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Samurai – Saburo Sakai

La inolvidable saga del más grande de los pilotos de caza que produjo japón: el legendario «ángel de la muerte». Los pilotos de caza del mundo entero, desde los de la Luftwaffe hasta los de la Real Fuerza aérea británica, todos pronunciaban su nombre con admiración. Saburo Sakai, el as del aire japonés, cuya inimitable pericia y salvaje valentía, hicieron de él el indisputado maestro del combate aéreo, SAMURAI es el impresionante relato de un héroe que sobrevivió a más de doscientos combates en el aire, que derribó cantidades de aviones del adversario y que jamás debió enfrentar la tragedia personal. Es ésta una historia verdadera, increíble, pero también llena de emoción, de gloria, de derrota, y de victoria final. Todo ello narrado por el hombre que la supo vivir.


 

Agradecimientos Los autores deseamos expresar nuestro reconocimiento hacia todas las personas e instituciones sin cuya ayuda este libro no habría sido posible. Debemos nuestra gratitud especial al excapitán de aviación naval Masahisa Saito; al general de división Minoru Genda, de la Fuerza Aérea Japonesa; al coronel Maratake Okumiya, del G-2 del Estado Mayor Conjunto Japonés; al coronel Tadashi Nakajima, de la Fuerza Aérea Japonesa; al comandante Shoji Matsumara, de la Fuerza Aérea Japonesa; a todos los expilotos y oficiales de la fuerza aeronaval japonesa de tiempos de la guerra que ofrecieron detalles sobre sus servicios de combate aéreo; queremos agradecer en especial a Otto V. St. Whitelock, cuya colaboración en la lectura ha sido siempre valiosa; a Sally Botsford, quien trabajó muchas largas horas para pasar a máquina el manuscrito final; al comandante William J. McGinty, al capitán James Sunderman y al comandante Gordon Furbish, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, quienes siempre prestaron su colaboración y nos proveyeron de documentación histórica y de otras formas de ayuda. Prefacio Saburo Sakai se convirtió en una leyenda viviente en Japón, durante la segunda guerra mundial. En todas partes las pilotos hablaban con respeto de sus increíbles hazañas en el aire. Sakai disfrutó de una singular y muy grande reputación entre los pilotos de caza. De entre todos los ases de Japón, Saburo Sakai, es el único piloto que no perdió a un hombre de ala en combate. Éste es un asombroso desempeño para un hombre que participó en más de doscientos combates aéreos, y explica la feroz competencia, que a veces ray aba en la violencia física, entre los otros pilotos que aspiraban a volar en posiciones de ala de él. Sus equipos de mantenimiento lo adoraban. Ser un mecánico asignado al caza Zero de Sakai era considerado el mas alto honor. Entre los hombres de los servicios terrestres se decía que en sus doscientas misiones de combate, la destreza de Sakai fue tal, que jamás desbordó un punto de aterrizaje, nunca volcó o estrelló su avión, incluso después de haber sufrido fuertes daños, heridas personales, o en circunstancias de vuelo nocturno. Saburo Sakai sufrió desastrosas heridas e intensos padecimientos durante los combates aéreos sobre Guadalcanal, en agosto de 1942. Sus esfuerzos por regresar, en un caza averiado, a Rabaul, con heridas paralizantes en la pierna y el brazo izquierdos, ciego para siempre del ojo derecho, y temporalmente del izquierdo, con trozos de metal clavados en la espalda y el pecho, y con los pesados fragmentos de dos balas de ametralladora de calibre 50 incrustados en el cráneo, son una de las más grandes epopey as del aire, una hazaña que, en mi opinión, llegará a ser legendaria entre los pilotos. Estas heridas eran más que suficientes para terminar los días de combate de cualquier hombre. Pregúntesele a cualquier piloto de caza veterano sobre las tremendas dificultades que debe enfrentar un aviador de combate con un solo ojo. En especial cuando tiene que regresar a la liza de la batalla en un caza Zero repentinamente anticuado, contra los Hellcat nuevos y superiores. Después de largos meses de sufrimiento físico y mental, durante los cuales desesperó de volver a su primer amor, el aire, Sakai entró de nuevo en combate. No sólo reafirmó su capacidad como piloto, sino que abatió otros cuatro aviones enemigos, llevando su puntaje total a sesenta y cuatro aparatos derribados y confirmados.


