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San Agustin a Scoto – Frederick Copleston

El contenido de este volumen abarca desde los primeros escritores cristianos hasta los grandes sistemas del siglo XIII. La revalorización de la filosofía medieval desde comienzos de nuestro siglo promovió múltiples investigaciones y obras de síntesis que han renovado la visión de una época olvidada o denostada durante varios siglos. La tarea de Frederick Copleston, en la parte dedicada a este período en su Historia de la filosofía, ha consistido en recoger y reelaborar los resultados de la investigación para ofrecer una exposición precisa y sugestiva del desarrollo del pensamiento medieval. El estudio de la dialéctica interna que determina su evolución, la estructura de los sistemas y el contexto cultural y social que condiciona su elaboración, constituyen los puntos de partida de su método interpretativo. La patrística, el renacimiento carolingio y Escoto Eriúgena, el problema de los universales, San Anselmo, la escuela de Chartres y los victorinos, la filosofía islámica, y los grandes sistemas del siglo XIII son los temas centrales del presente volumen, el cual se extiende especialmente en la exposición del pensamiento de san Agustín, en la primera parte, y de san Buenaventura, santo Tomás, y Duns Scoto, en la última. Es difícilmente superable como introducción al pensamiento de los autores estudiados. Un apéndice bibliográfico, resultado de una cuidadosa selección, sirve de adecuado complemento a la obra.


 

1. En este segundo volumen de mi Historia de la Filosofía había sido mi primera intención presentar el desarrollo de la filosofía a través de todo el período medieval, entendiendo por filosofía medieval el pensamiento y los sistemas filosóficos que fueron elaborados entre el Renacimiento carolingio a finales del siglo 8 d. J. C. (Juan Scoto Eriúgena, el primer filósofo medieval destacado, nació hacia el año 810), y el final del siglo XIV. Pero reflexiones posteriores me convencieron de la conveniencia de dedicar dos volúmenes a la filosofía medieval. Ya que el volumen primero de mi Historia [1] terminaba con una presentación del neoplatonismo, y no contenía tratamiento alguno de las ideas filosóficas que pueden encontrarse en los primeros escritores cristianos, consideré que era oportuno decir algo de esas ideas en este volumen. Es verdad que hombres como san Gregorio Niseno y san Agustín pertenecen al período del Imperio romano, y que la filosofía a la que se afiliaron fue la platónica, entendiendo este término en su sentido más amplio, y que no puede llamárseles medievales; pero subsiste el hecho de que fueron pensadores cristianos, y que ejercieron una gran influencia sobre la Edad Media. Apenas es posible entender a san Anselmo o a san Buenaventura sin saber algo de san Agustín, ni sería posible entender el pensamiento de Juan Scoto Eriúgena sin conocer algo del pensamiento de san Gregorio de Nisa y, del Pseudo-Dionisio Areopagita. Así pues, casi huelga defender la decisión de iniciar una historia de la filosofía medieval con la consideración de unos pensadores que pertenecen, por lo que respecta a la cronología, al período del Imperio romano. Comienza, pues, el presente volumen con la época más antigua de la literatura cristiana, y prosigue la historia de la filosofía medieval hasta llegar al final del siglo XIII, incluido Duns Scoto (1265-1308 aproximadamente). En mi tercer volumen me propongo tratar de la filosofía del siglo XIV, con una especial atención al ockhamismo. En dicho volumen incluiré también el tratamiento de las filosofías del Renacimiento, de los siglos 15 y 16, y de la « Edad de Plata» del pensamiento escolástico, aun cuando Francisco Suárez no murió hasta el año 1617, veintiún años después del nacimiento de Descartes. Esa composición puede parecer arbitraria, y, en cierta medida, lo es. Pero es extremadamente dudoso que pueda trazarse una exacta y tajante línea divisoria entre la filosofía medieval y la moderna, y no sería indefendible que se incluyese a Descartes en el período de los últimos escolásticos, por contrario que eso pueda ser a las tradiciones historiográficas. No me propongo, empero, llegar a tanto, y si incluyo en el próximo volumen (el tercero) a algunos filósofos que puede parecer que pertenecen propiamente a la Edad Moderna, la razón por la que lo hago así es en gran parte una razón de conveniencia, la de dejar más desembarazada la continuación y poder, en el cuarto volumen, desarrollar de una manera sistemática la interconexión entre los más destacados sistemas filosóficos, a partir de Francis Bacon en Inglaterra y de Descartes en Francia, hasta Kant incluido. No obstante, cualquiera que sea el tipo de división adoptado, no ha de olvidarse que los compartimientos en que uno divida la historia del pensamiento filosófico no son compartimientos estancos, que las transiciones son graduales, no abruptas, que hay superposiciones e interconexiones, y que los sistemas que se van sucediendo no están cortados unos de otros con un hacha. 2.


