vendía la cajetilla sin abrir.

Si, por otra parte, el vendedor abría una caja de Picayunes o Sweet Caporal, por ejemplo, el tabaco podía pasarse y quedar invendible.

Todo ello, o bien casi todo, se destinaba al consumo más inmediato. Pero existía algo enteramente distinto: el comercio de segunda mano, que no se prestaba con facilidad a la venta al por mayor y que existía en parte porque, antes de la industrialización, las cosas se hacían para que duraran;

había quizá más pobres, y los pobres, ciertamente, poseían menos cosas. Que un producto cayera en desuso era una idea cuya época aún no había llegado; plásticos y sintéticos eran algo en que ni siquiera los alquimistas podían soñar.

Una prenda, un mueble, una pieza de armadura o incluso un utensilio de cocina, cualquier cosa podía resistir un uso de toda una vida y seguir siendo utilizable.

Pues bien, supongamos que los herederos, el estado, los acreedores, quizá no deseaban seguir usando esos objetos. No existían ciertamente tiendas de caridad, de forma que ahí intervenía el vendedor de artículos de segunda mano, y el comercio de camisas y sábanas usadas podía ser tan activo

Como el de mercancías nuevas; así quedaba zanjado ese problema. Pero había cosas para las que no podía esperarse una venta inmediata. Sin embargo, existía una nueva clase ociosa en formación que en un momento dado podía adquirir los objetos demasiado valiosos para desecharse.

Así nació una clase de tenderos que, a diferencia de los minoristas, que a diario volvían a llenar sus estanterías, invertía el coste del espacio de que disponían además del coste de las mercancías.

Y aunque algunas de estas mercancías no eran en realidad excesivamente buenas, otras podían hallarse en ese gran limbo que separa lo útil de lo decorativo, la chatarra de lo antiguo, lo meramente curioso del artículo de coleccionista. Así, poco a poco, nació lo que Dickens denominó memorablemente La tienda de antigüedades.

Es imposible encontrar tiendas de antigüedades en galerías comerciales, y tampoco están en los centros comerciales. Los empresarios que precisan almacenes de sostén no abren ese tipo de negocios. Esas tiendas surgen, simplemente. Bien, al menos así solía ser…

Había un anciano, ruso blanco, o quizá no tan blanco, que tenía una tienda de libros, revistas y cosas viejas en Saffron Cisco. Su establecimiento me pareció divertido pero desconcertante.

—Todo esto es muy complicado —dije una vez, o quizá muchas veces.
—No, complicado no —contestó él—. En esta mesa sólo puedes comprar. En esta otra sólo puedes cambiar. En la tercera, allí, tienes que comprar y además cambiar algo. Y en la cuarta, allí, tienes que comprar y además cambiar dos cosas.

Ese montaje no siempre concordaba con mis deseos inmediatos.



—Tiene una curiosa forma de llevar el negocio —le dije.
—Llevo el negocio a mi manera —repuso él, tras volverse.

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