Sin duda el lector se asombrará al enterarse de que Saburo Sakai jamás recibió un reconocimiento de su gobierno en forma de medallas o condecoraciones. Los japoneses desconocían la concesión de medallas u otros reconocimientos. Éstos sólo se ofrecían después de la muerte. Mientras los ases de otras naciones, incluida la nuestra, eran cubiertos de hileras de coloridas medallas y cintas, otorgadas con grandes ceremonias, Saburo Sakai y sus compañeros volaban repetidas veces en combate sin conocer nunca la satisfacción de semejante premio. La historia de Saburo Sakai proporciona por primera vez una visión íntima del « otro lado» . He aquí las emociones al desnudo de un hombre, un exenemigo, para que las vea nuestro mundo. Sakai representa a una clase de japoneses de los cuales conocemos muy poco en Norteamérica, y a quienes entendemos menos aún. Son los célebres Samurai, los guerreros profesionales que dedicaron su vida al servicio de su país. El de ellos era un mundo aparte, incluso para su propio pueblo. Ahora, por primera vez, usted podrá conocer los pensamientos, compartir las emociones y los sentimientos de los hombres que fueron la punta de lanza de Japón en el aire. Al escribir este libro tuve la oportunidad de hablar con muchos de mis amigos que pilotaban nuestros aviones de caza en el Pacífico durante la segunda guerra mundial. Ni uno solo de ellos conoció nunca a los pilotos de caza japoneses contra quienes se enfrentaron, como algo más que una entidad desconocida. Nunca pudieron pensar en los pilotos de caza japoneses como en otros seres humanos. Para ellos fueron personas remotas y ajenas. Lo mismo que nuestros pilotos de caza para hombres como Sakai. ¡SAMURAI!, hará mucho para ubicar en una nueva perspectiva la guerra aérea del Pacífico. Los esfuerzos de propaganda de nuestro país en la época de la guerra deformaron la imagen del piloto japonés hasta convertirla en la caricatura irreconocible de un hombre que vuela a los tropezones, que tiene mala vista y que sólo se mantiene en el aire por la gracia de Dios. En muchas ocasiones, demasiadas, esta actitud fue fatal, Saburo Sakai era un hombre tan dotado en el aire como los mejores pilotos de cualquier nación; se cuenta entre los más grandes de todos los tiempos. Sesenta y cuatro aviones cayeron ante sus armas; el tributo, a no ser por sus graves heridas, habría podido ser mucho may or. La conducta y la valentía de nuestros hombres durante las pruebas de la segunda guerra mundial no necesitan disculpas. También nosotros tuvimos nuestra cuota de grandes y mediocres. Pero muchas de nuestras victorias « documentadas» en el aire son conquistas sólo en el papel. Un ejemplo de ello es la célebre historia del capitán Colin P. Kelly (h). El lector encontrará no poco interés en la versión de Sakai sobre la muerte de Kelly, el 10 de diciembre de 1941, que aparece en estas páginas.