Hubo un tiempo en que la filosofía medieval se consideró indigna de un estudio serio, cuando se daba por supuesto que la filosofía de la Edad Media era de tal modo esclava de la teología que era prácticamente indistinguible de ésta, y que, en la pequeña medida en que podía ser distinguida, no consistía apenas sino en infecundas minucias lógicas y juegos de palabras. Dicho de otro modo, se daba por supuesto que la filosofía europea constaba de dos períodos principales, el de la Antigüedad, que venía a reducirse a Platón y Aristóteles, y el moderno, cuando la razón especulativa comenzó de nuevo a gozar de libertad, después de la oscura noche de la Edad Media, durante la cual la autoridad eclesiástica había reinado absolutamente y la razón humana, atada por sólidas correas, se había visto obligada a reducirse al estudio inútil y fantástico de la teología, hasta que un pensador como Descartes rompió al fin las cadenas y dio libertad a la razón. En la Antigüedad y en la Edad Moderna la filosofía podía considerarse como un hombre libre, mientras que en el período medieval había sido un esclavo. Aparte del hecho de que la filosofía medieval compartió de la manera más natural la desestimación con que solía verse, en general, a la Edad Media, un factor al que debe atribuirse en parte la actitud adoptada ante los pensadores medievales fue sin duda el lenguaje utilizado, a propósito del escolasticismo, por hombres como Francis Bacon y René Descartes. Del mismo modo que los aristotélicos tendían naturalmente a valorar el platonismo en términos de la crítica que del mismo hiciera Aristóteles, así los admiradores del movimiento que parecía iniciado por Bacon y Descartes se sentían inclinados a mirar a la filosofía medieval a través de los ojos de éstos, sin advertir que mucho de lo que Francis Bacon, por ejemplo, tenía que decir contra los escolásticos, no podía ser aplicado legítimamente a las grandes figuras del pensamiento medieval, por aplicable que pudiera ser a los escolásticos posteriores y « decadentes» , que rendían culto a la letra de aquéllos, en detrimento del espíritu. Si desde el principio los historiadores dirigían su mirada a la filosofía medieval a esa luz, difícilmente podía esperarse que buscasen un conocimiento de aquélla más exacto y más de primera mano: la condenaban sin verla ni oírla, sin conocimiento de la rica variedad del pensamiento medieval ni de su profundidad; para esos historiadores, toda la filosofía medieval constituía un solo bloque, un árido juego de palabras y una servil dependencia de la teología. Además, insuficientemente críticos, no supieron reconocer el hecho de que, si los filósofos medievales se dejaron influir por un factor externo, la teología, los filósofos modernos han sido también influidos por factores externos, aunque éstos no fueran teólogos. Para la mayoría de dichos historiadores habría sido una proposición desprovista de sentido laque sugiriera que Duns Scoto, por ejemplo, podría pretender ser considerado como un filósofo británico tan grande, por lo menos tan grande, como John Locke, mientras que en su elevada estimación de la agudeza de David Hume, no tuvieron en cuenta que ciertos pensadores de los últimos tiempos de la Edad Media habían y a anticipado gran parte de la crítica que acostumbraba considerarse como la peculiar contribución del eminente escocés a la filosofía. Citaré un ejemplo, el modo de tratar a los filósofos y la filosofía medieval un hombre que fue, a su vez, un gran filósofo, Jorge Guillermo Federico Hegel. Es un interesante ejemplo, puesto que la idea dialéctica que Hegel tenía de la historia de la filosofía exigía evidentemente que la filosofía medieval fuese registrada como habiendo hecho una contribución esencial al desarrollo del pensamiento filosófico, y, por lo demás, Hegel, personalmente, no era un simple antagonista vulgar de la filosofía medieval. Ahora bien, Hegel admite ciertamente que la filosofía medieval realizó una función útil, la de expresar en términos filosóficos « el contenido absoluto» del cristianismo, pero insiste en que no es sino una repetición formalista del contenido de la fe, en la que Dios se representa como algo « externo» , y si se recuerda que para Hegel la fe es el modo de la conciencia religiosa, definidamente inferior al punto de vista filosófico o especulativo, el punto de vista de la pura razón, está claro que, a sus ojos, la filosofía medieval solamente puede ser filosofía en el nombre. En consecuencia, Hegel declara que la filosofía escolástica es realmente teología. Lo que Hegel quiere decir con eso no es que Dios no sea objeto de la filosofía, lo mismo que de la teología; lo que quiere decir es que aunque la filosofía medieval considerara el mismo objeto que considera la filosofía propiamente dicha, lo hacía según las categorías de la teología, en vez de sustituir las conexiones externas de la teología (por ejemplo, la relación del mundo a Dios como la del efecto externo a su libre causa creadora) por las categorías y conexiones sistemáticas, científicas, racionales y necesarias de la filosofía. La filosofía medieval fue, según eso, filosofía por lo que respecta a su contenido, pero, por lo que respecta a la forma, fue teología; y, a los ojos de Hegel, la historia de la filosofía medieval es una historia monótona, en la que los hombres trataron en vano de discernir algún estadio claro y distinto de verdadero progreso y desarrollo del pensamiento. En la medida en que la opinión de Hegel sobre la filosofía medieval depende de su propio sistema particular, de su modo de ver la relación entre la religión y la filosofía, la fe y la razón, lo inmediato y lo mediato, no puedo discutirla en este volumen; pero deseo indicar cómo el tratamiento hegeliano de la filosofía medieval va acompañado por una muy real ignorancia del curso de su historia. Es posible, indudablemente, que un hegeliano tenga un verdadero conocimiento del desarrollo de la filosofía medieval y adopte sin embargo, precisamente por ser hegeliano, el punto de vista general de Hegel respecto de la misma; pero no puede haber ni una sombra de duda, incluso si se tiene en cuenta el hecho de que el filósofo no editó y publicó por sí mismo sus lecciones sobre historia de la filosofía, que Hegel no posey ó de hecho aquel conocimiento. ¿Cómo puede, por ejemplo, atribuirse un verdadero conocimiento de la filosofía medieval a un escritor que incluye a Roger Bacon bajo el epígrafe « Místicos» , y se limita a observar: « Roger Bacon se ocupó más especialmente de física, pero no llegó a ejercer influencia. Inventó una pólvora, espejos, telescopios, y murió en 1297? El hecho es que Hegel confiaba su información a autores como Tennemann y Brucker, a propósito de filosofía medieval, mientras que sobre ésta no existen estudios valiosos hasta mediados del siglo XIX. Al presentar el ejemplo de Hegel no ha sido mi intención, desde luego, culpar a ese filósofo; trato más bien de poner de relieve el gran cambio que se ha operado en nuestro conocimiento de la filosofía medieval merced a la obra de modernos eruditos, a partir, más o menos, de 1880. Mientras es fácil comprender y perdonar las representaciones erróneas de las que un hombre como Hegel fue inconscientemente culpable, es difícil tener mucha paciencia ante similares erróneas interpretaciones de hoy, después de la obra de investigadores como Baeumker, Ehrle, Grabmann, De Wulf, Pelster, Geyer, Mandonnet, Pelzer, etc. Después de la luz que han esparcido sobre la filosofía medieval los textos publicados y las ediciones críticas de otras obras y a publicadas anteriormente, después de los espléndidos volúmenes editados por los padres franciscanos de Quaraechi, después de la publicación de tantos números de serie de Beitráge, después de la producción de Historias como la de Mauriee De Wulf, después que los lúcidos estudios de