El relato de su muerte —de que atacó y hundió al acorazado Haruna, de que se abrió paso combatiendo a través de hordas de cazas enemigos, de que realizó una picada suicida sobre un acorazado japonés y recibió la Medalla de Honor del Congreso es erróneo; ello se debe a las inexactitudes de las observaciones durante el combate y al apasionado deseo del pueblo norteamericano, después de Pearl Harbor, de encontrar un « héroe» . En el momento del presunto combate contra el Haruna, este barco se hallaba al otro lado del mar de la China meridional, dedicado al apoyo de la campaña en Malasia. En ese entonces, no había acorazados en las Filipinas. La nave de guerra que Kelly atacó, pero a la cual no dañó, según Sakai y los pilotos que aseguraban la protección aérea del barco, era un crucero liviano de la clase Nagara, de 4000 toneladas. El ataque de Kelly había terminado, y su avión huía del lugar, antes que el enemigo descubriese siquiera su presencia. No efectuó una zambullida suicida, sino una pasada de bombardeo desde 6600 metros, y más tarde fue derribado —por Saburo Sakai cerca del aeródromo Clark, en las Filipinas. A Kelly se le concedió, no la Medalla de Honor del Congreso, sino la Cruz de Servicios Distinguidos. Resulta irónico, y un flaco favor a la memoria de ese magnífico oficial joven, que Colin Kelly no sea recordado por el verdadero acto de valor que es el legado de su hijo. Kelly y su copiloto permanecieron ante los mandos de su bombardero envuelto en llamas, para que la tripulación pudiera abandonarlo y sobrevivir. Ése fue su sacrificio. Para obtener los detalles y la historia de Saburo Sakai, Fred Saito pasó todos los fines de semana, durante casi un año, con Sakai, hurgando en el pasado combatiente del más grande as viviente de Japón. Inmediatamente después de la guerra, en cuanto la situación lo permitió, Sakai preparó voluminosas anotaciones sobre sus experiencias. Esas notas, más los miles de preguntas formuladas por Saito, un experto y capaz corresponsal de Associated Press, recrearon la historia más personal de Sakai. Saito estudió después los millares de páginas de los registros oficiales de la ex Armada Imperial Japonesa. Recorrió las islas de Japón para entrevistar a decenas de pilotos y oficiales sobrevivientes, y para corroborar los relatos ofrecidos por esos hombres. Todas las jerarquías fueron consultadas, desde los enganchados de las cuadrillas de mantenimiento hasta los generales y almirantes, para producir este registro auténtico. En verdad, varias de las acciones de combate de Sakai han sido omitidas, sencillamente porque el examen de los registros oficiales japoneses y /o norteamericanos no produjo documentación suficiente. Resultó de especial importancia el libro de bitácora particular del excapitán de aviación naval Masahisa Saito. El capitán Saito, quien comandó el ala de cazas de Sakai en Lae, llevó detalladas anotaciones durante su servicio de combate en ese sector. Como se trata de un diario personal que no fue sometido al Cuartel General Imperial, Fred Saito y yo lo consideramos el más valioso documento de la guerra aérea del Pacífico. Es un defecto humano que en ocasiones los oficiales militares no informen al cuartel general de retaguardia todas las dificultades que encuentran en su comando de la línea del frente. Esto fue particularmente así en el sistema militar de la armada japonesa. El diario personal del capitán Saito, por ejemplo, da una lista detallada de la cantidad exacta de aviones japoneses que regresaron o no pudieron regresar de sus salidas casi cotidianas en el sólo de guerra de Nueva Guinea. A veces el libro de bitácora choca con las abrumadoras afirmaciones de victorias de nuestros pilotos. El capitán Saito sobrevivió a la guerra, y las largas entrevistas con él resultaron valiosos para este libro.

El excomandante de aviación naval Tadashi Nakajima —que así se le conocerá en este libro— es hoy coronel de la nueva Fuerza Aérea de Japón. Muchas horas se trabajó junto al coronel Nakajima para desarrollar algunas de las partes más interesantes. También ofreció una gran ayuda el general de división (antes capitán de aviación naval) Minoru Genda, quien comandó el ala de Sakai durante la última parte de la guerra. En el momento de escribir esto, Genda es el único general japonés considerado piloto de cazas jet, y tiene acumuladas muchas horas en tipos como el F-86. También quedamos muy en deuda con el coronel Masatake Okumiya, quien hoy es Jefe de Inteligencia de los Jefes del Estado Mayor Conjunto de Japón. El coronel (antes comandante) Okumiya, (uno de mis coautores en ¡ZERO!), y EL CAZA ZERO, participó en más batallas aeronavales que ningún otro