Etienne Gilson, después de la paciente labor realizada por la Medioeval Academy of America, no parece ya posible pensar que los filósofos medievales fueran « todos de la misma clase» , que la filosofía medieval estuvo falta de riqueza y variedad, que los pensadores medievales fueron uniformemente hombres de corta estatura y dotes mediocres. Además, escritores como Gilson nos han ay udado a reconocer la continuidad entre la filosofía medieval y la moderna. Gilson ha puesto de manifiesto cómo el cartesianismo dependía del pensamiento medieval más de lo que primeramente se crey ó. Queda todavía mucho por hacer en el trabajo de edición e interpretación de textos (basta mencionar el Comentario a las Sentencias, de Guillermo de Ockham), pero ahora nos es ya posible ver las corrientes y el desarrollo, el esquema y la textura, las grandes figuras y las figuras menores de la filosofía medieval, en una mirada sinóptica. 3.

Pero aunque la filosofía medieval sea en efecto más rica y más variada de lo que a veces se ha supuesto, ¿no tienen razón los que dicen que se mantuvo en una relación tan íntima con la teología que es prácticamente indistinguible de ésta? ¿Acaso no es un hecho, por ejemplo, que la gran may oría de los filósofos medievales fueron clérigos y teólogos, que seguían los estudios filosóficos con espíritu de teólogos, o, incluso, de apologetas? En primer lugar, es necesario advertir que la relación entre filosofía y teología constituyó en sí misma un importante tema para el pensamiento medieval, y que distintos pensadores adoptaron actitudes diferentes a propósito de dicha cuestión. Tomando su punto de partida en el afán por entender los datos de la revelación, en la medida en que eso es posible a la razón humana, los medievales más antiguos, de acuerdo con la máxima Credo ut intelligam, aplicaron la dialéctica racional a los misterios de la fe, en un esfuerzo por comprender éstos. De ese modo pusieron los fundamentos de la teología escolástica, puesto que la aplicación de la razón a los datos teológicos —en el sentido de los datos de la revelación— es y se reduce a ser teología, sin convertirse en filosofía. Algunos pensadores, en su deseo entusiasta de penetrar los misterios por la razón en el más alto grado posible, parecen a primera vista ser racionalistas, o lo que podríamos llamar hegelianos antes de Hegel. No obstante, es un anacronismo ver a esos hombres como « racionalistas» , en el sentido moderno del término, puesto que cuando san Anselmo, por ejemplo, o Ricardo de San Víctor, intentaban explicar el misterio de la Santísima Trinidad por « razones necesarias» , no tenían la menor intención de reducir el dogma o deteriorar la integridad de la divina revelación. (Volveré sobre ese tema en el curso de esta obra.) Actuaban, pues, indudablemente como teólogos; pero esos hombres, que no hicieron, es verdad, una delimitación clara de las esferas de la filosofía y la teología, persiguieron sin embargo temas filosóficos y desarrollaron argumentaciones filosóficas. Por ejemplo, aun cuando san Anselmo sea importante en primer lugar como uno de los fundadores de la teología escolástica, contribuy ó también al crecimiento de la filosofía escolástica, como en el caso de sus pruebas racionales de la existencia de Dios. Sería inadecuado rotular, sin más precisas cualificaciones, a Abelardo como filósofo y a san Anselmo como teólogo. En todo caso, en el siglo XIII, encontramos una clara distinción, obra de santo Tomás de Aquino, entre teología, que toma como premisas los datos de la revelación, y filosofía (incluida en ésta, desde luego, lo que llamamos « teología natural» ), que es obra de la razón humana, sin una ay uda positiva de la revelación. Es cierto que en aquel mismo siglo san Buenaventura fue un defensor consciente y decidido de lo que podríamos llamar el punto de vista integralista, agustiniano; pero, aunque el doctor franciscano pudo creer que un conocimiento de Dios puramente filosófico está viciado por su misma incompletud, también él veía con la may or claridad que hay verdades filosóficas de las que podemos cerciorarnos por nuestra sola razón. La diferencia entre san Buenaventura y santo Tomás ha sido formulada así [2] . Santo Tomás sostiene que sería posible, en principio, excogitar un sistema filosófico satisfactorio que, respecto al conocimiento de Dios por ejemplo, fuese incompleto, pero no falso, mientras que san Buenaventura mantiene que esa misma incompletud o inadecuación tiene el carácter de una falsificación, de modo que, aunque fuese posible una filosofía natural verdadera sin la luz de la fe, no sería posible, sin ésta, una verdadera metafísica. Si un filósofo —pensaba san Buenaventura—prueba mediante la razón y mantiene la unidad de Dios, sin conocer al mismo tiempo que Dios es tres personas en una naturaleza, ese filósofo atribuye a Dios una unidad que no es la unidad divina. En segundo lugar, santo Tomás era perfectamente serio al conceder su estatuto a la filosofía. Un observador superficial podría creer que cuando santo Tomás formulaba una clara distinción entre teología dogmática y filosofía se limitaba a formular una distinción formalística, que no tuvo influencia en su pensamiento y que él mismo no se tomó en serio en la práctica; pero semejante modo de ver estaría lejos de la verdad, como puede advertirse por un ejemplo. Santo Tomás creía que la revelación enseña la creación del mundo en el tiempo, la no-eternidad del mundo; pero mantuvo y argumentó vigorosamente que el filósofo como tal no puede probar ni que el mundo sea creado desde la eternidad ni que hay a sido creado en el tiempo, aunque sí puede mostrar su dependencia de Dios como Creador. Al defender ese punto de vista disentía, por ejemplo, de san Buenaventura, y el hecho de que mantuviese el punto de vista en cuestión manifiesta claramente que se tomaba en serio, en la práctica, su delimitación teorética de los campos de la filosofía y la teología dogmática. En tercer lugar, si fuera realmente verdad que la filosofía medieval no fue otra cosa que teología, habría que esperar que unos pensadores que aceptaban la misma fe aceptaran también la misma filosofía, o que las diferencias entre ellos se limitaran a diferencias en el modo de aplicar la dialéctica a los datos de la revelación. No obstante, eso está en realidad muy lejos de ser la verdad. San Buenaventura, santo Tomás de Aquino y Duns Scoto, Gil de Roma, y, no hay grave inconveniente en añadir, Guillermo de Ockham, aceptaban la misma fe, pero sus ideas filosóficas no fueron ni mucho menos las mismas en todos los puntos. El que las filosofías de esos hombres fuesen o no igualmente compatibles con las exigencias de la teología es, desde luego, otra cuestión (no es nada fácil considerar la filosofía de Guillermo de Ockham como enteramente compatible con aquellas exigencias); pero esa cuestión es independiente del tema que aquí discutimos, puesto que, fuesen o no compatibles todas ellas con la teología ortodoxa, esas filosofías existieron y no fueron la misma. El historiador puede seguir las líneas de desarrollo y divergencia en la filosofía medieval, y, si puede hacerlo así, debe estar claro que hay algo a lo que puede llamarse filosofía medieval: de lo que no existe no puede haber historia. Tendremos que considerar diferentes opiniones sobre la relación entre filosofía y teología en el curso de esta obra, y no quiero llevar más adelante, por ahora, el tratamiento del tema; pero será oportuno admitir desde el principio que, debido al fondo común de la fe cristiana, el mundo que se ofrecía, para su interpretación, al filósofo medieval, aparecía, más o menos, a la misma luz. Tanto si un pensador defendía una clara distinción entre los campos de la filosofía y de la teología, como si la negaba, miraba al mundo con ojos de cristiano, y difícilmente podía dejar de hacerlo así.