oficial japonés, y en el último año de la guerra comandó la defensa aérea del territorio japonés. Gracias a sus esfuerzos, pudimos conseguir los necesarios registros de los archivos del extinguido Ministerio Naval Imperial. Creo que es importante hablar aquí de la actitud de Sakai en cuanto a su condición actual: el más grande as viviente de Japón. Sakai considera sencillamente que tuvo la fortuna de sobrevivir a la guerra perdida, a las devastadoras batallas aéreas desarrolladas a partir de 1943. Hubo muchos otros grandes ases japoneses. —Nishizawa, Ota, Takatsuka, Sugita y más que combatieron hasta que las grandes desventajas de las incesantes batallas aéreas los convirtieron en sus víctimas. Ésta es la declaración de Sakai en el periodo de posguerra: « En la Armada Imperial Japonesa aprendí un solo oficio: cómo tripular un avión de caza y cómo matar a enemigos de mi país. Eso hice durante casi cinco años, en China y a través del Pacífico. No conocí otra vida; era un combatiente del aire» . » Con la rendición, fui expulsado de la armada. A pesar de mis heridas y de mis prolongados servicios, no hubo posibilidades de una pensión. Éramos los perdedores, y las pensiones o los pagos por incapacitación los reciben sólo los veteranos de la nación victoriosa. » Las reglas de la ocupación me prohibieron sentarme siquiera ante los mandos de un avión del tipo que fuere. Durante siete largos años de la ocupación aliada, de 1945 a 1952, no pude trabajar en ningún puesto público. Todo era muy sencillo: había sido aviador combatiente. Punto. » El final de la guerra en el Pacífico no hizo más que abrir una nueva, prolongada y enconada batalla para mi, una lucha mucho peor que la que conocí en los combates. Había nuevos enemigos, más mortíferos: la pobreza, el hambre, la enfermedad y toda clase de frustraciones. Estaba la permanente barrera levantada por las autoridades de ocupación, que me impedía ejercer cargos públicos. Se ofreció una sola oportunidad, y la aproveché con avidez.

Dos años del más duro trabajo manual, con una vivienda primitiva, con harapos por vestimenta y alimentos apenas suficientes. » El aplastante golpe final fue la muerte de mi queridísima esposa por enfermedad. Hatsuy o había sobrevivido a las bombas y a todos los peligros de la guerra; pero no pudo escapar a ese nuevo enemigo. » Por último, después de los años de privación autoimpuesta, reuní suficiente dinero para abrir una pequeña imprenta. Trabajando día y noche, resultó posible sobrevivir, e incluso avanzar un poco. » Pronto logré llegar hasta la viuda del almirante Takijiro Onishi una persona a quien buscaba desde hacía muchos meses. El almirante Onishi cometió el harakiri inmediatamente después de la rendición de 1945. Eligió la muerte de esa manera, antes que permanecer con vida cuando tantos de sus hombres —a quienes había ordenado combatir hasta morir— no regresarían jamás. Pues precisamente Onishi era quien había instituido los devastadores ataques kamikaze. » La señora Onishi fue para mi más que la viuda del almirante; es la tía del teniente Sasai, el mejor amigo que jamás he tenido. Sasai murió en combate sobre Nueva Guinea mientras y o me encontraba en un hospital, en Japón. » Durante varios años, la señora Onishi vivió como pudo, como vendedora callejera. Yo me sentí enfurecido al verla arrastrando los pies, cubierta de andrajos, pero no tenía manera de ay udarla. » Pero y a con una pequeña imprenta, la convencí de que aceptara el puesto de gerente. Muy pronto nuestro negocio se amplió; busqué con diligencia, y lleve a la imprenta a varias otras viudas y hermanos de mis amigos más cercanos, que volaron conmigo durante la guerra y que encontraron la muerte. » Por fortuna, las cosas han cambiado. Ahora ha pasado más de una década desde el final de la guerra. Nuestro negocio continuó ampliándose, y la gente que trabaja en mi imprenta está otra vez firme sobre sus pies en términos económicos. » Los años posteriores han sido extraños, en verdad. Se me invitó como huésped de honor a bordo de varios portaaviones norteamericanos y otros barcos de guerra, y los increíbles cambios producidos en los cazas jet actuales, en comparación con los antiguos Zero y Hellcat, resultan asombrosos. He conocido a hombres contra los cuales combatí en el aire, y conversé con ellos y encontré amistad. Para mí, en verdad, eso es lo más impresionante; las mismas personas que, por lo que se, se vieron ante mis cañones hace tanto tiempo, me ofrecieron sinceramente su amistad. » En varias ocasiones se me ofreció aceptar nombramientos en la nueva Fuerza Aérea Japonesa. Los rechacé. No quiero volver a la carrera militar, a vivir de nuevo todo lo que pasó.