En sus argumentaciones filosóficas podía prescindir de la revelación cristiana, pero no por eso la fe y la perspectiva cristianas dejaban de estar en el fondo de su mente. Pero eso no significa que sus argumentaciones filosóficas no fuesen argumentaciones filosóficas, o que sus pruebas racionales no fuesen pruebas racionales; hay que considerar cada argumento o prueba según sus propios méritos, y no desestimarlos como teología disfrazada por el hecho de que su autor fuese cristiano. 4. Una vez hemos establecido que hubo realmente una cosa a la que puede llamarse filosofía cristiana, o, en todo caso, que pudo haberla, aun cuando la gran mayoría de los filósofos medievales fuesen cristianos y un gran número de ellos, por añadidura, teólogos, quiero decir finalmente algo acerca de lo que este libro, y el volumen que le sigue, se proponen, y del modo que tratan su tema. Indudablemente no me propongo intentar la tarea de narrar todas las opiniones conocidas de todos los filósofos medievales conocidos. En otras palabras, los volúmenes segundo y tercero de mi historia no pretenden ser una enciclopedia de la filosofía medieval. Tampoco es mi intención ofrecer sencillamente un esbozo o una serie de impresiones de la filosofía medieval. Me he propuesto hacer una relación inteligible y coherente del desarrollo de la filosofía medieval y de las fases a través de las cuales pasó, omitiendo por completo muchos nombres y seleccionando, para su mejor consideración, a aquellos pensadores que son de especial importancia e interés por el contenido de su pensamiento, o que representan e ilustran algún tipo particular de filosofía o algún particular estadio del desarrollo. He consagrado a algunos de esos pensadores un espacio considerable, para ocuparme de sus opiniones un poco por extenso. Tal hecho puede tal vez oscurecer las líneas generales de conexión y desarrollo, pero, como y a he dicho, no era mi intención limitarme a ofrecer un esbozo de la filosofía medieval, y probablemente sólo a través de un tratamiento algo detallado de los principales sistemas filosóficos puede ponerse de manifiesto la rica variedad del pensamiento medieval. Poner claramente de relieve las principales líneas de conexión y desarrollo, y exponer al mismo tiempo con cierta extensión las ideas de filósofos seleccionados, no es ciertamente una tarea fácil, y sería insensato suponer que mis inclusiones u omisiones, o la proporción de espacio concedido a tales o cuales filósofos, resulten aceptables a todo el mundo; ver el bosque a costa de no ver los árboles, o ver los árboles a costa de no ver el bosque, es bastante fácil, pero ver con claridad al mismo tiempo tanto los árboles como el bosque no es tan fácil. No obstante, estimo que ésa es una tarea digna de ser intentada, y aunque no he vacilado en considerar con cierta extensión las filosofías de san Buenaventura, santo Tomás, Duns Scoto y Ockham, he procurado hacer inteligible el desarrollo general de la filosofía medieval desde sus polémicas más antiguas, a través de su espléndida madurez, hasta su decadencia. Cuando alguien habla de « decadencia» se expone a la objeción de que no está hablando como historiador, sino como filósofo. Eso es bastante cierto, pero si se ha de discernir una pauta inteligible en la filosofía medieval es preciso disponer de un principio de selección, y, al menos en esa medida, se debe ser filósofo. La palabra « decadencia» tiene sin duda un color y un aroma valorativo, por lo cual su utilización puede parecer un desbordamiento de los límites legítimos del historiador. Tal vez lo es, en cierto sentido; pero ¿qué historiador de la filosofía ha sido o es meramente un historiador, en el más estricto sentido del término? Ningún hegeliano, ningún marxista, ningún positivista, ningún kantiano escribe historia sin un punto de vista filosófico, ¿y es solamente el tomista el que ha de ser condenado por una práctica que es realmente necesaria, a menos que la historia de la filosofía se convierta en ininteligible, por reducirse a una simple sarta de opiniones?

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