» Pero volar es como nadar. No se olvida con facilidad. Durante más de diez años estuve en tierra. Pero si cierro los ojos puedo volver a sentir la palanca en mi mano derecha, el freno en la izquierda, la barra del timón bajo los pies. Siento la libertad y la limpieza, y todas las cosas que conoce un piloto. » No, no olvidé cómo volar. Si Japón me necesita, si las fuerzas comunistas presionan demasiado a nuestra nación, volveré a volar. Pero rezo fervientemente para que ésa no sea la razón de que regrese al aire» . Saburo Sakai Tokio. 1956 Martín Caidin Nueva York. 1956 Capítulo 1 En la más meridional de las principales islas japonesas, Kiushu, la pequeña ciudad de Saga se halla a mitad de camino entre dos grandes centros que en los últimos años se han vuelto muy conocidos para miles de norteamericanos. En Sasebo, la armada de Estados Unidos estableció la base de la mayor parte de la flota que participó en la guerra de Corea; desde las pistas del aeródromo de Ashiy a, los cazas y bombarderos norteamericanos despegaron para volar sobre el angosto estrecho de Tsushima y atacar a los chinos y los coreanos rojos en la península en disputa. La ciudad de Saga no es una recién llegada a las expediciones militares a través del estrecho de Tsushima. Mis propios antepasados fueron miembros de las fuerzas japonesas que en 1592 invadieron a Corea desde Saga. Y el desagradable resultado del moderno conflicto de Corea no carece de precedentes; la guerra medieval entre Corea y Japón terminó en un empate, en 1597, poco después que la dinastía Ming de China lanzó toda su fuerza del lado de los norcoreanos, tal como la moderna China roja provocó el actual impasse coreano. Por lo tanto mi familia tiene un origen guerrero, y durante muchos años mis antepasados sirvieron lealmente al señor feudal de Saga hasta que, según un plan de centralización gubernamental del siglo XIX, puso sus posesiones bajo la guarda del emperador. En los tiempos feudales en que el pueblo japonés se dividía en cuatro castas, mi familia disfrutó del privilegio de la clase gobernante conocida con la denominación de Samurai, o guerreros. Apartados de los problemas mundanos de la vida cotidiana, los samurai vivían altivamente, sin preocupaciones personales por cosas tales como los ingresos, y dedicaban su tiempo a la administración del gobierno local y a la constante preparación para emergencias que podrían imponer exigencias a su capacidad combatiente. Las necesidades de la vida del samurai eran satisfechas por su señor, sin tener en cuenta las depresiones agrícolas u otras influencias exteriores. La abolición, en el siglo XIX, del sistema de castas, resultó un golpe aplastante para los orgullosos samurai. De un solo plumazo fueron despojados de sus privilegios anteriores y obligados a convertirse en comerciantes y agricultores, y a adoptar modos de vida bajo los cuales estaban mal preparados para prosperar. Era de esperar que la mayoría de los samurai quedasen en la indigencia, esforzándose por ganarse la vida con los trabajos más viles, o con el trabajo del alba al anochecer, en sus pequeñas granjas. A mi abuelo no le fue mejor que a sus amigos, al cabo aceptó una granja en la cual luchó tercamente para obtener su sustento. Mi familia era entonces —y es hoy— una de las más pobres de la aldea. En esa granja nací el 26 de agosto de 1916, tercero de cuatro hijos; en mi familia también había cuatro hermanas.

Cosa irónica, mi carrera fue un paralelo muy cercano de la de mi abuelo. Cuando Japón se rindió a los aliados en agosto de 1945, yo era el principal as viviente de mi país, con un total oficial de sesenta y cuatro aviones enemigos derribados en combate aéreo. Pero cuando terminó la guerra fui despedido de la extinta Armada Imperial y excluido de la ocupación de puestos en el gobierno. No tenía dinero, ni capacidad alguna que pudiese utilizar para adaptarme a un mundo que se había derrumbado sobre mi. Como mí abuelo, viví a fuerza de los más rudos trabajos manuales; sólo al cabo de varios años de intensos esfuerzos, conseguí ahorrar lo suficiente para instalar una pequeña imprenta que sirviese como medio de vida. La tarea de roturar la granja de la familia, de cuatro hectáreas, cerca de la ciudad de Saga, recay ó pesadamente sobre los hombros de mi madre, quien también tenía el problema de atender a sus siete hijos. Para acrecentar sus incesantes tareas, quedó viuda cuando yo tenía once años. Mis recuerdos de ella en esa época son las de una mujer qué trabajaba sin cesar, con mi hermana menor atada a la espalda, mientras se encorvaba hora tras hora en los campos, trajinando en condiciones brutales. Pero no recuerdo que queja alguna pasara por sus labios en algún momento. Era una de las mujeres más valientes que jamás conocí, una típica samurai, altiva y severa, pero dueña de un corazón cálido cuando la ocasión lo exigía. A veces, y o volvía a casa de la escuela, gimoteando después de haber sido aporreado por escolares de más edad, y más corpulentos. No mostraba simpatía por mis lágrimas, sólo ceños y palabras de censura: —No olvides que eres el hijo de un samurai —era su respuesta favorita—, las lágrimas no son para ti. Avergüénzate. En la escuela primaria de la aldea trabajé con empeño en mis estudios, y a lo largo de los seis años me mantuve a la cabeza de mi clase. Pero el futuro presentaba problemas en apariencia insuperables para la continuación de mi educación. Mientras que las escuelas primarias eran financiadas por el gobierno, la mayoría de las instituciones más avanzadas exigían que el estudiante fuese mantenido por su familia. Por supuesto, esto era imposible para la familia Sakai, que apenas cubría sus necesidades de alimentos y ropa. Pero no habíamos contado con la generosidad de mi tío de Tokio, quien, cosa increíble, se ofreció a cubrir todos mis gastos escolares. Era un destacado funcionario del Ministerio de Comunicaciones, y su ofrecimiento incluía mi adopción y una educación completa. Aceptamos, agradecidos, nuestra buena suerte. El clan feudal de Saga ocupaba una de las más pobres de las provincias autosuficientes de todo Japón. Su clase de samurais había hecho durante siglos una vida austera, y era famosa por su disciplina espartana. Éramos la única provincia de todo el país que vivía religiosamente según el código del Bushido, el Hagakure, cuyo lema principal era: « Un samurai vive de tal manera, que siempre está preparado para morir» . Durante la guerra el Hagakure se convirtió en un libro de texto para todas las escuelas del país, pero fue el código según el cual siempre viví y o, y su severidad me resultó muy útil, tanto en mi nueva vida escolar como en los años que siguieron, en el combate. En Tokio, todo me asombró.

Nunca había conocido una ciudad mas grande que Saga, con sus 50 000 habitantes. Las hormigueantes multitudes de la capital de Japón resultaban increíbles, lo mismo que el constante tumulto, el ruido, los grandes edificios y todas las actividades de uno de los centros más grandes del mundo. También descubriría que en 1929 Tokio era el escenario de una feroz competencia en todos los terrenos; no sólo había nuevos graduados que competían ásperamente por un trabajo, sino que incluso los niños pequeños debían luchar por los puestos relativamente escasos existentes en las escuelas escogidas. Siempre había creído que mi vida en el campo era difícil; me consideraba excepcional como el estudiante más destacado de mi escuela durante seis años completos. ¡Pero nunca había conocido escolares que estudiasen literalmente día y noche, que aprovechasen todos los momentos disponibles para superar a sus condiscípulos! Las selectas escuelas medias de Tokio, como la Tokio Primera o la Tokio Cuarta, elegían a sus ingresantes entre los alumnos sobresalientes de las escuelas primarias. Además, de cada treinta y cinco postulantes sólo ingresaba uno. Resultaba claro que ni se podía pensar que un chico campesino como yo, anonadado como estaba por ese ambiente extraño y tempestuoso, aspirase siquiera a inscribirse en esas famosas escuelas. Acepté de buena gana una plaza de estudiante en el Aoy ama Gakuin, establecido años antes por misioneros norteamericanos. Aunque su reputación no igualaba la de las instituciones más conocidas, no carecía de nombradía. Mi nueva vida de hogar no podía ser mejor. Pero mi tío era demasiado serio, y opinaba que cuanto menos se viese y se oy ese a los niños, tanto mejor. No sucedía lo mismo con mi tía, o con su hijo y su hija, quienes no habrían podido ser más bondadosos o amistosos. En esas agradables circunstancias comencé la escuela media, encendido de ambición y entusiasmo, plenamente decidido a conservar siempre mi cómodo lugar « a la cabeza de la clase» . Hizo falta menos de un mes para que esos sueños se desvanecieran. Mis esperanzas de aventajar otra vez a todos los estudiantes quedaron destrozadas. Resultó evidente, no sólo para mis profesores, sino también para mí, que muchos de los otros chicos —nunca estudiantes destacados en sus escuelas primarias— eran mejores que y o para el estudio. Eso no podía entenderlo. Pero ellos sabían muchas cosas que y o ignoraba por entero. A pesar de estudiar desesperadamente a toda hora, no podía aprender con tanta rapidez como los demás. El primer semestre terminó en julio. Mis informes escolares, que me ubicaban en mitad de la clase, constituyeron una gran desilusión para mi tío, y causa de desesperación para mí. Sabía que mi tío había aceptado todos mis gastos porque sentía que yo era un chico prometedor y podía conservar mi primer puesto entre los estudiantes. Imposible negar su desdicha ante mi fracaso. Por consiguiente, las vacaciones de verano se convirtieron en un periodo de intenso estudio en casa. Mientras mis condiscípulos salían de vacaciones, yo empollé durante los meses del verano, decidido a corregir mis deficiencias escolásticas.

Pero la iniciación del año escolar en septiembre probó la inutilidad de mis esfuerzos; no hubo mejorías. Esos repetidos fracasos en lo referente a destacarme en mis estudios provocaran un sentimiento de pura desesperación. No sólo me había vuelto mediocre en la escuela; también en deportes me veía superado. No cabía duda alguna de que los chicos de la escuela eran más ágiles, más capaces que yo. El estado de desilusión que siguió fue imperdonable. En lugar de continuar el intento de superar a los estudiantes que habían mostrado con claridad su superioridad escolástica, elegí amigos de mediocre capacidad. No perdí tiempo en afirmar mi jefatura sobre esos otros chicos, y luego busqué pelea a los may ores de la escuela. Casi no pasaba un día en que, por uno u otro medio, no empujara a uno may or que yo a una riña, durante la cual aporreaba minuciosamente a mi adversario. Casi todas las noches volvía a la casa de mi tío cubierto de magulladuras, aunque cuidaba de mantener en secreto esas aventuras. El primer golpe cay ó después de mi primer año en la escuela metodista, cuando una carta de mi profesor informó a mi tío que había sido calificado de « estudiante con problemas» . Tan bien como me fue posible, resté importancia a las riñas, pero no intenté terminar con lo que se había convertido en el mejor medio de demostrar, por lo menos ante mí mismo, que y o era « mejor» que los estudiantes de más edad. Las cartas del profesor se hicieron más frecuentes, y por último mi tío fue citado a la escuela para recibir un informe verbal directo acerca de mi desdichada conducta. Terminé mi segundo año en la escuela casi al final de la lista. Eso era demasiado para mi tío. Se mostraba cada vez más furioso en las arengas que me dirigía, y por último resolvió que ya no tenía sentido continuar mi estancia en Tokio. —Saburo —fueron sus palabras finales—, me canso de regañarte, y no lo haré más. Tal vez la culpa es mía por no vigilarte más de cerca, pero sea cual fuera la causa, parece que he convertido al hijo de la orgullosa familia Sakai en un delincuente. Es evidente —agregó con ironía— que la vida de Tokio te arruinó. —No pude decir una sola palabra en mi defensa, porque todo lo que había dicho era cierto. La culpa era toda mía, pero no hizo que mi regreso a Saga— avergonzado —fuese menos amargo. Estaba decidido a mantener en secreto mi turbación, en especial ante Hatsuy o, la hija de mi tío, a quien quería mucho. Dije que partía para visitar a mi familia en Kiushu. Pero esa noche, mientras salía de la Estación Central de Tokio para el viaje de 1200 kilómetros a Saga, no pude impedir que las lágrimas se me asomaran a los ojos. Había fracasado a mi familia, y temía el regreso al hogar.

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